El desafío de Tifón

Pasaron los días sin que en el Olimpo se recibieran noticias de Zeus. Atenea, tras la sentencia de destierro dictada por su padre, no había tardado en ordenar las pocas posesiones que pensaba llevar consigo: un arcón de ropas, el telar y sus armas, salvo la Égida, que Zeus le había prohibido utilizar. Durante esos días deambuló sola por los rincones más apartados del inmenso palacio celestial, y más a menudo permaneció encerrada en su propia morada, tejiendo el tapiz para la boda en Atenas mientras su mente vagaba sin rumbo por territorios sombríos. Nadie sabía lo que había sucedido entre Zeus y ella, pues su padre había despachado incluso a los Consagrados que custodiaban la escalera de la Atalaya para que no les llegaran ecos de su tormentosa conversación. Algunas diosas se habían interesado por Ganímedes, a quien no se había visto escanciar el vino en las cenas de las últimas noches; pero con su característico egotismo, los inmortales no se preocuparon más por el destino de un simple humano y se limitaron a conjeturar que tal vez Zeus se había aburrido de su presencia.

Ni la propia Atenea sabía muy bien qué la retenía en el Olimpo. Quizá esperaba tener una última visión de su padre, aunque fuera lejana. O que tras vencer a Tifón Zeus regresara satisfecho y se sintiese lo bastante generoso para perdonarla. O tal vez la única razón era que no sabía qué hacer ni adonde ir. Al principio se le ocurrió retirarse a Atenas, pero después pensó que estaba demasiado cerca del Olimpo, que debía poner algún mar de por medio entre ella y el resto de los dioses, huir a algún rincón apartado del mundo, la lejana India, las fuentes del Nilo o las brumosas Casitérides, donde nadie de su familia pudiera visitarla para regocijarse en su humillación.

Y así se cumplieron tres días, y amaneció el cuarto. A menudo Zeus se había ausentado más tiempo, pero siempre lo había hecho con el pretexto de recorrer de incógnito los reinos de la tierra y comprobar si se cumplían sus leyes, y con el propósito real de visitar a las hembras mortales de las que se había encaprichado. La inquietud empezaba a cundir por el Olimpo. Hasta ese momento nadie había dudado de que el rey de los dioses aplastaría a la criatura Tifón que se había atrevido a desafiarlo. Más ahora, al no tener noticias de él, empezaban a formarse corrillos y cenáculos en los que se recordaba con espanto que aquella bestia había devorado a un dios, y se preguntaban por qué aún no llegaban noticias de Zeus.

—Seguramente ese monstruo, al enterarse de que llegaba Zeus, se escondió o huyó a alguna otra isla —decía Hera—. Conociendo la soberbia de mi marido, no querrá volver aquí con las manos vacías y reconocer que Tifón se le ha escapado.

—Aún así —le sugirió Atenea—, deberías enviar a Iris o a Angelia a la isla de Atlas para que averigüen algo.

—No. Ya sabemos cómo es Zeus. Se lo tomaría como una intromisión o una falta de confianza. No, no le ofreceré una excusa para que tenga nada que reprocharme. ¡Nadie se acercará a la isla de Atlas mientras él no regrese!

Era el cuarto día de ausencia de Zeus, y la víspera de la expedición contra los gigantes. Hefesto había trabajado toda la jornada, forjando las armas solicitadas por Ares. Nunca antes en la fragua del Olimpo habían resonado tanto los martillos, un incesante y obsesivo batintín de campanas metálicas. Los incansables cíclopes, al ver triste a su jefe, improvisaron un himno en su honor con sus voces atenoradas:

Cantad, Musas de voz de plata, a Hefesto,

Célebre por sus talentos,

El que con Atenea de ojos glaucos

Enseñó espléndidos oficios a los hombres

Que, como fieras habitaban las grutas.

Agradecido de que alguien reconociera sus méritos, Hefesto se animó un poco y terminó con los últimos detalles del peto y el espaldar de la coraza de Ares. Iba a ser una armadura espléndida, forjada en el mejor acero, con ataujías de oro y cobre, fabricada con placas que cubrían todo el cuerpo de la cabeza a los pies y a la vez permitían libertad de movimientos. Ataviado con esa panoplia, Ares sería una visión aún más terrorífica para sus enemigos. Hefesto sabía que no conseguiría terminarla en dos días, pero ya había calculado cómo repartirse el trabajo para forjar las piezas menores durante su viaje al norte. El escudo lo había terminado la víspera, y era una pieza de la que se sentía particularmente orgulloso: un gran disco de metal que sólo un brazo como el de Ares podría levantar, encantado con sortilegios que atraerían a su broquel todos los proyectiles dirigidos contra el cuerpo de su propietario.

Cuando terminó de remachar la coraza, decidió que bien podía descansar un rato. Mientras los cíclopes hacían un alto para cenar, él le dio una palmada a Brontes en el muslo.

—Viejo amigo, te dejo al cargo de la fragua.

—Volveremos al trabajo en seguida, Hefesto —le prometió el cíclope.

Hefesto se había ido animando al ritmo de los cánticos y de su propio martillo. De pronto, le vino a la cabeza la imagen de su esposa Afrodita desnuda, y se dio cuenta de que un invitado inesperado aporreaba la puerta de cuero de su mandil. Ésa era una ocasión que no se podía desaprovechar. Tal vez, si después de tanto tiempo volvía a hacer uso de su infortunado matrimonio, Afrodita no tendría que buscar satisfacción en otra parte.

Qué estupidez, se dijo, mientras se quitaba el mandil en su taller privado y ordenaba a la doncella autómata que le limpiara con una esponja. Era necio esperar que su esposa dejara de ser promiscua, pues no podía hacer otra cosa que obedecer a su naturaleza, del mismo modo que Hefesto obedecía a la suya martilleando sin cesar en la forja día tras día. Pero al menos esta noche disfrutaré de un buen revolcón, pensó frotándose las manos mientras el elevador que él mismo había fabricado lo izaba a las alturas del Olimpo.

Cuando llegó a su mansión, abrió la puerta con una contraseña que sólo él conocía. Su hogar estaba plagado de ingeniosos dispositivos, muchos de los cuales los había fabricado para vigilar o confinar a su esposa: candados que sólo obedecían a su voz, prismas de cristal que retenían la luz tanto tiempo que cuando uno miraba por el otro lado podía ver imágenes de lo sucedido en la alcoba una hora antes, líquidos invisibles que revelaban huellas o tornos de alfareros que giraban por sí solos y grababan en vasijas de barro las huellas de las palabras pronunciadas.

Por desgracia para el pobre herrero, sus celos no hacían más que animar a Afrodita a pasar más tiempo fuera de casa, e incluso a exhibirse sin ropa mientras la masajeaban en un mirador por el que cualquier dios podía pasar.

—¡Esposa, aquí estoy! —exclamó al abrir la puerta, y se empezó a soltar el cíngulo con la intención de dejar la túnica en el atrio y aparecer desnudo en la alcoba. ¡Ay de Afrodita si esta vez se reía de él!

En ese momento sonaron pasos apresurados en el piso de arriba, y una puerta se cerró de golpe. Hefesto subió corriendo la escalera de mármol que llevaba a la alcoba.

La propia alcoba era el regalo de bodas que Hefesto le había hecho a su esposa: ni el propio Zeus poseía una más grande ni lujosa. Las paredes estaban decoradas con frescos que superaban a las pinturas de egipcios y cretenses en belleza tanto como los dioses superan a los mortales en poder. Pero la principal maravilla era el techo, una cúpula de bronce en la que Hefesto había encastrado miles de joyas que imitaban la disposición y los colores de las estrellas del firmamento. De esta manera homenajeaba a su esposa, hija del poderoso Urano.

Pero bajo aquella creación, una de las que se sentía más orgulloso, había sufrido las peores humillaciones. Las burlas de su esposa, los comentarios mordaces sobre sus defectos físicos, las mofas cuando su erección se venía abajo, la frialdad cuando conseguía hacerle el amor. Y, sobre todo, las carcajadas de los demás dioses cuando entraron a la alcoba para ser testigos de cómo Ares y Afrodita se refocilaban desnudos en el lecho nupcial.

Ahora, su esposa estaba tendida en el tálamo, con los pechos apenas cubiertos por una sábana de seda y una sonrisa indescifrable en la boca ancha y carnosa. Las cortinas de la ventana se agitaban como si una racha de viento se hubiera colado en la estancia. O como si alguien acabara de salir por allí.

Hefesto se asomó. En el alféizar blanco el líquido delator revelaba las huellas de unos pies enormes y descalzos.

—¿Quién andaba ahí? —preguntó, volviéndose a Afrodita.

—¿Quién iba a andar? ¿Por qué no vuelves a tu sucia fragua y me dejas dormir? —respondió ella, tapándose más.

Hefesto se dio cuenta de que el deseo que sentía se había esfumado. Por suerte, con las prisas no había llegado a quitarse la túnica. Habría dado un espectáculo ridículo irrumpiendo en la alcoba ataviado tan sólo con las botas.

—No habrás vuelto a fornicar con Ares… Cualquier cosa te la puedo perdonar, pero ésa no.

—¿O sea, que no te importa que me acueste con otro, siempre que no sea él?

—¡Yo no he dicho eso! Pero si me engañas con Ares, entonces… Entonces…

Nunca había podido soportar la mirada insolente de Afrodita. Para colmo, ella se envolvió en la sábana, se levantó y caminó hacia él. Era un palmo más alta que su marido, y siempre exhalaba un perfume embriagador. Era el aroma dulzón del bosque húmedo en el que los brotes germinan y las hojas se descomponen, el olor salado del mar que se estrella contra las rocas, y también el pungente de la tormenta de primavera que se anuncia con el arco iris. Era la fragancia almizclada del deseo.

Afrodita le acarició los hombros, y a su pesar Hefesto, que los tenía doloridos de tanto martillear en la fragua, ronroneó de placer.

—¿Entonces qué, esposo mío? ¿Qué harías contra tu dulce Afrodita?

—Si Ares se atreve a romper de nuevo el juramento, Zeus lo castigará. ¡Y esta vez no se limitará a desterrarlo por diez años!

—Ah, ya veo. Hablas de lo que haría Zeus, no de lo que harías tú. ¿Por qué no lo castigas tú mismo? ¿Te falta hombría para ello, amado esposo? —preguntó Afrodita, frotándose contra él.

Hefesto sintió que su cuerpo reaccionaba, pues no había ningún cuerpo que fuera inmune al roce de la diosa, pero también sabía lo que pasaría si intentaba hacerle el amor. Pues era ella misma quien provocaba su impotencia, en el momento más inoportuno, para burlarse de él.

—¡Apártate de mí! —dijo, empujándola contra la cama—. ¿Quieres saber lo que haré yo? ¿De verdad quieres saber lo que haré?

—Me muero de curiosidad.

—Si vuelves a cometer adulterio con Ares, haré… haré… ¡Haré que Zeus te expulse para siempre del Olimpo!

—Sabes que Zeus no se atrevería. Aunque tú parezcas mucho más viejo que yo, recuerda que soy una Primera Nacida, mi querido esposo.

—¡Pues entonces haré que lo expulse a él para siempre, y no lo volverás a ver jamás!

—Qué obsesión tienes con tu hermano Ares. ¿Por qué crees que sigo viéndole?

—Porque eres… eres…

Afrodita se incorporó y, aún sentada en la cama, rozó con sus largas uñas el velludo pecho de Hefesto.

—Pero, ¿qué crees que veo en él que no puedas tener tú? Bueno, él es más grande. Sí, mucho más grande. Pero la habilidad también es importante. ¿Por qué no me demuestras tu proverbial habilidad, mi venerado esposo? El tamaño no lo es todo…

Con los oídos zumbando de ira y vergüenza, Hefesto la apartó de sí y huyó de la alcoba y de la casa, perseguido por las carcajadas de Afrodita.

La mansión de Hefesto se alzaba sobre la Aguja Norte, pero la puerta estaba orientada hacia el puente que conducía al Cranón. El dios lo cruzó y se dirigió hacia la entrada del elevador que lo llevaría de nuevo al cobijo subterráneo de su fragua, de donde no debería haber salido aquella noche. Pero luego se arrepintió y decidió pasear un rato por el Buleuterión, la sala de consejos, pues el aire era fresco y límpido. Recorrió las terrazas que el día anterior habían estado plagadas de dioses, ahora vacías, y subió hasta la plataforma central, al pie del palacio de Zeus. Allí se acomodó en el asiento que ocupaba entre los grandes y contempló las estrellas y la luna, que ya había empezado su fase menguante. Desde allí, al borde del diáfano éter, se podían apreciar sus sombras y sus cráteres, y las miríadas de estrellas lucían azules, blancas y rojas.

Inquieto, se levantó y caminó junto al estanque donde se bañaban las divinidades marinas cuando asistían a las asambleas, y llegó hasta un mirador que se asomaba al este. Entre los edificios que se alzaban sobre las Agujas Nordeste y Sudeste, se abría un amplio espacio que en los días despejados permitía ver el mar, la península Calcídica e incluso su amada isla de Lemnos. Pero ahora las nubes, blancas bajo la luz de la luna, lo cubrían todo, como si quisieran aislar a los dioses del Olimpo de las miserias de la tierra.

Hefesto se volvió al oír unos pasos sutiles a su espalda y el suave frufrú de una tela. Era Atenea, vestida con un sencillo peplo azul, descalza, sin yelmo ni Égida.

—¿Te molesta que contemple el panorama a tu lado, Hefesto?

—Hay poco que ver —dijo él—. Sólo nubes.

Ella se apoyó en el pretil y permaneció un buen rato sin decir nada. Hefesto dejó de observar las nubes y torció los ojos para mirarla con disimulo. El viento hacía ondear la túnica de Atenea, pero de su cabello sólo se movía un rizo rebelde que había escapado de la horquilla de plata. A Hefesto le embelesaba su perfil: la nariz que bajaba recta hasta el afilado botón del final, los labios carnosos que a menudo intentaba esconder, el cuello largo y delicado que parecía más adecuado para lucir collares de oro que para sostener el peso del yelmo.

Mientras pensaba en lo afortunado que habría sido si Zeus lo hubiese casado con Atenea y no con Afrodita, se dio cuenta de que una lágrima rodaba por la mejilla de la diosa. Llevado por un impulso, tendió la mano para enjugarla; pero antes de que pudiera rozarla, Atenea le agarró por la muñeca con dedos fuertes como tenazas.

—¡Augg!

Atenea le soltó al momento y sonrió, un gesto casi más triste que aquella lágrima solitaria.

—Lo siento. No quería hacerte daño.

—Perdóname tú por mi atrevimiento —dijo Hefesto—. ¿Qué te atormenta?

La mirada de la diosa volvió de nuevo al mar de nubes.

—El futuro. No sé qué me va a deparar.

—¿El futuro? No tienes por qué preocuparte de él, Atenea —dijo Hefesto, con sarcasmo—. Somos los Olímpicos, inmortales y bienaventurados.

—No estoy tan convencida de que todos seamos bienaventurados. Y desde lo que le sucedió a Zagreo, tampoco estoy tan segura de nuestra inmortalidad. De todas formas, ¿para qué la queremos? —preguntó, mirando a Hefesto a los ojos—. ¿No crees que en el fondo los humanos son más felices que nosotros? Sus vidas son tan cortas que no les da tiempo a aburrirse de su propia estupidez.

—No acabo de entender lo que dices —contestó Hefesto, después de pensar durante unos segundos—. Yo nunca me he aburrido.

—Tú estás demasiado ocupado en tu fragua para pensar en esas cosas, y además no eres ningún estúpido —dijo Atenea.

—Vaya, ¿tú no crees que sea un estúpido?

—No sólo eso, sino que creo que eres el más inteligente de los dioses.

—Si lo fuera, los demás no se burlarían de mí constantemente —respondió Hefesto, con desesperanza.

Atenea le puso una mano en el hombro y se inclinó un poco para besarle en la frente.

—Lo hacen porque tienes un noble corazón, Hefesto, y la mayoría de los dioses no conocen el significado de la palabra nobleza.

Hefesto se estremeció al contacto de aquellos labios. Pero cuando estaba pensando cómo explicarle a Atenea que sentía por ella algo más que el simple afecto entre hermanastros, cinco notas de trompeta interrumpieron su conversación. Ambos volvieron la mirada al Cranón. Allí, por debajo de la Atalaya, se habían encendido luces en las ventanas de la sala donde la familia olímpica se reunía a cenar.

—Es la llamada de Iris —dijo Hefesto.

—Nuestro padre… —susurró Atenea—. Debe haber llegado ya.

Y eso quiere decir que debo marcharme antes de que me vea y se desate su ira, pensó. Pero Hefesto meneó la cabeza.

—No. Lo habríamos sabido. Zeus puede caminar de incógnito por la tierra, pero cuando regresa al Olimpo le gusta hacerse notar. —Las cinco notas se repitieron, más rápidas e impacientes que antes—. Ven, debemos apresurarnos.

—No, ve tú —dijo Atenea—. Yo prefiero quedarme aquí.

—¿Cómo? No puedes hacer eso. Nos están convocando a todos los Olímpicos…

Atenea se mordió los labios. No podía contarle a Hefesto lo que había sucedido entre Zeus y ella, pero tampoco quería correr el riesgo de encontrarse con su padre. Finalmente, decidió que cuando llegaran al Cranón dejaría que el dios herrero se adelantara y ella se quedaría rezagada. La voz de Zeus era poderosa e inconfundible: sin duda la oiría de lejos con tiempo de sobra para retirarse.

Sus temores resultaron infundados. Zeus no había regresado aún. Cuando llegaron al triclinio, ya estaban allí las demás divinidades convocadas. Hera y Deméter se habían sentado en un diván, de tal manera que tenían entre ambas a Hestia, a quien no dejaban de consolar mientras gemía y murmuraba ¡Qué espanto! ¿Qué vamos a hacer? en un tono plañidero que a Atenea le resultó poco convincente. Ares estaba de pie, con el trasero apoyado en una gruesa columna, los masivos antebrazos cruzados sobre el pecho y el ceño fruncido en un gesto de perplejidad. Un poco apartada de los demás, Afrodita estaba reclinada en otro lecho y se dedicaba a comer uvas con parsimonia. Ártemis, que solía ponerse nerviosa encerrada entre paredes, daba paseos por la sala. Iris, tras haberlos convocado, aguardaba muy tiesa y con los dedos crispados sobre la trompeta dorada. Hebe, con gesto de preocupación, estaba llenando copas de ambrosía. Apolo se había sentado en un taburete junto a Hermes, y le apretaba el hombro para tratar de consolarle. El dios mensajero, muy pálido, tenía la cabeza gacha y el gesto perdido. Sobre una mesita de ébano había un cofrecillo de cobre al que todos dirigían miradas aprensivas.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Atenea, aunque sabía de sobra la respuesta.

—Malas noticias —contestó Apolo—. Mira en la arqueta.

Era la segunda vez que los dioses recibían un cofre en pocos días. Atenea levantó la tapa, preparada para encontrar algo horrible, pero aún así se estremeció de pies a cabeza cuando vio en el fondo de la caja dos ojos arrancados de sus órbitas. Dejó que Hefesto los viera, y luego cerró el cofre.

—Le volverán a crecer —dijo, más para sí misma que para los demás. Pues, aunque en el centro de aquellas esferas los iris azules parecían mucho más pequeños, seguían siendo inconfundibles. Eran los ojos de Zeus.

Hermes lo había presenciado todo. Zeus, privado del rayo por la traición de la reina Jenódice, había caído derribado ante Tifón. El dios supremo aún intentó resistirse, pero en aquel momento, por si fuera poca la ayuda que Tifón había recibido, apareció un gigantesco dragón. Impotente en la red de hilos invisibles, Hermes vio con horror cómo el dragón inmovilizaba a Zeus en el suelo mientras Tifón se agachaba sobre él y, con las uñas de los meñiques, largas y finas como dagas, le sacaba los ojos.

—Nuestro padre no gritó —dijo, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas—. No, él no dio un solo grito, pero yo sí.

Atenea sentía que una garra de hielo se había cerrado dentro de su pecho y le impedía respirar. Los ojos se le estaban humedeciendo, pero ya había llorado bastante cuando su padre descubrió que había perdido la virginidad, y no estaba dispuesta a consentirse más debilidades. Para serenarse, estudió las reacciones de los demás. La única indiferente parecía Afrodita, que seguía comiendo uvas como si la hubieran convocado para un banquete y no para una reunión de emergencia. En cuanto a Hera, su gesto era serio y contenido, pero no parecía demasiado compungida por su marido. En realidad, a Atenea le habría sorprendido lo contrario.

—¿Qué más pasó? —le preguntó a Hermes.

Con voz débil, Hermes les contó que el propio Tifón lo había encerrado en una jaula de hierro. Sé que eres el dios de los ladrones, le había dicho, pero este cerrojo no abrirás. Y con un chorro de llamas había fundido el candado a los barrotes, abrasándole de paso los dedos. Las quemaduras de Hermes ya se habían curado, pero no así el pavor que había pasado acurrucado en aquella jaula diminuta, temiendo a cada momento que Tifón o el dragón decidieran devorarlo o que lo mutilaran con la hoz adamantina; pues, como le había explicado Tetis al entregársela, lo que esa hoz cortaba no volvía a crecer.

Tras enjaularlo, lo llevaron a su cubil, en el cráter del volcán, donde había pasado varios días respirando vapores mefíticos y sufriendo un calor indecible. Allí sólo recibía las visitas del dragón. La criatura se quedaba mirándole fijamente con ojos de topacio, siseaba algo en su peculiar idioma y después de emponzoñar el aire con su aliento venenoso se marchaba.

Por fin, el día de su liberación, Tifón se presentó ante él y le entregó un papiro enrollado.

—Ess para k'e lo leass delante de loss demáss diossesss. Miss nuevoss súbditosss.

El dragón que acompañaba a Tifón dejó caer unos hilos de saliva sobre los barrotes de la jaula. Hermes se acurrucó contra el fondo, intentando evitar los vapores que subían siseando del metal corroído. Sus captores metieron la jaula en un saco de lona, y luego lo transportaron por los aires durante un largo rato. Al fin, lo soltaron junto al mar. Cuando la saliva del dragón terminó de hacer efecto sobre el hierro de los barrotes, Hermes pudo salir de la jaula y desatar los nudos del saco.

—Me habían dejado en un islote de las Esporadas. En cuanto me vi libre, volé hacia aquí. El resto…

—¿Dónde está ese papiro? ¿Lo has leído ya? —preguntó Atenea.

—No. Esperaba a que estuviéramos reunidos.

—Pues ya estamos todos los que tenemos que estar —dijo Hera, en tono seco—. Lee el mensaje de Tifón.

El papiro estaba escrito con signos egipcios. Mientras lo leía, Hermes levantaba la mirada de vez en cuando, como si quisiera pedir disculpas a los demás dioses por las atrocidades que su voz estaba pronunciando.

«Salve, dioses del Olimpo. Este es un mensaje de vuestro nuevo señor, Tifón, hijo de Cronos, señor del mundo. Os envío los ojos del que se hacía llamar dios supremo, ese pequeño Zeus que suplicó piedad a mis pies cuando lo derroté con mi poder. Pues Este es tan infinitamente superior al suyo y a los vuestros juntos como el de un león al de una miserable cucaracha. Os envío los ojos de ese patético fornicador, pues es todo lo que queda de él. El resto lo devoré, y ahora su carne y sus huesos hacen compañía en mi estómago a los del patético diosecillo al que conocíais por Zagreo.

»Puesto que ahora soy vuestro señor, en breve me plantaré en vuestra morada del Olimpo y os haré conocer mi poder. Éstos son mis planes para vosotros:

»En primer lugar, abriré las puertas del Tártaro y liberaré a los titanes, mis parientes de sangre, legítimos señores del Olimpo a los que vosotros y vuestro reyezuelo Zeus encarcelasteis allí de forma inicua.

«Después me encargaré de cada uno de vosotros.

»A Hefesto le tengo guardadas las cadenas con las que ató a Prometeo a un dragón alado que le devorará los intestinos al igual que el águila de Zeus devora el hígado del titán injustamente condenado.

»A Hermes he tenido la generosidad de liberarlo para que os llevara mi mensaje, pero cuando llegue al Olimpo lo encerraré en una jaula aún más pequeña, para que pase la eternidad con la cabeza escondida entre sus propios tobillos.

»A la dulce Afrodita la consagraré como virgen a mi servicio…»

—¡Ja! ¡Eso habrá que verlo! —saltó la diosa, y desprendió otra uva del racimo.

»…como virgen a mi servicio. A Ártemis y Atenea les haré conocer el yugo del matrimonio, mientras encadenado a la pata de la cama, castrado y sin ojos, el bello Apolo cantará un himno nupcial con su afamada lira. Y cuando me haya hartado de ellas, se las entregaré a mis cien hijos para que hagan con ellas lo que se les antoje.

»Ares tendrá que sostener…

—¡No pienso seguir oyendo esta sarta de necedades! —exclamó Ártemis, y antes de que Hermes pudiera reaccionar le quitó el papiro y lo arrojó a las llamas de un brasero de bronce.

—¡Insensata! —dijo Hera—. Ahora no sabremos qué condiciones quiere exigir Tifón.

—¿Condiciones? —intervino Atenea—. ¿He oído bien? ¿Es que quieres escuchar las condiciones de ese monstruo?

—Ahórranos tu indignación, Atenea —replicó Hera—. Tenemos que ser realistas. Zeus era el más poderoso entre todos nosotros. Si Tifón ha conseguido destruirlo, es que es invencible. Al fin y al cabo, sólo se trata de cambiar a un déspota por otro.

—¡Estás hablando de tu marido y hermano!

—Tenía que ser —sollozó Hestia—. Tenía que acabar así. No podíamos…

—¡Cállate! —dijo Hera—. No es momento para gimoteos.

—En verdad que no lo es —dijo Apolo—. Tifón no es nuestro único problema. Tenemos otra urgencia.

El gesto del dios era tan grave que todos guardaron silencio y le prestaron atención. Apolo les explicó que dos días antes había partido por fin a cumplir la misión que Zeus le había encomendado: proteger la caravana sagrada. Puesto que no escampaba, al final decidió recurrir a un carro alado como los demás dioses y voló directo hacia el norte a unos mil codos de altura, por debajo de las nubes que encapotaban el cielo de horizonte a horizonte.

Antes de llegar al gran río Istro, había encontrado los restos de la expedición sagrada: carromatos quemados, caballos destripados, armas desperdigadas y cadáveres, muchos cadáveres, semienterrados en la nieve. La llegada de Apolo espantó a los lobos y otras alimañas que hozaban entre los cuerpos. No había dejado de nevar en varios días, y eso había cubierto las huellas, por lo que no pudo saber en qué dirección se habían marchado los atacantes, si habían vuelto a cruzar el Istro o estaban más al sur. Pero los indicios que encontró en el campo de batalla le convencieron de que, como se temía cuando tuvo la primera visión del desastre desde el aire, el ataque había sido obra de gigantes. Los muertos estaban destrozados, machacados: no había tajos ni heridas punzantes, pero sí cabezas aplastadas, miembros desgajados y troncos reducidos a pulpa. Las corazas no les habían servido de nada a los Consagrados tesalios que custodiaban el convoy.

Tan sólo había encontrado a un superviviente. Catreo, príncipe de Hieróptolis, yacía bajo los restos de un carro. Al parecer, el golpe que lo derribó lo había alcanzado sólo de refilón, por lo que quedó inconsciente y protegido de la vista de los asaltantes. Cuando Apolo lo recogió, tenía los labios azules, las manos y los pies congelados y apenas respiraba. Apolo le había impuesto la mano en la frente y había conseguido que recuperara el aliento. Aún así, el humano estaba demasiado débil para hablar, por lo que se lo había traído de vuelta al Olimpo. Allí, tras ungir sus miembros con una mezcla de vino y ambrosía, se había recuperado lo suficiente para contar que, tal y como sospechaba Apolo, el ataque a la caravana había sido obra de gigantes.

—¿Qué ha pasado con los ingredientes de la ambrosía? —preguntó Afrodita, incorporándose en el diván. Hasta ese momento había seguido la conversación con aburrida indolencia.

—Se los han llevado los gigantes —respondió Apolo.

—¿Que se los han llevado? —intervino Hera—. ¿Y cuándo has sabido eso?

—Hace dos días. Lo acabo de explicar.

—¿Por qué no nos has dicho nada? ¿Por qué no me has informado a mí? ¡En ausencia de mi marido soy la señora del Olimpo!

—Ahora te estoy informando, potnia Hera —dijo Apolo, recalcando el título de venerable en tono sarcástico—. Estaba esperando al regreso de Zeus, y mientras tanto yo mismo intenté encontrar a los gigantes que habían robado la ambrosía.

—Deberías haber contado conmigo. No es una cuestión personal tuya.

—Sí que lo es. Entre los cadáveres encontré los de mis hijos, Doro y Polipetes.

Los dioses no solían sentir un apego excesivo por sus vástagos mortales; al fin y al cabo, llevaban mucho tiempo engendrándolos y acostumbrándose a que murieran en unos cuantos años, como mucho ciento cincuenta si en sus venas el icor predominaba sobre la sangre. Pero cuando alguien se atrevía a dañarlos, montaban en cólera, lo que a menudo había provocado enconados enfrentamientos entre ellos mismos.

—¿Qué hiciste entonces? —preguntó Atenea.

Esa misma tarde, tras dejar a Carreo en manos de Asclepio, Apolo regresó al norte a buscar a los gigantes. Pero las nubes estaban aún más bajas que por la mañana, y había zonas enteras cubiertas por espesos bancales de niebla que ni siquiera dejaban ver el suelo. Por la noche tuvo que rendirse y regresar al Olimpo.

—Hasta hoy no he sabido nada de los gigantes —prosiguió—. Era ya media tarde cuando me topé con ellos al norte de los montes Ródope, no muy lejos de los límites de Tracia.

—¡Los habrás aniquilado allí mismo! —dijo Hera.

—Eran mucho más numerosos de lo que me esperaba. Debía haber mil de los pequeños y más de cien de los pétreos —dijo Apolo. Los dioses llamaban pétreos a los gigantes ya adultos, que sobrepasaban los ocho codos de estatura y tenían la piel rocosa—. Y también estaban los Quince. Allí vi a ese desvergonzado de Ticio, y también a Encelado, Palas, Porfirión, Enaltes, Toante, los mismos que trabajaron para construir este palacio. ¿Crees que podía aniquilarlos a todos?

En vez de luchar, Apolo se tragó su ira y, desde el aire, invocó al jefe de aquel ejército. Fue Alcioneo, un coloso de más de quince codos, quien se puso en pie. La voz del gigante era un ronquido áspero, y aún más áspero fue su mensaje: Pues reconoció que ellos habían asaltado la caravana para robar los ingredientes de la ambrosía, y desafiaban a los dioses a venir a quitárselos.

Apolo comprobó desde lo alto que un círculo de pétreos rodeaba tres carromatos cubiertos con lonas. No llevaban caballos: los habían matado a todos durante el asalto, pues no los necesitaban para tirar de los carros. El agudo ojo de Apolo distinguió también la presencia de dos mujeres, atadas sobre el pescante del primer vehículo; sin duda eran Hipéroque y Laódice, pues no había encontrado sus cadáveres entre los demás. Qué destino podían sufrir dos hembras mortales entre los gigantes, prefería no pensarlo.

Apolo les exigió que le devolvieran los ingredientes de la ambrosía, pero Alcioneo se burló de él. Quítanoslos tú mismo, amigo del sol, le dijo. El dios pensó en utilizar su arco desde las alturas, pero no tenía más que treinta flechas, y los gigantes parecían innumerables.

Y no sólo estaban ellos. Apolo sobrevoló aquella horda, sorteando insultos y alguna flecha que volvía al suelo antes de rozar su carro. Desde el aire, pudo comprobar que los gigantes eran la avanzada de todo un ejército. Por detrás venían multitudes de sátiros, ménades, centauros y hamadríades. Incluso vio humanos, bárbaros cimerios de costumbres tan repulsivas como los propios gigantes. Toda una horda que se dirigía hacia el sur huyendo de los fríos. Pero no era ése su único propósito.

—Es un ejército invasor —dijo Apolo—. Alcioneo me declaró su intención. No se conforman con habernos robado la ambrosía: piensan atacar el Olimpo.

—¿Cómo pueden ser tan osados? —preguntó Deméter.

—No sé cómo les ha llegado la noticia, pero ya saben que Zeus ha sido derrotado por Tifón.

El tono de Apolo seguía siendo sereno, pero las implicaciones de sus palabras eran terribles.

—Cuando Alcioneo me dijo lo que le había pasado a Zeus, volé de regreso para comprobar si lo que decía era cierto. Aquí me encontré con Hermes y supe que todo era verdad. Pero preferí que fuera él, testigo de los hechos, quien os los contara.

»Lo cierto es esto: los gigantes saben que los rayos de Zeus ya no se interponen entre ellos y el Olimpo, y están dispuestos a tomar el puente del Arco Iris y llamar a nuestra puerta.

—¡Ja! —se rió Afrodita—. ¡Eso es imposible! Aquí arriba estamos seguros. —La diosa del amor miró a su alrededor, buscando respaldo, pero sólo halló caras preocupadas, así que se volvió hacia su idolatrado Ares—. ¿O no es verdad que estamos seguros?

El dios de la guerra, sin importarle que Hefesto estuviera delante, se arrodilló junto al diván de Afrodita y tomó sus delicadas manos entre las suyas.

—¡Ningún gigante pondrá el pie en el Olimpo mientras siga corriendo icor por las venas de Ares! —Después se levantó y alzó un puño al techo. En aquella sala, él casi parecía un gigante—. Ni siquiera llegarán a pisar los valles de Macedonia. ¡Mis tracios y yo los detendremos mucho antes de que lleguen al mar!

—No dudo de tu poder, Ares —dijo Apolo—, pero esos gigantes son muy numerosos.

—Tengo cien mil guerreros. Más que suficientes para aniquilarlos.

—Ya te he dicho que no hay sólo gigantes. Tendrás que luchar contra centauros y sátiros, por no hablar de los cimerios.

—De ésos se encargarán mis tracios. Para los gigantes, nos bastamos yo, Fobos y Deimos —se jactó Ares, aporreándose la coraza con su enorme puño.

—Debes escuchar a Apolo —recomendó Hefesto—. Él ha visto a ese…

—¡Tú cállate, herrero cojo! Te llevo conmigo para que forjes y repares armas, no para que opines de tácticas. Tranquila, madre —añadió dirigiéndose a Hera—. Antes de diez días estaré de regreso, y las cabezas de Alcioneo y Ticio vendrán colgadas de mi carro. Y de paso traeré las manzanas doradas que mi hermana necesita para mezclar la ambrosía.

—Y falta que nos hará —intervino Hebe, que hasta entonces había estado callada. Su gesto era el más preocupado de todos—. Nos queda ambrosía para dos meses.

—¿Dos meses nada más? —estalló Afrodita indignada—. ¿Cómo has podido ser tan poco previsora?

—Deja a mi hija tranquila —terció Hera.

—Gasté una gran cantidad para agasajar a los dioses que asistieron a la asamblea —dijo Hebe, con voz tímida.

—¡Haber gastado menos, cabeza hueca! ¡Mira que desperdiciar ambrosía con toda esa colección de rústicos advenedizos!

—Escucha, hija del miembro de Urano —terció Ártemis—. Si no te hubieras dedicado a fornicar con Ares, Zeus no habría tenido que desterrarlo, y si no lo hubiera desterrado no habría tenido que readmitirlo con tanta pompa. Tú tienes más culpa que nadie.

—A ti no te ha dedicado nadie ningún voto en este sacrificio, especie de virago —contestó Afrodita—. Escucha, Apolo. Lo que debes hacer es volar cuanto antes a Hiperbórea y conseguir los ingredientes de la ambrosía. ¡Y esta vez tráelos tú mismo, en lugar de confiárselos a esos inútiles humanos!

—¡Buena idea! —corroboró Ares.

—Dejando aparte la cuestión de que no soy tu recadero, hija de Urano —dijo Apolo—, hay un ingrediente fundamental que no podré conseguir. Las manzanas de oro de las Hespérides.

—¿Por qué?

—Porque el árbol del que salen no volverá a dar frutos hasta la primavera.

—¿Pero en Hiperbórea no reina una primavera perpetua? —preguntó Hera, casi tan preocupada como Afrodita por el previsible racionamiento de ambrosía.

—Una vez que se recolectan las manzanas, el árbol necesita un año para recuperarse y producir otras —explicó Apolo, fingiendo una paciencia que estaba lejos de sentir.

—En ese caso —dijo Afrodita—, es evidente lo que tenemos que hacer. O más bien lo que no tenemos que hacer.

—¿A qué te refieres? —preguntó Hebe.

—No se te ocurra enviar ni un solo barril de ambrosía más a los palacios de Hades ni de Poseidón. Y no repartas más ambrosía entre los dioses menores del Olimpo. Si la reservas para los que estamos aquí, tendremos de sobra hasta que las manzanas de las Hespérides vuelvan a brotar.

—¿Crees que las demás divinidades estarán de acuerdo? —preguntó Artemis—. ¿Supones que las Cárites seguirán siendo tan amigas tuyas cuando sepan que tú te bañas en ambrosía y a ella ni siquiera se la dejas oler?

—Me da igual lo que les pase a los demás. Yo no puedo prescindir de la ambrosía. ¿Cómo pretendéis que le salgan arrugas a la diosa del amor y de la belleza?

—¿Cómo puedes ser tan mezquina? —preguntó Hefesto.

—Sé generoso tú, que ya eres lo bastante feo y no puedes empeorar.

—Calma —dijo Apolo—. Por más que os duela oírlo, debemos racionar la ambrosía.

—¡Sobre mi cadáver! —exclamó Afrodita.

—Sobre tu cadáver podría ser, si por obra de Tique los gigantes llegan hasta el Olimpo y tenemos que combatir contra ellos. Es preferible guardar la ambrosía por si cualquiera de nosotros sufre heridas graves.

Ares empezó a gritar, ofendido de que su hermanastro pusiera en duda su victoria. En segundos se levantó un guirigay de bravatas, voces destempladas y reproches de viejas ofensas. Atenea, aprovechando la confusión, tomó a Ártemis de la mano y la sacó del corro. Al amparo de una gruesa columna, le preguntó:

—Afrodita me contó que tú le habías pedido la red mágica que Hefesto tejió para atraparla. ¿Es verdad?

Ártemis se volvió a un lado, como si quisiera evitar no sólo la mirada de Atenea, sino también su cuerpo. Pero ella la agarró por el brazo y la obligó a volverse. Un destello de rabia brilló en los ojos de la diosa cazadora.

—No tengo por qué rendirte cuentas de nada de lo que hago —susurró.

—Si lo que haces tiene que ver con la traición que ha sufrido nuestro padre, sí. Además —añadió, señalando a Afrodita, que seguía en su diván, contemplando divertida cómo discutían los demás dioses—, ¿cuánto crees que tardará esa cabeza hueca en mencionarlo? Dime para qué la querías.

—Se… se la pedí a Afrodita para capturar a una cierva en Cerinia. Era la única forma de hacerlo sin causarle daño.

—¿Qué hay de peculiar en esa cierva?

—Es blanca y tiene los cuernos de oro. Quería ponerle mi marca para evitar que nadie tuviera la osadía de cazarla.

—Una historia muy poco convincente.

—¡No opines de lo que no sabes! ¡Tú sólo entiendes de alcobas, telares y recintos amurallados! ¿Cuándo fue la última vez que pisaste un bosque?

—Eres tú quien debe responder preguntas, Ártemis.

—No creerás de verdad que yo estoy involucrada en esto. ¡Zeus también era mi padre!

—¿Sí? ¿Qué tramabais entonces hace unos días cuando os sorprendí en el jardín y os quedasteis todas calladas?

—Estábamos criticando a Zeus, lo reconozco —dijo Ártemis—. Hera se sentía muy dolida con él. Decía que Zeus la humillaba negándose a admitirla de nuevo en su alcoba, y que todo el mundo lo sabía. Al parecer, estaba pensando en darle alguna lección. No sé si se refería a lo que ha sucedido…

—¿Una lección? ¿Llamas una lección a sacarle los ojos, cortarle la mano y dejar que sea devorado por un monstruo? ¿Qué sería para ti entonces una venganza?

—No sé. Yo no creo que Hera estuviera pensando en eso. Estaba muy dolida con Tetis porque era ella quien la había invitado a pasar una temporada en el Olimpo, y mira cómo la había pagado. Piénsalo: Tetis fue quien le entregó la hoz a Hermes…

—Ya. ¿Y qué hay de la red?

—¡Te juro que me la robaron de la alcoba! La tenía guardada en un arcón. Debió de ser Tetis…

Ya, pensó Atenea. Tetis había regresado con su padre Nereo el mismo día en que Zeus partió para combatir a Tifón. Después de una visita que se había prolongado por dos años, era sospechosa tanta prisa por marcharse, pues no se había despedido de la mayoría de las divinidades. Pero, por otra parte, qué oportuno resultaba culpar de todo a una diosa que ya no estaba en el Olimpo.

Los demás dioses seguían discutiendo. La amenaza de los gigantes y, sobre todo, la posibilidad de quedarse sin ambrosía parecían preocuparles mucho más que la caída de Zeus. Alguien había abierto el cofre y lo había dejado sobre una mesita. Desde su interior, los ojos del dios del rayo miraban a Atenea.

Te aborrezco. Ya no eres mi hija, parecían decirle.

Pero tú sí eres mi padre, pensó Atenea, y cerró la cajita y tiró del brazo de Apolo.

—¿Puedes regenerarlo?

—No lo sé. Debería hablarlo con Asclepio.

—¿Y a qué estamos esperando? Deja que éstos se sigan desgañitando aquí y vamos a hacer algo útil.

El sanatorio del Olimpo, que habitualmente estaba vacío, tenía ahora más inquilinos que nunca. Sumergido en su urna de cristal, el corazón de Zagreo seguía palpitando. Atenea observó que le habían brotado algunas ramificaciones con cierto aspecto de válvulas, venas y arterias. En un lecho algo apartado, un mortal que debía ser Catreo dormía cubierto por una gruesa frazada. Y ahora, además, los ojos de Zeus los observaban desde su propia cárcel de vidrio.

—Tifón me lo pone cada vez más difícil —dijo Asclepio—. Primero un corazón, ahora unos ojos… ¿Qué será lo siguiente, un par de uñas?

—No seas irreverente —le advirtió Apolo—. ¿Puedes hacerlo o no?

—Diría que es imposible, pero aún así lo intentaré.

—Zagreo se está regenerando… —aventuró Atenea.

—Perdóname, diosa, pero lo único que podemos decir es que ese corazón está creciendo. Aún no sabemos si lo que salga de él se parecerá al dios que conocíamos como Zagreo o será un informe amasijo de carne.

Con frialdad, el médico introdujo los dedos en la ambrosía y clavó en cada uno de los ojos un fino tubo dorado, como había hecho con el corazón de Zagreo.

—Cuando salgamos de aquí, te dejaré encerrado —dijo Apolo—. Nadie más que Atenea o yo podrá entrar.

—¿A qué se debe esa precaución, padre? —preguntó Asclepio, mientras se secaba las manos.

—Tienes aquí una cantidad de ambrosía que equivale al menos a un barril. Prefiero que ningún dios se acerque por la enfermería.

—Y, sobre todo, ninguna diosa —añadió Atenea.

—¿Qué pasa aquí? —musitó Asclepio.

Ante su mirada impotente, los ojos se estaban deshaciendo, y en segundos quedaron reducidos a unas repugnantes hilachas blancas y negras flotando en la ambrosía.

—¿Qué significa esto? —preguntó Atenea, alarmada.

—Sólo puede ser una cosa —respondió Asclepio—. Los ojos de Zeus se han descompuesto porque si se regeneraran, duplicarían a su dueño, y eso es imposible. No pueden existir dos dioses iguales a la vez.

—Explícate.

—Muy sencillo, Atenea. Tifón no ha aniquilado a Zeus. Tu padre sigue vivo.