23. Capítulo seiscientos cuarenta y tres
Uno de los objetos que Helga traía en su maleta, como ya he dicho, era un libro escrito por mí: un manuscrito. Jamás había pensado en publicarlo. Me parecía impublicable... excepto por pornógrafos.
Se titulaba Memorias de un Casanova monógamo. En él narraba las conquistas de todos los cientos de mujeres que mi esposa, mi Helga, había sido para mí. Un libro clínico, obsesivo... demente, dirían algunos. El diario en que anoté día a día, durante los dos primeros años de la guerra, nuestra vida erótica, con exclusión de cualquier otro detalle. No existe en sus páginas una sola palabra que pueda indicar el siglo ni el país de origen.
En él aparecen un hombre y una mujer de estados de ánimo variadísimos. En algunas de las anotaciones iniciales, se indican brevemente los lugares de la acción. Pero de ahí en adelante ni siquiera aparecen esas someras referencias a lugares.
Helga sabía que yo llevaba este peculiar diario. Lo hacía por considerarlo uno de los muchos recursos para mantener aguzado nuestro placer sexual. El libro no es sólo el informe de un experimento; es, además, parte del experimento sobre el que informa: un experimento hecho a conciencia por un hombre y una mujer para sentirse ■ sexualmente fascinados el uno por el otro a perpetuidad...
Y para algo más que eso.
Para ser uno para el otro, en cuerpo y alma, la razón suficiente de vivir, aunque ninguno de ellos pudiera obtener de la vida otra satisfacción.
El epígrafe del libro creo que lo puntualiza bien:
Es un poema de William Biake que se llama «Pregunta respondida»:
«¿Qué es lo que el hombre busca, en la mujer?
Los rasgos del Deseo Satisfecho.
¿Qué es lo que la mujer busca en el hombre?
Los rasgos del Deseo Satisfecho.»
Aquí podría añadir un último capítulo a las Memorias, el capítulo 643, describiendo en él la noche que pasé con Helga en un hotel de Nueva York, después de estar privado de ella durante tantos años.
Dejo al criterio de un editor que posea tacto y buen gusto la tarea de suprimir con puntos suspensivos lo que pudiera parecer ofensivo.
Memorias de un Casanova monógamo
Capítulo 643
Habíamos estado separados dieciséis años. Las primicias de mi lujuria estaban en la punta de mis dedos, aquella noche. Otras partes de mi cuerpo (...) que luego también se complacerían, se saciaron en forma ritual, a conciencia, hasta (...) la perfección clínica. Ni una sola parte de mí pudo quejarse esa noche, y tampoco, espero, ninguna parte de mi esposa pudo quejarse de ser esclava de un trabajo acelerado, apremiado por el tiempo (...) o chapucero. Pero mis dedos se dieron el gran festín aquella noche (...)
Lo cual no quiere decir que me sintiera un (...) envejecido, que para dar placer a una mujer dependiese de (...) escaramuzas previas y nada más. Por el contrario, me sentí tan (...) apto para hacer el amor, como un muchacho de diecisiete años (...) con su (...) amiga (...)
Y tan maravillado como él.
Era como si el asombro viviese en mis dedos. Tranquilos, expeditivos, considerados, estos (...) exploradores, estos (...) estrategas, estos (...) conocedores del terreno, estos (...) guerrilleros, se desplegaron sobre el (...) campo de batalla.
Y los informes que obtuvieron fueron excelentes (...)
Mi esposa fue aquella noche una (...) esclava blanca acostada con un (...) emperador. Una esclava que se había quedado muda, al parecer, que no sabía pronunciar una sola palabra en mi idioma. Y, sin embargo, qué elocuente estuvo, al permitir a sus ojos, a su respiración (...) expresarse como debían, incapaz de impedirles que expresaran lo que debían (...)
¡Y qué simple, qué sublimemente familiar era la historia que su (...) cuerpo me contó! (...) como la historia de lo que es la brisa contada por la brisa misma, como la historia de lo que es la rosa contada por la rosa (...)
Después, mis sutiles, pensativos y agradecidos dedos se transformaron en algo más voraz, en instrumentos de placer sin recuerdos, sin educación, sin paciencia. Mi joven esclava fue a su encuentro con la misma gula (...) hasta que la propia madre naturaleza (...) puso fin a nuestro juego (...) Nos separamos (...)
Nos hablamos coherentemente el uno al otro por vez primera desde que nos metimos en la cama.
–Hola –me dijo.
–Hola –le dije.
–Bien venido a casa –dijo»
Fin del capítulo 643.
El cielo de la ciudad estaba limpio, duro, brillante a la mañana siguiente, semejante a una cúpula encantada que amenazaba romperse si alguien la tocaba o sonar como una especie de campana de cristal.
Mi Helga y yo salimos del hotel y pisamos la acera vivamente. Me sentí pródigo en galanterías, y mi Helga tampoco se mostraba menos generosa en las pruebas de su respeto y su gratitud. Habíamos pasado una noche maravillosa.
Yo no vestía aquel día mis excedentes de guerra. Llevaba puesta la ropa que tenía cuando escapé de Berlín, una vez que me despojé de aquel uniforme del Cuerpo Norteamericano Libre. Llevaba la ropa –capa de empresario teatral con cuello de piel y traje azul de sarga– con la que me habían capturado. También llevaba, por capricho, un bastón. Hice milagros con aquel bastón: elaboradas presentaciones de armas al estilo militar, revoloteos tipo Charlie Chaplin, golpes de jugador de polo a los desperdicios esparcidos por la calzada.
Y todo el tiempo la mano pequeña de mi Helga descansaba sobre mi firme brazo izquierdo, reptando en una interminable y erótica exploración la zona propensa a las cosquillas: la parte interior de mi codo y la parte superior de mi bíceps endurecido.
Íbamos a comprar una cama; una cama como aquella que teníamos en Berlín.
Pero todos los comercios estaban cerrados. No era domingo ni tampoco un día de fiesta, que yo supiese. Cuando llegamos a la Quinta Avenida, vimos banderas nacionales que ondeaban al viento hasta donde la vista podía alcanzar.
–¡Santo Dios! –me sorprendí.
–¿Qué significa eso? –dijo Helga.
–Quizá han declarado alguna guerra durante la noche.
Helga apretó los dedos sobre mi brazo convulsivamente.
–No crees de veras eso que dices, ¿no es cierto?
Helga pensaba que era posible.
–Era un chiste. Debe de ser alguna festividad, sin duda.
–¿Cuál?
Pero yo aún no caía en la cuenta.
–Como anfitrión tuyo en esta maravillosa tierra nuestra, debería explicarte el profundo significado que encierra este gran día para nuestra vida nacional; pero la verdad es que no se me ocurre nada.
–¿Nada?
–Me siento tan desconcertado como tú. Como si fuera el príncipe de Camboya.
Un negro uniformado barría la acera delante de una casa. Un edificio de apartamentos. Su uniforme azul y dorado se parecía mucho al uniforme del Cuerpo Norteamericano Libre. Incluso hasta en aquel toque final de la raya color verde pálido, al costado del pantalón. El nombre del edificio figuraba en letras bordadas sobre su bolsillo, en el pecho: «Edificio de la Selva», decía; aunque el único árbol cercano era un arbolito vendado, blindado y mantenido enhiesto con alambres.
Pregunté al hombre qué día era.
Me contestó que el «Día de los Veteranos».
–¿Y qué fecha es hoy?
–Once de noviembre, señor.
–El once de noviembre es el «Día del Armisticio» y no el «Día de los Veteranos».
–Pero ¿dónde ha estado usted? Cambiaron todo eso hace ya años.
–Es el Día de los Veteranos –expliqué a Helga al reanudar nuestra caminata–. Antes era el Día del Armisticio; ahora es el Día de los Veteranos.
–¿Eso te molesta?
–Bueno, es algo de tan mal gusto, tan típico de esta mentalidad de mierda... Antes éste era un día en honor de los caídos en la Primera Guerra Mundial, pero los vivos no podían dejar de ponerle sus sucias manos encima, querían la gloria de los muertos para ellos. Típico, típico... Siempre que en este país aparece algo verdaderamente digno, lo hacen pedazos y lo arrojan a la muchedumbre.
–Odias Norteamérica, ¿no es cierto?
–Eso sería tan estúpido como amarla. Para mí es imposible sentirme emocionado por el país, porque la propiedad de la tierra no me interesa. Sin duda es una falla fundamental de mi personalidad, pero no puedo pensar en términos de fronteras. Esas líneas imaginarias me resultan tan irreales como los duendes y las hadas. Me resisto a creer que señalen el fin o el principio de nada que interesa realmente a un ser humano. Las virtudes y los vicios, los placeres y los dolores cruzan las fronteras a su antojo.
–Has cambiado mucho, Howard.
–La gente debería cambiar con las guerras mundiales. Si no, ¿para qué sirven las guerras?
–Quizá has cambiado tanto que ya no me quieres. Quizá sea yo la que he cambiado tanto que...
–¿Después de una noche como la de anoche? ¿Cómo puedes decir tal cosa?
–En realidad, no hemos hablado de nada... –dijo.
–¿Y de qué hay que hablar? Nada que puedas decir haría que te quisiera más ni menos. Nuestro amor es demasiado profundo para que las palabras lo toquen. Es amor de almas.
Ella suspiró:
–¡Qué hermoso es lo que dices... si es cierto!
Juntó las manos, pero sin que se tocaran:
–Nuestras almas se aman.
–Un amor que puede sortear cualquier obstáculo.
–Y tu alma... ¿ama en este momento a mi alma? –preguntó.
–Claro que sí.
–¿Y no podría engañarte ese sentimiento? ¿No podrías equivocarte?
–No.
–¿Y si te dijera algo que te decepcionara?
–Eso es imposible.
–Muy bien. Tengo que comunicarte algo que temí decirte antes. Ahora ya no tengo miedo de aclarártelo.
–¡Dime lo que sea! –dije alegremente.
–Yo no soy Helga. Soy su hermana Resi.