3. “Briquetas”

 

El guardia que releva a Andor Gutman todas las tardes a las seis se llama Arpad Kovacs. Arpad es alto como un cirio, gritón y alegre.

Cuando Arpad vino a montar su guardia anoche a las seis, me pidió que le mostrase lo que ya tenía escrito. Le di unas cuantas páginas y Arpad caminó de arriba para abajo por el corredor, sacudiendo y alabando de manera extravagante todo lo que había escrito.

No leía las páginas. Las alababa por lo que se imaginaba que habría en ellas.

–¡Déle fuerte a esos complacientes hijos de puta! –dijo–. ¡Dígales de todo a esas briquetas requemadas !

Por «briquetas» Arpad quería indicar a toda esa gente que no hizo nada por salvar sus propias vidas o la de algún otro cuando los nazis se adueñaron de la situación; aquellos que estaban dispuestos a recorrer mansamente el camino hacia las cámaras de gas, si eso era lo que los nazis les ordenaban. Una briqueta es, por supuesto, un ladrillo moldeado con polvo de carbón, la mar de conveniente en lo que se refiere a transporte, almacenamiento y combustión.

Arpad, enfrentado con el problema de ser judío

en la Hungría nazi, no se convirtió en briqueta. Por el contrario, se consiguió documentación falsa y se unió a los S.S. húngaros.

Ese hecho es la base de su simpatía por mí.

–¡Dígales las cosas que un hombre es capaz de hacer con tal de seguir vivo! ¿Qué tiene de noble ser una briqueta? –me dijo anoche.

–¿Oyó alguna vez mi programa radiofónico? –le pregunté.

El medio usado para mis crímenes de guerra fue la transmisión radiofónica. Yo era propagandista de radio nazi; un astuto y aborrecible antisemita.

–No.

Entonces le mostré la transcripción de una de aquellas emisiones mías; una transcripción que me había proporcionado el Instituto de Haifa.

–Léala –le dije.

–No tengo por qué. Todas decían las mismas cosas una y otra vez por aquellos días.

–Léala, de cualquier manera... como un favor.

Mientras leía, su cara se amargaba más y más. Me la devolvió.

–Me desilusiona usted... –dijo.

–¿Por?

–Es tan débil... ¡No tiene alma, ni sal, ni pimienta! ¡Y yo que pensé que usted era un maestro de la invectiva racial!

–¿No lo soy?

–Si cualquier miembro de mi pelotón de la S.S. hubiese hablado de esa manera tan amistosa sobre los judíos ¡lo habrían mandado fusilar por traición! –dijo Arpad–. Goebbels debió despedirlo a usted y contratarme a mí como azote radiofónico de los judíos. ¡Yo sí que habría levantado ampollas en todo el mundo!

–Usted ya hacía lo suyo con su pelotón de la S.S.

Arpad estaba radiante, resplandecía recordando sus días en la S.S.

–¡Y qué bien representaba el papel de ario!

–¿Nadie sospechó de usted?

–¿De mí? ¿Cómo podían atreverse? Yo era un ario tan puro y terrorífico que hasta me encargaron una tarea especial: la misión de averiguar cómo los judíos se enteraban siempre de lo que estaban por hacer las S.S. Había un escape por algún lado y teníamos que detenerlo.

–¿Lo consiguió?

–Tengo el placer de informarle que fusilaron a catorce hombres de la S.S. por recomendación nuestra –dijo Arpad–. Adolf Eichmann en persona nos felicitó.

–¿Vio a Eichmann alguna vez?

–Sí; pero siento decirle que en aquel momento yo no sabía lo importante que era.

–¿Y por qué lo siente? –le pregunté.

–Porque de saberlo entonces, lo habría matado.