IV

Somos píos, los amantes: a todos los demonios

oramos, a los dioses queremos todos gratos.

Parecemos vosotros, triunfadores romanos

que a los dioses de todos los pueblos acogéis,

sean negros, de basalto, rígidos, los egipcios,

o blancos y atractivos, marmóreos, los de Grecia.

No enfada a los eternos, empero, que el mejor

incienso dediquemos a una divinidad.

Gustosos confesamos que nuestras oraciones

y cultos se consagran a una en particular.

Son picantes y serias nuestras fiestas secretas,

y el silencio es lo propio de quien está iniciado.

Preferimos atraer mediante actos terribles

a las mismas Erinias, y soportar incluso

de Zeus el duro juicio en la rueda o la roca

a negar a nuestra alma su culto delicioso.

Esta diosa se llama Ocasión: ¡conocedla!

Aparece a menudo, siempre con otra forma.

Podría ser descendiente de Proteo y de Tetis,

cuya astucia mudante engañó a más de un héroe.

Engaña la hija ahora al débil e inexperto,

importuna al durmiente, rehúye al espabilado,

encantada se entrega sólo al ágil y activo;

éste la encuentra dócil, dulce, lúdica y bella.

Se me apareció un día, la morena: los pelos

le cubrían, oscuros y abundantes, la frente.

Rizos se ensortijaban sobre el grácil cuellito,

y cabellos rebeldes le ornaban la cabeza.

Yo la reconocí, besé a la presurosa,

me devolvió obediente, dulce, el beso y abrazo.

¡Me sentí afortunado! Pero el tiempo ha pasado:

atado me tenéis ahora, trenzas romanas.