VII
Cómo me siento en Roma feliz cuando recuerdo
los tiempos en que el gris me rodeaba en el norte,
pesaba y me abatía el cielo hosco y nuboso,
envolvía el mundo informe e incoloro al exhausto
y yo sobre mi yo cavilaba en silencio,
viendo los sombríos cauces del alma insatisfecha.
El brillo de un claro éter la frente alumbra ahora,
resalta Febo, el dios, las formas y colores.
Luce noche estrellada, resuenan suaves cánticos,
y la luna ilumina más que el día en el norte.
¡Qué dicha para mí, un mortal! ¿Sueño? ¿Acoge
tu casa de ambrosía, Júpiter, padre, al huésped?
Aquí tumbado estiro, suplicante, las manos
hacia tus pies, oh dios. Júpiter Xenius, óyeme:
no sabría decir cómo he entrado. ¿Recogió
Hebe a este peregrino y lo trajo a tus salas?
¿Has ordenado tú que suba aquí a un héroe?
¿Se equivocó la bella? ¡Aprovecho su error!
También tu hija Fortuna reparte hermosos dones
siguiendo sus caprichos, que parece una niña.
¿Eres hospitalario, dios? No expulses entonces
al huésped de tu Olimpo, no lo envíes a tierra.
«Poeta, ¿qué te has creído?» Perdona, mas el alto
monte capitolino es tu segundo Olimpo.
Tolérame aquí, oh Júpiter, y que un Hermes silente,
por la tumba de Cestio, me lleve luego al Orco.
