19. La pequeña Resi Noth

 

Entré en el cuarto de música de la casa ya semivacía y encontré a la pequeña Resi y al perro.

La pequeña Resi tenía diez años entonces. Estaba acurrucada en un sillón, junto a la ventana. Desde allí no podía ver las ruinas de Berlín, sino el huerto entre los muros, el encaje nevado que tejían las copas de los árboles.

No había calefacción en la casa. Resi estaba embutida en un abrigo, bufanda y gruesas medias de lana. Tenía a su lado una maleta pequeña. Cuando la caravana de furgones se dispusiera a partir, Resi estaría preparada para unirse a ella.

Se había quitado los mitones, que descansaban alisados con todo cuidado sobre el brazo del sillón. Con las manos descubiertas acariciaba al perro en su regazo. Un salchicha sin pelo y casi inmovilizado por la gordura hidrópica, ambos fenómenos producto de la dieta obligada en tiempo de guerra.

El perro parecía uno de esos anfibios primarios hechos para chapotear en el limo. Mientras Resi lo acariciaba, sus saltones ojos castaños se cerraban con la ceguera del éxtasis. Cada molécula de su sensibilidad se ceñía como un dedal a la punta de los dedos que acariciaban su flanco.

Yo no conocía bien a Resi. En cierta ocasión, durante las primeros días de la guerra, me había helado la sangre llamándome –con su ceceo infantil– espía americano. Desde entonces había procurado permanecer el menor tiempo posible en presencia de su mirada de niña. Cuando entré en aquella habitación, me sorprendió comprobar cómo aumentaba su parecido con mi Helga.

–¿Resi?

No me miró.

–Ya sé –dijo–. Es hora de matar al perro.

–No creas que me gusta mucho hacerlo.

Se volvió para mirarme.

–Eres militar ahora.

–Sí.

–¿Te pusiste ese uniforme sólo para matar al perro?

–Me voy al frente. Me detuve aquí para despedirme.

–¿A qué frente vas

 –Al ruso.

–Te morirás.

–Así dicen. Pero quizá no me muera.

–Todos los que no están muertos morirán muy pronto.

Y no parecía importarle demasiado.

–No todos –dije.

–Todos, sí.

–Espero que no. Estoy seguro que te irá muy bien.

–No me dolerá nada cuando me maten –dijo–. Será cuestión de un segundo.

Echó al perro de su regazo. El perro cayó al suelo inerte como un Knackwurst. 

–Llévatelo. Nunca me gustó, de todos modos. Sólo sentía lástima por él.

Levanté al perro.

–Muerto estará mejor –dijo.

–Creo que tienes razón.

–También yo estaré mejor muerta.

–Eso no puedo creerlo, Resi.

–¿Quieres que te diga una cosa?

–Bueno.

–Ya que nadie vivirá mucho más tiempo, te diré que te quiero.

–Muy amable por tu parte.

–Te quiero de veras. Cuando Helga vivía y tú y ella veníais a casa, envidiaba a mi hermana. Cuando Helga murió empecé a soñar contigo y a pensar que crecería y me casaría contigo y me convertiría en una actriz famosa y tú escribirías obras de teatro para mí.

–Me siento muy honrado.

–No significa nada. Vete ahora y mata al perro. La saludé y me llevé al salchicha. Lo conduje al huerto; lo puse sobre la nieve; tomé la pequeña pistola.

Tres personas componían mi público. Resi, que estaba tras la ventana del cuarto de música; el viejo soldado que, se suponía, debía vigilar a las polacas y rusas.

La tercera persona era mi suegra. Eva Noth. Eva Noth me observaba desde una ventana del segundo piso. Como el perro de Resi, Eva Noth había engordado hidrópicamente a causa de la comida bélica. La pobre mujer, convertida en una morcilla por la desconsideración del tiempo, se cuadraba militarmente; parecía pensar que la ejecución del perro era una ceremonia con cierta nobleza.

Disparé un tiro al perro en la parte posterior del cuello. El eco del disparo fue breve; un pobre pistoletacito, con ese escupitajo con sonido a lata que producen los fusiles de juguete. Murió sin un estertor. El viejo soldado se acercó y expresó su interés profesional por la clase de herida que podría producir una pistola como aquélla. Dio la vuelta al animal con la bota, halló la bala en la nieve, murmuró algo juiciosamente, como si yo hubiese ejecutado alguna acción interesante, instructiva. Y empezó a disertar sobre toda suerte de heridas: las que había visto personalmente o las que había oído contar; toda clase de agujeros en objetos que alguna vez tuvieron vida.

–¿Piensa enterrarlo? -me preguntó.

–Supongo que será mejor.

–Si no lo hace –dijo–, alguien se lo comerá.