9. Mi Hada Madrina Azul hace su aparición

 

Me reclutaron como espía norteamericano en 1938, tres años antes de que Norteamérica entrase en la guerra. Me reclutaron un día de primavera, en el Tiergarten de Berlín.

Hacía un mes que me había casado con Helga Noth.

Tenía veintiséis años, entonces.

Era un escritor con bastante éxito, que escribía en el idioma que domino mejor: el alemán. Una obra mía, La copa de cristal, se representaba simultáneamente en Dresde y en Berlín. Otra, Rosa de nieve, también estaba en cartelera en Berlín por aquellos días. Y había terminado recientemente una tercera, Setenta veces siete. Las tres obras eran romances medievales, tan políticas como pueden serlo los chocolatines. 

Cierta tarde de sol, estaba sentado solo, en un banco del parque. Pensaba en mi cuarta obra teatral y ya la había empezado a escribir mentalmente. Se daba a sí misma un nombre: Das Reich der Zwei; «Nación de dos». 

Trataría del amor que mi esposa y yo nos teníamos. Iba a mostrar cómo un par de amantes, en medio de un mundo que se había vuelto loco, podía sobrevivir únicamente a través de la lealtad a la nación que ellos mismos componían: una nación de dos.

En un banco del otro lado del sendero se sentó un norteamericano de edad media. Parecía tonto y pelmazo. Se desató los zapatos para aliviarse los pies y empezó a leer un ejemplar del Chicago Sunday Tribune de hacía un mes. 

Tres jóvenes oficiales de la S. S. pasaron taconeando fuerte entre nosotros dos.

Cuando desaparecieron, el hombre bajó el diario y me habló con el inglés nasal de Chicago.

–Hermosos muchachos –dijo.

–Supongo.

–¿Usted entiende inglés? –preguntó.

–Sí.

–Gracias a Dios por haberme topado con alguien que pueda entender mi lengua. Me estoy volviendo loco tratando de encontrar una persona con quien hablar.

–Ah, ¿sí?

–¿Qué piensa de todo esto? –preguntó–. ¿O se supone que la gente no debe andar por ahí preguntando cosas como éstas?

–¿Qué es «todo esto» a lo que se refiere?

–A las cosas que suceden en Alemania: Hitler, los judíos y todo eso.

–No es algo que yo pueda controlar; por lo tanto, no me preocupa.

Sacudió la cabeza:

–No es su «disco», ¿eh?

–¿No es qué?

–Que no es asunto suyo.

–Así es.

–Usted no me comprendió cuando dije «disco» en lugar de «asunto», ¿verdad? –dijo.

–Creo que es una expresión coloquial, ¿no?

–Lo es en Estados Unidos... Oiga: ¿no le importa si me siento ahí y así no tenemos que hablarnos a gritos?

–Como guste –dije.

–«Como guste» –repitió, mientras venía hacia mi banco–. Esa es la entonación y la expresión que usaría un inglés.

–Soy norteamericano –dije.

Levantó sus cejas:

–¿De veras? Sabe... Estaba tratando de averiguar de dónde sería usted; pero nunca hubiese supuesto que era norteamericano.

–Gracias.

–¿Piensa que es un cumplido y por eso me da las gracias?

–Ni un cumplido ni un insulto. Las nacionalidades no me interesan tanto como quizá deberían.

Eso pareció desconcertarlo.

–¿Y tampoco será mi «disco» saber de qué trabaja?

–Soy escritor –le respondí.

–¿De veras? ¡Qué coincidencia! Estaba sentado en aquel banco y soñaba con ser capaz de escribir algo que, me imagino, podría ser una hermosa historia de espionaje.

–Ah, ¿sí?

–Podría ofrecérsela. Yo nunca la escribiré.

–Mire, por ahora tengo ya todos los proyectos de que puedo ocuparme.

–Bueno, alguna vez puede quedarse sin ideas, y entonces podrá usar la mía. Fíjese: se trata de un norteamericano joven, ¿comprende? Un joven que ha vivido tanto tiempo en Alemania que prácticamente es alemán. Escribe obras de teatro en alemán y está casado con una hermosa actriz alemana y conoce, además, una cantidad de capitostes nazis que gustan frecuentar a la gente de teatro.

Me ametralló los nombres de todos los nazis –grandes y chicos– que Helga y yo conocíamos bien.

No es que Helga y yo estuviésemos locos por los nazis. Pero, por otro lado, tampoco diré que los odiásemos. Formaban una parte entusiasta de nuestro público; gente importante de la sociedad en que vivíamos. Eran personas. Sólo retrospectivamente puedo pensar que aquella gente dejara un reguero fangoso detrás. Para ser sincero, ni siquiera ahora puedo pensar en ellos como gente que dejara esas huellas.

Los conocí demasiado bien como personas, trabajé demasiado duro en esa época para obtener su confianza y aplauso. Demasiado duro. Amén. Demasiado duro.

–¿Quién es usted? –pregunté al hombre del parque.

–Déjeme terminar mi cuento primero... Así que este joven sabe que va a estallar una guerra, se imagina que los norteamericanos van a estar del otro lado. Y por eso, este norteamericano que hasta ahora ha sido tan sólo amable con los nazis, decide hacerse pasar por nazi, se queda en Alemania cuando empieza la guerra y se convierte en un espía norteamericano muy útil.

–¿Usted sabe quién soy?

–Seguro –me contestó.

Sacó su billetera y me mostró la tarjeta de identificación del Departamento de Guerra de Estados Unidos de Norteamérica. Según ella, se trataba del comandante Frank Wirtanen, adscrito a cierta unidad no especificada.

–Y esto es lo que soy yo. Le estoy pidiendo que sea agente norteamericano, agente de nuestro servicio de inteligencia, señor Campbell.

–¡Dios mío! –exclamé, con rabia y ya con resignación.

Me doblé en dos. Cuando me enderecé otra vez, le dije:

–¡Ridículo...! No, ¡qué demonios! ¡No!

–Bueno –dijo–. No me doy por vencido, porque hoy no tiene que darme su respuesta definitiva.

–Si cree que voy a irme a casa para pensarlo dos veces, está equivocado. Cuando vuelva a casa, será para participar de una deliciosa cena junto a mi bella esposa, escuchar música, hacer el amor con mi mujer, y dormir como un tronco. No soy soldado ni político. Soy un artista. Si la guerra estalla, no haré nada para ayudarla. Si la guerra estalla, me encontrará trabajando en mi pacífico oficio.

Sacudió la cabeza otra vez:

–Le deseo toda la suerte del mundo, señor Campbell; pero esta guerra no permitirá a nadie permanecer en su pacífico oficio. Lamento desilusionarlo, pero cuanto peor marche este asunto de los nazis, menos podrá usted dormir como un tronco por las noches.

–Ya veremos –dije secamente.

–Está bien: lo veremos. Por eso le dije que hoy no tiene que darme su respuesta definitiva. Tendrá que «vivir» su respuesta final. Porque si decide aceptar mi propuesta, sepa que deberá continuar su camino estrictamente solo; trabajará por su futuro con los nazis hasta llegar tan alto como pueda.

–Una perspectiva encantadora –dije.

–Bueno, tiene esto de encantadora: usted sería un héroe auténtico, algo así como cien veces más valiente que cualquier hombre común.

Un tieso general de la Werhmacht y un obeso alemán que llevaba un portafolios pasaron frente a nosotros. Hablaban con cierta contenida excitación.

–¿Cómo les va? –preguntó amablemente el comandante Wirtanen.

Bufaron despectivamente y siguieron de largo.

–Será usted un voluntario al comienzo mismo de la guerra; un voluntario para la muerte. Porque, aun si logra sobrevivir a la guerra sin que lo descubran, encontrará que ha perdido su reputación y probablemente tendrá muy poco por lo que vivir.

–Pinta usted muy atractiva la cosa... –le dije.

–Creo que quizá he logrado presentársela de manera atractiva para usted. He visto esa obra suya que todavía están dando y he leído la que pondrán en escena pronto. 

–¿Y qué sacó en conclusión?

Me sonrió.

–Que usted admira a los puros de corazón y a los héroes. Que ama el bien y odia el mal y que cree en la fantasía.

No mencionó la razón más importante para esperar que yo aceptase hacerme espía. La razón más importante era que soy un actor frustrado. Como un espía de la clase que me describía, tendría oportunidad de actuar en grande. Engañaría a todos con mi brillante, perfecta interpretación de un nazi.

Y realmente engañé a todos. Empecé a caminar dándome aires de importancia, como si hubiera sido la mano derecha del propio Hitler, y nadie logró ver el honesto yo que tan profundamente supe esconder en mi interior. 

¿Cómo puedo probar que fui espía norteamericano? Mi cuello indemne y blanco como un lirio es la prueba principal y la única que poseo. Los que tienen el deber de demostrar si soy culpable o inocente de crímenes contra la humanidad serán bien recibidos cuando quieran examinarlo poro por poro.

El Gobierno de Estados Unidos de Norteamérica no confirma ni niega que haya sido agente suyo. Eso de que no nieguen la posibilidad ya es algo, por lo menos.

Pero echan a perder esa gotita de esperanza cuando niegan que haya existido algún Frank Wirtanen al servicio del gobierno en cualquiera de sus departamentos. Nadie cree en él, excepto yo. Así que, de aquí en adelante, lo llamaré con frecuencia «Mi Hada Madrina Azul».

Uno de los muchos detalles que mi Hada Madrina Azul me dio fue la seña y la contraseña que me identificarían con mi contacto, y al espía-contacto conmigo, si la guerra estallaba.

La seña era: «Haga nuevos amigos».

La contraseña era: «Pero conserve a los viejos».

Mi instruido abogado defensor es un tal Alvin Dobrowitz. Creció en Norteamérica, algo que yo nunca pude hacer, y me dice que esa seña y contraseña forman parte de una canción que suelen cantar las jovencitas miembros de una organización idealista estadounidense llamada «The Brownies».

La letra completa, según el señor Dobrowitz, dice:

 

«Haga nuevos amigos,

pero conserve a los viejos.

Aquéllos son de pla-a-ta.

Y éstos son de o-o-oro.»