VI

«¿No ves que me torturas, oh cruel, con tus palabras?

¿Es en tu país tan duro y amargo el hombre que ama?

¡Si el pueblo me acusa, he de aguantarlo! ¿No soy

acaso culpable? ¡Ay, pero lo soy contigo!

Cierta ropa demuestra, según una envidiosa,

que en soledad la viuda ya no llora al esposo.

¿No has venido a menudo a la luz de la luna,

incauto: abrigo oscuro y el pelo recogido?

¿No te has puesto la máscara, en broma, de un prelado?

Dice que ha sido un cura. Ese cura eres tú.

En la Roma eclesiástica —increíble, pero cierto—

jamás un sacerdote de mi abrazo ha gozado.

Pobre era por desgracia, joven y seducible;

Falconieri a menudo me miraba a los ojos,

y un tercero de Albani, con notas capitales,

me invitaba ora a Ostia, ora a Quattro Fontane.

Pero la joven no iba. Ya ves que siempre he odiado

las medias purpuradas y las lilas de abate.

“La chica es a la postre la engañada”, mi padre

decía; la madre, en cambio, tanto no se inquietaba.

¡Soy yo, pues, al final la engañada! Te enfadas

conmigo en apariencia, porque piensas dejarme.

¡No merecéis mujer! ¡Ve! Llevamos los hijos

bajo el pecho y también, sí, la fidelidad.

Mas vosotros, los hombres, con la fuerza y el deseo

derramáis el amor también en el abrazo»,

dijo mi amada, al niño levantó de la silla,

lo estrechó contra el pecho, le asomaron las lágrimas.

Cómo me avergonzaba que hostil habladuría

pudiera mancillar esta amorosa imagen.

Cuando el agua de golpe cae y tapa la lumbre,

por un momento el fuego arde oscuro y echa humo;

veloz se purifica y ahuyenta el vapor turbio,

la llama se alza nueva, reforzada y brillante.