42. Sin paloma y sin pacto

 

Subí a mi buhardilla ratonera por el caracol de yeso y roble.

En el pasado, la columna de aire encerrada en el hueco de la escalera contenía una melancólica carga de polvo de carbón, tufo a comidas y exudado de cañerías. Ahora ese aire corría frío y cortante. Habían roto todas las ventanas de mi casa. Todos los cálidos gases de antaño habían escapado por el hueco de la escalera y por las ventanas, como arrastrados por un extractor.

El aire estaba limpio. Me era familiar esa sensación de un viejo edificio con olor a rancio súbitamente aireado; de una atmósfera corrupta abierta de golpe por un bisturí de aire desinfectado. Había percibido el fenómeno con frecuencia, en Berlín. Helga y yo sufrimos dos bombardeos. En ambas ocasiones, encontramos una escalera para escapar.

Una vez, corrimos escaleras arriba hasta un departamento sin techo y sin ventanas; un hogar mágicamente preservado del bombardeo, salvo por esos detalles. La otra vez, bajamos la escalera hasta poder respirar aire fresco, dos pisos más abajo de donde había estado nuestro hogar.

Los dos momentos, en aquellas escaleras de cimas astilladas que mostraban el cielo, fueron exquisitos.

La exquisitez duró sólo unos instantes, desde luego, porque como toda familia humana, amábamos nuestros nidos y los necesitábamos. Pero durante uno o dos minutos, Helga y yo nos sentimos como Noé y su mujer sobre el Monte Ararat.

No existe sentimiento mejor que éste.

Y luego las sirenas que anunciaban los ataques aéreos aullaban de nuevo y nos dábamos cuenta de que éramos personas ordinarias, sin paloma y sin pacto, y que el diluvio, lejos de haber terminado, apenas acababa de empezar.

Recuerdo una ocasión en que Helga y yo bajamos desde lo alto de una escalera destrozada, abierta al cielo, hasta un refugio profundamente hundido en ¡a tierra y las grandes bombas recorrían las alturas en todas direcciones. Y caían y caían; y parecía que nunca acabarían.

Y el refugio largo y estrecho, como un vagón de tren, estaba repleto.

Y había un hombre y una mujer y sus tres hijos sentados en el banco frente a Helga y a mí. Y la mujer comenzó a hablar al techo, a las bombas, a los aviones, al cielo y a Dios Todopoderoso, en medio de todo eso.

Al principio en voz baja; pero no le hablaba a nadie en el refugio.

–Está bien –dijo–. Aquí estamos. Aquí abajo, bien abajo. Los oímos allá arriba. Oímos lo furioso que está.

Su voz subió de tono.

–¡Dios querido, qué furioso estás! –gritó.

Su esposo, un civil macilento y con un parche sobre un ojo y en la solapa la insignia de la unión de maestros nazis, le habló para calmarla.

La mujer no le escuchó.

–¿Qué quieren que hagamos? –se dirigía al techo y a todo lo que estuviera allá, en las alturas–. Sea lo que sea, ¡díganlo y lo haremos!

Una bomba cayó cerca y arrancó del techo una nevada de revoque. La mujer se puso de pie chillando, y su esposo con ella.

–¡Nos rendimos! ¡Nos entregamos...! –aulló la mujer.

Y su cara reflejó gran alivio y felicidad.

–¡Pueden detenerse, ahora...! –aullaba, reía–. ¡Abandonamos! ¡Se terminó!

Se volvió para comunicar la buena nueva a sus hijos.

Su marido la dejó sin sentido de un puñetazo.

Y aquel maestro tuerto la depositó sobre el banco, apoyándola contra la pared. Y entonces se dirigió a la persona de más alto rango entre los presentes, un vicealmirante:

–Es una mujer histérica... Se vuelven histéricas... No quiere decir lo que dijo... Tiene la Orden de Oro de la Maternidad.

El vicealmirante no se desconcertó ni se enojó. No se sentía fuera de lugar. Con admirable dignidad concedió la absolución al maestro.

–Está bien. Es comprensible. No se preocupe.

El maestro quedó extasiado ante esa muestra fehaciente de un sistema que perdonaba tan magnánimamente la debilidad humana.

Heil Hitler  –dijo, inclinándose mientras daba un paso atrás. 

–Heil Hitler! –contestó el vicealmirante. 

El maestro se dedicó entonces a reanimar a su esposa. Tenía buenas noticias para ella: había sido perdonada, todos entendían.

Y durante este intervalo, las bombas pasaban volando sobre nuestras cabezas, y el maestro y sus tres hijos no pestañeaban.

Nunca lo harán, pensé.

Yo tampoco, pensé.

Nunca más.