Las hijas de Nereo
Cuando entre las razas antiguas corrió la voz de que el soberano de los dioses había caído, también se propagó una consigna difundida desde Delfos, el ombligo del mundo:
Exterminar a los humanos.
Aunque muchos hombres moraban al amparo de ciudades amuralladas, la mayoría vivían dispersos y fueron presas fáciles. De los bosques salían ménades y sátiros furiosos que exterminaban aldeas enteras. Sólo mataban, sin saquear como hacían los humanos, puesto que aquellos seres de la espesura no ambicionaban posesiones materiales. Los antiguos moradores de las frondas llevaban una vida dura y sobria, y no se reproducían más allá de lo que les permitía su entorno, mientras que los hombres eran para ellos como una plaga de langostas, hormigas que se multiplicaban sin cesar hasta que lo consumían todo.
Los humanos que vivían en pueblos protegidos con empalizadas resistieron mejor, pero ya no se atrevían a salir con la antigua despreocupación. Las partidas que se alejaban para cazar o cortar leña nunca regresaban. En las aldeas que no tenían sus propios pozos, buscar agua también era una empresa arriesgada que requería de partidas numerosas, con hombres armados de arcos y lanzas vigilando mientras sus compañeros rellenaban odres y tinajas. Pues el peligro acechaba dentro del mismo río. Al principio eran ninfas de blancos brazos y turgentes pechos que seducían a los hombres; pero luego, cuando cundió la voz y los jóvenes ya no eran tan incautos de dejarse dominar por la lujuria, las náyades se mostraban en su verdadera forma, y de las aguas surgían largos brazos cubiertos de escamas verdes que arrastraban a sus presas a las honduras de los ríos y los estanques para ahogarlos.
Los centauros atacaban a los mercaderes que recorrían las rutas al norte del Ponto Euxino o en el corazón del Imperio Hitita, e incluso las caravanas que unían Egipto, Siria y Mesopotamia. Cuando Hermes lo supo, acudió al monte Pelión a exigirle a Quirón que cesaran las matanzas. Pero el sabio anciano le dijo que no era capaz de refrenar los ímpetus de los centauros más jóvenes, que llevaban muchos años deseando aniquilar a los humanos.
—Desengáñate, hijo de Maya —le dijo el dios-centauro—. La hora de los humanos ha pasado.
Y tal vez la de los olímpicos, pensó Hermes.
La hambruna se extendió. Si el pasado invierno había sido malo, Este prometía ser aún más crudo. El sol estaba casi siempre oculto tras capas de nubes, pero no eran sólo las nubes. También flotaban bajo el éter capas de cenizas que, incluso cuando el cielo parecía despejado, debilitaban la fuerza del sol. A veces esas cenizas flotaban tan bajas que hacían toser a los niños y morir entre esputos a los ancianos.
—La Tierra está furiosa con nosotros —decían muchos. Y para aplacar a la madre Gea, en muchos lugares se volvió a los sacrificios humanos, ignorando que ya era demasiado tarde.
Pues el destino de la humanidad estaba decidido.
Mientras surcaba las aguas de la Propóntide, poco después de cruzar el estrecho de los Dardanelos, la propia Salaminia fue atacada por una criatura marina, un monstruoso calamar cuyos tentáculos arrebataron a dos marineros de la cubierta. Sin duda se habría llevado a más víctimas, pero Alcides le arrojó un arpón con tanta fuerza que le hundió casi dos codos de hierro en el ojo. Muerto o malherido, el calamar se sumergió en las profundidades y no volvieron a saber nada de él.
Esa misma noche vararon la nave en la isla de Mármara y acamparon en la playa, no muy lejos de las canteras de mármol que daban nombre al lugar. Los marineros dormían bien apiñados junto a los rescoldos de la hoguera y protegidos de la fría brisa nocturna por el casco de la nave. Zeus, como siempre, se negó a desembarcar, convencido de que si tocaba el suelo con cualquier parte de su cuerpo que no fueran las botas de ternera no nacida, su abuela Gea detectaría su presencia.
Alcides estaba de guardia cuando vio algo fosforescente en el agua. Al pronto pensó que era el reflejo de la luna; pero al levantar la mirada vio que la luna, apenas una rendija de luz, se hallaba en otro cuadrante del cielo y a medias tapada por las nubes. Se acercó al agua, decidido a investigar, y oyó una voz que susurraba:
—Alcides… Alcides…
Sorprendido de que lo llamaran por su nombre, se metió en el mar y chapoteó hacia el resplandor. Cuando el agua le llegaba por encima de las rodillas, advirtió que había un abrupto escalón en el fondo arenoso y se detuvo en el borde. La fuente de la luz, que estaba tres o cuatro codos más allá, no tardó en revelar su naturaleza. Era una mujer. Sólo su cabeza asomaba fuera del agua, rodeada por una larga cabellera plateada que se abría como un enorme nenúfar acunado por la blanda marea.
—Ven aquí, joven humano —le canturreó la voz—. Ven y te haré conocer delicias sin cuento. Estoy muy sola en estas húmedas profundidades.
—No se me da muy bien nadar —objetó Alcides.
—¡Oh, no puedo creerlo! Tienes los brazos tan robustos, y el pecho tan musculoso… Hmmmm… ¿Cómo será lo demás?
—Creo que…
—Me harás muy feliz cuando me abraces en un lecho de algas, nácar y coral. Te haré conocer placeres que jamás te has atrevido a soñar.
El cuerpo de la mujer empezó a surgir sobre la superficie. Cuando extendió los brazos hacia Alcides, sus pechos se juntaron dibujando entre ellos una línea prieta que hizo mugir al muchacho. No había visto una mujer hermosa desde que abandonara Tebas para cuidar los rebaños de su padre.
—Ven conmigo. Besa mis labios…
Alcides se adelantó, y al hacerlo perdió pie y se hundió. Chapoteó asustado, mientras ella le aferraba las muñecas y lo atraía mar adentro. Pero en ese momento otros dedos más rudos le agarraron del pelo y tiraron de él con tal fuerza que Alcides salió del agua y se llevó de paso a la mujer.
—¡No me saques del agua! —chilló ella.
Alcides se arrodilló sobre la arena, tosiendo y escupiendo agua. Zeus, al que el joven seguía conociendo como Próxeno, lo soltó y, antes de que la mujer pudiera regresar al mar, la agarró de los cabellos y la arrastró hasta la hoguera. Sólo entonces vio Alcides lo que el agua le había ocultado. Su seductora tenía el bajo vientre tapado por una concha ceñida con una cadena dorada. Sus muslos estaban unidos, y por debajo de las rodillas se convertían en una larga cola de escamas plateadas rematada en una gruesa aleta horizontal como la de un delfín.
—¡Una nereida! —exclamó Cécrope, bajando de un salto de la nave.
—¡Atrás! —dijo Zeus—. No os acerquéis.
Los gritos de la criatura marina habían despertado a los marineros. Uno de ellos se acercó demasiado a la nereida, que lo derribó de un coletazo. Zeus se arrodilló junto a ella y le apretó la garganta con la mano izquierda.
—¡Me ahogas! —gimió ella—. ¡Suéltame!
—Dime quién eres. ¡Rápido o te parto el cuello!
—Soy Eucrante, hija de Nereo —confesó ella.
Zeus asintió. Aunque a la luz fantasmal del ojo de las Grayas todo parecía distinto, reconoció a esa nereida, que había estado un par de veces en el Olimpo como emisaria de su padre. También se había encontrado con ella en sus visitas al palacio de Poseidón. Eucrante era una criatura deliciosa, como todas sus hermanas, y en especial Tetis, que había renunciado a su cola para vivir en el Olimpo. Pero incluso cuando permanecían en su forma original, hacer el amor con ellas era una experiencia curiosa. Si bien la falta de piernas impedía ciertos movimientos, flotar en el agua permitía otros muy peculiares.
No, se dijo Zeus. No era un buen momento para dejar que su propio Príapo se adueñara de él.
—¿Qué pretendías? —preguntó—. ¿Arrastrar a Alcides a las aguas para ahogarlo?
—¡No! —gimió Eucrante—. Sólo quería acariciarlo. Me siento tan sola allí abajo que a veces, cuando veo la luz de la luna sobre mi cabeza, me asomo para buscar amantes.
La voz de la nereida era tan dulce que los marineros habían formado un corro en torno a ella y la miraban arrobados. Zeus ordenó a Alcides que los apartara, y que de paso él también se mantuviera alejado, no fuera a caer de nuevo en aquel embrujo acuático. Pero Cécrope se quedó junto a él.
—Yo soy el capitán. No puedes darme órdenes.
—Tómatelo como una sugerencia entonces. Pero apártate y déjame hablar con ella en privado.
Incapaz de resistir la mirada del ojo de las Grayas, Cécrope tragó saliva y se alejó con sus marineros. Zeus volvió su atención a la nereida.
—Eucrante —susurró—. ¿Sabes quién soy yo?
Ella le miró con sus grandes ojos verdes y negó con la cabeza.
Parecía sincera, algo que no extrañó a Zeus. Con la barba afeitada, una venda sobre los ojos, aquella horrible gema roja atada con un cordel a la frente y tan sucio que hasta parecía un humano, habría sido difícil reconocer al antiguo rey de los dioses.
—¿Qué se dice en tu reino? ¿Qué se cuenta en el palacio de Nereo?
—No te entiendo —respondió Eucrante, y agarró la muñeca de Zeus con ambas manos. Pero, aunque la nereida tenía el doble de fuerza que un mortal, desistió al comprobar que no conseguiría zafarse de aquella presa de acero.
—He oído que han pasado cosas muy extrañas en los últimos días. Quiero que me cuentes todo lo que sepas.
—¡No sé de qué me hablas!
Con un suspiro de impaciencia, Zeus la arrastró hasta la hoguera y le acercó la cara a los rescoldos. Sabía que el calor seco no era bueno para la nereidas en su forma marina. Eucrante, incapaz de metamorfosearse en tan poco tiempo, gimió de terror y trató en vano de apartarse de las ascuas.
—¡El fuego no, por favor!
—¡Contesta a mis preguntas!
Por fin, Eucrante habló. Primero le contó lo que todo el mundo parecía saber: que Zeus había sido derrotado por una criatura más poderosa que él y que el trono del Olimpo estaba vacío, esperando a que su nuevo y legítimo dueño decidiera ocuparlo.
—¿De quién estás hablando? —preguntó Zeus.
—De Tifón, el hijo de Cronos y Gea.
Eucrante añadió que entre todas las razas antiguas había corrido la orden de jurar fidelidad y obediencia a Tifón. Pero esta vez no deberían jurar por Estigia, sino por la propia Gea. Y la primera orden del nuevo monarca era matar humanos. Matarlos en todo lugar y siempre que fuera posible.
—Así que tú querías asesinar a Alcides.
—¡No! —chilló Eucrante—. De verdad me gustaba. Quería llevarlo conmigo a mi reino para convertirlo en mi amante.
—Por desgracia, el joven Alcides no tiene branquias como tú, así que sólo habrías sido la amante de un cadáver hinchado y lívido. Dime: ¿Qué más sabes de Zeus? ¿Sigue vivo?
—No. El gran Zeus ha muerto. Dicen que ese monstruo lo devoró después de derrotarlo.
—¿Cómo pudo vencerle? ¿Por qué Zeus no lo fulminó con el rayo?
—¡No lo sé! ¡Por favor, me estás quemando!
Movido por la rabia, Zeus se había olvidado de apartar a Eucrante de las brasas, y ahora sus hermosos cabellos plateados estaban humeando. La alejó dos pasos de la hoguera y con la mano izquierda apretó el mechón de pelo hasta que dejó de arder.
—Creo que lo traicionaron —sollozó la nereida.
—¿Quién lo traicionó?
—Dicen que su propia mujer. Hera. No me extrañaría… Esa diosa es antipática y soberbia, y cuando estuve en el Olimpo me miraba con odio.
—¡Ja! —Zeus descubrió que la nereida le empezaba a caer bien, aunque hubiese estado a punto de ahogar a su joven guardaespaldas.
—También he oído —prosiguió Eucrante, que, con la veleidad propia de las razas marinas, parecía haberse animado a hablar— que fue la propia Hera quien provocó el nacimiento de Tifón.
—¿Cómo? Explícate…
Eucrante hizo un relato bastante prolijo de una escabrosa historia sobre el semen de Cronos y unos huevos de dragón. Zeus no daba crédito a la alevosía de Hera.
—Al final el hijo de Licaón tenía razón —sentenció con tristeza—. Vivimos en una edad de hierro en que la mujer desobedece y engaña al marido. ¿Cómo has sabido todo eso, Eucrante, hija de Nereo?
—No te lo puedo decir. Mis hermanas me matarían.
—Eso sólo ocurrirá si yo te dejo con vida. —Zeus volvió a apretar la tenaza de sus dedos, lo justo para que la nereida recordara que aún seguía en peligro—. ¿Por qué iban a matarte tus hermanas? ¿Están implicadas?
—¿Y tú por qué quieres saberlo, mortal? —jadeó ella—. ¿Qué más te da a ti?
—¿Has oído hablar de Tiresias? —preguntó Zeus, aflojando de nuevo la presión.
—El adivino ciego que fue mujer y luego hombre…
—Pues ése soy yo —improvisó Zeus—. Aunque me haga llamar Próxeno, soy en realidad Tiresias, y un dios muy importante me ha ordenado que averigüe todas estas cosas.
—Tienes demasiada fuerza para ser un adivino.
—Una cosa no quita la otra. ¿Qué hay de tus hermanas? ¿Son también traidoras?
—¡No, no! Nosotras no tenemos nada que ver con las intrigas del Olimpo. La única que sabe de esas cosas es mi hermana Tetis. Hace unos días volvió del palacio de Zeus y habló de todo ello con mi padre. No sabían que yo les estaba escuchando.
—¿Cómo? ¿Quieres decir que toda esa historia de los huevos de dragón se la escuchaste a tu hermana?
—Sí.
Zeus abrió los dedos un instante, perplejo. De modo que Tetis conocía los detalles de la conjura, y no se los reveló. Mientras se acostaba con él, también andaba en tratos con su esposa. Y además, recordó, había sido ella quien le insinuó que Atenea había traicionado su voto de castidad para malquistarla con ella. ¡Qué insignificante le parecía ahora que su hija hubiera perdido la virginidad con Ganímedes!
Y Nereo. El anciano dios del mar también lo sabía. Zeus empezaba a pensar que, si reconquistaba el poder, la lista de divinidades de las que tenía que vengarse era tan larga que iba a dejar el panteón vacío.
Más tarde Alcides se acercó a hablar con él. Al pensar en la traición de Hera, y en la de Tetis, que casi le dolía más, Zeus se había mordido la mano con tanta rabia que le había fluido icor por la herida. El joven se quedó mirando con gesto de asombro aquel líquido rosado, tan distinto de la sangre humana.
—Eres un dios… —susurró.
—No soy ningún dios —contestó Zeus, de mal humor—. Sólo soy Próxeno, y esto es linfa. ¿No sabes lo que es la linfa?
—Yo lo que sé es que si me hago una herida en la mano, la sangre me sale roja.
—Pero no tan roja como a otra gente.
—¿Qué quieres decir?
—Olvídalo, Alcides. Duérmete, y no sueñes con nereidas. Podrías ahogarte hasta en sueños.
Cruzaron la Propóntide con la nereida atada en cubierta. Al principio, Zeus la había colocado delante de la toldilla, pero la visión de aquel cuerpo casi desnudo perturbaba demasiado a los remeros, así que se la llevó a proa. Cécrope no estaba demasiado contento.
—¿Quieres atraer sobre nosotros la desgracia? —bisbiseó al oído de Zeus—. Es una nereida. Su padre o el propio Poseidón hundirán este barco si no la soltamos.
—La desgracia ya ha caído sobre nosotros, y sobre todos los humanos. ¿Recuerdas ese calamar que nos atacó? Era el propio Proteo.
—¿El viejo del mar? ¿Y tú cómo puedes saberlo?
Zeus tabaleó con la uña sobre la superficie pulida del ojo de las Grayas.
—Con este ojo veo más que todos vosotros juntos. Y te digo que más te vale que me hagas caso en estas cuestiones. Mejor es llevar a bordo a la hija de Nereo como rehén que dejarla ir. Ahora mismo, no es seguro para los humanos cruzar el mar. Ni las tierras. Lo único seguro en este momento para los mortales es estar muerto.
Cécrope no quedó muy convencido. Pero por la tarde, cuando ya veían en el horizonte la ciudad de Bizancio y las rocas que rodeaban el estrecho del Bosforo, se cruzaron con un barco cretense. El capitán se asomó por la borda y les avisó a grandes gritos de que no siguieran. Cécrope ordenó abarloar la Salaminia a la nave cretense y parlamentó con el capitán. Este le dijo que su barco era el único superviviente de una flotilla de seis barcos que se dirigía a la Cólquide para comerciar con el rey Eetes.
—No hemos podido pasar. Cuando entramos en el estrecho, la mar se picó, aunque no hacía viento, y empujó nuestros barcos contra las rocas Simplégades.
Zeus, que escuchaba la conversación, asintió con gesto grave. Las Simplégades. Las Rocas Entrechocantes que tanto habían temido los marinos en el pasado, hasta que él mismo prohibió a las divinidades del mar que siguieran azotando y hundiendo las naves que atravesaban el estrecho del Bósforo. Pero sus órdenes, era evidente, ya no tenían validez.
Los dos capitanes intercambiaron regalos y se despidieron. Después, Cécrope ordenó poner proa hacia Bizancio. Los marineros, que habían oído la conversación, casi se amotinaron. Cécrope tuvo que recurrir a toda su persuasión para convencerlos de que, por el momento, no intentarían cruzar el estrecho.
—Pasaremos la noche en tierra, y mañana decidiremos. Tal vez podamos comerciar con los bizantinos.
Pero luego le confesó a Zeus que no tenía muchas esperanzas, pues ni las mercancías que llevaban a bordo interesarían demasiado en Bizancio, ni podrían abastecerse de comida en esa ciudad tan pequeña.
—Esto es parte de una conjura para matar de hambre a los humanos —dijo Zeus—. ¿Me empiezas a creer ahora?
—Da igual que te crea o no. No podemos seguir adelante. Olvídate de visitar a tu amigo de la Cólquide.
—Eso ya lo veremos.
Pasaron la noche en una cala resguardada de las olas. Al norte se adivinaban las luces de Bizancio, un pequeño asentamiento que había sido fundado pocos años antes por Bizante, hijo de Poseidón. Mientras los marineros discutían y cuchicheaban entre ellos por qué su capitán no los había llevado directamente a la ciudad, Zeus le dijo a Alcides que se echara al hombro a Eucrante y le siguiera.
—¿Qué vais a hacer conmigo? —protestó la nereida.
—Tú haz lo que yo te diga y no te pasará nada.
Mientras Zeus le explicaba a Eucrante lo que quería de ella, cruzaron un resbaladizo espigón que los llevó a otra cala, aún más pequeña. Allí, ataron una cuerda al cuello de la nereida, con un nudo tan prieto que, una vez mojado, la única forma de soltarlo era cortándolo. Después la echaron al agua. Eucrante, cuya piel ya estaba empezando a agrietarse, se sumergió y nadó hacia la boca de la ensenada mientras emitía silbidos agudos como un delfín.
No tardó en aparecer otra sombra en el agua. Agazapados tras una roca incrustada de mejillones, Zeus y Alcides vieron cómo una cola juguetona chapoteaba alrededor de Eucrante. Esta nadó de espaldas, como si estuviera contemplando las estrellas, y aprovechó para acercarse a la orilla. La segunda sombra la siguió, y cuando asomó la cabeza fuera del agua comprobaron que se trataba de otra nereida.
—¿Por qué no te mueves, hermana? —dijo la recién llegada—. ¿Acaso estás triste porque ese amante que saliste a buscar te rechazó? Yo te consolaré.
La nueva nereida se acercó a Eucrante y le dio un beso. Al verlo, Alcides chasqueó la lengua y suspiró.
—Espero que no le hagas daño —le dijo a Zeus.
—No me digas que te has enamorado de esa nereida.
Zeus vio que Alcides enrojecía. Pese a que la noche era oscura, con el ojo de las Grayas era capaz de detectar cosas que a una pupila normal serían invisibles.
—¿Has hablado con ella? Mira que os he vigilado, y aún así me habéis engañado —dijo Zeus, en tono un tanto indulgente. Al fin y a la postre, Alcides no era más que un adolescente muy crecido y con los músculos demasiado desarrollados.
—No está bien que la tratemos así. Tiene el cuello muy delicado.
—No tanto como crees. Es una inmortal. No se le romperán las vértebras, y las rozaduras se le curarán en seguida.
—Sabes mucho de dioses.
Zeus sonrió de medio lado. El mocetón seguía obsesionado con su posible naturaleza divina.
—Ya hablaremos de eso.
En el agua, Eucrante había abrazado a su hermana.
—¡Oh, Galene! —dijo—. ¡Soy tan desgraciada!
Galene correspondió a su abrazo, y sus dedos debieron encontrar la cuerda, pues torció el gesto.
—¡Perdóname! —exclamó Eucrante.
—¿Por qué?
En ese momento Eucrante emitió un grito agudo, como una mezcla de chirrido y silbido de delfín, y Zeus tiró de la cuerda con la izquierda. Aunque Galene se debatió, su hermana no soltó el abrazo. Angustiado por el cuello de Eucrante, Alcides corrió hacia la orilla, se metió en el agua hasta la cintura y sacó a las dos nereidas.
Cuando regresaron con su nueva pesca, los tripulantes de la Salaminia aún seguían despiertos y discutían entre ellos. Pero la llegada de otra nereida despertó su atención. Galene tenía el cabello oscuro y los senos pequeños y deliciosos como manzanas. Algunos de los marineros preguntaron por qué, ya que tenían a dos nereidas, no las echaban a suertes y al menos algunos disfrutaban de ellas. Las ondinas, atadas sobre la cubierta, se habían cruzado de brazos para cubrirse los pechos y se miraban enfurruñadas. Galene no estaba muy contenta con su hermana por haberla atraído a una trampa.
—No os lo recomiendo —dijo Zeus, cuando vio que el propio Cécrope se relamía sin darse cuenta al contemplar a las dos nereidas. No dejaba de comprenderlo. Las inmortales podían exudar unos aromas que para los humanos resultaban irresistibles—. No disfrutaréis mucho de forzarlas fuera del agua, y si luego las soltáis, ya podéis alejaros del mar el resto de vuestras vidas.
—¿Y tú? —preguntó un marinero llamado Hemo—. Eres tú quien las ha secuestrado, Próxeno. ¡Escuchad, bellas doncellas!
—Ésas tienen de doncellas lo que tú de inteligente —dijo Zeus.
—¡Sabed que es sólo Próxeno quien os retiene! —prosiguió el marinero—. ¡Y que yo, Hemo, hijo de Tálaso, no tengo nada que ver con esto!
—Pues entonces libéranos, Hemo hijo de Tálaso —contestó Galene con voz melindrosa—, y mi padre no sólo te perdonará la vida, sino que te recompensará.
Hemo dio un paso hacia la escalerilla que subía a la nave, pero Zeus le puso la mano en el hombro y apretó, lo justo para hacer que le crujieran los huesos.
—Quédate aquí abajo. Esas nereidas son vuestro pasaje para cruzar las Simplégades vivos. No lo olvidéis.
Mientras los demás por fin dormían, Zeus se quedó en cubierta vigilando a las dos nereidas, que se mantenían apartada la una de la otra y sin hablarse. Zeus aprovechó las frías horas que precedían al alba para interrogar a Galene. La ninfa del mar le reveló algunas cosas más que Eucrante. Había llegado a la corte de Nereo la noticia de que se había librado una gran batalla más allá de Tracia, y que un ejército de miles de humanos había sido aniquilado por los gigantes del Norte. Galene reconoció que se alegraba del destino de ese ejército, pues su general era Ares, un dios brutal que había violado a algunas de sus hermanas. Además, estaba de acuerdo en que los humanos eran demasiado insolentes y había que darles una lección.
—No hay reino que respeten —dijo—. Se atreven a cruzar con sus casas de madera las aguas que no les pertenecen, y además cazan con sus anzuelos y sus arpones a los súbditos de Poseidón.
—¿Poseidón tiene algo que ver en la conjura contra Zeus?
Galene, que era más indiscreta que su hermana, le explicó que su padre Nereo había hablado de la caída de Zeus con Poseidón, y que Este, aunque afirmaba no saber nada, dijo al saber que Tifón había derrotado a su hermano: «Me alegro. Ese engreído se merecía por fin una lección.»
—Yo creo que está contento porque ahora él va a ser el soberano de todo —aventuró Galene—. ¿Tú crees que trasladará el palacio del Olimpo al mar? Nunca he estado en el Olimpo.
—Pues, si quieres seguir viva para visitarlo alguna vez, mañana haz lo que yo te ordene.
A la mañana siguiente, los vientos para entrar en el Bósforo no eran propicios. Eucrante, en tono mordaz, le dijo a Cécrope que si quería encontrar una corriente favorable no tenía que esperar: tan sólo debía hundir la Salaminia y, cuando llegara a los cincuenta codos de profundidad, descubriría que había una contracorriente de aguas frías que entraba en el Ponto. El capitán, contemplando con ojo preocupado las cabrillas que se estaban formando en el mar, sugirió hacer un sacrificio en honor de los dioses. Zeus le dijo que lo olvidara.
—¿A quién vas a sacrificar? Hasta que no se aclare quiénes vencen esta guerra, no malgastes las dos ovejas que te quedan.
—Hemos capturado a dos divinidades del mar.
—Son simples nereidas. No hagas mucho caso de sus ínfulas.
—No quiero incurrir en la ira de los dioses.
—Ahora todos los dioses están tan airados unos contra otros que no creo que les quede enojo que gastar con un simple mortal. Además, en esta guerra que ha empezado no se puede ser neutral.
Cuando llegó el momento de botar la nave, descubrieron que buena parte de los marineros se negaba a seguir adelante. El viento del norte era cada vez más fuerte, y la corriente hacía desfilar ante sus ojos los pecios de los barcos que habían quedado aplastados entre las rocas la víspera. Los hombres que provenían de la Argólide le pedían al capitán que los llevara de vuelta a su tierra ahora que estaban a tiempo, mientras que los atenienses, aunque no de muy buena gana, estaban dispuestos a seguir con él. Al ver un cuchillo en manos de un marinero de Nauplia, Cécrope desenvainó su espada. Pero Zeus le contuvo poniéndole una mano en el hombro.
—Deja que se vayan a Bizancio. No necesitamos a cobardes asustados.
—¿Y cómo piensas que atraviese las Simplégades si me quedo sin la mitad de los remeros? Allí dentro no podemos fiarnos de las velas.
—Deja eso en mis manos.
Cécrope miró con desconfianza el muñón de Zeus y se mordió el labio. Los marineros argivos, al escuchar las palabras del pasajero ciego, se negaron a quedarse allí a menos que el capitán les dejase la mitad del cargamento para comerciar en Bizancio. Entre regateos, perdieron casi media mañana. Pero al final, la elocuencia de Cécrope y los abultados músculos de Alcides convencieron a los díscolos de que era mejor conformarse con la sexta parte de la carga que acabar con la cabeza descalabrada por un golpe de remo.
Cuando los argivos se marcharon hacia la ciudad, no quedaron hombres suficientes para empuñar todos los remos. Para colmo, cuando se acercaron a la boca del estrecho, el viento y la corriente se conjuraron para frenar el avance de la nave. Zeus nunca había atravesado el Bósforo en barco y sólo recordaba su sinuoso dibujo desde el aire. Pero Artemidoro, el piloto ateniense, que conocía bien aquellas rocas, dijo que no recordaba haberlas visto nunca tan juntas.
—Es como si la propia tierra se hubiera vuelto en contra nuestra —dijo.
—Tal vez digas más verdad de lo que tú mismo crees —repuso Zeus.
Su plan era obligar a las nereidas a guiarlos entre la espuma y los escollos. Para ello, ataron a ambas con una especie de arnés y las soltaron en el agua. Los marineros observaron embobados los fascinantes movimientos de sus colas y la forma tan provocativa en que se ondulaban sus nalgas, hasta que Cécrope les ordenó ocupar sus puestos junto a los escálamos. Fasolo, el mejor arquero de la tripulación, se plantó en proa junto al capitán, con la orden de disparar a las nereidas si intentaban escapar de las cuerdas o arrastrar la nave contra los acantilados.
El propio Zeus se sentó a estribor, donde le era más cómodo empuñar un remo con la mano izquierda y empujarlo con el muñón, mientras Alcides se colocaba a babor. Cuando empezaron a bogar, los demás se quedaron admirados. Aunque quedaban diez remos sin cubrir, con Zeus y Alcides la nave disponía de más impulso del que había tenido hasta entonces.
—Éstos no son mortales corrientes —le susurró Fasolo a Cécrope.
—Lo mismo sospecho yo desde hace tiempo —repuso el capitán, sin levantar la voz—. Me quedaré más que satisfecho cuando los desembarquemos en la Cólquide.
—Antes tenemos que atravesar las Simplégades.
Pero el plan de Zeus funcionó. Las nereidas nadaban separadas por más de cuarenta codos, un espacio suficiente para que la nave siguiera su estela sin estrecheces. Aunque el trayecto era de más de ciento cincuenta estadios y tuvieron que remar durante muchas horas, bien fuera por azar o porque las divinidades marinas no querían poner en peligro a dos de las suyas, el viento amainó y tan sólo tuvieron que luchar contra la corriente de superficie que se desplazaba del Ponto al Mar Interior.
Al atardecer, cuando ya habían dejado detrás el estrecho y se abría ante ellos la inmensidad del Ponto, Alcides jaló las cuerdas e izó a las nereidas a bordo. Después embarrancaron en una arena de playa clara, junto a la desembocadura de un río, y allí Zeus se llevó aparte a Galene y Eucrante.
—Déjanos libres —le suplicaron—. Ya hemos hecho lo que pedías. Nuestro padre nos castigará por haber remolcado una nave humana.
—Es verdad —dijo Alcides—. Les prometiste que las soltarías si nos ayudaban a cruzar el estrecho.
Zeus se quedó pensativo. Las nereidas eran rehenes valiosas, pues mientras estuvieran a bordo ninguna divinidad del mar atacaría la Salaminia. Pero ya estaban causando demasiados problemas entre lo que quedaba de tripulación, por no hablar de los estragos que la visión de sus cuerpos desnudos provocaba en Alcides. Y era cierto que les había dado su palabra de liberarlas al llegar al Ponto.
—Te juramos por Estigia que nadie hará daño a vuestra nave —aseguró Eucrante.
—Ese juramento lo instituyó Zeus. Ya no tiene valor.
—¡Sí que lo tiene! —insistió ella, y abrió aún más sus grandes ojos verdes para decir—: Por Estigia juro esto. Si no llegáis con bien a vuestro puerto, que las divinidades infernales nos saquen a mi hermana y a mí el corazón, la lengua y los ojos, y que luego nos encierren en el Tártaro con las horribles criaturas que allí moran.
—¿Tú también lo juras, Galene? —preguntó Zeus.
—¡Lo juro, por la sagrada Estigia! ¡Por el trono de Zeus, que aún puede resucitar!
Eucrante miró a su hermana con un destello de rabia en los ojos. Zeus comprendió que las dos nereidas habían hablado entre ellas, y que sospechaban o conocían su identidad. Pero Galene había sido indiscreta. Ahora su dilema empeoraba. Si las soltaba, conociendo la forma de ser de las nereidas, sin duda le irían con el cuento a alguien.
—¡También te juramos no hablarle a nadie de ti, Próxeno! —añadió Eucrante, como si le hubiera leído los pensamientos—. ¡Ni siquiera a nuestro padre!
Zeus meneó la cabeza. Debería matarlas, en ese mismo momento o más adelante, en la Cólquide.
Pero las palabras de Atenea resonaban en su mente. Eres el señor del orden. Tú eres el padre de Dique, la Justicia. Sí, él era el dios de los jueces y los soberanos, él era quien le había otorgado a Estigia el privilegio de ser testigo del juramento que ataba con vínculos irrompibles, él era el protector de los huéspedes y los extranjeros. Si él mismo no creía en su juramento, si no aceptaba la palabra que aquellas dos nereidas le ofrecían basándose en la ley que él mismo había establecido, ¿dónde quedaba el orden que quería instaurar en el mundo?
—Suéltalas —le dijo a Alcides, con un suspiro.
Sonriendo, el joven empezó a desatar las cuerdas. El nudo de Galene, que estaba empapado, se resistía, así que Alcides tiró de ambos extremos y rompió la soga. Qué impaciente es, pensó Zeus, y se dijo que algún día la combinación de su fuerza y su impaciencia le acarrearía problemas.