II
¡Honrad a quien queráis! ¡Por fin estoy a salvo!
Vosotros, bellas damas, caballeros de mundo,
preguntad por el tío, el sobrino y las viejas;
y que el juego aburrido siga a la charla insulsa.
A los otros también, adiós: círculos nimios
o notables que casi lograsteis desquiciarme.
Políticos y vanos, machacad opiniones
que al caminante siguen, furiosas, por Europa.
La canción de «Malbrú» siguió al inglés viajero
así desde París a Livorno y a Roma,
y a Nápoles después; y si hubiera ido a Esmirna,
lo habría recibido en el puerto «Malbrú».
Así he debido oír a cada paso hasta hoy
las censuras del pueblo, del consejo de reyes.
Ya no me encontraréis en este mi refugio
que un regio protector, Amor, me ha concedido.
Aquí me cubre con sus alas; y la amada
no teme, muy romana, a galos furibundos.
Por nuevas no pregunta, sólo atiende esmerada
a los deseos del hombre al cual se ha entregado.
Se deleita en el libre y recio forastero
que habla de montes, nieve y casas de madera;
con él comparte el fuego que ha prendido en su pecho;
le alegra que no sea cicatero romano.
La mesa está mejor servida; no le faltan
vestidos ni el carruaje que la traslada a la ópera.
Se alegran madre e hija de su nórdico huésped,
y el bárbaro domina alma y cuerpo romanos.
