21. Mi mejor amigo

 

He dicho que robé la moto que usé para ir a saludar a Werner Noth por última vez. Debo explicarme.

En realidad no la robé. La tomé prestada para toda la eternidad a Heinz Schildknecht, mi pareja de ping-pong, mi amigo más íntimo en Alemania.

Solíamos beber juntos y charlar hasta altas horas de la noche, sobre todo después de que ambos perdimos a nuestras esposas.

–Creo que a ti puedo confesártelo todo... absolutamente todo –me dijo una noche, ya hacia el final de la guerra.

–A mí me pasa lo mismo contigo, Heinz.

–Todo lo que poseo es tuyo –dijo.

–Todo lo que poseo es tuyo –dije.

Lo que poseíamos entre los dos no era gran cosa. Ninguno de nosotros tenía hogar. Nuestras casas y nuestros muebles habían volado por el aire en pedacitos. Yo poseía un reloj de pulsera, una máquina de escribir y una bicicleta. Eso era todo. Y ya hacía tiempo que Heinz había cambiado por cigarrillos en el mercado negro su reloj, su máquina de escribir y hasta su anillo de casamiento. Todo lo que le quedaba en este valle de lágrimas –con la excepción de mi amistad y la ropa que llevaba puesta– era una motocicleta.

–Si alguna vez llega a ocurrirle algo a mi moto, quedaré en la miseria.

Miró a su alrededor para asegurarse de que no había fisgones:

–Te diré algo horrible.

–Si no quieres, no me lo digas.

–Quiero. Tú eres la única persona a quien se lo puedo contar, la única persona a la que puedo contar cosas terribles. Te diré algo simplemente espantoso.

El lugar donde bebíamos y hablábamos era un fortín cercano al dormitorio público donde ambos dormíamos, construido por los esclavos para la defensa de Berlín. El fortín no tenía armas ni soldados. Los rusos aún estaban lejos.

Heinz y yo nos hallábamos sentados uno frente al otro, separados por una botella y una vela, cuando me contó la cosa terrible. Estaba ebrio.

–Howard: quiero a mi motocicleta más que lo que quise a mi mujer.

–Quiero ser tu amigo y quiero creer todo lo que digas, Heinz. Por eso no puedo creerlo. Vamos a olvidarlo, porque no es verdad.

–No; éste es uno de esos momentos en que uno dice realmente la verdad; uno de esos raros momentos de la vida. La gente casi nunca dice la verdad, pero sí la estoy diciendo ahora. Si eres el amigo que creo, me harás el honor de creer al amigo que creo ser cuando digo la verdad...

–Está bien.

Le caían las lágrimas por las mejillas.

–Vendí todas sus joyas, sus muebles favoritos y hasta su ración de carne... Y todo por cigarrillos...

–Todos hemos hecho algo de lo que nos avergonzarnos –dije.

–Pero yo nunca dejé de fumar por ella.

–Todos tenemos malos hábitos.

–¿Sabes? Cuando cayó la bomba sobre nuestro apartamento, aquella noche, y la mató y me dejó solo con la motocicleta... el hombre del mercado negro me ofreció cuatro mil cigarrillos a cambio de la moto...

–Lo sé –dije.

Porque Heinz me contaba la misma historia siempre que se embriagaba.

–Y dejé de fumar de golpe, porque quería tanto a mi moto...

–Todos nos aferramos a algo.

–Sí; a cosas equivocadas... Y empezamos a aferrarnos a ellas demasiado tarde. Te diré lo único en que creo de veras, de entre todas las cosas que hay que creer.

–Bueno.

–Todo el mundo está loco. Todos harían cualquier cosa en cualquier momento, y que Dios ayude al que quiera buscar las razones.

Respecto a la clase de mujer que fue la esposa de Heinz: la conocí superficialmente, aunque la vi bastantes veces. Era una charlatana insoportable, lo cual no ayudaba a conocerla. Y siempre hablaba del mismo tema: los triunfadores, la gente que había visto la oportunidad y había sabido aprovecharla, la gente que, a diferencia de su esposo, era importante y rica.

–El joven Kurt Ehrens... –solía decir– sólo tiene veintiséis años ¡y ya es todo un coronel en la S. S.! Y su hermano Heinrich... no pasará de los treinta y cuatro, pero ya tiene dieciocho mil trabajadores extranjeros a sus órdenes, construyendo trampas anti-tanques. Dicen que Heinrich sabe más que nadie sobre trampas antitanques. Y yo solía bailar con él...

Y seguía y seguía dándole a la lengua de esta manera, con el pobre Heinz en segundo plano fumando hasta el cansancio. Lo que consiguió es que yo me haya vuelto sordo para las historias de triunfadores. Los hombres que para ella eran triunfadores en el mundo feliz del futuro eran, después de todo, especialistas en la esclavitud, en la destrucción, en la muerte. No considero triunfadores a las personas que trabajan en esos ámbitos.

Al aproximarse el fin de la guerra, Heinz y yo no pudimos ya seguir bebiendo en nuestro fortín. Emplazaron en él una 88, a cargo de un destacamento de muchachos de quince a dieciséis años. Unos triunfadores para la difunta esposa de Heinz: muchachos tan jóvenes y, sin embargo, ya con uniformes de hombre y una trampa mortal en sus manos.

Heinz y yo tuvimos que beber y charlar en nuestro dormitorio comunal, un salón de equitación lleno de empleados del Estado, privados de sus casas por los bombardeos, que dormían sobre colchones de paja. Escondíamos nuestra botella, ya que no deseábamos compartirla con otros.

–Heinz –le dije una noche–: me pregunto hasta qué punto eres un buen amigo.

Se sintió herido:

–¿Por qué me lo preguntas?

–Porque quiero pedirte un favor... un gran favor.., Y no sé si debería hacerlo.

–¡Te exijo que me lo pidas!

–Préstame tu moto para ir a visitar a la familia de mi esposa.

No dudó un segundo. No vaciló;

–¡Llévatela!

Así es que al día siguiente me la llevé.

Salimos juntos por la mañana, Heinz en mi bicicleta, yo en su moto.

Pateé el arranque, puse el cambio y partí dejando a mi mejor amigo sonriendo en la nube azul del escapé.

Allá iba yo... ¡Vruuuuum, pum, pum...! ¡Vaaaaa-ruuuum!

Heinz nunca volvió a ver su motocicleta ni a su mejor amigo.

He pedido al Instituto de Documentación de Criminales de Guerra, en Haifa, que me envíe noticias de Heinz, aunque Heinz no era muy criminal de guerra que digamos. El Instituto me deleita con la información de que Heinz vive ahora en Irlanda y es cuidador jefe de los terrenos del barón Ulrich Werther von Schwefelbad. Von Schwefelbad compró una enorme finca en Irlanda, después de la guerra.

El Instituto me informa que Heinz es un experto en la muerte de Hitler, ya que entró, con las dificultades del caso, en el refugio donde yacía el cuerpo de Hitler, empapado de gasolina y ardiendo, pero todavía reconocible.

En caso de que leas esto: ¿Qué tal, Heinz? ¿Cómo te va?

Te estimaba mucho, en realidad; al menos hasta donde soy capaz de estimar a alguien.

Dale un beso de mi parte a la Piedra de Blarney.

Pero, dime: ¿qué estabas haciendo en el refugio de Hitler? ¿Buscando tu motocicleta y a tu mejor amigo?