6. El Purgatorio
Respecto a ese purgatorio mío en la ciudad de Nueva York: lo padecí durante quince años.
Desaparecí de Alemania al final de la Segunda Guerra Mundial. Reaparecí –nadie me reconoció– en Greenwich Village. Allí alquilé un apartamento deprimente en la azotea de un edificio. Las ratas chillaban y arañaban las paredes. Seguí viviendo en esa buhardilla hasta hace un mes, cuando me trajeron a Israel para el juicio.
Pero había algo agradable en mi buhardilla ratonera. La ventana del fondo daba a un pequeño parque privado, un minúsculo Edén formado por la conjunción de los fondos de varias casas. Ese parque, ese Edén, quedaba aislado de las calles por los edificios circundantes.
Era lo bastante grande como para que los niños de la vecindad jugaran al escondite en él.
A menudo oía un grito que provenía de aquel pequeño Edén; un grito de niño que siempre me detenía a escuchar. Era el dulce y triste grito que significaba la terminación del juego del escondite: los que todavía permanecían escondidos debían salir de sus escondites y ya era la hora de volver a casa.
El grito era: ¡Li-li-liii-breees tooo-dos!
Y yo escondido de mucha gente que quizá pretendiese herirme o matarme, deseaba que alguien también me gritase lo mismo y acabase aquel interminable juego mío del escondite con un dulce y triste
–¡Li-li-li-liii-breeees tooo-dos!