Presentación
«Dígase lo que se diga acerca del dulce milagro de la fe ciega, considero aterradora y despreciable la capacidad de tenerla», afirma el pirandelliano protagonista de Madre Noche, en lo que constituye una auténtica declaración de principios de la novela y del autor. Pues Madre Noche es, entre otras cosas, un elogio (en el sentido erasmiano) de la duda frente a unos intereses contrapuestos que exigen adhesiones incondicionales y ortodoxias ético-ideológicas sólo posibles para cerebros poco desarrollados o deliberadamente inhibidos, como si la política de tontos útiles fuera la única viable, y la sola elección que le quedara al individuo fuera (y no siempre) la de alinearse con uno u otro tipo de tontos.
En un mundo en que sólo los «creyentes» de una u otra mitología parecen tener sitio, Vonnegut aboga por el derecho –y el deber– al escepticismo y la duda.
No en vano el libro está dedicado a Mata Hari: en el farisaico mundo de un fair play estereotipado e hipócrita, Madre Noche pone de manifiesto el doble juego, el juego múltiple que nos vemos obligados a jugar no sólo para sobrevivir, sino incluso para ser, a la vez que denuncia el maniqueísmo ideológico que, por ejemplo, se rasga las vestiduras ante la brutalidad nazi y silencia la de los aliados.
La única diferencia entre las matanzas de judíos por los nazis y las de civiles alemanes (Dresde), japoneses (Hiroshima) o vietnamitas por los estadounidenses, estriba en que los judíos manejan un aparato propagandístico-cultural más poderoso y de mayor incidencia en la opinión pública (sin que sus fundadas lamentaciones, dicho sea de paso, y puesto que de maniqueísmo estamos hablando, les hayan impedido crear un sionismo que no se diferencia gran cosa del nazismo).
Pese a estar centrada en la figura de un espía, un presunto agente doble, Madre Noche sigue siendo, como toda la obra de Vonnegut (y de ahí su incidencia en la contracultura estadounidense), una balada del desertor, si no una oda. Es, en cierto modo, el contrapunto de Matadero 5, cuyo protagonista representa, por así decirlo, al desertor «por defecto»: el individuo desbordado por los acontecimientos y sumido en una pasividad perpleja. Howard W. Campbell, Jr., es el desertor «por exceso», el que para no ahogarse se sube a la cresta de la ola de los acontecimientos, el que intenta salirse del sistema no dejando de participar sino mediante una participación plural, ambigua, contradictoria. El uno intenta mantenerse a flote «haciendo el muerto»; el otro, braceando frenéticamente en varias direcciones a la vez, en unas aguas en las que sólo los privilegiados y los políticos de profesión saben nadar. Y guardar la ropa, claro.
Cáelo Frabeth