La Gigantomaquía
El día de la batalla que sería conocida como Gigantomaquia amaneció despejado. Incluso la nube que cubría las cimas del Olimpo y que creaba la ilusión de que Pirgos surgía del aire había desaparecido, descubriendo a la vista la inacabable espiral del puente del Arco Iris. Era como si Gea quisiera que la derrota definitiva de los olímpicos se produjera a plena luz, a la vista de todos, incluso de los remotos ojos de su aborrecido marido Urano.
Atenea, armada con Némesis, su yelmo y una coraza de placas de acero que le llegaba hasta la cintura, estaba de pie sobre la gran puerta de la muralla exterior, asomada al este. Desde allí su vista abarcaba todo el paso de Tempe, el estrecho corredor de tierra comprendido entre el monte Olimpo y el mar. Durante toda la noche, a la luz de una luna a la que apenas le faltaban un par de días para llenar del todo su faz, había contemplado cómo una miríada de antorchas rodeaba los muros de Hieróptolis.
La víspera, Apolo había llegado con la respuesta de Poseidón: el dios del mar lo lamentaba, pero temía que si se ausentaba de su reino en esas circunstancias, alguna criatura nueva o antigua intentara arrebatárselo. Más, a pesar de sus noticias descorazonadoras, el dios arquero se había animado al ver que el cielo se despejaba, pues bajo la luz del sol podía desplegar su vela y su poder aumentaba, ya fuera por sugestión o porque los rayos de Helios alimentaban realmente su fuerza.
—No te fíes —le había dicho Ártemis—. Eso es que Gea está muy segura de su victoria, o que algo trama.
—En cualquier caso, se lo agradezco. Prefiero combatir bajo la luz.
Pues todos ellos estaban convencidos de que la voluntad y la inteligencia que impulsaban a aquel ejército no eran las de los gigantes, ni siquiera las de Tifón, que se proclamaba nuevo soberano del mundo, sino las de la astuta y resentida diosa de la Tierra.
Durante la noche, muy a lo lejos, se empezó a divisar un resplandor rojizo en el cielo meridional. Como Hermes había partido en su propia misión e Iris no podía ausentarse, pues tenía que defender la entrada del puente del Arco Iris en el Cranón, habían recurrido como mensajeros a Calais y Zetes, los hijos de Bóreas, dos jóvenes leales a Zeus y casi tan veloces como Hermes. Al regresar, habían contado que la intensidad de la erupción en el volcán de Atlas era ya tal que los habitantes de las aldeas de la isla habían huido en barcos, temiendo la ira de la tierra. En cambio, muchos de los moradores de la ciudad, quienes en mayor peligro estaban por vivir bajo las faldas del volcán, se habían quedado refugiados en los sótanos del palacio, ya que Jenódice, que reinaba sola desde que Tifón despedazara a su marido Tesmio, insistía en que la diosa Gea los protegía.
Pero lo que había dicho Gea era: Haré reventar todos los volcanes de la tierra con la furia de mis entrañas, y sembraré el aire con un espeso manto de cenizas que cubrirá el mundo entero. Tal vez aquél, el día de la Gigantomaquia, sería el último día de luz sobre la tierra.
El alba empezaba a despuntar, roja y no gris, como si aquel día quisiera empezar ya como un crepúsculo ensangrentado. Sobre el adarve de la muralla aguardaban firmes los Consagrados. Había unos doce mil guerreros, armados con arcos y flechas, lanzas y espadas de bronce, y también algunas armas de hierro. Una fuerza lastimosa para enfrentarse a lo que los fuegos de la noche habían insinuado y la luz del día naciente mostraba ahora.
Pues frente a las murallas de Hieróptolis se alzaba otra muralla de piedra; pero ésta era viviente. En las primeras líneas había centenares de gigantes, tan grandes como los propios cíclopes y más robustos, cuyo tamaño resultaba evidente por los escaramuceros que corrían por delante de ellos y se acercaban a los muros de la ciudad para cantar groseros desafíos. Aquellos humanos les llegaban poco más arriba de la cintura. Por detrás de aquellos gigantes, aún se levantaba otra empalizada de cabezas más altas, las de los pétreos. Entre ellos se advertían las amenazadoras siluetas de las máquinas de asedio, las catapultas, balistas, onagros y escorpiones fabricadas en los talleres del Olimpo, y que ahora, en un irónico acto de resarcimiento, volvían al hogar.
Dispersos entre los pétreos, altos como torres de asedio, estaban los viejos gigantes, los Quince que habían nacido de las gotas de sangre de Urano. Sus voces de mando, poderosas como graves trompas de cuerno, resonaban en la distancia.
Por detrás de los gigantes se extendía una muchedumbre humana, bárbaros que habían bajado del norte huyendo del avance de las nieves, dispuestos a recoger como fruta madura los despojos de las ciudades que arrasaban los gigantes. Insensatos, pensó Atenea, que ignoraban el auténtico alcance de los planes de Gea, donde a ellos no les tenía reservado ningún hueco.
Aquel enjambre humano llegaba hasta la playa; pero a la izquierda de Atenea, al norte, se veían más tropas que habían acudido a ayudar a los gigantes en la demolición del Olimpo. De lejos, las figuras oscuras que aguardaban sobre una pequeña loma podían parecer jinetes humanos, pero la aguda visión de la diosa de ojos glaucos los distinguía como lo que eran, centauros. Y sin duda aquella masa que se veía detrás de los centauros, extendiéndose hasta los márgenes del bosque cercano, era una horda de habitantes de la espesura, sátiros y ménades que no tomarían parte en el combate hasta que estuviera resuelto.
Las líneas enemigas se abrieron en un pasillo, y una figura solitaria avanzó entre ellas para acercarse a la puerta de la muralla. Atenea ya sentía cierta curiosidad por conocer a Tifón, de quien tanto había oído hablar. Aquella criatura que mezclaba en su ser la sangre de los dragones y de Cronos, y que en cierto modo era hijo de Gea y a la vez de la propia Hera, tenía la estatura de los gigantes más pequeños. Pero las alas desplegadas a su espalda le daban un aire más siniestro, y a la luz rojiza del alba su cuerpo resplandecía como rescoldos recién avivados.
—¡Abrizz lass puertass al legítimo señorr del Olimpo! —rugió la bestia.
Ártemis, que estaba sobre uno de los baluartes de la muralla, disparó su arco de plata. Su flecha silbó como un reflejo de luz buscando los ojos de Tifón. Pero el proyectil se desvió en pleno vuelo, chocó contra el escudo que el monstruo llevaba en el brazo izquierdo y resbaló hasta el suelo. La diosa disparó cuatro veces más, y por cuatro veces sus dardos rebotaron inofensivos contra el broquel. Al lado de Atenea, Evandro, el rey de Hieróptolis, un hombre de barba cana y rasgos afilados que aún era capaz de combatir con el brío de un mozo, dijo:
—Es imposible. Ártemis jamás falla un disparo y menos cinco.
—Ése es el escudo que Hefesto forjó para Ares —dijo Atenea—. Atrae las flechas. Aunque Tifón se lo colgara a la espalda, le protegería igual.
De todas formas, ni los dardos de Ártemis ni los de Apolo podrían perforar las escamas dracontinas que cubrían el cuerpo de Tifón. Con una fiera sonrisa, Atenea se dijo que aquella proeza estaba reservada para la punta adamantina de Némesis.
—¿Ésste ess el resspeto k'e mostráiss a vuesstro legítimo señorr?
—¡Sólo hay un señor del Olimpo, y se llama Zeus! —gritó Atenea, y su voz de diosa corrió por la llanura y llegó hasta las filas de los enemigos.
—¿K'ién eress tú, mujer? —preguntó Tifón.
—¡Soy Atenea Políade, defensora de la ciudad!
Tifón se había acercado lo suficiente para que Atenea pudiera contemplarle con cierto detenimiento. El monstruo había recogido las alas, que ahora perfilaban un oscuro triángulo tras su cuerpo al rojo. Desde allí, las serpientes de su cabello parecían mieses agitadas por el viento.
—¿Atenea? ¿Dónde esstá tu Ég'gida, diossa guerrera? ¡La necesitaráss cuando te abrase con miss llamass!
—¡Sólo me pongo la Égida cuando lucho contra enemigos de verdad, no contra lagartijas del campo!
Una carcajada recorrió el adarve. Atenea hubiera querido sentirse tan segura como los hombres que tenía a su lado, pues lo cierto era que echaba de menos la protección de la Égida. Tendría que suplirla con habilidad y destreza.
—¡Pronto tragaráss tuss palabrass y algo máss, hija del ussurpadorr! ¡Vete desspidiendo de tu virg'ginidazz!
¿Otra vez?, pensó Atenea, y añadió en voz alta:
—¡Vete a buscar a tus amigos de piedra!
El monstruo se dio la vuelta y se alejó. Mientras caminaba de espaldas volvió a extender las alas en señal de desafío. Ártemis probó suerte de nuevo, pero como había predicho Atenea, sus flechas pasaron de largo, curvaron su trayectoria en el aire y se estrellaron contra el escudo fabricado por Hefesto con un sordo clangor.
—¿Crees que atacarán ya, hija de Zeus? —preguntó Evandro.
Atenea se volvió hacia él. No era un hombre bajo, pero ella le sacaba un palmo de estatura.
—¿Y a qué van a esperar si no? Son gigantes. No tienen mucho qué pensar.
El rey tragó saliva y pidió permiso a Atenea para recorrer el parapeto y dar las últimas instrucciones a sus hombres. Ella se lo concedió. Compadecía a Evandro. Sabía que para los mortales la cercanía de alguien como ella era perturbadora, en todos los sentidos. Había captado las miradas de los soldados que guarnecían el adarve. Admiración, curiosidad, un anhelo inconfesable por su belleza. Pero, sobre todo, el miedo que la presencia de los dioses despertaba en los humanos. Los Consagrados intentaban mostrarse confiados y valerosos delante de los inmortales, pero el temblor de sus voces los traicionaba.
No sólo los Consagrados guarnecían la muralla. También había refuerzos llegados de Tesalia y Pieria; y, desde dos días antes, habían acudido oleadas de refugiados, huyendo de la horda de gigantes que bajaba del norte como un maremoto en plena tierra. A los que traían armas, los habían acogido tras las murallas de Hieróptolis. A aquellos que no podían defenderse a sí mismos, los enviaron lejos, al sur del paso de Tempe, y les dijeron que se instalaran donde pudieran. Atenea sabía que allí también correrían peligro, al menos hasta que encontraran el amparo de una ciudad con murallas, pues en los llanos los centauros hacían veloces incursiones y causaban estragos con sus flechas, mientras que los bosques se habían convertido en lugares mortíferos. Pero no podían admitir a más gente en Hieróptolis, donde se libraría una batalla como los humanos jamás habían presenciado.
Al menos, los combatientes no tenían que preocuparse más que por ellos mismos. Las mujeres, los niños, los ancianos y todos los enfermos capaces de moverse habían sido evacuados a las tierras montañosas al oeste del Olimpo. Los Consagrados sólo tenían que pensar en mantener el terreno que pisaban. Aunque, fracasaban, si la montaña sagrada caía, sus familias no tendrían mucho futuro.
No permitiré que estos débiles, necios, codiciosos, impúdicos y encantadores humanos desaparezcan de la tierra, pensó.
Hieróptolis ofrecía dos murallas a los enemigos. La exterior estaba construida sobre una planta octogonal, pero sólo tenía cinco lados, pues en la parte oeste era la pared rocosa de la propia montaña que servía de baluarte. Sobre esta muralla se alzaban cuatro torres de defensa, una por cada intersección de los lienzos, y tan sólo tenía una gran puerta asomada al este, sobre cuyo dintel, en el triangulo de descarga, dos águilas de piedra oponían sus picos. Aquel muro berroqueño tenía doce codos de altura y cinco de grosor, unas medidas que se antojaban inexpugnables ante un ataque humano, pero no cuando los enemigos eran gigantes tan rocosos como la propia pared.
Pasado el muro exterior se abría el patio de liza, un espacio libre cubierto de adoquines, que subía en una empinada pendiente hasta el muro interior. Este, de forma semicircular, dominaba con sus diez codos el adarve de la muralla exterior, pues sus cimientos estaban construidos a más altura. Allí la puerta no miraba al este, en línea con la otra, sino que estaba orientada al sur. De esta forma, si los atacantes lograban derribar la primera puerta, tendrían que avanzar más de dos estadios bajo la muralla interior, al alcance de los proyectiles de los defensores, hasta llegar a la siguiente puerta.
Por detrás del muro interior se alzaban las casas, templos y palacios de la ciudad, construcciones magníficas, algunas de ellas adornadas con cúpulas cuya construcción sólo dominaban Hefesto y sus cíclopes, y que los micénicos trataban de imitar apilando hiladas de piedras en sus toscos túmulos funerarios. Pero todos esos edificios quedaban eclipsados por el puente del Arco Iris, que partía de la Crépide, la gran roca que le servía de cimiento. Allí, como última defensa, Atenea había apostado a cien cíclopes armados de grandes martillos. Si los gigantes vencían esta resistencia y conseguían poner el pie en el puente, todo quedaría en manos de los dioses.
Como había previsto Atenea, el ataque comenzó en seguida. Los gigantes avanzaron hacia las murallas sin temor, bamboleándose al avanzar y dejando caer los pies a compás. La llanura retumbó bajo sus pisadas como un inmenso tambor, con un resultado aterrador para los humanos. Los guerreros empezaron a cruzar miradas de pavor al ver aquella masa parda que se desplazaba hacia ellos y algunas piernas flaquearon.
En ese momento, se oyó una voz clara como la plata, y todos levantaron la mirada. Por encima de sus cabezas apareció la figura luminosa de Apolo. Había bajado desde la montaña y ahora sobrevolaba las primeras líneas enemigas con su vela desplegada como un gran espejo rojo a la luz del amanecer. Sus flechas caían del cielo como una lluvia de oro, mientras él cantaba ¡Ié, Pean! ¡Defended la mansión del cielo, hijos de Zeus! ¡Ié, Pean! Varios gigantes fueron abatidos por sus saetas, y brotaron gritos de júbilo entre los defensores. Bravo por Apolo, pensó Atenea. Era importante para la moral infligir las primeras bajas al adversario. Aunque los gigantes derribados pertenecían a las primeras filas, jóvenes cuya piel no era aún lo bastante gruesa, e incluso así Apolo había necesitado al menos cuatro flechas para cada uno. El dios volvió a pasar sobre el adarve y voló hacia la Crépide para reponer los dardos de su carcaj, sin dejar de cantar con aquella voz que tonificaba los ánimos. Pero sólo habían caído seis de los atacantes.
Y la primera línea ya estaba a menos de cien codos de la muralla. Siguiendo el ejemplo de Apolo, varios dioses voladores pasaron sobre el adarve disparando sus arcos: Eos, Calais y Zetes, y Angelia, la hija de Hermes (traidora también, Atenea lo sabía, pero si ahora quería ganarse el perdón de los olímpicos, no sería ella quien lo impidiera). También dos de los hijos de Eolo, que trataban de detener a los gigantes levantando vendavales. Pero a esa altura eran débiles, y además no estaba con ellos Bóreas, el más poderoso. ¿También nos habrá abandonado?, se preguntó Atenea. Céfiro y Austro sólo conseguían levantar nubaredas de polvo que molestaban a los gigantes y les hacían rugir aún más encolerizados, pero apenas frenaban su avance.
Entre las filas enemigas se oían voces de mando, graves y estridentes como aludes en la montaña. Pero las palabras eran oscuras y los torbellinos levantados por los dioses-viento se las llevaban entre el polvo.
—¡Eolo! —gritó Atenea—. ¡Controla a tus hijos!
Pero el rey de los vientos había entrado también en la lid y no hizo caso. ¡Ah, pensó Atenea, los mortales eran mucho más disciplinados que los dioses! Pero ya no necesitó escuchar lo que decían los enemigos para comprender la maniobra. Una columna entera de gigantes, tal vez cincuenta, se destacó del frente y formó una cuña que, en una carrera tosca pero constante, embistió contra la puerta de la muralla.
—¡Arqueros! —gritó Atenea.
Una nube de flechas cayó sobre los gigantes. Mil, dos mil, tres mil dardos volaron zumbando como avispas furiosas. Algunos de ellos se clavaban, pero la mayoría, si no golpeaban de lleno o no llevaban fuerza suficiente, rebotaban inofensivos en las placas petrificadas de la piel gigantina. Pocos, muy pocos de los enemigos cayeron. Acribillados como erizos o alfileteros andantes, los gigantes seguían su camino. Y protegidos por los cuerpos de los demás, seis de ellos cargaban un enorme ariete fabricado para que lo manejaran al menos treinta humanos.
¡¡Blammm!!
La puerta retembló con el primer impacto. Atenea se asomó por la parte interior del adarve. Ya había previsto eso, y el otro lado de la puerta estaba apuntalado con grandes vigas. Aún así, le pareció insuficiente y ordenó a un pelotón de diez cíclopes que acarrearan las piedras que tenían preparadas y las apilaran contra la puerta. Su idea era convertirla en una parte más de la muralla, aunque supusiera inutilizarla para salir, pues no tenía la menor intención de mandar una carga suicida de sus tropas. Cerauno, el hijo de Brontes, animó a sus camaradas, y entre todos hicieron rodar y resbalar sobre los adoquines grandes losas y enormes sillares arrancados de los edificios. Aunque los cíclopes no tenían la fuerza de los gigantes, sus brazos valían por los de cinco hombres.
Los enemigos seguían aporreando la puerta con la cabeza de cabra del ariete, mientras las flechas los hostigaban en vano. Más retrasados, los gigantes pétreos y los Quince jaleaban a gritos a sus compañeros. De las jambas de roble saltaban enormes astillas y los goznes rechinaban y temblaban, a punto de reventar, mientras los cíclopes seguían amontonando piedras. Atenea se arrepintió de no haber ordenado que actuaran antes. El propio Apolo voló sobre los gigantes y descargó una aljaba entera en menos de cien latidos de corazón. Cuatro de los enemigos que cargaban el ariete cayeron abatidos, pero otros tantos ocuparon su puesto mientras el dios arquero tenía que volver al interior de la ciudad para reabastecerse de flechas.
Atenea miró a su alrededor. Sobre el parapeto, algunos arqueros habían dejado de disparar, frustrados por el poco efecto de sus proyectiles. Otros arrojaban piedras sobre los gigantes, pero era como recibirlos en la ciudad tirándoles pétalos de rosa.
La diosa guerrera sintió cómo el icor empezaba a hervirle en las venas. Ante el asombro de los Consagrados, saltó sobre las almenas enarbolando a Némesis sobre su cabeza. ¡Por Zeus!, gritó en el aire, y cayó al lado de los gigantes. No le importaron las flechas de los propios defensores, que seguían volando en granizadas hacia la puerta. Aunque no llevaba la Égida, los proyectiles humanos no tenían poder suficiente para dejarle más que arañazos en la piel.
La furia del combate se había apoderado de ella. Némesis empezó a causar estragos entre los gigantes. La mayoría doblaban en estatura a Atenea, pero también eran mucho más lentos y torpes que ella. La diosa guerrera aferró su lanza adamantina con ambas manos y empezó a girarla en cegadores molinetes, usando a la vez la punta y la contera para atacar a sus enemigos. Los gigantes, que no estaban acostumbrados a que nada penetrara su gruesa piel, se apartaban de ella entre rugidos de dolor. Atenea hería sin cesar, procurando inutilizar al mayor número de enemigos, buscaba tobillos y rodillas para desjarretar a algunos, y cuando podía saltaba en el aire y clavaba la punta de su lanza en los ojos o la asombrada boca de los gigantes.
Cuando se quiso dar cuenta, estaba rodeada. Un gigante la agarró por la cintura con una sola mano y la levantó en vilo. Atenea sintió que sus vértebras crujían, pero se revolvió con una ira sobrehumana y le clavó la lanza en el ojo con tal fuerza que la punta de adamantio salió por la nuca. El gigante se derrumbó como un roble talado. Atenea, al caer al suelo, vio que se abría un círculo entre sus adversarios y que ahora nadie cogía el ariete. En el adarve sonaban gritos de júbilo, y un grito unánime en honor de Políade, la defensora de la ciudad. El icor palpitaba en los oídos de Atenea y el furor del combate hacía que lo viera todo rojo. Durante unos instantes se quedó sola defendiendo la puerta, pero luego oyó un agudo grito de guerra, y al volver la mirada vio que el dios Eníalo saltaba desde el adarve con su hacha doble.
—¡Aguanta, hija de Zeus! ¡Estoy contigo!
Una luz brilló sobre ella, y Atenea sonrió al alzar la mirada y ver la vela solar de Apolo, cuyas flechas cayeron como pedrisco sobre los gigantes.
Pero el suelo retumbó bajo sus pies. Los gigantes más pequeños se apartaron para dejar paso a una carga furiosa. Los pétreos venían a la carrera, blandiendo árboles enteros y grandes rocas, y sobre ellos destacaban como cúpulas las cabezas de los Quince.
Al lado de Atenea sonó un alarido. Eníalo retrocedía hacia la puerta. Su hacha doble brillaba al rojo vivo y se deshacía en grandes gotas de metal líquido. Tifón había decidido entrar en combate. El monstruo, que parecía haberse materializado de la nada, desencajó sus enormes mandíbulas y escupió un chorro de hierro líquido sobre Eníalo. El dios guerrero clavó la rodilla y desapareció aullando bajo aquel torrente amarillo cuyo intenso calor llegó al rostro de Atenea.
No era prudente seguir allí. Los Quince ya estaban casi sobre ella, mientras Tifón se entretenía en arrodillarse para volver a engullir el hierro fundido que había vomitado, ahora con los restos abrasados de Eníalo. Atenea retrocedió hacia el muro y miró hacia arriba. En un par de saltos y ayudándose de sus dedos de acero podría escalar fácilmente hasta el adarve, pero eso supondría darle la espalda al enemigo, algo que se le antojaba peligroso y a la vez indigno.
Oyó un grito sobre su cabeza, mitad relincho y mitad gorjeo. Glauce había comprendido que su ama estaba en apuros y bajaba desde el interior de la ciudad. En una maniobra que habían ensayado a menudo, la hipogrifo pasó rauda a un codo del suelo con las piernas encogidas, y Atenea saltó a su lomo. Glauce remontó el vuelo en un ángulo muy abrupto, lo justo para pasar sobre la cabeza de un gigante pétreo, que demasiado tarde levantó el brazo para atrapar a aquella criatura con cara de búho. Atenea llevó a su montura lejos de la puerta y le ordenó que se posara sobre el terrado del torreón sur de la muralla.
Allí, desde lo alto del cubo, Atenea comprobó que la situación era muy grave, aunque apenas habían transcurrido unos minutos de batalla. Ahora que los gigantes más grandes estaban junto a la puerta, no había nada que los defensores humanos pudieran hacer para detenerlos. Aunque Apolo seguía asaeteándolos desde las alturas, y Ártemis desde el adarve, eran demasiados para ellos. Algunos de los gigantes tan sólo tenían que estirar los brazos para llegar a las almenas, y los Quince ni siquiera eso. Sus enormes manos barrían el adarve, mientras los Consagrados se escondían tras las almenas entre gritos de pánico, se apelotonaban y se empujaban unos a otros por huir de los enormes dedos de piedra. Muchos de ellos no lo conseguían y eran apresados por los gigantes, que los estrujaban hasta reventar sus corazas de bronce y sus costillas dentro de ellas, los arrojaban lejos como guiñapos, o les arrancaban las cabezas con los dientes. Otros defensores, en su pánico, caían por encima del pretil al otro lado de la muralla y se aplastaban contra los adoquines del patio de liza.
Para colmo, Tifón levantó su corto vuelo y se plantó sobre la puerta de la muralla, regurgitando el hierro líquido que había vuelto a tragar al pie de la muralla. Aquellos que no quedaron aplastados por aquella masa fundida saltaron del parapeto convertidos en teas humanas. Al propio rey Evandro lo ensartó en sus garras, lo alzó sobre su cabeza cornuda y lo exhibió como un estandarte antes de arrojárselo a los gigantes que aporreaban la pared.
Por la parte del muro que aún no había sufrido el ataque de los gigantes corrían gritos de desaliento y pavor. Apolo volvió a volar sobre Tifón y le disparó media aljaba, pero el escudo atrajo todas las flechas. Al verlo desde su torreón, Atenea no pudo evitar el recuerdo de Hefesto, y maldijo su arte que ahora se volvía contra ellos, incluyendo las máquinas de guerra. Pues una flecha de casi tres codos de largo silbó en el aire disparada por un escorpión y pasó rozando la vela de Apolo, de la que saltaron chispas blancas.
Atenea notó que las sombras perdían sus filos acerados, y miró hacia el sur. Desde allí venía un frente de nubes oscuras, de una negrura innatural, que avanzaban al Olimpo a gran velocidad. El volcán de la isla de Atlas, pensó Atenea. Así que ésa era la nueva sorpresa de Gea. Había despejado las nubes de agua tan sólo para enviarles otra cuajada con las cenizas que había vomitado de sus entrañas.
Atenea volvió la mirada con desesperanza. Todo el lienzo este de la muralla parecía un malecón azotado por un oleaje de piedra que rugía como una tormenta infatigable. Los defensores abandonaban sus puestos, descendiendo por las escaleras interiores hacia el patio que llevaba a la segunda muralla.
Tifón había tomado ahora el mando de sus huestes. Desde lo alto de la muralla, emprendía cortos vuelos y sembraba el terror y la destrucción por doquier con su aliento de metal fundido. Cuando se le agotaba el fuego, ingería de nuevo la lava que había vomitado o devoraba las armas de los enemigos caídos y las fundía en el crisol que tenía por estómago.
El ariete ya se había tronchado, más por la violencia de sus operarios que por la dureza de las placas de bronce que reforzaban las jambas. Tres gigantes de los grandes se agacharon junto a la puerta y terminaron de astillar la madera a puñetazos, y luego, tras arrancar y doblar con los dedos las planchas metálicas, empezaron a retirar las piedras que habían apilado los cíclopes. Pero ni siquiera les habría sido necesario derribar la puerta. Pues entre las manos de los gigantes y las llamaradas de Tifón, casi un tercio de la muralla había quedado despejado de defensores, y ahora los aliados humanos de los gigantes llegaban a la muralla con sus escalas y subían sin temor a las flechas enemigas.
—¡Retirada! ¡A la muralla interior! —gritó Atenea, sobrevolando el parapeto a lomos de Glauce.
En el espacio de liza se libró una cruenta batalla. Los Consagrados que bajaban del lienzo norte y corrían hacia la puerta de la muralla interior, que estaba a más de cuatro estadios hacia el sur, se enfrentaron con los cimerios que habían asaltado las almenas con sus escalas y ahora se desparramaban como una plaga por el patio. Aunque los guerreros tesalios eran más disciplinados y poseían mejor armamento, el número de los bárbaros no hacía más que crecer. Para colmo, el propio Alcioneo y tres de sus hermanos echaron abajo las águilas que coronaban el triángulo de descarga, empujaron la enorme losa que formaba el dintel y derrumbaron por fin la puerta. Los gigantes apartaron a patadas las piedras y entraron al patio, aplastando bajo sus pies a todo mortal que encontraban, sin importarles si se trataba de defensores de la ciudad o de sus propios aliados.
Entre ambas murallas perecieron más de cinco mil Consagrados, que no pudieron llegar a tiempo al amparo de la puerta Sur. Los grandes gigantes y Tifón, impacientes ya, enfurecidos y embriagados por la destrucción que habían provocado, se dirigieron a esa puerta, mientras desde fuera de Hieróptolis las máquinas de asedio de Hefesto ya habían llegado a su posición de combate y, aunque tarde para derribar la muralla exterior, ahora se cebaban con el bastión interior y con los edificios del corazón de la ciudad.
La puerta Sur, que no era tan sólida como la Este, cayó a los primeros embates, y los sillarejos que la sujetaban volaron rotos en pedazos como vulgares ladrillos. Desde arriba Apolo y Ártemis, en su carro tirado por ciervos alados, seguían disparando, al igual que Calais y Zetes, y también Eos, que agitaba con valor sus alas blancas, aunque sus proyectiles no eran lo bastante poderosos para penetrar la piel gigantina. Los arqueros mellizos lograron clavar muchas flechas en los ojos de sus enemigos. Pero cuando un gigante se quedaba tuerto, normalmente tenía la astucia de cubrirse la frente con las manos y avanzar mirando al suelo tras el rastro de los demás, sabiendo que Apolo y Ártemis siempre iban a buscar sus ojos.
El ritmo de la batalla se precipitó. Era como si la fría sangre que corría por los miembros de los gigantes se hubiera calentado, y ahora actuaban con una furia ciega. Los pétreos abrieron camino a los Quince, ahora por las calles de la ciudad. Algunos se limitaban a abrir los brazos y entrar en callejuelas estrechas, y al caminar iban derribando paredes y columnas a su paso. Los cimerios aullaban entre sus piernas e incendiaban y saqueaban todo lo que encontraban. Para su enojo, no hallaron a las mujeres que querían violar; todo lo más, ancianas tan enfermas que sus familiares las habían tenido que abandonar, muchas de las cuales morían de la impresión al ver cómo los pies de los gigantes atravesaban los techos de sus casas.
Apolo sobrevoló el palacio del rey Evandro, del que se levantaban nubes de polvo mientras los gigantes derribaban sus paredes y tejados a puñetazos. A menos de doscientos codos de allí se levantaba la Crépide, la roca oscura en la que los propios gigantes tallaron antes de que él naciera una escalera de enormes peldaños, como si previeran que los necesitarían así de grandes para el día en que asaltaran el cielo. En lo alto de la Crépide había una pequeña explanada de la que partía el puente del Arco Iris. Allí, cien cíclopes armados con martillos montaban guardia, acompañados por no más de veinte dioses, pues la mayoría de los habitantes del Olimpo eran divinidades como las Carites o las Musas, que salvo excepciones no entendían de las artes de la guerra.
Debían retrasar a los gigantes como fuera; pues aún, en un rincón de la mente de Apolo, había una visión que le hacía albergar un mínimo de esperanza. De modo que el hijo de Zeus y Leto seguía volando incansable entre el puente del Arco Iris y las calles de Hieróptolis, disparando, reponiendo flechas y volviendo a disparar. Bajo él, los Consagrados que aún quedaban vivos subían en riada hacia la Crépide. Allí, Atenea, comprendiendo que los humanos no tenían nada que hacer en aquel combate tan desigual, los empujaba hacia el puente para que subieran al Olimpo.
¿Y qué hacemos después, cuando lleguen allí?, se preguntó Apolo. ¿Seguir retrocediendo, hasta que quedemos tan sólo un puñado de defensores en lo alto de la Atalaya?
Apolo regresaba a la Crépide para recargar la aljaba, pues sólo le quedaban tres flechas, cuando empezó a perder altura. Alarmado, miró hacia arriba. En el fragor del combate, no se había dado cuenta de que la nube negra que venía desde el sur había cubierto ya medio cielo y tapaba el sol. Su vela desapareció, y él cayó desde las alturas, en el centro de la amplia avenida que unía el palacio de Evandro con la Crépide. Aturdido, se puso en pie y descubrió que cuatro de los gigantes más grandes venían hacia él, mugiendo de furia y placer.
—¡Dejádmelo a mi! —gritó uno de ellos, enarbolando sobre la cabeza una columna de mármol—. ¡Será Gratión quien aplaste la odiosa cabeza de Febo Apolo!
Los demás se detuvieron y jalearon a su compañero, pues los gigantes nunca rechazaban un duelo individual. Gratión dio dos zancadas hacia Apolo y le lanzó un terrible golpe desde las alturas. El dios se apartó apenas a tiempo. La columna se rompió en mil fragmentos de mármol, algunos de los cuales le golpearon en la espalda y en la cabeza. Aprovechando que el dios clavaba la rodilla en el suelo, Gratión lo atrapó con su mano izquierda y lo acercó a su rostro, con la intención de devorarlo. Apolo le puso un pie a cada lado de la boca e hizo fuerza por librarse de la presión de los dedos. Pero las mandíbulas de Gratión seguían abriéndose, como si aquella boca cuajada de dientes de sílex fuera una sima sin fondo, y las piernas de Apolo no daban más de sí.
En ese momento, una flecha plateada silbó en el aire y se clavó en la lengua rugosa de Gratión, y otra le perforó el ojo. Apolo aprovechó el desconcierto del gigante, y recurriendo a todas las energías que había heredado de su padre, tensó los músculos en un esfuerzo supremo y logró separar los dedos del gigante. Saltó al suelo, flexible como un gato, y recogió el arco.
Allí, al pie de la escalera de la Crépide, estaba Ártemis, con su carro volador.
—¡Sube, hermano! —exclamó.
Pero no eran ellos los únicos arqueros de aquella batalla. Cuando los ciervos alados iban a remontar el vuelo, una flecha disparada por un centauro se clavó en el cuello de uno de ellos y lo mató en el acto. El otro, incapaz de levantar el peso del carro y de los dos dioses, se enredó con sus propias alas y cayó patas arriba. El vehículo se volcó, y Apolo y Ártemis saltaron fuera de él. Gratión se había apartado a un lado y se dedicaba a pisotear el altar y el pórtico del pequeño templo de Hermes, pero ahora el que se adelantaba de las filas de los gigantes era el propio Tifón.
—¡Loss mellizoss divinoss! ¡Voy a fundiross a loss doss en un solo blok'e de hierrro!
Apolo y Ártemis dispararon a la vez contra la bestia, pero fue en vano, pues el escudo volvió a desviar las trayectorias de sus flechas, que resbalaron inocuas sobre la bloca. Entonces volvieron la mirada a la vez. A apenas diez codos empezaba la escalera que subía hacia la Crépide, desde donde Atenea y otros dioses les hacían señas para que se retiraran.
—Yo no pienso huir de ellos como una cobarde —dijo Ártemis—. ¿Y tú, hermano?
Por toda respuesta, Apolo cargó su penúltima flecha y tensó el arco.
—Jamás avergonzaría a nuestros padres haciendo algo así.
La flecha silbó en el aire y se clavó en el ojo de un pétreo. Tifón gritó:
—¡Dissparan a loss ojoss, esstúpidoss! ¡Agachazz la cabeza y cargazz a ciegass! ¡Aplasstazloss!
Cinco gigantes apoyaron las manos en el suelo y se prepararon para embestir, como enormes arietes sin ojos, cubriendo toda la anchura de la amplia avenida. En ese momento, Apolo levantó la mirada, pues acababa de notar en el rostro un calor familiar.
—¡El sol!
La nube negra había detenido su avance y ahora empezaba a retroceder hacia el sur, arrastrada por un viento que silbaba en las alturas. Apolo reconoció en ese silbido la voz de Bóreas y sonrió. Sin perder tiempo, abrió los brazos para desplegar su vela, tomó a Ártemis por la cintura y golpeó con el pie derecho en el suelo. En cuestión de segundos ganó veinte codos de altura, mientras bajo sus pies los cinco gigantes pasaban como elefantes furiosos y se estrellaban de cabeza contra el arranque de la empinada escalinata.
Tifón rugió de frustración y saltó detrás de Apolo. Aunque sus alas le permitían poco más que planear, sus masivas piernas le daban un gran impulso. Pero cuando se acercaba al dios, una especie de serpiente blanca y cegadora cayó del cielo y se estrelló contra su pecho. Una lluvia de chispas saltó entre sus escamas y recorrió sus alas, y la criatura cayó al suelo maldiciendo y escupiendo brasas.
Apolo levantó la mirada mientras regresaba a la Crépide. Bajo las alas del viento norte, un carro llevado por cuatro caballos alados bajaba desde las alturas del Olimpo, y su auriga era un dios al que conocía muy bien.
—¡Zeus Salvador! —gritó Apolo—. ¡Zeus ha vuelto a la batalla!
Embriagado por el placer del combate, Zeus ordenó a sus cuatro corceles que se arrojaran en picado sobre los enemigos. Entre los dedos de su mano derecha las chispas saltaban como genios diminutos mientras el próximo rayo se iba cebando. Pero abajo, la voz rocosa de Alcioneo gritó:
—¡Cubrid a Tifón!
El carro alado pasó sobre las cabezas de los gigantes, y con una carcajada Zeus lanzó un rayo capaz de desgajar un árbol de raíz. Pero una masa de pétreos había rodeado el cuerpo de su caudillo. La descarga envió por los aires a tres de ellos, que quedaron retorciéndose en el suelo durante unos instantes. Uno de ellos se levantó y otros dos ya no se movieron. Pero Tifón había desaparecido de la vista, oculto tras una muralla de piedra viviente.
—¡Sabía que no eras más que un cobarde y un farsante! —gritó Zeus.
El rey de los dioses había viajado desde el confín norte del mundo sobre las espaldas de su hijo Hermes, que durante el viaje le puso al corriente de la situación. Al llegar al Olimpo, se había apresurado a uncir a un carro sus cuatro caballos negros de reserva e incorporarse a la batalla. Detrás de él debían venir Hefesto y Alcides, a los que traían las águilas. No tardarían mucho más en llegar, pues Bóreas venía soplando desde el Polo con toda su furia para traerlos al Olimpo y alejar además la nube de cenizas que amenazaba con cubrir la morada de los dioses.
Zeus dejó atrás la vanguardia de los enemigos y sobrevoló la ciudad, contemplando con una ira inexpresable la ruina en la que habían convertido la ciudad de Hieróptolis. Por doquier se levantaban llamas y nubes de polvo, y los escombros arrojados por los gigantes volaban hacia las alturas como si el propio suelo los escupiera. Más allá, en la llanura que bajaba hasta el mar, una multitud de bárbaros, centauros y habitantes de los bosques se agolpaba en las brechas abiertas en la muralla esperando recibir su cuota de rapiña y destrucción.
—Ya os ajustaré las cuentas luego —masculló Zeus.
Pero ahora debía concentrar su atención en los gigantes. Zeus viró hacia el oeste, volvió a sobrevolar las cabezas rocosas de los asaltantes y posó el carro al pie del puente del Arco Iris. Cuando desmontó, los demás dioses acudieron para formar un círculo y arrodillarse ante él.
—¡Levantad! —les ordenó, extendiendo la mano izquierda—. No es momento de homenajes.
Desde allí arriba, la ciudad era un mar de cabezas de piedra que sobresalían entre llamas y nubes de polvo. Ya no había rastro de oposición en la ciudad. Pero los gigantes se habían detenido antes de llegar a la escalinata de la Crépide, temerosos del poder de Zeus. Este alzó la mano derecha y lanzó un rayo que cruzó restallando casi doscientos codos de distancia y derribó a uno de los Quince. Pero al cabo de un rato el gigante se levantó, aunque a duras penas, y un abucheo corrió entre las filas enemigas. Zeus comprendió que tenía que cargar más tiempo el rayo para abatir a los gigantes de mayor tamaño, lo que suponía perder momentos muy valiosos. Y los gigantes debieron comprenderlo también, porque empezaron a avanzar con paso lento, pero seguro, hacia la escalera.
¿Dónde estará Tifón?, se preguntaba Zeus.
Zeus miró a su alrededor. Tal vez cien cíclopes, unas decenas de dioses, de los que tan sólo Apolo y Ártemis eran rivales para los gigantes… Y también Atenea, que estaba al pie del puente, junto a su hipogrifo, sin atreverse a acudir junto a él.
Una fuerte racha de aire húmedo llegó del sur y pasó sobre las cabezas de los gigantes que ya pisaban el pie de la escalera. La racha se condensó en una forma alada, y un dios con las mejillas rubicundas y sudorosas se materializó ante Zeus. Era Noto, el viento sur.
—¿Qué haces aquí? —le reprendió Zeus, y señaló hacia las alturas. Allí, Bóreas estaba muy atareado alejando la nube de cenizas que pugnaba por sombrear el Olimpo—. ¡He ordenado que sólo sople el viento norte!
—Te pido disculpas, hijo de Cronos —dijo Noto, agachando la cabeza. Olía a sal del mar, pero también a cenizas y azufre—. He volado muy bajo y apenas he desplegado las alas, te lo juro.
—¿Por qué motivo?
—La nube negra, ¡oh, Zeus! Viene de la isla de Atlas.
—Eso ya lo sabíamos —intervino Apolo.
—¡Pero ha crecido más que nunca! —dijo Noto—. El volcán ha reventado. Todo el corazón de la isla ha volado por los aires…
Y el palacio de los mismos que me traicionaron, pensó Zeus, con acerba satisfacción. Pero los gigantes ya subían por la escalinata, mientras los cíclopes bajaban a defenderla armados con sus enormes martillos.
—¡Explícate rápido!
—Una ola gigantesca está recorriendo el Egeo y no tardará en abatirse sobre las costas de Creta y el resto de las Cíclades. Pero eso no es lo peor —se apresuró a añadir Noto al ver el gesto de impaciencia de Zeus—. Cuando Bóreas estaba aventando lo más espeso de la nube negra, ha descubierto lo que escondía en su interior, y por eso me ha enviado a mí. Está intentado retenerlos, pero la propia fuerza de la Tierra los impulsa.
—Por los ojos de las Erinias, ¿a quiénes?
—Son dragones, ¡oh, Zeus! Cien dragones gigantescos, cien criaturas aladas que vienen hacia aquí llameando fuego.
—¿Cien? ¿Has dicho cien?
—Yo mismo los he visto, ¡oh, hijo de Cronos! —insistió Noto, y el terror en sus ojos era genuino.
Zeus estaba tan concentrado en lo que oía que había olvidado disparar el rayo que cebaba entre sus dedos. Apartando a los demás dioses, que trataban en vano de contener a los atacantes con sus dardos, lanzó una descarga desde el borde de la Crépide. Cuatro gigantes rodaron por la escalera, arrollando a sus compañeros. Pero los Quince, más astutos, se habían retrasado y ahora enviaban a sus congéneres más jóvenes en masa para que afrontaran la cólera de Zeus. Y Tifón seguía escondido entre ellos.
Aquella descarga eléctrica fue tan potente que durante unos instantes detuvo el avance de los gigantes. Pero Zeus captó a su alrededor miradas de desaliento. Todos se habían dado cuenta de que tenía que esperar antes de fulminar de nuevo a sus enemigos, y era evidente que estaban calculando. Al igual que él. Y el resultado era que faltaba tiempo o sobraban gigantes.
Además estaba la cuestión de esos dragones. No contaba con ellos, nadie le había advertido de su existencia. Él, que los había combatido en el pasado, sabía que eran unos adversarios aún más formidables que los gigantes. Y, para colmo, podían volar. El puente del Arco Iris no sería ningún obstáculo para ellos, ni los mármoles del Cranón podrían resistir sus llamas.
—¿Es verdad? —preguntó, volviéndose a sus hijos—. ¿Tenemos que luchar además contra cien dragones?
—Me temo que sí —dijo Apolo—. Estaban en la profecía que recibí en Delfos.
Zeus frunció el ceño. Hermes le había hablado del trance que había sufrido Apolo, pero no había dicho nada de una visión plagada de dragones. Sin embargo, los ojos de su hijo eran sinceros, y aún más genuino era el terror de Noto.
—No podremos con ellos…
Apolo lo dijo en voz baja, pero los demás dioses le oyeron, y empezaron a correr rumores de desaliento entre ellos. Nos van a aniquilar, es mejor que abandonemos el Olimpo a su suerte, no hay nada que hacer… Incluso algunos de los cíclopes abatieron los brazos y empezaron a recular hacia la entrada del puente. Era sólo cuestión de unos minutos que empezara la desbandada.
Zeus se acercó al borde de la escalera y volvió a lanzar otro rayo. La descarga fue aún más poderosa, tal vez por la rabia de su corazón. Cinco gigantes rodaron peldaños abajo arrastrando a otros en su caída, y los demás se detuvieron e increparon a Zeus con sus voces graníticas.
—¡Atenea! —exclamó Zeus.
Los demás hicieron un pasillo a la diosa, que se acercó a Zeus con la barbilla agachada.
—Mírame a la cara —ordenó él.
—Sí, padre —repuso Atenea. Y cuando lo hizo, Zeus se dio cuenta de que los ojos grises de su hija estaban húmedos, pero no por temor ni culpa, sino por la felicidad de verlo vivo.
—Debo subir al Olimpo para encargarme de esa nueva amenaza —dijo, sin concederse tiempo para efusiones—. Tú, diosa de la guerra, debes demostrar que eres en verdad Atenea Políade y que sabes defender la ciudad de los dioses. ¡No permitas que esos miserables devasten el Olimpo como han hecho con Hieróptolis!
—¡No lo haré, padre!
Atenea se caló la visera del yelmo, levantó a Némesis sobre su cabeza y ordenó a los cíclopes que la siguieran escalera abajo para detener a los gigantes. Mientras los cíclopes enarbolaban sus martillos y los dioses, enardecidos por el ejemplo de Atenea, volvían a asaetear a sus enemigos, Zeus montó de nuevo en su carro alado y emprendió el ascenso al Olimpo.
Creía tener la pieza que faltaba en su mente y que había estado a punto de encontrar bajo el eje del cielo. Si su intuición le fallaba, el Olimpo, los dioses que lo poblaban y sus sirvientes humanos estaban condenados.
Desde el mirador del Austro, situado en el borde exterior de la Aguja Sudeste, Hera, Deméter y Afrodita contemplaban la lejana batalla que se libraba a sus pies. Apolo había ordenado a los Consagrados que las confinaran en el palacio del Cranón, pero Hera no tuvo más que levantar una ceja para conseguir que los guerreros humanos abrieran sus filas y les permitiera pasar. Para su frustración, aunque las nubes que habitualmente ocultaban Hieróptolis se habían despejado, el palacio del Olimpo estaba a tal altura que desde allí apenas podían distinguir más que confusos movimientos de masas junto al perímetro de las murallas. De cuando en cuando llegaban ruidos del combate, ecos confusos y graves como truenos en la lejanía. Y, mientras, las nubes negras seguían acercándose desde el sur, y en su interior brillaba un resplandor rojo, como el de un incendio que se propagara por los cielos.
—No me gustan esas nubes —dijo Deméter—. No creo que traigan nada bueno.
—Tranquila, hermana —contestó Hera—. Pase lo que pase, y gane quien gane, nosotras sobreviviremos.
—¡Ja! —dijo Afrodita—. Yo sobreviviré. Soy la única Primera Nacida que vive en el Olimpo. Y sea quien sea el nuevo rey, siempre necesitará a una diosa del amor.
—No estés tan segura de que va a haber un nuevo rey —dijo Deméter—. ¡Mira allí!
Un carro blanco subía casi en vertical desde la llanura. Cuatro caballos tiraban de él, batiendo las alas como si los persiguieran todas las fuerzas del Tártaro. Eran negros como la noche, y las tres diosas los conocían bien; pues eran los cuatro corceles que Zeus usaba cuando quería dar descanso a los caballos blancos que normalmente uncía a su carro y que había perdido en la isla de Atlas.
—¡No puede ser! —gimió Hera.
El carro alado se posó en el puente que llevaba a la Aguja Nordeste. Zeus desmontó y corrió hacia las tres diosas, vestido con unos harapos quemados y sucios. Pero para sorpresa de Hera, no estaba ciego ni manco como esperaba, sino tan sano como la última vez que lo viera y más furioso que nunca.
—¡Afrodita! —gritó el rey de los dioses, subiendo los escalones que llevaban al mirador de cuatro en cuatro—. ¡Ven conmigo!
La diosa del amor retrocedió, asustada. Pero Zeus se plantó junto a ella en tres zancadas más, la cogió por la cintura y se la echó al hombro.
—¡Déjame! —gritó Afrodita—. ¡Sabes que Gea te apoyó con la condición de que jamás te acostaras conmigo!
—Y ahora entiendo sus razones —respondió Zeus, volviendo hacia el carro. Pero antes de alejarse, se dio la vuelta y señaló a Hera con la mano del rayo—. Sé todo lo que has hecho. Si sabes lo que te conviene, ve a visitar a tu hermano Hades y enciérrate por ti misma en el Tártaro.
Hera se quedó temblando, y se abrazó a su hermana Deméter. Zeus, sin soltar a Afrodita, que pataleaba en vano sobre sus macizos hombros, montó en el carro y emprendió el vuelo hacia la Atalaya.
Atenea comprendió que no podían detener la avalancha de gigantes en la Crépide. Los defensores humanos habían muerto o habían huido fuera de las murallas. Hieróptolis era un montón de escombros. Si los gigantes no habían concentrado todo el poder de su masa y su número en el acceso al puente del Arco Iris, era porque su pasión por destruirlo todo había hecho que muchos de ellos se desviaran por las calles de la ciudad para arrasar templos, palacios y viviendas. Pero ahora que no quedaba nada en pie, todos volvían sus ojos a la Crépide, y la marea de roca era incontenible.
—¡Retirada! —ordenó Atenea—. ¡Todos al puente!
De los cien cíclopes que con tanta bravura habían defendido la escalinata no quedaban más de treinta. Atenea les ordenó que subieran los primeros, mientras los dioses los cubrían con las pocas flechas que les quedaban.
—¡Seguidme! —ordenó Cerauno a sus compañeros de raza. Cuando el último de ellos pisó el puente, él mismo agitó el martillo sobre su cabeza para saludar a Atenea y apretó el paso. Aunque la propia velocidad de la rampa los subía a las alturas, los cíclopes corrieron, confiando en sus piernas más ligeras para adquirir ventaja sobre los gigantes y cumplir la misión que les había encomendado Atenea. Destruir para salvar, les había dicho.
En la Crépide, cuando Atenea consideró que ya habían ganado tiempo suficiente para los cíclopes, los dioses alados levantaron el vuelo mientras los demás montaban en los carros disponibles. Ella misma se quedó durante un instante, montada a lomos de Glauce. Cuando los primeros gigantes pisaron la Crépide, Atenea apretó las rodillas sobre los flancos de la hipogrifo, alzó el vuelo sobre sus cabezas y los desafió blandiendo a Némesis.
—¡Atreveos a mancillar el Olimpo y seréis aniquilados!
Las carcajadas de los gigantes sonaron como las olas de una tormenta estrellándose en los acantilados del monte Atos. Atenea, esbozando una torva sonrisa, ordenó a Glauce que ascendiera a las cumbres de Pirgos.
Instantes después, los gigantes quedaron dueños del último bastión de Hieróptolis, la Crépide. Sólo entonces Tifón ordenó a los pétreos que lo cubrían con sus cuerpos que se apartaran, y fue él el primero que plantó el pie en el puente del Arco Iris.
—¡Seguizzme al Olimpo! —gritó, desplegando las alas sobre su cabeza—. ¡No dejéisss piedra sobre piedra! ¡Hoy es el último día de loss diosess!
Zeus subió con el carro hasta el balcón de la Atalaya, algo que nunca antes había hecho. Afrodita seguía aporreándole la espalda e insultándole, sin perder un ápice de furia. Zeus atravesó su despacho y entró directo a la alcoba. Allí, arrojó a la diosa del amor sobre el lecho y le desgarró la túnica.
—¡Esto lo pagarás caro, Zeus! —gritó Afrodita, tratando de arañarle la cara—. ¡Yo sólo me acuesto con quien quiero!
Con la mano derecha, Zeus le agarró ambas muñecas en una tenaza implacable y la obligó a subir los brazos sobre la cabeza. Así levantados, sus pechos eran tan deseables como había sospechado siempre, pero por una vez la lujuria no entraba en sus pensamientos. Lo que le interesaba era el ceñidor de Afrodita. Tiró primero de la banda dorada y luego de la plateada, y empujó a la diosa al otro lado de la cama para que le dejara en paz.
—¿Cómo te atreves…?
—Vete de aquí, Afrodita. Ahora. —Zeus volvió la mirada hacia la diosa del amor y frunció el ceño. Ella comprendió que aquella era la mirada del dios que había arrojado a los titanes al Tártaro, recogió su túnica y huyó despavorida de la Atalaya.
El sendero diseñado por Hefesto subía a tal velocidad que el sol apenas había trepado en el cielo cuando los primeros asaltantes llegaron a la Aguja Sudeste. Allí montaba guardia Iris, que tocó su trompeta y amenazó a los gigantes con la destrucción si osaban poner el pie en el Olimpo. Pero al ver a Tifón, que iba el primero, la diosa mensajera batió las alas y abandonó su puesto. El hijo dracontino de Cronos y los once gigantes que aún seguían en pie de los Quince cruzaron bajo el arco de marfil que daba paso al Olimpo. Entre rugidos de júbilo, corrieron por una amplia avenida blanca, derribando a su paso las columnas y las fuentes de mármol, arrancando de raíz los árboles y pisoteando las flores de los jardines.
Cruzaron así la Aguja Sudeste, arrasándolo todo. Atenea había ordenado evacuarla, y los dioses mayores y menores que moraban allí se habían retirado hacia el norte y el sur, evitando el Cranón; pues la diosa guerrera estaba convencida de que Tifón iba a dirigir hacia él su ataque. Aunque su padre le había encargado que impidiera la devastación del Olimpo, comprendió que tendría que sacrificar algunas zonas. Pues el propio impulso del puente del Arco Iris hacía más irrefrenables a los gigantes, y era preferible retrasar las posiciones defensivas.
Tifón y los grandes gigantes, al no encontrar resistencia, se dirigieron en vanguardia hacia el puente que cruzaba entre la Aguja Sudeste y el Cranón. Ticio, que había sido el embajador de su raza en la última asamblea de los dioses, guiaba a los demás. Fue él mismo quien observó que en el centro del Buleuterión había una catapulta, una de las armas que ellos mismos habían robado al ejército de Ares y que ahora, como por arte de magia, había aparecido en lo alto del Olimpo.
—¡Cuidado! —advirtió a Tifón.
Una gran roca voló sobre sus cabezas y cayó en el centro del puente. Dos pétreos perdieron el equilibrio y se precipitaron en el abismo.
—¡Seguizz, esstúpidoss! —ordenó Tifón.
Pero eran cíclopes quienes atendían la catapulta, y con su fuerza y su destreza la cargaron mucho antes de lo que Tifón esperaba. La siguiente roca cayó cerca del final del puente, que empezó a oscilar. Algunos gigantes retrocedieron asustados, mientras que otros seguían avanzando. Pero como no lo hacían en orden, sino cada uno por su cuenta, en el centro se formó un tropel de brazos y piernas rocosos que empujaban y golpeaban. El puente, que no estaba preparado para tanto peso, se desplomó, y más de veinte gigantes cayeron al vacío rugiendo de rabia y terror.
Mientras los cíclopes subían por el puente del Arco Iris, Apolo, Hermes, Angelia y Noto habían volado hacia el exterior de Hieróptolis, obedeciendo las instrucciones de Atenea. Los humanos que vigilaban las máquinas de asedio huyeron despavoridos al ver cómo cuatro dioses furiosos bajaban desde las alturas, y ellos sólo tuvieron que elegir una catapulta de buen tamaño y combinar sus esfuerzos para alzarla del suelo.
Mientras Apolo y sus compañeros izaban la pesada máquina hasta el Olimpo, los gigantes subían a su vez impulsados por el movimiento sin fin de la banda exterior del puente del Arco Iris. Pero Atenea, que se había adelantado a lomos de Glauce, no estaba ociosa. Después de ordenar la evacuación de la Aguja Sudeste, en la que incluyó a sus tías Hera y Deméter, encargó a Cerauno y a sus cíclopes que golpearan con sus martillos el puente que unía la Aguja con el Cranón para debilitarlo.
—No quiero que lo derribéis ahora —le dijo a Cerauno—. Debe caer cuando esté repleto de gigantes.
—Y así será —contestó el cíclope, con una sonrisa belicosa.
El resultado fue que el puente se derrumbó, y cientos de gigantes quedaron apiñados en la Aguja Sudeste, pues los cíclopes habían demolido ya los puentes que unían ésta con las Agujas Sur y Nordeste. Pero los cálculos de Atenea no habían sido lo bastante exactos, y el puente tardó en desplomarse más de lo que había previsto. Siete de los Quince consiguieron plantar sus pies rocosos en el Cranón. Allí estaban Alcioneo, y también Porfirión, Toante, Palas, Polibotes, Encelado y Agrio. Como montañas andantes, los hijos de la sangre de Urano recorrieron los pórticos y columnatas del Buleuterión, derribando todo lo que encontraban a su paso y desviándose si era preciso para causar más destrozos. Atenea había previsto que su ira destructiva y su odio por los dioses se desatarían aún más al llegar al Olimpo que ellos mismos habían ayudado a levantar.
—¡No oss preocupéiss por loss diosecilloss! ¡Seguizzme hassta esa torrre! —ordenó Tifón, señalando con sus garras a la Atalaya.
Pero cuando subía por la escalera que llevaba a la plataforma central, donde los grandes olímpicos presidían las asambleas, una diosa se plantó en su camino. No estaba armada como Atenea o Ártemis: simplemente vestía un peplo y un manto azul, y se cubría la cabeza con un tocado. Algo impulsó a Tifón a detenerse antes de aplastarla; tal vez fue la majestad con que caminaba la diosa, o acaso simple curiosidad.
—¡Tifón! —exclamó la diosa—. Yo, Hera, te saludo como nuevo señor del Olimpo. —Y añadió señalando hacia la Atalaya, donde se veían el carro y los caballos de Zeus sobre la balconada—: Allí encontrarás a tu enemigo indefenso y abandonado a la lujuria. Es tu ocasión de destruirlo.
—¡Hera! —silbó el monstruo, y se acercó a la diosa, que estaba unos cuantos peldaños por encima de él—. Gea me ha dicho k'e tú eress mi verdadera madre, k'e tú incubasste el huevo del k'e nací.
—Así es, hijo mío —dijo Hera, estirando el brazo derecho en un gesto de serena elegancia para que Tifón le besara la mano.
—Yo te ssaludo, madrre —dijo la bestia.
Tifón clavó una rodilla en tierra y, con una extraña delicadeza, tomó la mano de Hera entre dos de sus uñas. Pero después sacó la lengua, roja como un hierro candente, y lamió el brazo de Hera desde la muñeca hasta el hombro. La diosa retrocedió con un chillido de dolor. Pero Tifón estiró el brazo, la tomó de la cintura y la arrojó a la piscina donde nadaban los dioses marinos cuando acudían al Buleuterión.
—¡Ya tengo demasiadass madress! —rugió, y subió las escaleras que conducían a los asientos de los doce grandes y el sitial de Zeus, dispuesto a ocupar el sitio que le correspondía en justicia.
Hera, humillada, salió del agua enredada en su propia ropa. Pero mientras intentaba desprenderse del manto empapado, un gigante corrió hacia ella, abandonando a sus hermanos, que luchaban contra los cíclopes y dioses que habían acudido a defender aquella última posición. El gigante se inclinó sobre Hera, extendió su enorme mano y la cogió por la cintura.
Aunque a los dioses todos los gigantes les solían parecer iguales, Hera reconoció a aquél espécimen. Era Porfirión, el mismo que, cuando ella visitó el país de los gigantes para conseguir el semen congelado de Cronos, le había pedido a Alcioneo que se la entregara para refocilarse con ella.
—¡Ahora eres mía, esposa de Zeus! —rugió el gigante, y de su boca pedregosa cayeron chorros de espuma.
Algo chocó contra la espalda de Porfirión y lo hizo trastabillar.
—¿Otra vez tú, Ares? —rugió el gigante—. ¡Esta vez no te valdrán tus trucos, diosecillo!
Porfirón soltó a Hera, que volvió a caer al agua. La diosa vio que alrededor del cuello del gigante habían aparecido unos brazos, y su corazón se llenó de esperanza pensando que podía ser su hijo, el dios de la guerra. Pero cuando Porfirión se revolvió, se dio cuenta de que la figura que se había colgado a su espalda no era la de Ares. Aquel joven le era desconocido, y por el aspecto de su piel habría jurado que se trataba de un mortal.
—¡No me llamo Ares, saco de piedras! —gritó el humano—. ¡Soy Alcides, hijo de Zeus y Alcmena!
Hera chapoteó y bufó de rabia al descubrir que, finalmente, Zeus había consumado su pasión por Alcmena, en contra de lo que a ella le había dicho. Mientras, aquella lucha desigual proseguía ante sus ojos. El gigante, que había aprendido la lección en su combate con Ares, comprendió que era inútil intentar quitarse a aquel mosquito del cuello, pues sus brazos eran demasiado rígidos para alcanzarlo. En cambio, se dejó caer de espaldas con todo su peso. Las losas de mármol del suelo se resquebrajaron bajo el impacto; pero, para sorpresa de Porfirión y la propia Hera, Alcides no aflojó su presa.
—¡Suéltame, maldito insecto! —gritó el gigante, con voz cada vez más ronca.
Para asombro de Hera, el joven Alcides hizo fuerza con las piernas por debajo del enorme corpachón del gigante y logró girarlo, de manera que fue él quien quedó encima y Porfirión tumbado boca abajo. El gigante apoyó las manos en el suelo y trató de levantarse. Pero apenas había empezado a estirar los brazos cuando Alcides probó una nueva táctica. Sus manos agarraron la barbilla pétrea de su rival, clavó los pies en su nuca y dio un tirón brutal hacia atrás, arqueando la espalda. Los músculos del joven se hincharon y se escuchó un crujido tremendo cuando el cuello del gigante se tronchó como un árbol abatido por las hachas de los leñadores. Alcides soltó por fin su presa, y la cabeza de Porfirión se estrelló inerte contra las losas.
Nunca se había oído tal griterío en el Olimpo. Los gigantes encerrados en la Aguja Sudeste insultaban a los dioses, arrancaban piedras de paredes y suelos para arrojarlas desde allí al Cranón o a las otras Agujas, y, poco acostumbrados a tales apreturas, se empezaban a aporrear entre ellos como animales en celo.
En el Buleuterión, los grandes gigantes, los hijos de la sangre de Urano, luchaban contra sus enemigos. Alcides ya había derribado a uno, cumpliendo la visión de Apolo que había contemplado cómo un guerrero mortal combatía del lado de los dioses. Mientras Apolo y Ártemis asaeteaban a los demás y varios cíclopes destrozaban a martillazos los cuerpos de dos gigantes a los que habían logrado derribar, Tifón, ajeno al destino de sus huestes, se detuvo ante la grada sobre la que se alzaba el trono de basalto de Zeus.
—¿Por qué tengo k'e desstruir esste lugar? —silbó—. Ahora ess mío.
—Este trono ya tiene dueño.
Tifón se volvió. Más abajo los olímpicos y los gigantes seguían combatiendo, pero eso ya le daba igual. Nada tenía que ver él con esa ralea de brutos pedregosos a los que había utilizado para subir hasta el Olimpo. Ahora esperaba a un ejército mucho más poderoso y por cuya sangre ardiente sentía más afinidad que por la de los estúpidos gigantes. Sus cien hijos estaban al llegar, pero antes de ese momento quería disfrutar su triunfo sentándose a solas en el trono de Zeus. Aunque la diosa guerrera que avanzaba hacia él parecía empeñada en estropear su placer.
—No te interrpongass en mi camino, mujerr.
—Y tú retrocede ahora mismo, bestia del Erebo, o muere —dijo Atenea, aferrando a Némesis con ambas manos.
Tifón soltó una carcajada y giró sobre su cintura, buscando el cuerpo de Atenea con los pinchos de su larga cola. Pero la diosa se agachó a tiempo, y aprovechando que el propio impulso de Tifón lo dejaba desprotegido, le clavó la lanza en la espalda. La punta de adamantio arrancó una escama del lomo de la bestia e hizo brotar la sangre incandescente. Tifón aulló de dolor y se revolvió.
—¿K'é arrma ess ésa k'e penetrra lo impenetrable? —gimió.
—Pregúntale a Gea, la misma que te creó.
Atenea retrocedió dos pasos y se preparó para atacar. La bestia, asustada por primera vez en su corta vida y poseída por su naturaleza animal, abrió los brazos, rugió y agitó las alas, tratando de asustar a la diosa guerrera con aquella exhibición.
Una bola llameante golpeó en los cuernos de Tifón. Este, sorprendido, volvió la mirada hacia la plataforma inferior, por donde Hefesto, ataviado con una larga cota de malla que le arrastraba entre las piernas, venía con toda la velocidad que su cojera le permitía.
—¡Aguanta, Atenea! —gritó—. ¡Voy en tu ayuda!
El dios herrero llevaba en las manos una honda cargada con bolas de tela. Mientras seguía corriendo, hizo girar la honda y volvió a disparar, y el proyectil, empapado en alguna extraña mezcla, se inflamó en el aire. Pero Hefesto había cometido una insensatez queriendo combatir con llamas a una bestia que se bañaba en lava hirviente. Tifón apartó de un manotazo la segunda bola de fuego, y al darse cuenta de que allí tenía una víctima más fácil, dio un gran salto, abrió las alas para planear y se dejó caer a pocos pasos de Hefesto. El dios herrero retrocedió con gesto de pavor, se enredó con su propia cota de malla y cayó de espaldas.
Maldiciendo a Hefesto por su estupidez, Atenea saltó sobre la balaustrada y corrió hacia Tifón. La criatura dracontina se inclinó sobre Hefesto, desencajó las mandíbulas y abrió la boca para escupir el hierro fundido de sus entrañas.
—¡Nooooo! —gritó Atenea, dando un salto prodigioso con la lanza sobre su cabeza, buscando el cuello de Tifón.
Entonces comprendió que había cometido un error, que su salto había sido demasiado largo y que ya no podía cambiar su trayectoria. La bestia volvió su rostro hacia ella y de su boca monstruosa brotó un chorro de fuego amarillo. El último sonido que escuchó Atenea fue su propio grito de dolor.
Por fin tenía en su poder los cinco anillos de Urano. Zeus habría caído en la cuenta de dónde se encontraban los dos últimos si Hermes no hubiera aparecido de forma inesperada en el Polo, bajo el eje del firmamento. Por supuesto, ahora todo encajaba. Hablando del ceñidor, Tetis le había dicho: Afrodita lo considera su mayor don, porque asegura que lo heredó de su padre. Zeus se había dejado ofuscar por culpa de las palabras. Anillo siempre le había sugerido una alhaja pequeña, apta para encajar en un dedo. Pero ni el de Prometeo, ni los de Atlas, ni las dos bandas que ceñían los pechos de Afrodita tenían un tamaño propio, sino que crecían o disminuían de diámetro según las necesidades de su propietario.
Allí estaban, pues, los dos anillos que le faltaban. El de oro tenía grabadas tres cruces gamadas que representaban el sol, mientras que en el anillo de plata, como no podía ser de otra forma, se veían tres lunas crecientes.
Recordando algo que había hecho la noche en que Tetis se presentó con el ceñidor de Afrodita, Zeus deslizó el índice de la mano derecha por el borde de la banda dorada. Ésta se dilató y se puso rígida, formando una circunferencia perfecta de casi tres codos de diámetro. Después repitió la misma operación con cada uno de los anillos, y todos reaccionaron de la misma forma.
Provisto con cinco aros metálicos del mismo tamaño, Zeus salió a la terraza de la Atalaya. Casi había olvidado la guerra que se libraba a sus pies, pero ahora descubrió que en el Buleuterión sus hijos, incluyendo a Alcides, luchaban contra Tifón y los gigantes. Sin embargo, lo que más le preocupaba venía por el cielo y ya sobrevolaba la llanura de Tesalia. Una bandada de puntos negros, que en la distancia podrían haber parecido pájaros. Un centenar de dragones…
Zeus no sabía muy bien qué hacer. ¿Cómo manejar los anillos de Urano? Pensó que, puesto que representaban las órbitas celestes, si quería dominarlos tendría que convertirse en su eje. Entonces tuvo una intuición, y comprendió que sólo había una forma posible de actuar. Puesto que la Luna era el cuerpo más cercano, tomó el anillo de plata, se lo pasó por encima de la cabeza y lo dejó caer a sus pies. Luego hizo lo mismo con el anillo dorado del sol, el de hierro de los cuerpos errantes y el de cobre de los planetas. Por último, sostuvo sobre su cabeza el anillo cuajado de gemas que representaba la bóveda broncínea de las estrellas.
Es una estupidez, se dijo. Pero entonces soltó el anillo, que cayó al mismo tiempo que un terrible grito de agonía que venía del Buleuterión taladraba sus oídos.
El quinto anillo no llegó a tocar el suelo. Cuando llegó a la altura de su cintura, empezó a girar por sí solo, y uno detrás de otro los cuatro anillos restantes se levantaron del suelo y giraron al mismo ritmo que el primero. Aquel giro acompasado producía una extraña música, un zumbido armonioso que calmó la ansiedad que le había provocado aquel grito. Poco a poco, cada aro empezó a girar en un plano distinto, cada vez más rápido. Zeus se encontró en el centro de la esfera que dibujaban los anillos con sus vertiginosas revoluciones.
El cielo azul, el mármol blanco y las losas doradas de la Atalaya desaparecieron. Zeus se encontró aislado del mundo exterior, mientras la esfera crecía y crecía a su alrededor, hasta que pareció abarcar todo el cosmos; y a la vez seguía siendo pequeña, pues podía alcanzar con los dedos cualquier punto que quisiera. Vio desde fuera la Tierra, una pequeña esfera azul, más frágil de lo que Gea querría creer. Sobre ella, por encima del éter, se extendía una esfera de cristal que la protegía de todo mal: el regalo de bodas de Urano. Pero Zeus comprendió que se trataba de un regalo envenenado, pues aquella esfera no era compacta, sino que estaba compuesta por infinitas piezas transparentes que giraban en armonía, pero que también podían separarse y dejar paso a las amenazas que acechaban en el exterior.
Y allí, en el anillo de los cuerpos errantes, el más humilde de todos, el que había sido forjado con el hierro que tanto parecía detestar o temer Gea, encontró el poder para derrotarla. Pero comprendió que debía obrar con cuidado, pues sobre su cabeza pendía un poder muy superior al suyo y al de todos las criaturas de la Tierra juntas, fueran dioses o gigantes, hombres o dragones. Sus dedos se habían convertido en largos tentáculos inmateriales, y ahora los utilizó para buscar, buscar…
Caído en el suelo, Hefesto contempló con horror cómo un chorro de hierro líquido devoraba a la diosa a la que amaba; la misma a la que había intentado ayudar y cuyo fin había provocado él mismo con su torpeza. Sólo la mano derecha de Atenea, la que empuñaba a Némesis, sobresalía del charco de hierro fundido que se desparramaba por el suelo siseando al contacto con el aire.
—Y ahora, diossecillo —dijo Tifón, volviéndose hacia él—, te toca a ti.
La criatura, que aún guardaba fuego en su interior, abrió las mandíbulas de nuevo y estiró el cuello. Pero el chorro de metal ardiente cayó sobre las losas del Buleuterión, pues una fracción de segundo antes Hermes pasó volando por delante de él, agarró a Hefesto por debajo de los brazos y lo sacó del peligro. Tifón se quedó un instante mirando a la nada, y luego se giró sobre sí mismo.
Los únicos gigantes que quedaban en el Cranón yacían inertes en el suelo. En su lugar, los aborrecidos olímpicos y un mortal estaban formando un círculo para rodearle. Tifón se agachó sobre el hierro que acababa de vomitar y lo absorbió de nuevo. El calor que se liberó en sus entrañas le ayudó a recobrar la confianza.
—¡Ssstúpidoss diosess! —siseó—. ¡Me habéiss hecho un favor matando a esoss gigantess de piedra ssin sesoss! ¡Mirazz al cielo! ¡Allí viene mi auténtico ejército!
Apolo tendió el arco y miró hacia el sur. Allí, a menos ya de veinte estadios, venía una bandada de dragones rojos, dorados y negros, vomitando fuego por las fauces, y sus rugidos se confundían con el retumbar del trueno. Las águilas de Zeus las precedían, chillando despavoridas y empequeñecidas por el tamaño de aquellas bestias. Presa del desánimo, Apolo abatió el arco. Ni siquiera tenía una flecha en la aljaba para cada dragón. Los cien hijos de Tifón llegaban al fin, y Atenea había perecido en un charco de lava tal como le revelaron los vapores proféticos de Delfos. Todo estaba perdido.
—¡Bajad aquí si tenéis agallas! —gritó el joven Alcides, chocando los puños furioso.
Tifón dejó caer al suelo el escudo de Ares y se burló de los olímpicos con carcajadas siseantes.
—Mirazz a los Cien Hijos de Tifón, inmortaless. Contemplazz el poderr de la Tierrra desatado. Mirazz al cielo por última vezss antess de que Tifón abrase vuesstross ojoss y devore vuesstrass cabezass…
Pero el poder que se desató no fue el que esperaba el hijo de Gea. Algo brilló en las alturas, un resplandor que venía del norte, como si en el firmamento hubiera aparecido otro sol. Todos, dioses y monstruo, levantaron las miradas.
Una lluvia de fuego caía del cielo, como si las estrellas de la noche se hubieran desprendido de la bóveda de bronce para precipitarse sobre la tierra. Al principio aquella miríada de luces descendió en un silencio sobrenatural, pero luego empezaron a sonar agudos silbidos, seguidos por una sucesión de truenos tan poderosos que hicieron temblar todos los edificios del Olimpo. Los inmortales se agacharon tapándose los oídos, y los tímpanos de Alcides reventaron.
La lluvia de fuego estaba compuesta por cientos, tal vez miles de luces individuales, bólidos que dejaban estelas azuladas en el aire mientras se abatían sobre la oscura nube de criaturas aladas. Entre los dragones se alzaron rugidos de terror, ahogados por el fragor de aquella tormenta sideral, y algunos trataron de girar en pleno vuelo para huir de la amenaza. Pero era demasiado tarde. Los bólidos se abatieron sobre ellos como una granizada cegadora. Algunos dragones recibieron uno, dos y hasta tres impactos, pero la mayoría eran aniquilados a la primera colisión, pues el calor de los aerolitos incandescentes inflamaba sus propias llamas internas y los hacía estallar en el aire. En cuestión de segundos, lo que había sido una bandada de dragones cuyo poder superaba al de todos los dioses del Olimpo se convirtió en una nubareda negra, de la que, como indolentes pavesas arrastradas por el viento, caían los restos en llamas de los cien hijos de Tifón.
Tras la tormenta de fuego, reinó un espeso silencio en el Cranón. Tifón, comprendiendo que se había quedado solo, levantó de nuevo el escudo de Ares y se preparó para enfrentarse con Apolo y sus hermanos. Se dijo que no estaba todo perdido. Sólo tenía que abrirse paso entre aquel puñado de dioses, llegar hasta el borde del Cranón, usar sus alas para planear hasta la Aguja Sudeste y desde allí deslizarse por el puente del Arco Iris. Gea ya le ayudaría a reclutar otro ejército. Lo importante era salir del Olimpo con vida para empezar otra guerra algún día.
—¡Dejádmelo a mí!
Tifón volvió la mirada hacia su nuevo enemigo. El carro alado de Zeus se había posado junto al trono, y ahora el rey de los dioses venía hacia él dando largas zancadas que hacían ondear su manto. Estaba furioso. Pensando que eso le haría más vulnerable, Tifón se dirigió hacia él, siseando como las serpientes que se agitaban entre sus cuernos.
—¿Vieness otra vezz a sser humillado, hijo de Cronoss? ¿Vess lo k'e k'eda de tu hija? Ella era máss valiente y máss poderossa k'e tú, y mira cómo ha acabado.
—¡Déjame que le arranque los cuernos, padre! —gritó Alcides.
—No —dijo Zeus—. Apartaos todos de aquí. Nadie puede quitarle su presa al rey.
Zeus refrenó el paso y avanzó hacia Tifón con el brazo izquierdo caído junto al costado y la mano derecha en alto. El monstruo decidió que tenía que aprovechar que aún no había cebado el rayo y saltó sobre él, abriendo las alas como un gran murciélago. Al posarse de nuevo en el suelo, casi encima del dios, abrió la boca y recurrió de nuevo a su arma más devastadora.
Pero el hierro fundido que vomitó de sus entrañas cayó inofensivo a los pies de Zeus, sin tan siquiera rozar su cuerpo. Incrédulo, Tifón retrocedió un paso y volvió a arrojar fuego líquido por sus fauces, una vez, dos veces, tres. Pero ni las llamas ni el metal fundido llegaban a tocar a Zeus, pues cuando se acercaban a su cuerpo caían inocuas como si resbalaran por una pantalla invisible. Tifón echó para atrás el cuello y buscó en sus entrañas una última carga de fuego, pero sólo salió de su boca una tímida nubecilla de gas.
—Es inútil —le dijo Zeus—. Mírame.
Tifón se acurrucó, como una fiera a punto de saltar, y trató de comprender. Entonces reparó en que Zeus llevaba una coraza dorada de escamas de dragón.
—Ésta es la Égida. Ningún arma ni fuego puede penetrarla. Era de mi hija Atenea, más digna de ella que yo.
La bestia, incrédula, se inclinó una vez más para reabsorber el metal que había expulsado. Pero una descarga eléctrica sacudió su cuerpo desde los cuernos hasta la punta de la cola, como si cien mil martillos lo golpearan a la vez a una velocidad increíble. Aquella fuerza lo empujó hacia atrás y le hizo caer sobre las alas, quebrando su membrana cartilaginosa. Se levantó en seguida usando la cola, pero cuando intentó acercarse de nuevo a los charcos de metal humeante, Zeus se había interpuesto en su camino. Tifón se revolvió para darle un coletazo. El dios, que apenas medía la mitad que el monstruo, detuvo el golpe entre sus manos sin mover los pies del suelo.
—No necesito más rayos para acabar contigo —le dijo Zeus, mirándole con pupilas que parecían cabezas de alfiler.
Al recibir la herida de la lanza de Atenea, Tifón pensó que había conocido el auténtico miedo, pero estaba equivocado. Había tanto odio en la mirada de Zeus que el monstruo cayó de rodillas.
—¡Perdón, Zeusss! —siseó—. ¡Soy tu herrmano! ¡Yo también soy hijo de Cronoss!
Zeus agarró los cuernos de la bestia y apretó los dientes.
—No habrá cuarto soberano celeste, hermano. Nadie desafía al poder de Zeus.
Y con un solo tirón de sus poderosas manos, rompió el cuello de Tifón.