21

10 de Agosto del 2015

 

Me levanté de la cama, el día estaba nublado y no me apetecía hacer nada como desde aquella madrugada en la que desperté y Samuel había partido de este mundo, en sí creo que una gran parte importante de mí se fue con él.

La casa ahora estaba vacía y en cada rincón vagaba el recuerdo de su sonrisa y su voz, lo extrañaba tanto que creía que en cualquier momento iba a desfallecer.

Sabía que de alguna manera tenía que seguir adelante por mi hija, nuestra hija.

Ella nunca iba a conocerlo pero yo me encargaría de hablarle de él y que de esa manera supiera lo bueno que era.

En el buró, a un lado de nuestra foto de bodas yacían sus cenizas y su anillo de bodas arriba de la urna.

Las lágrimas corrieron por mis mejillas sin avisar, tenía por lo menos la sensación de alivio al saber que ya no estaba sufriendo, que ya estaba descansando en paz.

—Mira nada más el desastre que dejaste Samuel Smith.

Llamaron a la puerta, no quería abrir, no tenía ni fuerzas ni ganas pero no tuve de otra.

Me puse el albornoz y bajé a abrir.

—Estaba preocupado por ti, todos lo estamos.

Vi a mamá detrás del hombro de Benjamín y tuve que dejarlos pasar.

—Estoy bien.

—Cariño tienes que salir de este agujero, te vas a volver loca.

—Mamá por favor, respeta mi dolor.

Benjamín se aclaró la garganta y se sentó a mi lado.

—Yo vine a verte y a darte unas cosas.

Me dio dos bolsas negras, una grande y otra pequeña.

—Gracias —las dejé de lado.

—Ábrelo Kathe, estoy seguro que te van a levantar el ánimo.

—Agradezco que se preocupen por mí pero no estoy de humor para visitas.

Mi madre asintió y se puso de pie.

—Me tomé la libertad de recoger tu correo, estaba lleno. Te amo hija, cuídate mucho y llámame para lo que necesites.

—Gracias mamá.

Dejo el paquete de cartas en la mesa y besó mis mejillas, Benjamín también se despidió, cuando salieron de casa regresé a la habitación, parecía que afuera iba a llover. La realidad era que  en mi vida llovía desde que Samuel había partido.

Pase la mano por la cama fría y distendida.

—Nunca voy a olvidarte.

Me acosté y me aferré a la sabana mientras probaba mis lágrimas.

—Me haces mucha falta, te necesito tanto.

Sentí un calambre en el vientre y traté de levantarme por un vaso de agua.

Al pie del sofá vi las dos bolsas que Benjamín me había dejado y las cuentas y las subí de nuevo a la habitación.

Cuentas de banco, agua, luz, teléfono y una más color amarilla que de desconocía que venía con un gran sobre amarillo. Las deje en la mesita de noche y cogí una bolsa la abrí  y sonreí al ver los cuadros de Tate que me había comprado Benjamín aquel día, en uno de ellos había una nota:

*Estos son solo algunos, los demás te los haré llegar en unos días.

Los dejé a un lado y agarré la bolsa más pequeña, estaba un poco pesada.

El vacío en mi corazón se manifestó de nuevo al ver en ella la cámara de Samuel, la abracé con todas mis fuerzas, como si fuera a él a quien abrazaba.

Del cajón de la mesita de noche saqué mi móvil, la batería estaba muerta así que lo conecté a la fuente de luz hasta que prendió.

Toqué la pantalla y busqué el número de Benjamín, contestó al instante.

—¿Tú la compraste? —pregunté.

—Sí.

—¿Tenias contacto con él?

—Puedes abrirme y tal vez platiquemos.

Colgué y me levanté de la cama tan rápido que otro dolor apareció, respiré con profundidad y fui a abrirle.

—Estaba cerca de aquí, la verdad es que no quería dejarte sola.

Tomamos asiento.

—Dime como fue, cuéntamelo todo.

—¿Recuerdas aquel día que te enfermaste y te llevé al médico? —asentí—, acababa de charlar con él, me pidió que te cuidara y que te hiciera feliz. Me sorprendió mucho que me lo pidiera y fue ahí cuando me dijo que estaba enfermo.

—¿Y por qué no me lo dijiste?

—Porque se lo prometí, y porque yo también te amo y sabía lo mucho que ibas a sufrir.

Bajé la mirada, Samuel me amaba demasiado que en todo el tiempo pensó en mí.

—Esa noche tú estabas ardiendo en fiebre y no sé cómo fue que se enteró pero llegó ahí, estaba tan angustiado por ti y se sentía culpable. Después llegó Sandy y lo corrió, tuve que explicarle lo que estaba pasando y...

—¿Sandy también lo sabía? —asintió.

Resultaba que todos lo sabían menos yo.

—Después de días lo encontré en una casa de empeño y tuve la oportunidad de platicar con él, supe que se casaban y estaba vendiendo su cámara. Solo quise ayudar porque en realidad no sé ni cómo se enciende.

—Estuve buscando quien la había comprado para recuperarla.

—Bueno, ahora es tuya.

—Te la voy a pagar lo prometo.

—No te estoy pidiendo nada Kathe, es tuya y puedo imaginar lo que significa para ti.

—En serio Benjamín, muchas gracias.

Toqué mi vientre y grité cuando me dio una contracción mucho más fuerte.

—¿Qué pasa? —preguntó nervioso.

—No sé, creo que ya es hora. Creo que Samanta ya quiere salir a conocer el mundo.

—No… no puede ser. Voy a encender el auto ¿y la maleta?

—¡Joder Benjamín no tengo mente para preparar una maldita maleta!

—Sí, sí perdón.

—Solo llévame al hospital y llama a Sandy.

Quiso cargarme pero le respondí con un golpe en la espalda ya que me dolía la mía, poco a poco se fue haciendo más insoportable el dolor.

Se detuvo en un semáforo y volví a golpearlo, sentí lastima por él pero al mismo tiempo estaba agradecida porque si no hubiera regresado no sé qué hubiera hecho.

—Benjamín por lo que más quieras pisa el maldito acelerador y olvídate del estúpido semáforo.

Afortunadamente me hizo caso.

Llegamos al hospital y se bajó de inmediato, me auxiliaron con una silla de ruedas y me llevaron rápido adentro.

—Tranquila Kathe, aquí voy a estar.

—¡Llámale a Sandy!

Fue lo último que le grité antes de que le impidieran el paso.

—Díganos señora: del uno al diez que tan fuerte es su dolor.

—Nueve.

—De acuerdo.

Me llevaron a una camilla en una habitación donde estaban muchas mamás en espera.

Me tomaron la presión y otras pruebas que la verdad no supe para que eran porque el dolor no me dejaba pensar en nada.

—¡Maldita sea denme algo para el puto dolor! —grité.

—¿Eres mamá primeriza? —me preguntó la chica de la otra  cama.

—Sí.

—Yo también ¿tienes miedo?

—Mucho.

La enfermera que me había atendido al principio reapareció.

—Necesito que se quite la ropa y se coloque esta bata ¿hay algún familiar que pueda ayudarla?

—Yo le ayudo —dijo la morena.

—Grace estate quieta, tú ya vas a dar a luz.

Hizo puchero y volví a maldecir al sentir otra contracción.

—¡Aquí estoy! —gritó Sandy y en ese momento su voz fue como el canto de un ángel.

—Gracias al cielo —susurré.

Me ayudó a quitarme la ropa, yo ya no podía con el dolor y en ocasiones sentía que iba a desmayarme. Sandy me platicaba algo para distraerme pero no podía prestarle la atención que ella quería.

—Hola Kathe, soy el anestesiólogo Frank ¿cómo te sientes?

—De la mierda.

Rió y me pidió que me sentara, Sandy lo fulminó con los ojos cuando me abrió la bata.

Sentí un líquido frío en mi espalda y después un pinchazo que me hizo gritar lo más fuerte que pude.

—¿Qué le hizo? —preguntó mi amiga asustada.

—Con esto se reducirá el dolor.

Estuve en la misma posición por veinte minutos hasta que en efecto, el dolor fue cesando.

—Amor... no puedo creer que vas a hacernos abuelos.

Lloré al  ver a mis padres de nuevo juntos y tan emocionados por la llegada de Samanta.

—Yo tampoco creí que sería madre tan joven.

—Voy a llevarme a la paciente.

—¿A dónde? —dijo Sandy a la defensiva.

—A labor de parto, Kathe vas a dar a luz.

Tragué y apreté su mano, mi madre y ella empezaron a discutir sobre quien tenía que entrar conmigo.

Entré en pánico cuando vi que ninguna de las dos me acompañaba.

Era Samuel quien tenía que estar a mi lado en ese momento, era él lo único que yo necesitaba.

Estaba segura que me hubiera dado toda la fuerza que necesitaba, si tan solo hubiera aguantado un poco más con su presencia no estaría tan aterrada.

Me prepararon y la doctora apareció lista y con una gran sonrisa.

—Hola Kathe ¿estás lista?

—No, tengo mucho miedo.

—No pasa nada, necesito que estés tranquila y hagas lo que yo te indique ¿de acuerdo? —asentí.

—Sí. 

—Bien, a la cuenta de tres quiero que pujes ¿de acuerdo?

_Sí.

No podía creerlo, estaba a punto de tener a mi hija, estaba a punto de conocer a mi Samanta.

—Bien, una… dos… tres.

Hice lo que me pidió pero no aguanté mucho.

—No puedo, no lo voy a lograr.

—Claro que sí, lo hiciste muy bien.

—No lo lograré.

Sandy y mamá entraron, me agarraron cada una de una mano y me sentí un poco más tranquila y segura, me hicieron sentir que no estaba sola.

—Vamos a intentarlo otra vez. Una… dos… tres.

Lo intenté de nuevo, apreté fuerte sus manos y arquee la espalda.

Las gotas de sudor que corrían de mi frente se acumularon en la nuca.

—Eso es Kathe, una vez más ya casi está aquí.

—Vamos amiga, lo vas a lograr.

—Lo estás haciendo bien hija.

Pujé tan fuerte que sentí una fuerte tensión en mi vientre y lo hice con todas las fuerzas que tenía, fue un dolor intenso el que por un momento sentí pero al mismo tiempo fue como si mi cuerpo se hubiera liberado de un gran peso, todo pasó tan lento.

Me dejé caer en la camilla y de mis ojos brotaron lágrimas de felicidad al escuchar el llanto de mi hija.

—Lo lograste Kathe, es una niña muy sana y hermosa.

—Estoy orgullosa hija, te amo mi niña.

Escuché a lo lejos la voz de mamá y los sollozos de Sandy, abrí los ojos y todo me daba vueltas.

La envolvieron en una manta y la llevaron conmigo, la tuve por primera vez entre mis brazos y la abracé.

Lloré y grité al mismo tiempo.

La ausencia de Samuel me pesó mucho más, estábamos nosotras dos en el mundo y solo nos teníamos la una a la otra.

—Es igualita a Sam —dijo Sandy.

Toqué su pequeño rostro y repasé cada facción de ella, de mi pequeño pedazo de cielo.

Fue entonces cuando lo supe, la vida es complicada, dura y a veces cruel.

Pero todo ese sufrimiento que la vida misma te pone es para darte cuenta que todo tiene un por qué y que todo vuelve a comenzar tarde o temprano, lo comprendí al fin al tener en mis brazos a mi pequeño milagro, el milagro de la vida.

Samuel iba a prevalecer en mí, en mi mente y en mi corazón por siempre.  Por todos los momentos vividos, las risas, las lágrimas y todo lo que yo había aprendido al estar a su lado ya que no solo aprendí a amar estando con él, también aprendí que el dinero no es importante cuando se ama y también que pese a lo duro que puede llegar a ser un momento, siempre hay que tener una sonrisa.

Eso fue lo que me enseño porque a pesar del dolor que sentía y que sabía cuál iba a ser su final nunca dejó de sonreír.

El tiempo a su lado fue poco, fue en un parpadeo cuando me di cuenta que estaba a punto de perderlo para siempre, pero también fue el tiempo suficiente para conocerlo, para enamorarme y para que dejara una huella imborrable en mi vida y corazón.

Tal vez no iba a estar presente de cuerpo, pero lo iba a estar y lo iba a sentir conmigo cada que viera el rostro de Samanta, mi pequeño pedazo de nube, mi pedacito de Samuel: mi hermoso amor eterno.

Fin