En la guarida del lobo

En el principio fue Caos, el inconcebible. Caos el No-nacido, la tiniebla impenetrable que precede a toda luz. No tenía ni manos, ni voz, ni ojos, y nunca se le ofrendaron ni se le ofrendarán víctimas, pues es el dios de la indiferencia suma.

Pero una fuerza inexorable, fuera Tique el Azar o Ananque la Necesidad, partió en dos el cuerpo de Caos. La parte más pesada de la tiniebla se condensó como brea en las partes inferiores del mundo, y al solidificarse se convirtió en Gea, cálida y oscura, la tierra de amplio seno, asiento firme para todos los que nacerían después, dioses y mortales por igual. En cambio, la parte más ligera y fría de la sombra se elevó a las alturas y se dispersó, y al dispersarse se enfrió aún más y se convirtió en Urano, el firmamento inalcanzable. Al principio Urano era oscuro, pero un día despertó, abrió diez mil ojos blancos y fríos, y las estrellas alumbraron por primera vez el mundo.

Al ver a Urano en las alturas, Gea lo llamó para seducirlo. Urano la abrazó con amor y la fecundó, y ella alumbró a los Primeros Nacidos: tres cíclopes, altivos de corazón y hábiles con las manos; tres hecatonquiros, indescriptibles criaturas que agitaban cien brazos; y, por último, los titanes, raza soberbia y poderosa, grande en sabiduría y en desmesura.

Fue Urano el primer soberano de los cielos. Pero su corazón seguía siendo frío y oscuro, y a cuantos nacían de Gea, hijos formidables, los aborreció desde el primer momento. Por temor a que alguno de ellos le disputara la supremacía, los encerró en el seno de Gea. La Tierra, afligida por dolores de parto que no alcanzaban alivio, suplicó a su esposo que dejara nacer a sus hijos. Cuando Urano, el de gélido corazón, juró que jamás les permitiría ver la luz, Gea se negó a yacer más con él. Pero Urano, que había puesto todo su saber en los cinco anillos que gobiernan el firmamento, amenazó con utilizarlos para lanzar sobre ella el fuego celeste que sobrepasa en poder y destrucción a los demás fuegos de la tierra como la lava del volcán a la llama de una mecha.

Urano violó a Gea. De esta violación engendró al menor de los titanes, Cronos, que nació así de un acto de odio. El odio hizo poderoso y astuto a Cronos. Su madre, que lo supo, fabricó una hoz adamantina con la roca y el metal fundido de sus propias entrañas y reforzó su hoja con poderosos encantamientos. Después dijo a Cronos:

—¡Hijo mío y de un padre malvado! Obedéceme y venga el ultraje que he sufrido por Urano, el primero que ha tramado obras indignas.

—Madre —contestó Cronos Ankylometes, el dios de mente retorcida—, llevaré a cabo tu mandato, pues no siento ningún cariño por mi padre.

Los hermanos de Cronos bramaban en las entrañas de Gea pidiendo su liberación, y toda la tierra retemblaba por los golpes de sus portentosas manos. Cronos les ordenó silencio, pues su padre nada debía sospechar. Después, blandiendo la enorme hoz, se ocultó. Llegó el poderoso Urano, trayendo consigo la noche, y cubrió por todas partes a la Tierra y yació con ella. Pero antes de que pudiera esparcir su simiente, Cronos, escondido, aferró a su padre con la mano izquierda y esgrimiendo en la derecha la hoz adamantina le cortó los genitales.

Urano se retiró con un alarido tan estremecedor como jamás se ha vuelto a escuchar en el mundo. Los árboles se troncharon, los ríos cambiaron su curso y enormes grietas resquebrajaron la faz de la Tierra. Los ecos del dolor de Urano aún se escuchan en la voz del viento que ulula en las noches de invierno. Más desde aquel grito, el dios del firmamento es mudo e inalcanzable y no ha vuelto a intervenir en las vidas de dioses ni mortales. Y sus anillos han sido dispersados por el mundo para que nadie más pueda detentar el poder con el que Urano había amenazado a Gea.

Asqueado, Cronos arrojó lejos de sí los genitales de su padre. Pero, incluso castrado, el dios del cielo no dejó de engendrar. Lanzado por la poderosa mano de Cronos, su miembro sobrevoló tierras y mares, derramando un reguero de sangre. Las gotas que cayeron en el suelo las recibió Gea y con el tiempo se convirtieron en criaturas a cual más aborrecible. Las Erinias, pavorosos monstruos con ojos como ascuas y serpientes por cabellos, que llevan la locura a quienes cometen crímenes contra sus progenitores. Las melíades, ninfas del fresno, de cuya madera se talla la lanza homicida y tinta en sangre. Y los más odiosos de todos, los quince gigantes, hijos de la piedra, gente descomunal y soberbia, que no comen pan ni respetan las leyes de la hospitalidad, y aborrecen las obras de dioses y hombres.

Pero cuando el miembro cercenado de Urano cayó en el mar azotado por las olas, cuajó a su alrededor una blanca espuma. Y de la espuma surgió una diosa, Afrodita, a la que el odio que albergaba su padre le resulta ajeno, pues es la diosa del amor y del dulce deseo. Mas aún permaneció en el mar y en la isla de Chipre largo tiempo, hasta que la generación de los Segundos Nacidos alcanzó la cima de su gloria.

Cronos, el más poderoso de entre los Primeros Nacidos, fue también el segundo soberano celeste. Casó con su hermana Rea, que alumbró para él a ilustres hijos. Más tan pronto como nacían, Cronos, temeroso de seguir el destino de su padre Urano, los iba devorando para evitar que ninguno de ellos pudiera atentar contra su realeza. Así engulló a las diosas Hestia, Deméter y Hera, y también a Hades y a Poseidón. Y Rea sufría un dolor infinito al perder uno tras otro a los hijos que con tanto dolor paría.

Mas cuando se acercaba el momento de alumbrar a su sexto hijo, Zeus, Rea suplicó a su madre que la ayudara a dar a luz a escondidas. Una vez nacido Zeus, la propia Gea lo llevó a la isla de Creta, donde lo escondió en una gruta impenetrable bajo las laderas del boscoso Ida. Mientras, Rea tomó una roca que Gea secretó de su seno, la rodeó con lana untada en aceite y luego la envolvió con pañales y se la entregó a Cronos. El desdichado soberano, creyendo que era Zeus, la devoró.

Pero cuando Zeus creció…

—¡Un momento, aedo! Tienes muy buena voz, no lo niego. Pero lo que dices no es cierto.

El joven que se hacía llamar Cileno apagó con la mano el sonido de la última nota, entornó sus grandes ojos negros y se mordió los labios carnosos. Después, dibujando una sonrisa, preguntó al pastor que había hablado:

—¿Estás criticando alguna parte de mi recitado o te refieres a todo él en conjunto?

El pastor carraspeó y dirigió una mirada a su alrededor. A su lado, sentados junto al largo tablón que hacía las veces de mesa, se apretujaban los demás clientes de la taberna, doce o trece pastores como él. Eran hombres toscos, vestidos con pellizas y mantos de lana cruda, de barbas desgreñadas, ojos juntos y dientes torcidos. Aunque estaban al otro lado del fuego que ardía en el centro de la estancia, a la fina nariz de Cileno le llegaba su olor a sudor y lana mojada, mezclado con el humo que llenaba la posada y el tufo de la col que hervía en el caldero sobre el trípode de bronce.

—¿Por qué molestas al invitado? —gruñó el posadero poniendo en jarras dos brazos gruesos como perniles—. ¡Anda que habrás oído muchas voces como la suya!

—No es eso, Grato —le apaciguó el pastor—. Pero todos sabemos que no fue así, que Zeus no nació en… ¿Cómo has dicho que se llama, aedo? ¿Crota?

—Creta —corrigió Cileno, y añadió—: Ilumíname para que mejore mi canto. ¿Dónde nació Zeus, según tú?

El pastor volvió a carraspear y señaló hacia sus espaldas, con un gesto vago que parecía referirse a lo que había más allá de las bofadas paredes de adobe.

—Aquí, en Arcadia. A poco más de tres tiros de piedra de este mismo lugar, en el monte Liceo. Pero no creo que quieras subir allí.

—¿Por qué no?

—Es un lugar maldito, donde nada arroja sombra ni a plena luz del sol —contestó el pastor, con voz misteriosa.

El joven Cileno torció el cuello a la izquierda y miró de reojo a su acompañante, un viejo corpulento y de hombros encorvados que al entrar no se había quitado el manto ni el sombrero. Estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, y no había pronunciado palabra desde que entraron. Su boca, lo único del rostro que se adivinaba bajo el ala del pétaso, se retorció en una mueca de desagrado.

—¿Cómo puede ser un lugar maldito si, según tú, allí nació Zeus? —dijo Cileno, volviéndose de nuevo a su interlocutor.

—No es lo que pasó entonces. Es lo que pasa ahora —intervino otro pastor, menudo y desdentado, con la voz pastosa de vino. La impiedad del rey, que no tiene límite.

El posadero aprovechó que pasaba por detrás de él para poner otra jarra de vino en la mesa y le dio un pescozón.

—¡No lo menciones siquiera! No quiero tener líos.

—Lo que tú quieras no importa. Ya sabes qué día es hoy.

El cliente que había intervenido vestía un mandil de cuero y, para demostrar que no era un patán como los demás, llevaba el cabello y la barba trenzados y untados con grasa, y de cada trenza colgaba un anillo de bronce. Sobre la mesa reposaba su mazo de forja. Había dejado claro a los recién llegados que era un broncista, y no un herrero, pues en el reino de Licaón estaba prohibido forjar el hierro.

—Luna llena —prosiguió el broncista—. El festín del rey Licaón…

—¡Deja ya de hablar de eso! —insistió el posadero.

—Que te dé un oso, Grato —repuso el broncista, escupiendo a un lado, pero se calló.

El posadero se encogió de hombros, cansado de discutir, e hizo un gesto a los forasteros.

—Venid a sentaros a la mesa con los demás —les dijo—. Ya seguirás cantando luego, joven forastero.

Cileno guardó la lira en un lienzo engrasado mientras su ojo ponderaba la resistencia del banco de madera que les habían ofrecido. Tal vez resistiría su peso, pero no el de su padre.

—Gracias, noble Grato, pero estamos bien aquí —respondió, acuclillándose en el suelo junto al viejo.

—¡Te ha llamado noble! ¡Sin duda el extranjero sabe mentir tan bien como un cretense! —saltó el broncista, demostrando que sus conocimientos de geografía eran algo mejores que los de los pastores con los que compartía mesa.

Grato se acercó a sus nuevos huéspedes y les sirvió vino caliente en copas de madera. El viento silbaba en el exterior. Uno de los pastores comentó que ese año las nieves habían llegado antes de tiempo.

—Ni siquiera debería haber nieve aquí —repuso el broncista, enredando con los anillos de su barba—. Desde que soy niño, sólo la he visto dos veces en las laderas del monte Liceo. Y ahora tengo que quitarla a paladas de la puerta de mi forja.

—Son los dioses, que están irritados por la impiedad del rey. Todos pagaremos por ello —sentenció el pastor desdentado.

—¡Dejad eso ya, os digo! —insistió Grato.

En ese momento se abrió la cortina de lana que daba a la alcoba y la hija del posadero entró en la sala común. Cileno la estudió con ojo crítico. Dieciséis o diecisiete años. El cabello y los ojos negros, la boca grande y carnosa, la nariz fina y las nalgas levantadas y bien ceñidas. Haciendo caso omiso de los silbidos y requiebros de los pastores, la chica sirvió guiso en una escudilla de madera y se acercó a Cileno y al viejo. Entre los dos forasteros había un escabel a modo de mesa, donde depositó el cuenco. Al hacerlo se agachó delante de Cileno y su peplo de lana se ahuecó, pues ella se lo había abrochado en los hombros con holgado descuido, o tal vez con picardía. Cileno disfrutó una fugaz visión del inicio de sus pechos, llenos y redondos. Las miradas de ambos se cruzaron y Cileno reconoció el brillo de la tentación. Mantuvo la mirada de la chica y sonrió. Pese a que su padre le reprendería por ello, como si el muy rijoso no fuera mucho peor que él, Cileno coqueteaba con la mitad de las mujeres que conocía en sus continuos viajes.

—Gracias —susurró, sabedor de que su aliento olía a ambrosía, y no a neguijón como el de los demás parroquianos—. ¿Cómo te llamas?

—Dada.

La sonrisa de la muchacha no estaba mal. Aún tenía los dientes blancos y sólo un canino se salía de la hilera. De cerca olía a repollo y queso de cabra, pero por debajo de estos dudosos aromas se percibía otro olor más suave, como a pan blanco horneado. Tal vez, después de un buen baño, merecería la pena acostarse con ella.

—¿No te molesta el bastón? —preguntó Dada.

Cileno acarició el pomo del báculo, una cabeza de serpiente con ojos de rubí. Lo llevaba enganchado al cinturón de cuero y lo había ladeado para sentarse, pues la aguzada contera topaba con el suelo.

—No, no me molesta.

—Es duro y se te puede clavar —insistió ella, picara—. Yo te lo guardaré en un sitio más cómodo.

—No lo dudo. Pero prefiero no separarme de él.

Dada se incorporó, rodeó el fuego central, sorteó a los perros que dormitaban en el suelo y acudió a la mesa para servir a los demás comensales. Cileno levantó el cuenco y se lo arrimó a la cara. Ninguno de los ingredientes era de su gusto, como tampoco el olor a oveja añosa. Arrugó la nariz y dejó la escudilla sobre el taburete.

—Come —susurró el viejo, que estaba detrás de él, casi oculto entre las sombras.

—¿Es obligatorio, padre?

—Lo es.

Cileno volvió a tomar el cuenco. Dedicó una amplia sonrisa a los demás parroquianos, que lo estaban mirando, dio un sorbo al caldo y se llevó a la boca un trozo de carne. Estaba blanda, pues había cocido durante horas, pero la oveja debía haber muerto días antes.

Dejó de nuevo la escudilla. La muchacha les había traído también un pan de centeno. El viejo lo pellizcó con la mano izquierda y, aunque era negro y duro como basalto, le arrancó un buen trozo. Después, siempre con la zurda y sin sacar la mano derecha de debajo del manto, mojó el mendrugo en el caldo, capturando de paso unas hebras de carne, se lo comió y lo regó con un sorbo de vino.

Ya hemos cumplido, pensó Cileno. Habían aceptado la comida y la bebida de aquellos hombres de la montañosa y primitiva Arcadia. De hecho, su padre había sido más estricto, pues había probado el pan. Pero es que su padre era muy puntilloso con las normas de la hospitalidad.

Los pastores discutían ahora sobre nieves y pastos. Aunque algunos de ellos gastaban bromas, se les veía preocupados, casi asustados por el invierno que se avecinaba. En el interior de la posada, un bebé empezó a llorar. Dada dejó el puchero sobre la mesa y se dirigió hacia la misma puerta por la que había entrado. Mientras alzaba la cortina, se soltó el prendedor del hombro izquierdo. Antes de entrar en el tabuco, se volvió hacia Cileno y sonrió con falso pudor, tapándose el pecho con los dedos tan separados que el oscuro pezón se veía entre el corazón y el anular.

—El tabernero te está observando —susurró su padre, tras él—. No hagas que tu lujuria nos ponga en aprietos con nuestro anfitrión.

—¿Y tú me dices eso? Lo creas o no, no tengo tanto afán como tú por esparcir mi semilla por todas las tierras. —Cileno se mordió el labio. No podía evitarlo, la lengua siempre lo traicionaba. Pero su padre debió tomarse a bien la pulla, pues esbozó una sonrisa.

—¿Puedes cantar para nosotros otra vez? —preguntó el posadero, que ciertamente le estaba mirando—. Nunca vienen aedos por aquí.

Cileno decidió que le sería más fácil olvidarse del humo y el olor a repollo, grasa, sudor, perros pulgosos y madera podrida si hacía algo de provecho. Volvió a abrir el lienzo embreado, desenvolvió la lira y se puso en pie. Sus dedos pulsaron las siete cuerdas de tripa.

—¿Queréis que os siga narrando cómo el poderoso Zeus derrocó a su padre Cronos y se convirtió en señor del Universo?

El viejo le tiró de la túnica.

—Estoy aburrido de oír esa historia —le chistó.

—¡Mi padre está aburrido de oír esa historia! —declaró Cileno, en voz alta—. En ese caso, mejor os cantaré cuál fue el origen de este instrumento que veis en mis manos. Cómo Hermes, hijo recién nacido del todopoderoso Zeus que amontona las nubes, después de robarle los bueyes a su hermano Apolo, encontró una tortuga a la entrada de una cueva y pensó…

Blam, blam, blam…

Los perros levantaron las orejas y sus dueños respingaron en el banco. La puerta volvió a retemblar con el amenazador estrépito del metal. Blam, blam… Todos se miraron alarmados y la chica apareció tras la cortina, abrochándose la fíbula del hombro. Grato se apresuró a retirar la tranca de madera para evitar que derribaran la puerta. Seis hombres armados entraron a la posada, arrastrando con ellos el frío de la noche. Todos vestían pieles, tres de ellos de lobo y los otros tres de oso. Bajo las fauces abiertas de las fieras, se habían tiznado los rasgos con gruesos trazos negros. Sus armas eran variopintas. El más alto de ellos, un hombre-oso de casi cuatro codos1 de altura, blandía en la mano derecha un hacha doble que no habrían podido levantar entre dos hombres normales. Otros traían lanzas de fresno con conteras y moharras de bronce. El último en entrar, un hombre de unos treinta años con una cicatriz que le cruzaba la boca en diagonal, llevaba una espada de hierro con el arriaz engastado en jade.

Algunos de los clientes se apretujaron en el banco por hacer sitio y apartarse de los recién llegados, mientras otros se levantaban y aprovechaban para marcharse en silencio. El posadero se acercó a los guerreros con la mirada gacha y les ofreció un cáliz de barro decorado con toscas pinturas blancas, sin duda la copa más lujosa de su taberna.

—Bienvenido a mi humilde morada, noble Fineo. Por favor, come y regocija tu corazón con el vino de mi casa…

El tal Fineo, el hombre de la espada, tomó la copa mientras su mirada barría la sala. No era un vulgar guerrero. Mientras sus hombres se cubrían el torso con discos de metal enganchados con correas, él llevaba una coraza completa, decorada con incrustaciones de amatista y colmillos de jabalí. Bebió, revolvió el vino en la boca, lo escupió a un lado y tiró la copa contra una pared. Grato reprimió una mueca. Aquel cáliz de barro debía ser más valioso para él que una copa de electro para un príncipe.

—¿Cómo te atreves a ofrecerme este meado de oveja?

—Lo siento, noble Fineo. Es el vino de mi mejor cántaro.

Fineo lo apartó un lado y se acercó al fuego central para frotarse las manos.

—Es igual. No hemos venido a beber. Nos han dicho que te ha nacido un hijo, posadero.

Grato cruzó una mirada fugaz con su hija.

—Deben hablar de otro, noble Fineo.

—No hay otra posada en esta mierda de aldea.

—Tal vez no se referían a Melatro, señor. Yo soy ya viejo, y mi mujer murió hace dos inviernos. Dada es mi única hija…

Cileno percibió el temblor de la joven, que estaba de pie a su lado. Llevado por un impulso, le puso la mano en la cintura. Ella le tomó los dedos y se los apretó con fuerza. En ese momento, el bebé lloró de nuevo tras la cortina. Dada agachó la barbilla y cerró los ojos. Fineo hizo una señal con la mano. El hombre-oso del hacha cruzó la estancia en tres zancadas y tiró de la cortina con tanta fuerza que arrancó la barra de madera de la pared.

El llanto del bebé se redobló. Dada soltó la mano de Cileno y entró en la alcoba tras el gigante. Unos segundos después, ambos reaparecieron. El hombre-oso sostenía en alto a un bebé pelón, agarrándolo por un extremo del pañal. Los piececillos del crío se agitaban en el aire, mientras Dada estiraba los brazos para cogerlo. Al ver que no lo conseguía, aporreó la espalda del hombre-oso; en vano, pues la capa de piel ahogaba hasta el sonido de los golpes. Los otros dos hombres-oso la agarraron de los brazos y la llevaron en volandas tras la cortina.

De los clientes de la posada, la mayoría se habían apresurado a salir. Sólo quedaban el broncista y tres pastores tan borrachos que apenas eran capaces de levantarse.

—¡Por favor, mi señor Fineo! —suplicó Grato, abrazando las rodillas del guerrero—. ¡Dejadme a mi nieto! ¡No tengo hijos varones!

Fineo le agarró de una oreja y lo apartó de sí, estrellándolo contra los ladrillos que rodeaban el fuego.

—¡La ley dice que hay que entregar a mi padre todos los primogénitos!

—Pero yo ya entregué mi primogénito al rey Licaón hace veinte años… —sollozó Grato.

—Pues ahora entregarás al primogénito de tu hija. Esa zorra ya puede irte engendrando otro nieto. —Fineo levantó la voz, mirando hacia la alcoba. Del otro lado venían carcajadas, y también los alaridos de Dada—. ¡Pero no ahora! ¡Hemón, Faso, salid de ahí ahora mismo!

Los dos guerreros salieron del tabuco con gesto de mal humor, arreglándose los faldares de tiras de cuero. De la alcoba llegaban sollozos desgarrados, pero el llanto del bebé era aún más agudo. El hombre-oso le tapó la boca con la manaza.

—Suéltalo, que lo ahogas —le dijo Fineo—. Tiene que llegar vivo. ¡Vamos!

Los seis guerreros se marcharon, y el lamento del bebé se perdió en la noche. Al cabo de un rato, el broncista se levantó para cerrar la puerta, pues el viento gélido hacía oscilar las llamas del hogar. Pero el viejo forastero, que no había pronunciado palabra durante el incidente, se levantó por fin del suelo y le hizo un gesto.

—No cierres. Nosotros también nos vamos.

Cuando salían, Cileno volvió la mirada. Tras el vano que daba a la alcoba, a la luz de una lámpara de aceite, se veía a Dada, acurrucada en el suelo y abrazada a los jirones de su túnica sin dejar de sollozar. El posadero, por su parte, se había quedado sentado a la mesa con la cabeza hundida entre los brazos. Ésa fue su última visión de ellos.

Al atardecer, cuando llegaron a la aldea, estaba nevando. Pero ahora el cielo se había despejado un poco y las nubes desfilaban como lobos oscuros por delante de la luna llena.

—La luna se ve muy roja —observó Cileno—. No debería ser así. Ya está muy alta.

—¡Es el rojo de la sangre!

Cileno se volvió. Era el pastor desdentado, que había salido trastabillando de la taberna.

—¿Qué quieres decir?

—Allí arriba ocurren cosas terribles. —El pastor levantó el cayado para señalar, y estuvo a punto de caerse.

Bajo la luna se perfilaba un peñasco de formas afiladas como las de una gran dentadura teñida de sangre, y sobre el peñasco una fortaleza.

—El castillo de Licaón el impío —dijo el pastor—. ¡Allí ocurren cosas que atentan contra las leyes de los dioses!

—¿Qué cosas? —preguntó Cileno, pero el pastor se alejaba ya, a medias apoyado en su cayado y a medias en la cabeza de su perro.

—Pronto lo descubriremos —dijo su padre, levantándose el ala del sombrero para poder ver la fortaleza—. Vamos a pedir la hospitalidad del rey Licaón de Arcadia.

Subieron por un angosto sendero. En los tramos más empinados había escalones tallados en la roca, resbaladizos por la nieve a medio fundir. Bajo ellos, las escasas luces de la aldea se perdieron, engullidas por las sombras de los picos, quebradas y peñascos que dibujaban el paisaje de aquella comarca. Apenas había allí explanadas donde se pudieran sembrar cereales para amasar pan. No era extraño que los arcadios careciesen de los refinamientos que distinguían a los aqueos de Micenas, los cretenses de Cnossos, los egipcios de Menfis o los hititas de Hattusa.

—¿De verdad fue Este el lugar donde dio a luz Rea?

—No —respondió el viejo, que caminaba por delante de Cileno, apoyándose con la mano izquierda en el bastón—. Pero fue aquí, en el monte Liceo, donde se libró la última batalla y donde Cronos resultó por fin derrotado.

Llegaron a un repecho en una peña que sobresalía de la masa del monte. Cileno se arrebujó en la clámide, no por frío, que apenas le afectaba, sino por evitar que se la llevara el aire. El viento seguía silbando y la luna aún se veía roja, pese a que estaba ya muy lejos del horizonte. Al verla, el viejo meneó la cabeza y chasqueó la lengua, contrariado.

—Cenizas en el aire —murmuró.

La fortaleza se alzaba ante ellos. La muralla, levantada con sillares de un codo de altura, serpenteaba siguiendo el relieve de la roca que le servía de sustento. Aunque no era tan imponente como las grandes ciudadelas de Micenas, Tirinto o Tebas, aquel castillo encaramado en las alturas y bañado por una luna roja resultaba siniestro. Sobre el parapeto ardían decenas de antorchas, cuyas llamas bailaban al compás del viento como danzarinas cretenses. Las puertas, dos pesadas jambas de roble abollonado, estaban cerradas. Sobre ellas, apoyados en el enorme dintel de granito, dos lobos rampantes enfrentaban sus fauces.

—¿Quién va? —preguntó un vigía desde las almenas.

—¡Dos viajeros en la noche! —gritó Cileno. Unos lobos aullaron en la lejanía—. ¡No pensarás dejarnos fuera con este tiempo!

Los batientes se abrieron hacia dentro. Ocho soldados les salieron al paso. Tres de ellos portaban en sus escudos el emblema de la cabra, y sus yelmos estaban fabricados con pieles y cuernos de ese animal. El oficial que mandaba la guardia, sin embargo, era lobo, como los otros cuatro guerreros.

—¿Qué pretendéis encontrar el palacio del rey Licaón?

—Lo que cualquier viajero puede pedir en una noche como ésta —contestó Cileno—. La hospitalidad de Zeus Xenio.

—Mi padre no reconoce a Zeus como soberano. Él es hijo de Melibea, hija del titán Océano, y sólo rinde culto a los titanes y no a esa patulea de usurpadores que se dicen olímpicos. No le debe hospitalidad a nadie. Volveos con viento fresco si no queréis que os despeñemos sendero abajo.

Cileno abrió la bolsa y sacó la lira. Sus dedos corrieron por las cuerdas tañendo una melodía seductora.

—Tu rey tal vez no cultive la hospitalidad de Zeus, pero sin duda no desprecia las artes de las Musas —dijo con una sonrisa.

Bajo los colmillos de lobo, el oficial apretó los ojos, como si pensar fuera para él un esfuerzo desusado.

—Está bien —rezongó—. Podéis pasar. ¡Pero no se te ocurra cantar aquí himnos sobre los olímpicos!

Un hombre-cabra que atendía al nombre de Egandro los guió hacia el palacio. Caminaron un trecho por la ciudadela, entre casas de piedra. No tardaron en llegar al palacio, un edificio empotrado en la masa rocosa de la montaña. Allí tuvieron que rendir cuentas a otros cuatro guardias, que les flanquearon el paso ante las explicaciones de Egandro. Por fin, tras cruzar un angosto corredor, entraron en la gran sala del rey Licaón.

La estancia estaba a medias construida y a medias excavada. El primer tramo, cubierto por un artesonado de madera, estaba decorado con toscas pinturas que imitaban el alegre estilo cretense. Más allá, las paredes y el techo habían sido cincelados a partir de la roca viva. En el centro de la estancia había una larga mesa, bien surtida de grandes porciones de carne asada y ya trinchada, quesos de cabra y hogazas de pan. Pocos manjares había allí del reino de Deméter, sino más bien de los dominios de la carnívora Artemis.

Sentados en largos bancos de madera cenaban los comensales del rey Licaón. Muchos de sus hijos debían estar allí, aunque no todos, pues se decía que Licaón había engendrado más de cincuenta. A la derecha del rey se sentaba un hombre vestido con una túnica roja, tan grueso que la papada le asomaba por debajo de la barba. Egandro les explicó que se trataba del invitado de honor, Melandro, un noble de Beocia. Repartidos entre los hijos de Licaón estaban los demás beocios de su séquito.

El propio rey presidía la mesa, en una silla cuyas patas imitaban las garras de un lobo. Era un hombre delgado, de pómulos altos y picudos, y ojos rasgados y algo estrábicos. Cileno le calculó entre cincuenta y sesenta años, bien conservados. Al contrario que los demás, que vestían túnicas de lana o corazas de lino prensado, él se cubría con pieles negras. Sus orejas estaban taladradas por sendos dientes de lobo, y se había tallado su propia dentadura para que todas las piezas parecieran colmillos aguzados.

Egandro llevó a Cileno y al viejo a un rincón algo más oscuro, bajo el techo excavado en la roca, y les indicó que se sentaran en el suelo.

—¿Qué me traes aquí, Egandro? —preguntó Licaón, Con voz rasposa como tierra pisada.

—El joven dice que toca la lira y que canta, señor —contestó el hombre-cabra.

El rey se limpió los dedos en un mendrugo de pan que luego arrojó a los recién llegados. Cileno lo cogió al vuelo, hizo una graciosa reverencia y aprovechó para tirar el pan a su espalda.

—Puedes tañer tu lira, joven de los grandes ojos —dijo Licaón—. Pero no cantes hasta que yo te lo diga. La conversación está animada esta noche.

Una esclava les puso en el suelo un plato de madera con lentejas frías y una jarra de vino agrio mezclado con agua.

—Así que ésta es la afamada hospitalidad de Licaón —sentenció el viejo, que esta vez no se molestó en probar la comida.

Cileno pulsó las cuerdas de la lira mientras contemplaba a los comensales. Allí reinaban aromas más variados que en la taberna: no sólo olía a sudor y a lana mojada, sino también a carne asada, madera aromática y aceite caliente. Y a sangre.

Al otro lado de la mesa se levantaba un biombo de piel de vaca que dejaba traslucir el fuego que ardía detrás. Las esclavas que servían el banquete no hacían más que entrar y salir de detrás del bastidor para cortar pedazos de carne y servirla en las bandejas. Llevaban peplos cortos sin costuras, por lo que cada vez que se movían o se inclinaban para servir enseñaban los pechos o las caderas desnudas. Los más borrachos de los comensales, y en particular los invitados beocios, aprovechaban para acariciarlas al menor descuido, pero el banquete aún no había degenerado en orgía.

La conversación versaba sobre un tema del que los hombres nunca parecían aburrirse: cualquier tiempo pasado fue mejor. El que estaba hablando era Socleo, uno de los hijos del rey, un joven robusto cuyos rizos brillaban con el color del bronce viejo.

—Cuando reinaba Cronos —dijo en tono declamatorio con su cerrado acento arcadio— hubo una raza de hombres de oro. Vivían como los dioses, sin enfermedades ni trabajos. Se pasaban el día cazando y la noche comiendo, bebiendo y fornicando.

—¡Eso era vida! —saltó alguien.

—No envejecían —prosiguió Socleo—, sino que, cuando les llegaba la hora, se dormían y ya no despertaban. En aquella época nadie profanaba la tierra con el arado. Pero no era necesario, pues Gea aún se sentía benévola y ofrecía a los hombres sus frutos por su propia voluntad.

—Ya conozco esta patraña —masculló el viejo bajo su sombrero. Cileno se volvió hacia él—. Ahora dirá que después, mientras Cronos se dedicaba a devorar a sus hijos para evitar que rivalizaran con él, aparecieron los hombres de plata, que vivían cien años y nunca…

—… maduraban —prosiguió Socleo—. Y tras los hombres de plata, cuando Zeus expulsó al legítimo señor de los cielos y encerró a los titanes en el Tártaro infernal, surgió la tercera raza de mortales, la que vive ahora. Los hombres de bronce, guerreros de corazón implacable. Cuando mueren, sus almas viajan a la lóbrega mansión de Hades, donde arrastran una existencia miserable. Pero no es mucho mejor la vida que llevan antes de morir. Pues Gea, que está irritada desde que el advenedizo Zeus se convirtió en soberano, ya no entrega su sustento con tanta generosidad, y ahora tienen que doblar el lomo para arrancárselo.

El viejo gruñó entre dientes. Cileno le apretó el hombro para apaciguarlo.

—¡Pero se avecinan tiempos aún peores! —Socleo hizo una pausa dramática y prosiguió—: A los hombres de bronce los sustituirá una raza aún más infame. ¡Los hombres de hierro! La mentira, la codicia, la impiedad y la lujuria reinarán en el mundo. El hijo pegará al padre, la mujer desobedecerá al marido, el hermano será infiel con la esposa de su hermano, los más…

—¡Oh, noble Socleo, perdona mi descortesía si te interrumpo! —intervino Melandro, el invitado beocio—. Tu discurso es tan tétrico como los cuentos con los que se amenaza a los niños para que no escapen de la cuna.

Socleo apoyó las manos sobre la mesa y miró a su interlocutor con el ceño fruncido.

—¿Insinúas que lo mío son cuentos de viejas?

—Sin duda no eres una vieja, mi bello Socleo —repuso Melandro, entornando sus gruesos párpados—. Sólo digo que tus temores por el futuro son exagerados.

—¿Exagerados? ¡Mira a tu alrededor! El último invierno fue terrible. Si después hubo primavera o verano, házmelo saber, porque ni yo ni los pastores de mi predio llegamos a enterarnos. Y el invierno que se avecina promete ser aún peor. ¡Gea está irritada con nosotros y acabaremos pagando por ello! Si tú no te enteras, odre de vino, es porque la bebida ha puesto una nube en tus ojos.

—¡Socleo!

La voz del rey reverberó en todos los rincones de la sala. Los comensales se callaron; las esclavas se pusieron firmes, temerosas de que cualquier movimiento pudiera contrariar al soberano; y el propio Socleo se enderezó y apartó las manos de la mesa.

—Padre…

—No ofendas a nuestro invitado —dijo Licaón—. ¡No quiero que el noble Melandro vuelva a Tebas quejándose de la hospitalidad del rey Licaón!

Melandro sonrió beatífico, mientras su mano chorreante de grasa acariciaba el muslo de una esclava que soportaba impávida el manoseo.

—Sólo puedo tener loores para tu hospitalidad, ¡oh, magnífico Licaón! Tu joven e impetuoso hijo no me ha ofendido. Sin embargo, no puedo estar conforme con lo que dice.

—¿No? —preguntó Licaón, acariciándose con la lengua los puntiagudos dientes—. ¿Tú no crees que se avecinan tiempos oscuros?

—Si me permites decirlo, todo lo contrario, ¡oh, rey! Ni creo que el pasado fuera tan brillante como nos lo ha pintado la elocuencia de tu hijo, ni que el futuro se presente tan tenebroso. Tal vez la madre Gea se haya vuelto más cicatera con sus frutos, pero a cambio los hombres hemos aprendido artimañas. Hace tiempo que, en vez de conformarnos con lo que cae de los árboles, rasgamos el suelo con la reja del arado para extraer nuestro sustento y taladramos la tierra con nuestras galerías para arrancarle a Gea el cobre, el estaño, el oro y la plata. ¡Y también el hierro al que tanto parece temer tu hijo! Mira esta arma.

Melandro se puso en pie y, con gesto orgulloso, desenvainó su espada. Licaón frunció el ceño al verla.

—¿Quieres decir que esa arma ha sido fabricada con hierro extraído de la tierra?

—Así es, ¡oh, rey! Esta espada salió de un lingote del mejor metal de Tracia, país favorito de Ares, el dios de la guerra.

Licaón le hizo un gesto a otro de sus hijos, sentado casi en el otro extremo de la mesa. Cileno lo reconoció. Fineo, aunque se había quitado la piel de lobo con la que irrumpiera en la taberna, seguía llevando sobre la túnica la coraza de bronce. El hombre-lobo se puso en pie, caminó hasta su padre y le tendió su propia espada. Licaón la sacó de la vaina de cuero y la mostró en alto.

—Esta espada está forjada en hierro, sí. Pero en el único que es lícito fundir. Hierro de un meteorito. El metal sagrado que el gran Urano, dios del cielo estrellado, se digna regalarnos de cuando en cuando. —Licaón se volvió hacia Melandro y separó los labios, descubriendo sus dientes de depredador—. Has cometido una impiedad al atreverte a traer a mi morada hierro arrancado a nuestra madre Gea contra su voluntad. El hierro es el corazón de la Tierra, la sangre de sus venas. ¡Extraerlo es un sacrilegio y fundirlo una abominación!

Melandro palideció.

—Lo lamento, ¡oh, rey! No pretendía ofenderte. Te ruego que disculpes mi ignorancia de tus reglas…

—¡No son mis reglas, sino las de Gea! —Licaón se puso en pie—. ¡Son las reglas tradicionales, de cuando se respetaba a los dioses! ¡Cuando se les ofrecía lo que de verdad les complace!

Licaón derribó el biombo. Allí, ensartados en espetones, se asaban sobre las brasas dos corderos y dos cochinillos. Pero junto a ellos se veían los cuerpecillos de tres bebés. De dos de ellos apenas quedaban más que los huesos. Al tercero sólo le habían quitado la piel y parte de un muslo, y gotas de grasa chorreaban de su cuerpo. Cileno intuyó que aquél era el infortunado hijo de Dada.

—Así es como se honra a los dioses —dijo Licaón—. Ofreciéndoles lo que nos es más querido. ¡La sangre y la carne de nuestros primogénitos!

Melandro contempló la bandeja que tenía ante él y comprendió con horror de dónde habían salidos las tajadas que le habían servido como un honor especial. Retrocedió, y al hacerlo tropezó con el banco y cayó con las piernas en alto. Por toda la mesa sonaron carcajadas, salvo en los miembros del cortejo de Melandro, que entre vómitos y gemidos trataban de apartarse de aquel impío festín. Licaón, todavía con la espada de su hijo Fineo en la mano, se acercó a Melandro, lo agarró por el cabello y lo levantó con una fuerza insospechada en alguien tan enjuto.

—¡Tu carne servirá para agasajar a mi siguiente invitado, barril de sebo! —exclamó—. ¿No te gusta tanto el hierro? ¡Tómalo!

Licaón golpeó a Melandro en el cuello. El tajo no fue lo bastante fuerte y la espada se quedó enganchada en el hueso. Un borbotón de sangre saltó sobre la mesa. De nuevo sonaron carcajadas y también gritos de horror. Un joven beocio se abalanzó hacia Melandro, echando mano a su espada mientras gritaba «¡Padre!». Pero los hijos de Licaón lo derribaron y empezaron a clavarle sus armas.

—¡Llevaos al gordo! —ordenó Licaón—. La mitad a las brasas y la otra mitad al caldero. ¡Si es que cabe!

Los demás miembros del cortejo beocio habían echado mano de sus armas para defenderse, pero la mayoría estaban tan borrachos que se desplomaron a la primera finta. Mientras, las esclavas huían de la sala con grititos de ninfas. Cileno oyó un bufido y se volvió hacia su padre, que había decidido incorporarse.

—Es más que suficiente —dijo.

El viejo se acercó a la mesa, donde algunos se dedicaban a acuchillar a los beocios y otros andaban destazando con hachas el cadáver de Melandro. Mientras caminaba, se fue enderezando, y fue como si creciera dos cabezas de golpe. Se quitó el sombrero y dejó caer la capa de viaje a los pies. Debajo vestía una túnica azul ceñida a la cintura, que marcaba unos hombros tan anchos como los de una pintura de Cnossos. Los ojos le brillaban de cólera cuando levantó el brazo derecho.

Todos en la sala, beocios, esclavas y arcadios, se quedaron callados al ver cómo el viejo mendigo se había convertido en un coloso de cuatro codos de altura cuyos abultados músculos temblaban de ira. A partir del codo derecho, sus venas y tendones eran plateados, como alambres que corrían cruzándose hasta la punta de los dedos. Ahora empezaron a brillar como metal incandescente, y entre los dedos vueltos hacia el techo saltaron chispas blancas y azuladas.

—¡Insensatos! —rugió con una voz que hizo retemblar las paredes de la sala—. ¡Os habéis atrevido a burlaros de la hospitalidad, la más sagrada de mis normas, sirviendo un impío banquete de carne humana! ¡Sois bestias salvajes, y como bestias os voy a exterminar!

Las chispas de su mano se habían fundido en una única bola de luz. El viejo que había dejado de ser un viejo abrió los dedos y de ellos partió un rayo que alcanzó a Socleo en el pecho. Las centellas bailaron por su coraza, y mientras el joven se sacudía como un coribante poseso, siguieron su camino, saltaron a las copas de metal y de ahí a las manos de todos los que andaban cerca de la mesa.

—¡Probad el rayo de aquel a quien osáis llamar el Usurpador!

El picante aroma de la tormenta era tan intenso que anulaba todos los demás olores. El hombre o dios siguió caminando despacio hacia Licaón, mientras su mano derecha se mantenía en alto y enviaba zarcillos eléctricos que derribaban a izquierda y derecha a todos los que intentaban huir. Sus rayos sólo respetaban al rey, quien le aguardaba con veneno en los ojos, las piernas flexionadas y la espada lista para golpear.

Cileno aún no se había movido, contentándose con presenciar la ira de su padre. Una voz lo sacó de su inacción:

—¿Quién demonios eres?

Cileno se volvió a su izquierda. Egandro, el hombre-cabra, le dirigía la punta broncínea de su lanza, dudando si atacarle o no. Cileno dejó caer la clámide y sacó el caduceo de su cinturón. Los ojos de la serpiente tallada relucieron, rojos como ascuas, la boca siseó y de ella brotó un chorro de líquido que alcanzó a Egandro en la cara. El hombre-cabra retrocedió y tropezó con una tinaja.

—¡Mis ojos! —aulló, retorciéndose en el suelo.

—¿Que quién soy yo, preguntas? —dijo el joven, con una sonrisa burlona—. Tan sólo otro de los usurpadores.

Sus ojos barrieron el lugar. Mientras su padre se encargaba de Licaón, en el otro extremo de la sala Fineo trataba de huir empujando a unas esclavas que se apelotonaban en la puerta. Aunque estaba a casi treinta pasos, Cileno recorrió esa distancia tan veloz como un reflejo de luz y se materializó frente a Fineo. El hombre-lobo frunció las cejas un segundo, pero en seguida reaccionó y trató de clavarle una daga. El joven desvió su golpe con un simple gesto de la muñeca y lo derribó zancadilleándole el tobillo derecho. Cuando Fineo cayó de espaldas, Cileno le clavó en el pecho el regatón de la vara, atravesando la coraza de bronce como si fuera una túnica de lana.

—Yo mismo recogeré tu espíritu y lo llevaré al infierno, hombre-lobo —le dijo—. Pues has tenido el honor de morir a manos de Hermes, hijo de Zeus y Maya, el escolta de las almas.

El joven removió una sola vez el caduceo, y Fineo dejó de agitarse.

Una vez despojado de su molesto disfraz, Hermes, por otro nombre Cileno, se permitió el placer de actuar. Sus pies alados lo llevaron por la sala, hiriendo aquí y allá a aquellos hijos de Licaón que, alcanzados tan sólo de refilón por las chispas, se tambaleaban hacia la salida. Tan rápido se desplazaba que para sus enemigos no era sino un borrón rojizo que de pronto se materializaba en la forma de un joven sonriente, justo antes de golpear.

El padre de Hermes ya estaba a dos pasos de Licaón. El rey-lobo le tiró un tajo al costado. El dios se limitó a interponer el antebrazo derecho y la hoja de hierro sidéreo se quebró contra él con un tañido metálico. Después empujó a Licaón, lo derribó de espaldas y le pisó el pecho. Licaón le agarró el pie con ambas manos e intentó levantarlo. Pero, aunque era un hombre muy fuerte, no consiguió moverlo ni un ápice. Pues la carne y los huesos del ser que le estaba aplastando eran tan densos que pesaban tres veces lo que correspondería a un hombre de su estatura.

—Eres un renegado, Licaón —susurró el dios, mientras las costillas del rey empezaban a crujir bajo su pie descalzo—. Te haces llamar descendiente de los titanes, pero olvidas que tu padre Pelasgo era mi hijo. ¡Tú, sabandija, eres el nieto de Zeus!

—¡Reniego de ti y de tu sangre, maldito!

El dios apretó más. El crujido se convirtió en un seco restallido de huesos tronchándose y manó sangre de la boca y las narices de Licaón.

—Tu muerte servirá de escarmiento a quienes creen que pueden violar las leyes de Zeus el Olímpico. ¿Unas últimas palabras, hombre-lobo?

—Sí —jadeó Licaón, con los pulmones encharcados de sangre—. Yo te maldigo, hijo de Cronos. Predigo el fin de tu tiranía. ¡Antes de que se cumpla una luna tu reinado sólo será un recuerdo, advenedizo!

Zeus apretó los dientes, furioso, y perdió el control de sus fuerzas. Su pie terminó de aplastar las costillas de Licaón con un espantoso crujido. Después levantó la mano en el aire y la hizo girar. Las chispas formaron un torbellino entre sus dedos, que aceleró su giro y creció hasta que, tal vez cincuenta latidos después, una bola cegadora partió silbando de sus dedos y abrió en el artesonado del techo un gran agujero por el que se coló el aullido del viento de la noche.

—Y yo te predigo esto, hijo de Pelasgo —dijo, volviendo la mirada al cadáver cuya sangre le empapaba el pie—. Nadie recordará que aquí existió esta guarida de lobos, porque yo mismo, Zeus el señor de los cielos, voy a asegurarme de que no quede aquí piedra sobre piedra.

Durante toda la noche él y su hijo Hermes se dedicaron a arrasar el castillo. Pero cuando invocó a su carro de corceles alados para regresar al Olimpo, Zeus recordó las palabras de Licaón y frunció el ceño. La bravata no le habría preocupado de no ser por el plazo tan preciso que le había puesto. Antes de que se cumpla una luna.