8. Auf Wiedersehen

 

No me ahorcaron.

Cometí alta traición, crímenes contra la humanidad y crímenes contra mi propia conciencia; pero nadie me ha hecho nada por ellos hasta el momento. Nunca me han tocado un pelo, porque fui agente norteamericano durante toda la guerra. Mis transmisiones radiofónicas llevaban información en código al exterior.

La clave consistía en el uso de ciertos modismos, pausas, énfasis, toses, algunos tartamudeos en oraciones clave. Personas a quienes nunca vi me transmitían instrucciones y me indicaban en qué partes de la audición debían aparecer las distintas inflexiones. Hasta el día de hoy desconozco cuánta información pasé a través de mis audiciones. Por la sencillez de la mayor parte de las instrucciones que se me daban, supongo que se trataba, por lo general, de respuestas afirmativas o negativas a preguntas que habían sido formuladas por el aparato de espionaje.

En ocasiones, como durante la preparación de la invasión de Normandía, esas instrucciones se complicaban y mis fraseos y dicción sonaban como las etapas finales de una pulmonía doble.

En eso consistió mi ayuda a la causa aliada.

Y esa ayuda fue la que me salvó el pellejo.

Se me dio protección. Nunca se me reconoció la condición de agente norteamericano, pero se saboteó la acusación de traidor que pesaba en mi contra. Fui puesto en libertad sobre la base de inexistentes tecnicismos acerca de mi ciudadanía y me ayudaron a desaparecer.

Llegué así a Nueva York con un nombre supuesto. Empecé una nueva vida –es una manera de decir– en mi buhardilla llena de ratas, frente al parque secreto.

Y, sobre todo, me dejaron tranquilo. Tan tranquilo que pude retomar mi nombre y casi nadie me preguntaba si yo era «el» Howard W. Campbell aquél.

De cuando en cuando mi nombre aparecía en revistas y periódicos, pero nunca como el de una persona importante, sino como un nombre más en la larga lista de criminales de guerra desaparecidos. Se rumoreaba que me encontraba en Irán, en la Argentina, en Irlanda. Los agentes israelíes dijeron que me buscaban por cielo y tierra.

Sea como fuere, ningún agente golpeó a mi puerta. Nadie golpeó a mi puerta aun cuando el nombre en el buzón de correspondencia resultaba fácil de ver: Howard W. Campbell, Jr.

Hasta el final de mi purgatorio en Greenwich Village, lo más cerca que estuve de que me detectaran fue cuando necesité los servicios de un médico judío que vivía en el mismo edificio que yo. Se me había infectado un pulgar.

El médico se llamaba Abraham Epstein. Vivía con su madre en el segundo piso. Se habían mudado a ese apartamento hacía poco.

Cuando le di mi nombre, nada le dijo; pero a su madre sí le dijo algo. Epstein era un doctor joven, recién salido de la Facultad de Medicina. Su madre era vieja, pesada, triste y acremente observadora.

–Ese fue un nombre famoso –dijo–. Usted debe de saberlo.

–Perdone, ¿cómo dice? –pregunté.

–¿No conoce a nadie más que se llame Howard W. Campbell, Jr.?

–Supongo que habrá otros.

–¿Qué edad tiene usted?

Le respondí.

–Entonces, tiene edad suficiente como para recordar la guerra.

–Olvídate de la guerra –le dijo su hijo, en forma afectuosa pero tajante, mientras me vendaba el pulgar.

–¿Y usted nunca oyó hablar por radio a aquel Howard W. Campbell, Jr., que transmitía desde Berlín? –me preguntó.

–Sí; ahora que recuerdo, creo que sí –respondí–-. Lo había olvidado. Fue hace tanto tiempo... Nunca lo escuchaba; pero recuerdo que se hablaba de él en los diarios. Esas cosas se borran.

–Deberían borrarse –dijo el joven doctor Epstein–. Pertenecen a un período de locura que tendría que olvidarse lo más pronto posible.

–Auschwitz –dijo su madre.

–OH, olvídate de Auschwitz. 

–¿Sabe qué era Auschwitz? –me preguntó la madre.

–Sí.

–Allí fue donde pasé mi juventud; y allí pasó su niñez mi hijo, el médico.

–Yo nunca pienso en aquello –dijo el doctor Epstein abruptamente–. Bueno... ese pulgar estará mejor en un par de días. Manténgalo caliente y seco.

Y casi me empujó hacia la puerta.

Sprechen-Sie Deutsch? –me gritó su madre, ya cuando salía. 

–¿Cómo? –pregunté.

–Le pregunté si hablaba alemán.

–OH –contesté–. No; me temo que no. 

Y traté de hacer ver que experimentaba tímidamente con aquella lengua:

Nein? Eso quiere decir «no», ¿verdad? 

–Muy bien.

–Auf wiedersehen. Y eso quiere decir «adiós», ¿no? –dije. 

–Quiere decir «Hasta pronto».

–Ah. bueno: auf wiedersehen. 

–Auf wiedersehen–me contestó.