30. Don Quijote

 

Kraft, Resi y yo viajaríamos a México. Ese era el plan. El doctor Jones no sólo nos financiaría el viaje: también nos proporcionaría un comité de recepción en México.

Desde la ciudad saldríamos a explorar los alrededores en automóvil y buscaríamos algún pueblo escondido donde pasar el resto de nuestras vidas.

El plan tenía mucho de aquellas encantadoras ilusiones que yo había acariciado en otros tiempos. Y al parecer no sólo era posible, sino seguro que volvería a escribir de nuevo.

Tímidamente se lo dije a Resi.

Lloró de alegría. ¿Alegría real? Quién sabe. Únicamente puedo garantizar que sus lágrimas eran húmedas y saladas.

–¿Tuve algo que ver con este hermoso milagro celestial?

–Todo –dije, apretándola contra mi.

–No, no... Muy poco –dijo–; pero algo, gracias a Dios..., algo, sí.

–El gran milagro es el talento que nació contigo –dije.

–El gran milagro es tu poder para resucitar a los muertos –dijo–. Es el triunfo del amor. Y me ha resucitado también a mí. ¿Crees que estaba viva antes?

–¿Te parece que escriba sobre eso antes que nada en nuestro pueblecito de México?

–Sí, sí... OH, sí, querido, mi amor... ¡Te cuidaré tanto mientras trabajas! ¿Te quedará un poco de tiempo para mí? 

–Las tardes, las noches y las madrugadas. Ese será todo el tiempo que podré dedicarte.

–¿Has decidido ya algún nombre?

–¿Nombre? –dije.

–Tu nuevo nombre. El nombre de un nuevo escritor cuyas hermosas obras provienen misteriosamente de México. Seré mistress...

–Señora1 –le corregí. 

–Señora, ¿qué?... ¿Señor y señora qué?

–Bautízanos –le dije.

–Es demasiado importante para mí decidirlo así, de golpe.

Kraft entró en ese instante.

Resi le pidió que sugiriese un seudónimo.

–¿Qué tal «Don Quijote»? Eso te convertiría en Dulcinea del Toboso –dijo a Resi– y yo firmaría mis cuadros con el nombre de «Sancho Panza».

En ese momento entró el doctor Jones acompañado del padre Keeley.

–El avión partirá mañana por la mañana. ¿Está usted seguro de que se encuentra bien para viajar?

–Me encuentro muy bien.

–El hombre que los espera en México se llama Arndt Klopfer –dijo Jones–. ¿Se acordará de ese nombre?

–¿No es el fotógrafo? –pregunté.

–¿Le conoce?

–Fue quien tomó mi fotografía oficial en Berlín.

–Ahora es el cervecero más importante de México.

–¡Lo que son las cosas! La última vez que oí hablar de él fue cuando cayó sobre su estudio una bomba de doscientos cincuenta kilos.

–No es posible destruir a un hombre que valga –dijo Jones–. Ahora... El padre Keeley y yo tenemos que pedirle un favor muy especial...

–¿De qué se trata?

–Esta noche tenemos la reunión semanal de la Guardia de Hierro de los Hijos Blancos de la Constitución –dijo Jones–. Al padre Keeley y a mí nos gustaría que alguien dijera una especie de oración fúnebre en memoria de August Krapptauer.

–Entiendo.

–El padre Keeley y yo pensamos que ni él ni yo podríamos hacer su panegírico sin que se nos quiebre la voz. Sería una prueba emocional terrible para cualquiera de los dos. Nos preguntamos si usted, un orador de tanta fama, un hombre dotado que posee una lengua de oro, por así decirlo... Pensábamos... si no aceptaría el honor de decir unas pocas palabras.

No podía rechazar la oferta:

–Gracias, caballeros. ¿Un panegírico?

–El padre Keeley ya pensó en un tema central, si eso le ayuda.

–Me ayudaría mucho saberlo. Desde luego que sí.

El padre Keeley se aclaró la garganta.

–Creo que el tema debería ser «Su verdad sigue adelante» –dijo ese viejo clérigo chiflado.