La asamblea Olímpica
Cuando Cronos se convirtió en el segundo soberano de los dioses, el Olimpo aún no era la montaña más alta del mundo. Pero desde su cumbre nevada se disfrutaban bellas vistas y además se hallaba a una distancia razonable de Delfos, donde moraba su madre Gea. Por eso a Cronos le agradó el lugar y construyó un palacio sobre su cumbre.
Obsesionado por superar a su padre, Zeus decidió levantar una mansión aún más espléndida y más alta que las cimas más elevadas de la Tierra, pues nada debía alzarse sobre su cabeza. Gea, encantada con su poderoso nieto, le permitió alguna excentricidad. Así, en un esfuerzo que hizo temblar la llanura de Tesalia y derribó las murallas de todas las ciudades en mil estadios a la redonda, ella misma creó en su seno una altísima columna de cuarzo blanco, anclada a las raíces más profundas de la propia tierra. Después la secretó como un monstruoso diente. La columna atravesó la cima del Olimpo y las propias nubes, y siguió ascendiendo hasta rozar el límite donde acababa el aire y empezaba el éter. Y Gea juró a su nieto que, por las mismas raíces de la Tierra y por la esencia del Caos, aquel pilar deslumbrante no se derrumbaría hasta el fin de los tiempos.
Allí, en la cima del lugar conocido entre los dioses simplemente como Pirgos, la Torre, Zeus construyó su palacio. Como albañiles y carpinteros recurrió a los gigantes, y los planos los dibujó Brontes, el más habilidoso de los cíclopes. Las obras se prolongaron durante una generación de mortales, pero el resultado complació de sobra a Zeus y maravilló a todas las deidades. Atravesando un anillo de nubes perennes, la masa cristalina de Pirgos surgía desde el corazón de la montaña y ascendía veinte mil codos, por encima de las más altas cimas de la tierra. La luz del sol le arrancaba destellos cambiantes según las horas del día, que a veces eran ebúrneos, otras azulinos y otras de un suave rosado que se volvía casi rojo al atardecer. Cerca de la cumbre, Pirgos se dividía en siete grandes columnas, conocidas como las Agujas. Seis de ellas formaban los ángulos de un hexágono, y en el centro de Este se alzaba la más elevada de todas, el Cranón, donde moraba el propio Zeus. Todas las Agujas estaban unidas entre sí y con el Cranón con puentes de piedra curvados que surcaban audaces el abismo, y sobre cada Aguja había mansiones construidas con maderas nobles y mármoles de todos los colores, y vergeles y jardines en los que crecían plantas traídas de los cuatro rincones del mundo. Allí arriba reinaba una temperatura suave, ya que se encontraban cerca del ardiente éter, una sustancia más sutil que el aire, que al amanecer se inflama, se pone al rojo vivo y en seguida se calienta tanto que, como el hierro en la fragua, adquiere el color azulado que predomina durante el día. También, al ser el éter más transparente que el aire, la atmósfera del Olimpo era mucho más límpida, de modo que por las noches los dioses podían admirar las estrellas no como débiles puntos blancos, sino como espléndidas joyas de colores encastradas en la bóveda broncínea de Urano.
Para viajar entre el Olimpo y la tierra, los grandes dioses y sus allegados utilizaban carros tirados por caballos alados, aves gigantescas, hipogrifos o animales aún más exóticos. Algunos, como Hermes o Apolo, que podían volar, lo hacían por sus propios medios. Pero existía otro camino que utilizaban las divinidades de la tierra y del mar cuando querían visitar a sus parientes olímpicos, o los escasos humanos que eran recibidos en las mansiones de los bienaventurados: el puente del Arco Iris. Aquel sendero, de veinte codos de ancho, partía de la gran roca conocida como Crépide, en la ciudad sagrada de Hieróptolis. Hieróptolis estaba construida sobre la falda oriental de la montaña y dominaba el paso de Tempe, entre el Olimpo y el mar. Allí moraban los Consagrados, guerreros descendientes de los curetes que protegieron a Zeus en su infancia. Ahora custodiaban las sólidas murallas de la ciudad y el acceso a la Crépide, y sólo permitían el paso a las divinidades y criaturas invitadas por el propio rey de los dioses.
Desde la Crépide, el sendero multicolor serpenteaba hacia las cumbres de la montaña, atravesaba el penacho de nubes, rodeaba Pirgos en un sinfín de vueltas y llegaba a la Aguja Sudeste, donde cruzaba por fin el umbral dorado de las puertas del Olimpo. Allí arriba, ante los batientes recubiertos con chapas de oro y marfil, montaba guardia Iris, hija de Taumante, que también era la mensajera de los grandes dioses; mientras que el acceso inferior lo custodiaban soldados escogidos de Hieróptolis. El puente del Arco Iris estaba dividido en dos senderos que corrían paralelos, separados tan sólo por un palmo de vacío. Mientras que el interior permanecía fijo, el exterior, gracias a una ingeniosa reforma de Hefesto, ascendía por sí solo hacia las alturas en un veloz movimiento perpetuo que ahorraba tiempo y fatigas a los visitantes. Por ese camino, protegido del viento, la nieve y el granizo del exterior por un hechizo del propio dios herrero, subían al Olimpo los hieródulos, moradores de Hieróptolis elegidos por los propios dioses para atender sus necesidades. A cambio, estos siervos sagrados recibían pequeñas dosis de ambrosía y vivían ciento veinte años sin apenas envejecer, y en vez de morir entre achaques y dolores como hubiera sido su themis, su destino natural, se quedaban dormidos un día para no despertar más.
Aún existía un tercer camino, un pozo que descendía por el interior del Cranón hasta el corazón de la propia montaña y más abajo, a las entrañas de la tierra. Normalmente sólo lo usaba Hefesto para bajar a la fragua donde todos los días trabajaba con los cíclopes fabricando armas y todo tipo de maravillas para los palacios de los dioses.
La morada de Atenea, la más austera entre las mansiones de los grandes dioses, se hallaba en la Aguja Sudeste. Para llegar al Cranón, la diosa cruzó un puente blanco de unos cincuenta pasos que surcaba el abismo en una grácil parábola. Frente a ella se alzaba el palacio de Zeus, una estilizada torre que subía cien codos sobre todos los demás edificios, coronado por la Atalaya, la alta torre desde la que el rey de los dioses solía contemplar sus vastos dominios. A sus pies, ocupando la mitad de la superficie del Cranón, se extendía el Buleuterión, la sala de consejos. Mientras Atenea se acercaba a Este, sobre su cabeza desfilaron carros de todos los colores, formas y materiales, arrastrados por criaturas aladas. Para viajar fuera del Olimpo, ella misma tenía a Glauce, un hipogrifo hembra con más cara de lechuza que de águila. A veces le uncía un carro muy ligero, pero más a menudo montaba sobre su lomo. Glauce era capaz de recorrer los más de mil quinientos estadios entre el Olimpo y Atenas en poco más de una hora, una proeza que sólo superaban Apolo o, por supuesto, el propio Hermes.
Atenea llegó al Buleuterión, que en realidad no era una sala, sino un vasto espacio abierto formado por una serie de terrazas unidas entre sí por breves escalinatas que ascendían poco a poco hasta la plataforma central, donde se sentaba Zeus junto a los grandes dioses. Había columnatas por doquier, pero no sustentaban techo alguno, pues allí, en la cumbre del Olimpo, nunca llovía: el agua que regaba los jardines subía desde el interior de la montaña por canalizaciones diseñadas y reparadas por Hefesto y su ejército de sirvientes.
Atenea recorrió los círculos exteriores, respondiendo a los homenajes de las divinidades menores con una inclinación de cabeza. Tras atravesar cinco terrazas, subió los diez escalones que llevaban a la plataforma central, un círculo de unos treinta pasos de diámetro rodeado por columnas estrechas y lo bastante separadas para no obstaculizar la vista. Allí los asientos de los dioses mayores formaban un semicírculo. En el centro de Este se levantaba una grada, y sobre ella el trono de Zeus. En aquel lugar en que todo era de color blanco, rosado o gris perlino, el trono de Zeus estaba tallado en basalto, la piedra negra original. Y si en las sillas de las demás deidades se veían mullidos cojines de plumas, el rey del mundo descansaba sus divinas posaderas sobre la dura roca.
Una vez sentada, Atenea se permitió recorrer el lugar con la mirada, y por primera vez fue consciente de la multitud congregada. Habían acudido centenares, tal vez más de mil, representando a todos los reinos divinos, pues aquella asamblea en la que se readmitiría a un grande entre los Olímpicos no era cuestión baladí.
Había allí deidades del mundo natural: sátiros, faunos, ninfas, melíades, hamadríades o centauros inmortales como Quirón. A la izquierda, bajo una pérgola que las ocultaba de la luz, se hallaban las divinidades que apenas poseían forma estable ni material. Entre ellas los dáimones, genios alados que flotaban transparentes y etéreos como medusas de aire. Los dáimones ejercían de intermediarios entre dioses y humanos, pues se decía que habían sido hombres en el pasado, cuando Cronos gobernaba el mundo; si eso era cierto, Atenea lo ignoraba, pues ahora esos genios no poseían nombre ni personalidad individual.
A la derecha, en una gran plataforma, había una piscina donde chapoteaban las criaturas acuáticas que no podían estar demasiado tiempo alejadas de su medio natural, so pena de resecarse y marchitarse. Allí estaba Nereo, acompañado por diez de sus hijas, que aleteaban ociosas con sus largas colas de cetáceo mientras esperaban a que empezara la asamblea. También el viejo Proteo, al que Zeus tenía prohibido cambiar de forma mientras estuviera en el Olimpo y que para la ocasión había adquirido el aspecto de un viejo respetable, aunque con la piel verde y manos palmeadas; y Forcis, no menos anciano que él, y Electra en nombre de las Oceánides.
Frente a la plataforma central, al pie de la escalinata, se agolpaban las divinidades de forma olímpica que no llegaban al rango de grandes. Entre ellas, en primera fila, estaban las nueve Musas, que a la menor ocasión se cogían de la mano y formaban un corro. A su izquierda, Pan, el único dios animal al que se permitía pisar esa terraza, daba brincos nerviosos con sus patas de cabra y venteaba su perfume en el aire, pero no se atrevía a acercarse a ellas. Por suerte, su inseparable compañero Príapo no había venido, y si lo había hecho había tenido la decencia de ocultarse para no mostrar el enorme bulto que arrastraba entre las piernas. Atenea vio también a las tres Carites, a cual más bella, vestidas con túnicas transparentes. En un asiento más elevado estaba Eolo, rey de los vientos, rodeado por sus hijos: Bóreas el gruñón y el risueño Céfiro se encontraban a la vista, y tapados por las cabezas de otros dioses debían andar Austro y Noto, a no ser que Zeus les hubiera encargado alguna misión de escolta. Un poco más allá vio a Ilitia, patrona de los nacimientos, que llevaba de la mano a la pequeña Armonía, nacida del amor adulterino entre Ares y Afrodita, una deliciosa criatura que prometía ser una de las diosas más bellas del Olimpo. Y también alcanzó a ver al belicoso Eníalo, compañero de francachelas de Ares, y a Íaco y a muchos más.
Después, Atenea giró la mirada a su alrededor. Los grandes del Olimpo se sentaban a ambos lados de Zeus, seis divinidades a cada lado. El primer lugar a la derecha del trono de basalto lo ocupaba Hera, hermana y legítima esposa de Zeus. Exceptuando a Afrodita, había sido durante mucho tiempo la diosa más bella del Olimpo; y para el gusto de Atenea, a quien la diosa del amor le parecía demasiado exuberante, lo seguía siendo. Su piel emanaba un brillo especial, y no había nadie como ella para caminar con majestad haciendo revolar alrededor los pliegues de su vestido. Ni cuando se enojaba con su marido, algo que sucedía con harta frecuencia, perdía la compostura. Sólo la afeaba un poco contraer tanto los ojos, como si fuese corta de vista. Aquel gesto se debía, en realidad, a que siempre andaba tramando algo. En opinión de Atenea, era una diosa astuta, más que inteligente.
Las miradas de ambas se cruzaron. Hera la sonreía a veces, pero hoy debía haber agotado su cupo de sonrisas, pues se limitó a entrecerrar los ojos de nuevo y levantar la barbilla. Tú sigue sin acostarte con mi padre, pensó Atenea, y verás lo que consigues.
Pues bajo la escalinata que subía a la plataforma, con un pie subido en el primer peldaño, como si estuviera dispuesta a tomar posesión en cualquier momento, estaba Tetis, la bellísima nereida que había renunciado desde hacía un tiempo a su forma acuática para morar en el Olimpo. Tetis aventajaba a las demás diosas por la extremada elegancia de su cuello y el fino torneado de sus piernas, que se insinuaban bajo la túnica trenzada de algas, más transparente de lo que la decencia aconsejaba en una asamblea de dioses a plena luz del día.
Tetis poseía una ventaja sobre Hera: la novedad. Zeus era veleidoso. Para colmo, Hera era repetitiva, casi machacona, y su esfera de intereses resultaba bastante restringida. Cuando Zeus hablaba en los banquetes (le encantaba perorar y que lo escucharan), Hera no disimulaba su aburrimiento y se permitía iniciar sus propias conversaciones. En cambio Tetis, cuando asistía a esas cenas, miraba a Zeus sin parpadear, bebiendo sus palabras como ambrosía. Irónicamente, había llegado al Olimpo invitada por la propia Hera, pues se había comportado muy bien con su hijo Hefesto en el pasado. Ahora no había forma de sugerirle que se volviera a las aguas.
—¡Oh, el mar es tan aburrido! Por el momento, no me apetece volver a tener cola de pez —decía, y cruzaba los muslos acariciándose las rodillas de una forma tan encantadora que Zeus se la comía con los ojos.
Tal vez hubiera algo más que deseo en el interés de Zeus por Tetis. Uniéndose con ella podría engendrar hijos que, por derecho, pertenecerían al reino acuático, y que podría utilizar para inmiscuirse en los asuntos de su hermano Poseidón. Atenea conocía lo bastante a su padre para saber que ambicionaba un control absoluto sobre toda la realidad.
Porque, a la espera de Zeus, el más poderoso de los inmortales presentes era Poseidón. Se hallaba a la diestra de Hera, pero no se había sentado, sino que permanecía de pie y no hacía más que girarse para vigilar la escalera que bajaba desde el palacio del Cranón, impaciente porque llegara su hermano. Poseidón era más alto que Zeus, y aunque menos musculoso que él, su figura resultaba tal vez más regia. Vestía tan sólo un manto azul, que dejaba al descubierto su hombro derecho y su poderoso pectoral, y su larga barba negra estaba trenzada con conchas marinas. Como los demás grandes, tenía el privilegio de acudir armado a la asamblea. Las tres púas de su gran tridente apuntaban hacia el cielo. Cuando las clavaba en el suelo, la tierra temblaba en varios estadios a la redonda. Lo había hecho en una ocasión durante un banquete en el que bebió más de la cuenta, y aunque los cimientos del palacio habían resistido, todos los cristales y las ánforas del Cranón se habían roto. Zeus se enfadó tanto que amenazó con fulminarlo si se repetía aquello.
Atenea no se llevaba bien con Poseidón. Hacía ya un tiempo habían estado a punto de llegar a las manos por el patronazgo de una ciudad. Zeus prohibió que tío y sobrina dieran un ejemplo tan lamentable y les obligó a dirimir su litigio por otros métodos. Como don para los habitantes de la ciudad, que entonces se llamaba Acte, Atenea plantó un olivo en su acrópolis. Poseidón, decidido a superarla con un regalo inapreciable, clavó su tridente en lo alto de aquella afloración de basalto, y surgió un manantial; pues aquella tierra era fértil, pero seca, y una fuente en el centro de la ciudad sería muy valiosa. Para desgracia de Poseidón, las aguas del manantial no tardaron en fluir saladas. Los habitantes de la ciudad, encabezados por su rey Erecteo, votaron por Atenea como patrona y la ciudad no se llamó Potidea como habría querido él, sino Atenas. Poseidón aún no se lo había perdonado, convencido de que ella había salado el agua con algún sortilegio.
Ahora, el rey del mar se volvió hacia la diosa que estaba a su derecha y se quejó:
—Siempre haciéndose el importante. Creerá que yo no tengo asuntos importantes que atender.
La diosa a la que se había dirigido era Ártemis, hija de Zeus y Leto y hermana melliza de Apolo. Alta y esbelta, vestía un peplo verde que dejaba sus rodillas al aire. Sus pantorrillas eran casi masculinas y su pelo corto como el de un muchacho. Llevaba una aljaba de cuero y marfil al hombro y se apoyaba en su arco plateado. Ahora escuchó las palabras de su tío Poseidón con una leve sonrisa en los labios. Un gesto habitual en ella, con un matiz de desdeñosa superioridad que Atenea detestaba. Las dos hermanastras no se llevaban bien. Como guerreras que eran ambas, tendían a actuar más bien que a hablar, pero Ártemis albergaba en su alma un fondo de crueldad que Atenea no lograba entender. Las dos eran diosas vírgenes, como su tía Hestia, que nunca salía al aire libre, pues tenía que conservar el fuego sagrado en el interior del Olimpo; pero en el caso de Atenea y Hestia se debía a sendos votos, mientras que Ártemis era doncella por libre elección.
Más allá, se veía un asiento vacío: el de Hermes, que solía acompañar a su padre. Por fin, en el extremo, se sentaba el gran Apolo, con el codo apoyado en la rodilla y la barbilla sobre la mano. También había traído su arco, y vestía una túnica de color azafrán abrochada sobre el hombro derecho. Medía cuatro codos, como Zeus, pero sus formas eran mucho más esbeltas, un modelo de perfección que a Atenea, sin embargo, no le resultaba atractivo. Con todo, lo respetaba por su inteligencia y su honradez. Muchos veían a Apolo como el sucesor natural de Zeus. Había dos inconvenientes para ello: el primero era el propio carácter del dios, más propenso a la melancolía que a la acción.
El segundo era que Zeus no tenía la mínima intención de renunciar al poder. Quien se lo quisiera arrebatar, tendría que aniquilarlo.
A la izquierda del trono central se sentaba otra de las hijas de Cronos, Deméter. Aunque bella, como todas las divinidades, ella misma se complacía en cultivar cierto aire de matrona. Sus carnes eran más abundantes que las de su hermana Hera y sendos mechones blancos le caían sobre las sienes. Según su propia explicación, aquellas canas se debían al disgusto que había sufrido cuando su hija Core fue raptada y no supo qué había sido de ella durante casi un año.
Core estaba sentada entre Deméter y Atenea. Aquel asiento no le correspondía, pero lo ocupaba como consorte de Hades. Pues era el soberano de los infiernos quien la había raptado y mantenido oculta bajo tierra durante tres estaciones. Su madre Deméter, al no conseguir que ningún dios ni mortal le diera noticia del paradero de su hija, lanzó una terrible maldición sobre todas las tierras, que durante ese tiempo no dieron ni un mísero grano de espelta. La hambruna mató a innumerables humanos, las vacas y las ovejas se pudrían en el campo con los vientres hinchados y los inmortales no recibían los sacrificios preceptivos. Zeus recurrió a terribles amenazas para convencer a su hermana de que levantara la maldición, pero ella se negó. Por fin, Zeus tuvo que confesar que él mismo había sido cómplice en el rapto de Core.
—Ninguna diosa quería casarse con nuestro hermano Hades —le explicó—, y ya está bastante amargado para que además lo condenemos a soltería perpetua.
—¿Y tuviste que elegir a mi hija, precisamente a mi hija? —le recriminó Deméter.
Tales fueron los reproches de la diosa, que al final Zeus consintió en deshacer ese matrimonio que él mismo había apañado de forma clandestina. Hermes acudió al infierno, esta vez no para guiar caravanas de almas privadas de sus cuerpos, sino como mensajero del rey de los dioses: Hades debía divorciarse de su joven esposa.
Pero resultó que Core, que durante días se encerró mohína en sus aposentos, sin querer ingerir comida ni bebida, cayó en la tentación de probar un grano de granada de los jardines subterráneos de Hades. Ascálafo, un sirviente del dios infernal, había corrido a delatarla a su amo.
—Al compartir mi comida has aceptado mi hospitalidad —declaró el sombrío Hades—. Ahora estás atada a este lugar.
Cuando Hermes trajo el recado de que Core debía ser liberada, era demasiado tarde. La muchacha no sólo se había resignado a su destino, sino que acababa de dar a luz a un bebé al que puso por nombre Zagreo.
Atenea sospechaba que no era una simple pepita de granada lo que había hecho cambiar de opinión a Core, sino más bien los goces del lecho, aunque fuera con un compañero tan cenizo como Hades. Pues la propia Core, con quien mantenía cierta amistad, se había compadecido a veces de ella por su voto de castidad. ¡No sabes lo que te pierdes!, le decía.
Al pensar en ello, Atenea se sonrojó un poco y agachó la mirada, como si todo el mundo pudiera leer en su rostro que esa misma noche había perdido su sagrada virginidad. Pero lo cierto era que podía entender a Core.
Quien, por cierto, ahora se hacía llamar Perséfone. Un nombre mucho más sonoro y siniestro, sin duda. Estaba sentada con la espalda muy tiesa, el rostro pálido, los ojos exageradamente grandes y oscuros, los labios apretados en un gesto de irritación. ¿Demasiado tiempo sin sexo?, pensó Atenea, irónica. Perséfone repartía el tiempo entre el infierno y el Olimpo, y en teoría su temporada en el mundo exterior, que se correspondía con la primavera y el verano, era la más feliz para ella. Pero cuando llevaba un par de meses viviendo con su madre Deméter empezaban las broncas entre ambas, tan sonadas que a menudo Zeus tenía que poner paz.
A la izquierda de Atenea se sentaba Hefesto. No podía decirse que el dios de la fragua fuese el más agraciado de los inmortales. Era tan bajo para ser dios que la propia Atenea le sacaba un palmo, y para colmo tenía una pierna más corta que otra. Por alguna razón, ni la ambrosía ni su propia naturaleza podían modificar su apariencia; un estigma que le mortificaba profundamente. De hecho, era el único de entre los Terceros Nacidos que allí se sentaban que llevaba barba, una barba espesa y fosca que intentaba ocultar el prognatismo de su mandíbula. Tenía los dientes torcidos y los ojos estrechos, aunque lo compensaba en parte por el brillo vivaz de su mirada. También sudaba, algo inaudito en un dios, y su sudor olía, algo que su esposa Afrodita le recordaba en los momentos más embarazosos. Siempre se veían restos del hollín de la fragua entre sus uñas; y por si a alguien pudiera olvidársele que no sólo era herrero, sino también carpintero, fontanero y albañil del Olimpo, Hefesto siempre llevaba en su cinturón, incluso en las ocasiones más solemnes, el poliergalión, una extraña herramienta de la que a su conjuro brotaban todo tipo de brazos articulables, cuchillas y punzones.
Hera insistía en que su hijo Hefesto también lo era de Zeus, pero él se negaba a reconocerlo y le tenía prohibido que se dirigiera a él como padre. El pobre Hefesto se empeñaba en congraciarse con él, a pesar de que el rey de los dioses, en contra de su naturaleza, que solía ser noble y magnánima, lo sometía a continuas humillaciones. Durante un tiempo Hefesto había servido el vino en los banquetes, hasta que los demás dioses se quejaron, pues pasadas las primeras risas, la cojera y el olor del herrero los sacaban de quicio. También aceptó sin rechistar que Zeus, en una extraña broma, lo desposara con Afrodita, la más promiscua de las diosas.
Que era quien se sentaba al otro lado de Hefesto. Según aseguraban (ella antes que nadie) era la más antigua de todas las divinidades que allí se sentaban, pues había surgido del miembro mutilado de Urano. Por eso se consideraba una Primera Nacida, como los titanes, y presumía de ser más noble que los dioses que la rodeaban. Mientras que Ártemis le solía responder con su habitual zafiedad:
—¿Cómo vas a ser más noble, habiendo salido del pene de tu padre?
—De ahí habéis salido todas.
—Sí, pero sólo de la punta.
La belleza de Afrodita era llamativa, sin duda, pero a Atenea no le acababa de gustar. Para la asamblea, se había peinado la larga cabellera cobriza en trenzas muy finas y se había coronado con una guirnalda de rosas. Su boca era ancha y carnosa, sus ojos verdes y algo separados, y las aletas de su nariz solían vibrar como si venteara el perfume de su interlocutor. Se las arreglaba siempre para que se le transparentaran los pezones, como ocurría ahora con la túnica lavanda que había elegido para la ocasión. Y, ya fuera el perfume que utilizaba o su propio aroma natural, exudaba sexo. La propia Atenea trataba de mantenerse a distancia de ella, pues alrededor de Afrodita flotaba un aura que le erizaba la piel, derramaba una extraña calidez en su vientre y traía a su cabeza imágenes que quería conjurar.
Se dijo que ahora entendía mejor en qué consistían esas imágenes. Pero al momento espantó el recuerdo de aquella noche de delicias. Si seguía mirando al suelo con aquella sonrisilla boba, los demás no tardarían en sospechar que algo había cambiado en la naturaleza de la doncella guerrera.
—¿Te pasa algo, Atenea? —le preguntó Hefesto.
—No.
—Hoy estás guapa. Quiero decir, no es que otros días no lo estés, sino que…
—Gracias, Hefesto. Lo he entendido —respondió Atenea, rozándole el hombro, y notó que el cuerpo del dios se contraía.
Sí, el pobre Hefesto, engañado por su esposa, estaba enamorado sin remedio de ella, la diosa virgen. O, más bien, la diosa que debía seguir fingiendo ante los demás que era virgen.
Más allá de Afrodita quedaban dos sitios desocupados. El primero, de mármol y más ancho que los demás, estaba esperando a Ares, por cuyo regreso se había convocado la asamblea. El último, más pequeño, era de madera de fresno, con las patas talladas en forma de pezuñas de cabra.
—¿Dónde se habrá metido Zagreo? —preguntó Hefesto.
—No lo sé —respondió Atenea—. O aparece pronto o nuestro padre llegará antes que él. No creo que le haga mucha gracia ver su asiento vacío.
—Lo mejor que podíamos hacer era tirar su asiento a la piscina de las nereidas. Ese jovenzuelo insolente no pinta nada aquí.
No, pensó Atenea, en verdad que no. Zagreo, hijo de Perséfone, no había heredado gran cosa de su padre. Hades tenía la piel como la cera, los ojos negros y hundidos y el gesto agrio como si sufriera una perenne dispepsia; mientras que Zagreo era un joven de piel dorada, ojos grandes y azules y miembros delicados, que siempre andaba emborrachándose, gastando bromas a los demás dioses y bajando a la tierra a fornicar con todas las mortales que se le ponían por delante. Para Atenea era un misterio inescrutable por qué Zeus le había concedido un asiento a Zagreo entre los grandes, que ahora eran trece en vez de los doce que habían sido durante largo tiempo. Pero jamás se lo había preguntado, pues era evidente que el rey del Olimpo sentía un afecto especial por aquel sobrino descarriado, más amante del vino puro que de la ambrosía.
Un trueno resonó en la distancia. Iris, mensajera de Zeus y Hera, se apresuró a ocupar su puesto, se arregló los pliegues de la túnica e hizo sonar su trompeta. Los dioses que estaban sentados se pusieron en pie, y todos miraron hacia el sur, de donde provenía el trueno.
—Pero, ¿cómo? —protestó Poseidón—. ¿Ni siquiera estaba en el palacio? ¿Nos convoca a una asamblea el mismo día en que regresa de un viaje? ¡Si nos descuidamos se sacudirá el polvo del camino encima de nosotros!
—No seas tan gruñón, tío —le dijo Ártemis.
Por aquella dirección noto, el viento del sur, arrastraba a gran velocidad una enorme nube, cuya textura algodonosa y compacta era innatural a aquellas alturas más propias de deshilachados cirros. Delante de ella venía una sombra, pequeña y fugaz, que no tardó en sobrevolar las terrazas del Olimpo. Era Hermes, que precedía a su padre y señor. El dios mensajero se detuvo sobre las cabezas de los grandes, frenó el batir de las alas de sus pies y se dejó caer con elegancia en el centro del semicírculo que formaban los demás dioses.
—Soberana Hera, divino Poseidón, tíos y hermanos, os saludo.
Después se dio la vuelta y alzó el brazo derecho. La serpiente tallada en su caduceo cobró vida y se enroscó alrededor de su muñeca. Cuando así ocurría, no hablaba como el joven trapacero Hermes, sino como el heraldo sagrado de los dioses cuya palabra nadie podía poner en duda.
—¡Inmortales y bienaventurados todos! ¡Os anuncio la llegada de Zeus Cronida, el Amontonador de Nubes, Señor Supremo del Olimpo!
Entre deslumbrantes relámpagos y ensordecedores truenos, la nube empezó a desintegrarse sobre las cabezas de los inmortales. De su oscuro seno surgieron primero dos enormes criaturas aladas, Macropis y Agaclea, las águilas gigantes de Zeus, cuyos gritos resonaron como clarines de plata en el viento. Después, cuando los últimos celajes se abrieron, apareció un objeto brillante y se escuchó un trueno cuyos compactos ecos hicieron vibrar las costillas de todos los inmortales. Atenea, pese al enfado con su padre, sintió que la piel se le erizaba de emoción al ver cómo se acercaba el carro dorado tirado por cuatro caballos alados de impoluta blancura. Sin duda, el rey del Olimpo dominaba el arte de las apariciones espectaculares.
Mientras el carro descendía, los demás dioses lo saludaron con aclamaciones y aplausos. Los cuatro caballos se posaron en el centro de la plataforma, sin que Zeus se molestara en tirar de las riendas, pues los tenía perfectamente adiestrados.
Zeus, por fin, bajó del carro. Vestía una sencilla túnica azul, pero cuando puso el pie en el suelo, Iris le echó sobre los hombros un manto púrpura bordado con cenefas doradas. El hijo de Cronos levantó la mano izquierda para saludar a los demás dioses, mientras su diestra sujetaba los pliegues del manto. Después se dirigió hacia el trono. En primer lugar saludó a su hermano Poseidón, luego inclinó la cabeza ante Hera, sin tomarle la mano como antes, pues desde que no compartían alcoba se cuidaba mucho de tocarla. Los demás dioses también recibieron sus saludos. A Atenea le regaló una sonrisa que parecía disculparse por la discusión de dos noches antes. Pero su sonrisa se trocó en un rictus de contrariedad cuando reparó en que la silla de Zagreo estaba vacía.
—¿Dónde se ha metido ese jovenzuelo? —preguntó, repitiendo sin saberlo las palabras de Hefesto.