XX
La fuerza adorna al hombre, y ser libre y osado,
pero casi más aún el profundo mutismo.
¡Discreción, vences urbes! ¡Princesa de los pueblos!
Diosa, que me has llevado, segura, por la vida,
¡qué destino me toca! La musa abre bromeando,
Amor, el pícaro, abre estos labios sellados.
¡Para un rey es difícil esconder la vergüenza!
La corona no oculta, tampoco el gorro frigio,
las orejas tan largas de Midas; las ve el criado,
se angustia y el secreto le oprime pronto el pecho.
Lo enterraría, para aliviarse, en la tierra:
mas no suele guardar el suelo estos misterios;
juncos brotan, murmuran y susurran al viento:
«¡Nuestro príncipe Midas tiene largas orejas!».
Más arduo me resulta guardar mi bello arcano:
¡ay, de los labios brota fácilmente la euforia!
A una amiga no me abro: podría reprenderme;
al amigo tampoco: me pondría en peligro.
Contar mi dicha al bosque, a la roca bramante:
no soy para eso joven ni soy un solitario.
A vosotros, mis versos, quiero yo confesar
que me alegra de día, me deleita de noche.
Buscada por los hombres, ella evita las trampas:
del audaz, descaradas; del astuto, veladas;
la sutil las esquiva, conoce los caminos
donde, atento y deseante, la recibe el amado.
¡Atrás, Luna, que viene, que no la vea el vecino!
¡Mueve hojas, airecillo, que no se oigan sus pasos!
Creced y floreced, oh canciones queridas,
y meceos al arrullo de un aire dulce y suave;
mostrad a los quirites, cual juncos tan chismosos,
luego el secreto hermoso de una feliz pareja.
