La ira del dios del rayo
Durante toda la noche, Hermes estuvo pensando en Tifón, el monstruo que aseguraba ser hijo de Cronos. Antes de retirarse a su propio palacio, estuvo unas horas con Apolo, observando cómo el corazón de Zagreo palpitaba en su baño de ambrosía, dentro de una gran urna de cristal. Asclepio le había clavado unos tubos dorados para inyectar la droga divina en sus cavidades:
—No basta con que se regeneren las paredes del corazón. Debe recobrarse todo su tejido, desde el interior. Es la única manera de que, con tan poca materia, pueda recuperarse.
—¿Crees que volverá a ser… él? —preguntó Hermes.
—Es pronto para saberlo.
Asclepio, hijo de Apolo, era un hombre alto y cargado de hombros. Cuando subió al Olimpo estaba casi calvo, aunque desde entonces había recobrado algo de pelo gracias a la ambrosía. No existía mejor médico en el mundo. Había llegado a dominar los secretos de la vida hasta el punto de resucitar a un muerto; o, al menos, eso se decía. Hermes, que dudaba de que un simple humano pudiera resucitar, sospechaba que aquel hombre había sufrido una especie de catalepsia. Fuere como fuere, la fama de Asclepio se propagó por todas partes. Zeus juzgó peligroso que los hombres pudieran vencer a la muerte, temiendo que a continuación quisieran rivalizar con los dioses. Por tal motivo él mismo le ofreció a Asclepio la disyuntiva entre subir con los inmortales al Olimpo y compartir con ellos una vida mucho más larga de la que le correspondería, o caer fulminado en el acto por un rayo.
Asclepio había elegido la primera opción. No le atraía mucho vivir entre dioses, pues su mayor interés en la vida era estudiar las miserias del cuerpo humano; pero tampoco tenía afán por bajar al Hades antes de tiempo. Como quiera que Zeus lo arrebató en su carro alado en mitad de una tormenta, los mortales aseguraron desde entonces que lo había matado para convertirlo en un dios.
—Mirad —explicó el médico—. Si os fijáis bien, veréis que empiezan a brotar una especie de zarcillos en las membranas que recubren el corazón.
Hermes pegó la nariz a la urna de cristal, una maravilla fabricada, como tantas otras, por Hefesto. Más que zarcillos, lo que estaba creciendo en las paredes del corazón de Zagreo se le antojaron vellosidades, y Hermes se preguntó si en vez de regenerarse no se estaría pudriendo, devorado por algas, gusanos o alguna criatureja similar.
—Pobre Zagreo —murmuró—. La verdad es que eras un bocazas, pero no te merecías algo así.
—Si todos los bocazas merecieran semejante destino —dijo Apolo—, de ti no quedaría ni la glándula biliar.
—¿Y eso qué infiernos es?
—Hermes, padre —les dijo Asclepio—, realmente no podéis hacer gran cosa por él. Yo seguiré vigilándolo, pero todo depende de su propia capacidad de regeneración. Seguro que tendréis asuntos importantes que atender.
—Así es, hijo. Sé que harás lo mejor por Zagreo. Zeus confía en ti —dijo Apolo.
Aquella escena habría resultado chocante para un humano: un joven que no podía tener mucho más de veinte años dirigiéndose como «hijo» a alguien que parecía doblarlo en edad. Pero los dioses estaban acostumbrados a tales paradojas.
—Se recuperará, ¿verdad? —insistió Hermes.
—Lo intentaremos —dijo Asclepio.
—¿Por qué estás tan preocupado? —preguntó Apolo—. No puede decirse que Zagreo fuera íntimo amigo tuyo.
—Ni de nadie. Pero no sé si recuerdas que mañana tengo que acompañar a nuestro padre para que se enfrente con la criatura que ha dejado reducido a nuestro primo a esto… —dijo Hermes, señalando con el pulgar al corazón que seguía palpitando.
Apolo le pasó la mano por el hombro y tiró de él para sacarlo de la enfermería.
—Tranquilo. Si Tifón es capaz de clavarle un solo diente al velocísimo Hermes, yo mismo me pondré delante de él y le rendiré pleitesía, hermanito.
El sonido plateado de una campanilla despertó a Atenea. Se revolvió en la cama y miró hacia la ventana. Ya había amanecido. Solía espabilarse con los primeros rayos del sol, pero la víspera le había costado mucho conciliar el sueño. No se trataba sólo de los sucesos del día, la amenaza de los gigantes y el desafío de Tifón. Lo que más la atormentaba eran los remordimientos por lo que había hecho con Ganímedes. Al caer la noche, la calidez que había sentido durante el día se convirtió en una sensación espesa y pegajosa, como si un sapo frío y viscoso correteara sobre su vientre. Se sentía sucia, incompleta, como si le hubieran robado parte de su valor o de su fuerza. Indigna de ser ella.
No puede ser. Mi padre ha fornicado tantas veces que ni el mismo se acuerda, y sigue siendo el más digno de los dioses.
Se había repetido ese argumento durante toda la noche, y también había intentado recordar los besos de Ganímedes y el placer que había disfrutado con él, en vez de dejarse torturar por la culpa. Pero los rasgos suaves del joven copero se convertían en las facciones de su padre, talladas a cincel, y sus ojos húmedos y oscuros en las estrechas y frías pupilas de Zeus.
Debo olvidarlo. No repetir el error, simplemente, y olvidarlo.
—¡Frixa! ¡Llaman a la puerta!
Pero la sirvienta no dio señal de haber oído el timbre. Atenea se echó por encima una túnica y salió de la alcoba. Frixa no aparecía por ninguna parte, y la campanilla seguía sonando.
—¿Dónde se habrá metido esta mujer? —rezongó mientras acudía a la puerta—. Si ha decidido tener un día de asueto por su cuenta, la despellejaré y usaré su piel para forrar un escudo.
En la puerta esperaba Iris, la emisaria.
—Tu padre quiere verte, Atenea.
—Bien. Iré a…
—Quiere verte ahora mismo, en la Atalaya. Ha dicho que no hace falta que lleves tu armamento, diosa guerrera —informó Iris. Intentaba mantenerse seria, pero las cejas sonreían por su boca. Era evidente que le complacía dar órdenes a una gran diosa, aunque fuera de forma vicaria.
Cuando Atenea llegó a presencia de su padre, un miedo que jamás había experimentado atenazó su vientre. ¿Es esto sentirse como una mortal?, se preguntó, clavándose las uñas en las palmas de las manos.
Zeus estaba sentado en su sitial, con un gesto solemne que no solía adoptar cuando recibía las visitas de los íntimos en la Atalaya. Además, su mano izquierda sujetaba el cetro de oro y marfil que sólo utilizaba en las audiencias oficiales. Apartada un poco más allá, con la espalda apoyada en una de las columnas que daban paso a la balconada, estaba Frixa. Pero, si la visión de su sirvienta en ese lugar era inquietante, había otro que la llenó de pavor. A unos pasos del asiento de Zeus, arrodillado en el suelo y con el rostro hundido entre las manos, estaba Ganímedes.
Ha confesado, comprendió Atenea.
Sin decir nada, se acercó a su padre y esperó firme, los brazos caídos a los costados. Si al menos hubiera traído su lanza, habría sabido dónde poner las manos. Durante un rato soportó la mirada acusadora de Zeus, pero luego no pudo resistir más aquellas pupilas como alfileres de plata y agachó la cabeza.
—¡Mírame a los ojos!
Haciendo un esfuerzo, Atenea levantó la barbilla, que le temblaba visiblemente. Conocía aquel gesto de su padre, la ira fría del soberano, la justicia implacable del señor de los cielos. Pero siempre había visto esa mirada dirigida a otros, y no a ella.
—¿Es verdad? —preguntó Zeus.
Atenea comprendió que no tenía sentido negarlo. ¿Cómo había sido tan estúpida de pensar que su falta iba a pasar desapercibida en el Olimpo, donde mil oídos escuchaban, mil voces susurraban y mil ojos espiaban?
—Sí, padre.
Zeus se puso en pie y levantó el brazo. Atenea, involuntariamente, encogió los hombros. De los dedos semimetálicos de su padre brotaron chispas blancas que se juntaron en un arco de luz. Pero Este no saltó sobre ella, como había temido, sino sobre Ganímedes. El joven troyano gritó y se sacudió en el suelo dos veces, y después se quedó inmóvil.
Sin pensar en lo que hacía, Atenea acudió junto a Ganímedes y se inclinó sobre él. No respiraba, ni latía el pulso en las venas de su cuello. Aquel muchacho, cuya única falta había sido obedecer a los caprichos de los dioses porque no tenía otro remedio, había muerto por su culpa. Qué frágiles son los humanos, pensó. Para derribar a una criatura del orden de los inmortales su padre tenía que cebar el rayo de su mano antes de lanzar la descarga; pero había bastado una sola centella para parar el corazón de Ganímedes.
—Apártate de él.
Atenea se levantó y retrocedió unos pasos. Zeus, con la punta del pie, dio la vuelta al cadáver para no verle el rostro.
—Fui yo quien lo trajo al Olimpo —dijo, con gesto sombrío—. Lo hice para convertirlo en el copero de los dioses, pues su belleza complacía a mi vista. ¡Pero, al parecer, las diosas olímpicas creyeron que lo había traído para convertirlo en juguete de su lujuria! Ya es bastante malo que Afrodita, Iris, Hebe, Angelia o incluso mi hermana Deméter lo hayan utilizado para satisfacer sus repugnantes apetitos. ¡Pero que lo hayas hecho tú, Atenea! ¡Que hayas traicionado a tu padre y perdido la virginidad por un humano!
¿Qué hay de tus caprichos, padre? ¿Acaso no lo trajiste aquí para satisfacerlos? ¿Es que tus apetitos son menos repugnantes que los nuestros por ser tú el señor del Olimpo?
Ninguno de estos pensamientos atravesó el cerco de sus dientes. Que las palabras de su padre fueran injustas no la exculpaba a ella.
—¡Juraste por Estigia, hija mía! —gritó Zeus, apretando los dedos de su mano izquierda como si quisiera triturarle la cabeza entre ellos—. ¿Es que el juramento más sagrado ya no tiene ningún valor en el Olimpo?
—Padre, yo…
—¿Qué? ¡Habla!
Pero Atenea descubrió que no tenía nada que decir. Zeus apretó los dientes y volvió a alzar la diestra. Atenea le miró a la cara, decidida a aguantar la descarga con temple; mas tampoco ahora la ira de su padre se abatió sobre ella. El rey de los dioses se volvió y el relámpago cayó sobre Frixa, que había estado contemplando la escena con una sonrisa de malévola satisfacción. Pero esta vez no fue una descarga instantánea, sino que Zeus mantuvo la mano en alto y siguió arrojando el rayo mientras la infortunada sirvienta sacudía los brazos y soltaba espumarajos por la boca entre temblorosos chillidos. Su túnica estalló en llamaradas que en seguida prendieron los cabellos, y un espantoso olor a pelo quemado llenó la estancia. Por fin, el dios de la tempestad bajó la mano y Frixa se desplomó en el suelo. Las llamas aún tardaron en apagarse un rato.
—Nadie debe conocer esta vergüenza —dijo Zeus, frotándose la mano derecha contra el muslo y volviéndose hacia Atenea. Por un momento ella albergó la esperanza de que su rabia se calmara, tras haberse ensañado más con la delatora que con el propio Ganímedes.
—Lo siento mucho, padre, de…
—¡Silencio! No digas ni una palabra si no quieres que te fulmine como a ellos. ¡Eres una diosa, pero te juro por la sagrada Estigia que si concentro en un solo rayo toda la ira que siento en este momento, no quedarán de ti cenizas ni para rellenar un dedal!
Atenea cayó de rodillas.
—Castígame, padre. Cumpliré la pena por violar el juramento…
—¡He dicho que te calles!
—… La cumpliré diez veces. ¡Diez años estaré encerrada en el ataúd y noventa apartada del Olimpo, padre! ¡He pecado contra ti y lo sé! ¡Quiero…!
—¡¡Silencioooo!!
La voz de Zeus hizo retemblar las paredes de mármol. Atenea hundió la cabeza entre las manos. Después oyó los pies de Zeus, que se puso detrás de ella.
—No te des la vuelta. No quiero verte la cara ni quiero que me la veas a mí —dijo Zeus, con la voz más calmada—. Nadie debe saber lo que ha ocurrido. No, ningún dios debe creer que un juramento otorgado ante Zeus se puede saltar a la ligera.
—Padre… —sollozó Atenea, con los ojos arrasados de lágrimas. Nunca antes había llorado.
—Por tanto, no recibirás un castigo público como el de Ares —prosiguió la voz de su padre, más sosegada y a la vez más peligrosa—. Dentro de una hora partiré de aquí para dar caza a Tifón. Cuando esté de vuelta, no quiero verte en el Olimpo. Márchate a tu ciudad de Atenas o haz lo que te parezca, pero no regreses a mi presencia.
Durante unos minutos, Atenea no oyó nada más. Por fin, se decidió a descubrirse el rostro y ponerse en pie. Su padre había salido al balcón y estaba apoyado en la balaustrada. Atenea cruzó bajo el arco que daba acceso a la terraza.
—Padre, por favor…
—Sal de aquí, diosa guerrera.
Atenea se acercó a la balaustrada. Su padre contemplaba al horizonte como si ella no estuviera allí. Ella le agarró del codo y trató de obligarle a que la mirara.
—¡Padre! ¡Castígame, por favor, pero no me hagas esto!
Zeus se revolvió. La terrible fuerza de su brazo arrojó a Atenea contra una columna. Saltaron esquirlas de mármol y los huesos de la diosa crujieron por el golpe.
—¡No me llames padre! ¡Te aborrezco! ¡Ya no eres mi hija!
La mirada de odio de Zeus era tan intensa que a Atenea se le heló el icor en las venas. Resoplando de dolor, se puso en pie y se dio la vuelta para abandonar por última vez las habitaciones de Zeus. Pero cuando ya estaba en la puerta, la voz del rey de los dioses la llamó. Atenea se volvió esperanzada. Pero su padre, sin dignarse a mirarla, le dijo:
—Cuando me vaya, traerás la Égida y la dejarás aquí. No quiero que vuelvas a ponértela nunca. No eres digna de ella.