38. Ah, el dulce misterio de la vida...

 

Sobre aquel allanamiento...

Sobre Resi Noth...

Sobre cómo murió...

Sobre cómo murió en mis brazos, allí, en el sótano del reverendo Lionel J. D. Jones, doctor en Cirugía Dental y doctor en Teología...

Fue totalmente inesperado.

Resi parecía tan ansiosa de vivir, tan apta para la vida, que la posibilidad de que prefiriera la muerte jamás pasó por mi mente.

Fue tan mundano, o tan poco imaginativo –elijan lo que prefieran– como para pensar que una muchacha tan joven, linda e inteligente como ella podía pasarlo bien en cualquier parte, no importa adonde la empujaran el destino y la política. Y como indiqué, sólo le esperaba la deportación.

–¿Sólo la deportación? –me preguntó.

–Eso será todo. Y dudo que tengas que pagar siquiera tu pasaje de vuelta.

–¿No te apena que me vaya?

–Desde luego que sí. Pero nada puedo hacer por conservarte a mi lado. En cualquier momento esta casa comenzará a llenarse de gente y te arrastrarán. Supongo que no esperarás que luche contra ellos, ¿verdad?

–¿No lucharás contra ellos? –preguntó Resi.

–Por supuesto que no. ¿Qué posibilidad de ganar tendría?

–¿Y eso importa mucho?

–¿Quieres decir que por qué no muero por amor, como un caballero de las piezas teatrales de Howard W. Campbell, Jr.?

–Eso es lo que quiero decir. ¿Por qué no morimos juntos aquí y ahora?

Me reí:

–Resi, querida... Tienes toda una vida por delante.

–Tengo toda una vida detrás de mí: toda concentrada en esas pocas dulces horas pasadas junto a ti.

–Eso suena a las frases que yo podría haber escrito cuando era joven. Es una frase que escribiste cuando eras joven –dijo Resi.

–Joven estúpido.

–Adoro a aquel joven –dijo Resi.

–¿Cuándo te enamoraste de él? ¿De niña?

–De niña... y después, ya cuando fui mujer. Cuando me dieron todo lo que habías escrito y me ordenaron estudiarlo. Entonces me enamoré como mujer.

–Lo siento, Resi... No puedo felicitarte por tu gusto literario.

–¿Y ya no crees que el amor es lo único por lo que vale la pena vivir?

–No –contesté.

–Entonces, dime por qué hay que vivir... –me lo imploraba–. No tiene por qué ser el amor... ¡Cualquier otra cosa!

Señaló los objetos en el mísero cuarto, dramatizando exquisitamente mi propia idea de que el mundo es una tienda de trastos viejos:

–¡Viviré por esa silla, por ese cuadro, por esa cañería de la calefacción, por ese diván, por esa rajadura en la pared! ¡ Dime que viva por eso, y viviré! –me rogó.

Entonces fui yo el objeto al que se aferraron sus manos sin fuerzas. Cerró los ojos; sollozaba.

–No tiene por qué ser el amor –me susurró– Sólo dime qué debe ser...

–Resi –le dije con ternura.

¡Dímelo! 

Y la fuerza volvió a sus manos; lo noté en la suave violencia sobre mi ropa.

–Soy un viejo –dije, desamparado.

Fue la mentira de un cobarde. No soy un viejo.

–Está bien, anciano... Dime por qué cosas hay que vivir... Dime por qué cosas vives tú para que yo también viva por eso... ¡Aquí o a diez mil kilómetros de aquí! ¡Dime por qué quieres seguir vivo, para que también yo pueda mantenerme viva!

En ese instante empezó el allanamiento.

Las fuerzas de la ley y el orden se precipitaron al sótano a través de todas las puertas, blandiendo sus armas, haciendo sonar los silbatos, dirigiendo luces enceguecedoras adonde había ya abundante luz.

Era un pequeño ejército. Y lanzaban exclamaciones ante todos los objetos melodramáticamente ruinosos del sótano. Exclamaciones como las de un niño ante un árbol de navidad.

Una docena de hombres, todos jóvenes y de mejillas color manzana y virtuosos, nos rodearon a Resi, a Potapov y a mí, me arrebataron la «Luger», nos convirtieron en muñecos de trapo mientras nos registraban para encontrar más armas.

Unos cuantos más bajaron la escalera empujando a punta de revólver al reverendo doctor Lionel J. D. Jones, al Führer Negro y al padre Keeley.

El doctor Jones se detuvo en mitad de la escalera; encaró a sus atormentadores y les dijo majestuosamente:

–Todo lo que he hecho es cumplir con el deber que ustedes deberían cumplir ahora.

–¿Qué deberíamos hacer? –preguntó uno de los oficiales. Obviamente era el jefe.

–Proteger la república –dijo Jones–. ¿Por qué tiene que molestarnos a nosotros? ¡Todo lo que hacemos es fortalecer al país! ¡Únanse a nosotros y ataquemos juntos a los que intentan debilitarlo!

–¿Y quiénes son ésos? –preguntó el oficial.

–¿Tengo que explicárselo? ¿No se ha dado cuenta siquiera de quiénes son en el curso de sus investigaciones? ¡Los judíos! ¡Los católicos! ¡Los orientales! ¡Los unitarios! ¡Los extranjeros que no entienden la democracia, que les hacen el juego a los socialistas, a los comunistas, a los anarquistas, a los anticristos y a los judíos!

–Para que lo sepa –informó el investigador federal con arrogante frialdad–, yo soy judío.

–¡Eso prueba lo que acabo de decir!

–¿De qué manera? –preguntó el federal.

–Los judíos se han infiltrado en todas partes. –Jones tenía en su rostro la sonrisa de un lógico al que jamás podrían hacer callar.

–Tanto hablar contra los católicos y los negros, y sin embargo, usted tiene entre sus mejores amigos a un católico y a un negro... 

–¿Y qué hay de misterioso en eso? –preguntó Jones.

–¿No los odia?

–Por supuesto que no. Todos creemos en la misma idea, básicamente.

–¿Cuál?

–Que este país, tan orgulloso en otros tiempos, está cayendo en manos de la gente indeseable –dijo Jones.

Sacudió afirmativamente la cabeza; y lo mismo hicieron el padre Keeley y el Führer Negro. Jones añadió:

–Y antes de que el país vuelva al buen camino, habrá que cortar algunas cabezas.

Nunca he presenciado una demostración más sublime de la mentalidad totalitaria; una mentalidad que podría compararse a un sistema de engranajes al que le han cortado algunos dientes al azar. Y esa maquinaria de pensar, desdentada y conducida por una libido de intensidad media o inferior a la media, gira con la insubstancialidad espasmódica, nerviosa, ruidosa, de un reloj de cuco en el infierno.

El jefe de los federales sacó la conclusión errónea de que no había engranajes en la mente de Jones;

–Está usted completamente loco.

Jones no estaba completamente loco. Lo aterrador de la clásica mentalidad totalitaria es que cualquier tipo de engranaje, aunque esté mutilado, siempre conserva en su circunferencia secuencias enteras de dientes, a los que mantiene inmaculadamente y a los que da movimiento con exquisitez.

De ahí lo que digo del reloj de cuco en el infierno: marca la hora perfectamente durante ocho minutos y veintitrés segundos; se adelanta de golpe catorce minutos y se mantiene en perfecta marcha durante seis segundos; luego salta dos segundos y funciona bien durante dos horas y un segundo; después, salta todo un año.

Los dientes perdidos, desde luego, son simples, obvias verdades; verdades asequibles y comprensibles inclusive para los niños de diez años.

El obstinado girar de los dientes del engranaje, la obstinada actividad despojada de ciertas informaciones obvias...

Fue así como un hogar tan contradictorio como el que componían Jones, el padre Keeley, el Vice-Bundesführer Krapptauer y el Führer Negro pudo mantenerse en relativa armonía. 

Fue así como mi suegro pudo contener dentro de una misma cabeza su indiferencia hacia las obreras esclavas y su amor por un jarrón azul...

Fue así como Rudolf Hoess, comandante de Auschwitz, podía alternar la música clásica con las llamadas a los cargadores de muertos, allá en los altavoces del campo de exterminio...

Fue así como la Alemania nazi pudo pasar por alto la diferencia entre civilización e hidrofobia...

Y esto es lo único que puedo decir para explicar las legiones, las naciones de lunáticos que he visto durante mi vida. Y para mí, intentar una explicación tan mecánica tal vez sea el reflejo del padre que tuve. Cuando me detengo a pensar en ello, cosa que ocurre pocas veces, recuerdo que soy, después de todo, el hijo de un ingeniero.

Como no existe nadie que me alabe, me alabaré yo mismo: diré que jamás he destruido un solo diente en mi máquina de pensar, sea lo que ésta sea. Hay dientes perdidos. Dios lo sabe. Nací sin algunas de esos dientes y nunca me crecerán. Y los cambios sin embrague de la historia me han hecho saltar otros dientes.

Pero nunca he destruido a sabiendas un solo diente del engranaje de mi máquina de pensar. Nunca me he dicho a mí mismo: «Puedo prescindir de este hecho».

¡Howard W. Campbell, Jr., se elogia a sí mismo! ¡Todavía queda vida en el muchacho!

Y, mientras hay vida...

Hay vida.