El ombligo del mundo
A lo largo de su vida, que no era tan breve como sugería su aspecto juvenil, Hermes había aprovechado a menudo su velocidad y su sigilo para colarse en sitios donde su presencia no habría sido bienvenida. Pero jamás se había sentido tan sobrecogido de terror como ahora, escondido y aovillado en una hornacina natural que se asomaba a una sala excavada en el corazón de la tierra.
Por debajo de la gruesa columna de piedra en cuya oquedad se había ocultado, había una piscina de lava fundida, y en ella estaba el propio Tifón, sentado y con las alas recogidas a la espalda, tan relajado como el propio Hermes lo había estado en el baño que compartió con la reina Jenódice. Frente al monstruo, al borde de esa ardiente pileta, se hallaba la gran diosa Gea, vestida con un manto oscuro que cubría su rostro.
¿Qué demonios hago yo aquí?, se preguntaba Hermes, sin tan siquiera atreverse a pensarlo demasiado fuerte por si el monstruo que disfrutaba de su baño de lava era capaz de oírlo.
Pero sabía muy bien cómo había llegado a esa situación. Siguiendo el rastro de su padre Zeus.
Habían llegado a Delfos volando en el carro alado que perteneciera a Zagreo, pues el cielo seguía encapotado y Apolo no habría podido remontar el vuelo después de posarse en tierra. Desde las alturas habían visto arder la pequeña ciudad que se hallaba al pie del santuario, y también columnas de humo elevándose desde las aldeas dispersas por las laderas del monte. Al parecer, la guerra contra los humanos de la que centauros y ninfas habían amenazado en la última asamblea del Olimpo iba en serio.
El carro lo habían dejado oculto entre la espesura, no muy lejos del santuario. Hermes había adormecido a los hipogrifos con su caduceo para evitar que sus relinchos alertaran de su presencia.
Después, para entrar al templo de Gea tuvieron que sortear una vigilancia inusitada. Había diez centauros armados con arcos y flechas custodiando la entrada, y un nutrido grupo de sátiros quemando cadáveres humanos en una gran pira ante el altar de Gea.
Entre las flechas de Apolo y la rápida espada de Hermes habían dado cuenta de todos. Él habría preferido colarse subrepticiamente, pero los centauros estaban demasiado cerca de la puerta del templo y no convenía dejar con vida a nadie que pudiese dar la alarma. Cuando acabaron con los vigilantes, Apolo arrancó las flechas de los cadáveres para volverlas a usar más adelante. Había empleado veinticinco, que se habían cobrado otros tantos muertos, pues Apolo jamás fallaba un disparo. Llevaba cinco más en la aljaba, pero ésas las tenía reservadas para caza mayor. Había estado durante tres días encerrado en su morada, destilando un líquido negro y espeso con el que había emponzoñado sus puntas doradas; pues Apolo, aparte de dios sanador, era el vengador que a veces enviaba plagas y pestilencias sobre pueblos enteros cuando quebrantaban las leyes sagradas.
Tras entrar en el templo del oráculo, Apolo se plantó en el umbral del áditon con el arco tendido, mientras Hermes empujaba la palanca que desplazaba la puerta. Algo se movió en la oscuridad y Apolo disparó. Su flecha se clavó con un impacto sordo, pero no escucharon el rugido que esperaban, sino un estertor humano. Al entrar en el áditon, descubrieron que la saeta no había alcanzado a Pitón, el centinela al que pensaban encontrar, sino a una muchacha que se agitaba en el suelo vomitando una baba negruzca. Hermes la decapitó para evitar que siguiera gritando.
—¿Qué hacía una humana aquí dentro? —preguntó—. ¿Por qué no la han matado como a los demás?
Apolo, mientras ponía en pie el trípode de bronce que la joven había derribado en su caída, le contestó:
—Ella era la elegida para el oráculo. En cualquier caso, iba a morir cuando recibiera la visión. Pero he desperdiciado una flecha.
Ante ellos se abría el khasma, una gran sima de casi veinte codos de anchura. Apolo se colgó a la espalda de Hermes, y Este saltó a la sima batiendo las alas de los pies para controlar la caída. Tras bajar cerca de cien codos por un pozo casi vertical, llegaron a una enorme gruta que se hundía en el seno del Parnaso. Una vez abajo, Hermes sacó de su morral una antorcha ingeniada por Hefesto. Se trataba de un manojo de finas hebras de cristal que, tras dejarlas durante dos días al sol y una vez a oscuras, se iban desprendiendo poco a poco de la luz que habían guardado en su interior. Alumbrados por este ingenio, vieron que el techo de la caverna estaba cuajado de estalactitas, y que también había gruesas columnas que se alzaban desde el suelo, adornadas por las colgaduras que el tiempo había dejado en su superficie como enormes goterones de cera. Entre ellas se dibujaba un complejo laberinto en el que no se distinguía ningún sendero claro.
—Ve tú delante —dijo Apolo—. Siempre te has sabido orientar en los parajes oscuros.
—Confías en mí más que yo mismo —respondió Hermes, nervioso.
Avanzaron escoltados por las sombras cambiantes que proyectaba la antorcha de Hefesto en aquel irregular paraje. La gruta se iba angostando, y a los lados se abrían bocas y túneles de los que de vez en cuando salían tenues resplandores rojizos. No tardaron en oír un rugido lejano a sus espaldas, y Hermes se volvió alarmado.
—Ahí está el dragón —susurró.
Pero el rugido volvió a sonar de nuevo, esta vez a su derecha, y un instante después su eco se desplazó y subió de volumen, como si la fuente de aquel ruido se encontrara delante de ellos.
—Estamos rodeados…
—Tranquilo, hermano —dijo Apolo—. Creo que los ecos de este lugar son engañosos.
Siguieron avanzando con cautela, Hermes sosteniendo la antorcha y Apolo con la segunda flecha ponzoñosa preparada en el arco. Se esperaban un lugar distinto, poblado de vida, aunque fueran murciélagos, culebras o insectos, pero la cueva estaba desierta. Y aún así, todo aquel laberinto de grutas parecía respirar, como si la presencia de Gea aleteara en cada rincón.
—¿Tú crees que nuestro padre está aquí? —susurró Hermes. Lo que le había parecido una buena idea en el Olimpo, cuando hacían planes con Atenea, ahora se le antojaba una insensatez.
—Empiezo a sospechar que no —contestó Apolo.
Un nuevo rugido sonó a sus espaldas, ahora mucho más cercano. Se volvieron sobresaltados, pero detrás de ellos no había más que columnas y aguzadas estalagmitas. En ese momento, Hermes notó que se le erizaba el cabello en la nuca y comprendió que la reverberación de la caverna los había vuelto a engañar. Se giró de nuevo, y su antorcha iluminó un rostro de escamas aceradas y ojos rojos como ascuas. El rostro de Pitón.
—¡Déjamelo a mí! —gritó Apolo.
Ya habían hablado de lo que harían en ese caso. Hermes aceleró los latidos de su corazón para esquivar la primera dentellada de Pitón, voló sobre su lomo y huyó siguiendo el túnel por el que había venido la bestia. El olor de orines y azufre era intenso, y no le costó rastrearlo.
De ese modo, dejando a su hermano en una situación más que comprometida, había llegado al cubil del dragón. Allí había escuchado voces, y siguiendo éstas encontró un amplio túnel ante el que montaban guardia dos colmilludas lamias con colas de serpiente. Ahora las lamias yacían decapitadas, mientras Hermes se acurrucaba en su escondrijo escuchando la conversación entre Gea y Tifón, casi sin atreverse a respirar.
—¡El más poderoso y bello de mis hijos! —decía la Gran Madre—. Estoy orgullosa de ti.
A su manera cruel y salvaje, Hermes tenía que reconocerlo, Tifón era espléndido. Sus hombros eran anchos como los de un gigante, y las crestas aguzadas que los remataban aún los hacían parecer más poderosos. La lava arrancaba destellos cambiantes a las escamas metálicas de su pecho, sus cuernos eran largos y curvados como los del mejor toro de la manada y su cola parecía una gran serpiente nadando sobre la roca fundida. Sus ojos rojos reflejaban una fiera determinación, sin las dudas que a veces enturbiaban las decisiones de los dioses. Tan sólo su voz deslustraba la impresión de bárbara majestad que emanaba de él; pues era evidente que su cuerpo, a medias humano y a medias dracontino, no había sido concebido para el lenguaje articulado, y siseaba y escupía al hablar, y la voz se le quebraba en gallos como a un monstruoso adolescente.
Ante la piscina de lava formaba una hilera de sirvientes, todos ellos seres vagamente humanos, de pieles escamosas y garras amarillas; unas lastimosas criaturas desprovistas de ojos que se movían con torpeza orientándose con agudos chillidos, como murciélagos sin alas. Pasaban desfilando de uno en uno y dejaban al borde la pileta ofrendas para Tifón. Todas eran armas forjadas en hierro: espadas, puntas de flecha, moharras de lanza, puñales, discos corazas, broqueles, grebas.
—¡Recobra ese metal que los hombres me han robado impunemente, hijo! —le decía Gea.
Y Tifón iba cogiendo las armas entre sus garras, se las llevaba a la boca, las trituraba entre sus mandíbulas y las tragaba para alimentar el monstruoso crisol que ardía en sus entrañas.
Pero cuando le llegó el turno al último sirviente, Este sacó de una espuerta una ofrenda inesperada: la mano amputada de Zeus. Hermes contuvo el aliento y esperó, temiendo que el monstruo también la quisiera engullir. Si lo intentaba, tendría que actuar para quitársela de las garras; pero, por veloz que fuese, la idea de acercarse tanto a aquellas fauces que vomitaban metal líquido le aterraba.
Más Tifón, en lugar de devorarla, agitó la mano en alto.
—¡Rayoss y truenoss del cielo! ¡Vuesstro nuevo amo oss invoca!
Al ver que nada ocurría, el monstruo arrojó lejos de sí la mano de Zeus y sacudió la enorme cola, levantando salpicones de lava que cayeron sobre la cara de uno de los sirvientes. Mientras Este se retorcía en el suelo, aullando de dolor, otro se apresuró a recoger el miembro cercenado de Zeus de donde había caído.
—No funciona de esa forma —dijo Gea—. Para dominar el rayo, tendrías que amputarte el brazo como hizo Zeus.
—¿Para tener una mano tan pek'eña y débil como essa? ¡Jamáss!
—No importa. Tú no necesitas el rayo. Ése es un poder celeste, tan débil en comparación con el de la tierra como el aire es liviano en comparación con la roca. Tú eres mucho más fuerte, porque dominas el poder de mi corazón, la furia del hierro fundido.
—¡Y ésse ess el poderr k'e dessataré ssobre el Olimpo, madre! ¡Lo arrassaré, lo arrancaré y lo hundiré en lass prrofundidadess del marr! —exclamó Tifón, volviendo a chapotear en la lava. Un cuajaron de magma cayó sobre el manto de Gea, que se lo quitó de encima con un gesto de paciencia, como la madre que se limpia la papilla esputada por su hijo.
—El Olimpo no puede ser arrancado de sus cimientos, mi bravo campeón, pues se asienta sobre Pirgos, y Pirgos está encadenada a mis propias raíces por un juramento que ni yo puedo violar.
—¿No puedo arrancarlo entoncess?
—No. Pero sí devastarlo.
—¡Sí! ¡Yo haré k'e no k'eden ni loss recuerrdoss de loss diosess olimpicoss! ¡Loss ekssterminaré a todoss!
Gea se rió, y sus carcajadas helaron el icor de Hermes. Esperaba que la Gran Madre calmara las ansias aniquiladoras de aquella criatura, pero Gea le espoleó aún más.
—¡Ah, el más fiel de mis retoños! Cuando tus cien hijos despierten de su sueño de fuego, os uniréis a los gigantes y juntos borraréis de mi faz a esa estirpe de dioses insolentes que me han perdido el respeto a mí, a la madre de todos.
¿Cien hijos?, se preguntó Hermes, y se estremeció al pensar que pudiera haber cien criaturas similares a Tifón y que para colmo se aliaran con los gigantes. Si era así, los dioses olímpicos estaban condenados.
—¡Sssí! —dijo Tifón—. ¡Barreré lass defensass del Olimpo, abrassaré suss moradass, violaré a suss diosass, lass desscuartizaré y luego devoraré suss miembross!
—¡Bien dicho! Cuando el Olimpo sea un sepulcro vacío y arrasado por tu furia, yo crearé una nueva raza de dioses sobre los que tú reinarás hasta el fin de los tiempos. Y también aniquilaré a la humanidad, y crearé otra nueva a mi antojo. Pues esto ha ocurrido muchas veces y volverá a ocurrir.
—¡Ssí, madre! ¡Crearáss un nuevo cielo y una nueva tierra!
—¡No! ¡Un nuevo cielo no! —rugió Gea, y en su voz vibraron a la vez la ira y el miedo—. Nunca más los ojos del cielo han de contemplar mi rostro.
—¿Cómo lo haráss, madre?
—Haré reventar todos los volcanes de la tierra con la furia de mis entrañas, y sembraré el aire con un espeso manto de cenizas que cubrirá el mundo entero. Jamás nadie volverá a ver las estrellas ni la luz del sol. ¡Jamás! —Señalando a las patéticas criaturas reptilinas que tras entregar sus ofrendas aguardaban con las cabezas gachas y las garras escondidas bajo los mantos, Gea añadió—: Éstos que ves aquí serán vuestros sirvientes, la nueva humanidad que sacrificará a sus hijos en el altar de los nuevos dioses.
Hermes estaba atónito. Ya sospechaba que Gea había instigado la conjura contra Zeus, pero no sospechaba que albergase a la vez tanto odio contra los humanos y, sobre todo, contra los olímpicos que eran sus descendientes. Hera debe saber esto, se dijo. Veremos si aún sigue dispuesta a jugar a las conspiraciones.
—¿Y Zeuss, madre? ¿Dónde esstá Zeuss? —preguntó Tifón.
Hermes aguzó aún más los sentidos al oír aquello. Al ver la mano amputada de Zeus y no tener más noticia de él, había temido que el dios ya estuviera en el estómago de Tifón, haciendo compañía a Zagreo en el interior de un amasijo de hierro fundido. Pero era evidente por la inquietud de Tifón que el rey de los dioses aún seguía vivo.
—Tú, el más poderoso de mis hijos, no debes preocuparte por él —contestó Gea.
—Esstaremos máss trank'iloss cuando lo veamoss desstruido.
—Eso no tardará en ocurrir. En este mismo momento, los vapores del tiempo deben estar subiendo por el khasma. Cuando la virgen consagrada los reciba, extraeré de su mente muerta la información que necesito. Entonces te diré dónde está Zeus, y esta vez podrás destruirlo.
—Debisste dejar que lo anik'ilara cuando esstaba a mi merced… —siseó Tifón, señalando al rostro de su abuela con uñas que parecían lanzas—. Ahora esstará prrevenido contrra mí.
—Sin su rayo no es más que un vulgar dios —dijo Gea, sin inmutarse.
—Pero ssin su rayo logrró esscapar de Delfine.
—Cuando despierten tus hijos, habrá cien como Delfine, y ni Zeus recobrando su rayo, ni Poseidón con el tridente que sacude las tierras podrían hacer nada contra tal poder.
Gea se volvió hacia el sirviente que había recogido la mano de Zeus y le hizo un gesto para que se la entregara. Después, ella misma se la tendió a Tifón.
—Puedes empezar a aniquilar a Zeus. Devora su mano ahora.
Hermes podía no ser el más valiente de los dioses, pero sabía cuándo debía actuar. Le había fallado a Zeus en la isla de Atlas, cuando por lujuria se dejó robar la hoz adamantina y luego presenció impotente cómo Tifón le amputaba la mano y le sacaba los ojos. Pero no le volvería a decepcionar.
Su corazón se aceleró y bombeó chorros de icor en sus venas. Las alas de sus pies zumbaron al agitarse, y el dios de los ladrones y los mensajeros salió de su escondrijo como un borrón de luz que se precipitó hacia Gea. Ella apenas llegó a abrir la desdentada boca en un gesto de sorpresa, y antes de que pudiera preguntar lo que pasaba, el más veloz de sus biznietos le arrebató la mano de Zeus y la empujó a ella sobre la piscina de roca fundida.
Hermes no esperó a ver qué ocurría con Gea, convencido de que, como mucho, la lava le quemaría el manto. Voló de regreso por el túnel, pasó sobre los cadáveres de las lamias y siguió de nuevo el rastro de Pitón, ahora en sentido contrario.
Cuando llegó a la gruta donde habían sido atacados, encontró el cadáver del dragón, enroscado alrededor de una columna y con las garras y la cola rígidas como si los huesos se le hubieran petrificado. Dos flechas asomaban de cada uno de sus ojos, y de su boca manaba una baba negra que había formado un charco hediondo y humeante en el suelo.
No muy lejos de él, Apolo estaba tendido en el suelo, presa de convulsiones. Hermes se arrodilló a su lado. Los ojos de su hermanastro se veían negros, pues sus pupilas se habían dilatado tanto que se habían tragado los iris, y aún parecía que estaban devorando las córneas como si la misma noche hubiera anidado dentro de ellos. Apolo gemía y balbuceaba algo, pero sus labios permanecían cerrados como si unas manos invisibles le apretaran las mandíbulas. Hermes acercó el oído a su boca y captó algunas palabras.
—Atenea muerta… lava amarilla… sólo su mano… cuidado con el… Némesis…
Hermes lo agarró por los codos, tratando de controlar los espasmos que lo sacudían, y entonces se dio cuenta de que Apolo tenía el abdomen tan hinchado como una parturienta. Le puso las manos en el estómago y apretó con todas sus fuerzas.
La boca de Apolo se abrió de golpe, y una nubareda negra brotó de ella y de su nariz. Hermes se apartó para esquivar el humo, pero unas hebras de vapor penetraron en su boca. Su sabor era acre y a la vez metálico. Percibiendo que había algo maligno y peligroso en ese humo, Hermes escupió. De pronto, todo a su alrededor empezó a oscilar. Cayó de rodillas, presa de unas extrañas náuseas que no eran físicas, sino mentales, y aún así vomitó, algo que sólo podía ocurrirle a un dios si se empeñaba en engullir un buey entero.
Imágenes e ideas que no podía aprisionar flotaron dentro de su cabeza, burlonas y elusivas como arpías. Era doloroso y frustrante, como intentar contener en las manos a la vez un montón de objetos que no cabían entre los dedos. Todo a su alrededor fluctuaba, y durante unos instantes se vio solo, rodeado por la abismal negrura de un espacio infinito y solitario.
Después la sensación se pasó. La nube de humo, como un enorme gusano negro, se alejó de él reptando entre las columnas y trepó hacia la abertura por la que habían entrado.
Son los vapores del tiempo, comprendió Hermes, tambaleándose un poco. Pero enseguida se agachó junto a su hermano. Aunque no había recobrado la conciencia y sus pupilas seguían negras, la respiración era más pausada y las convulsiones habían cesado. Hermes lo alzó del suelo, lo cargó sobre sus hombros y emprendió el vuelo para salir de aquel lugar al que llamaban el ombligo del mundo. A su espalda, ya sonaban los rugidos de Tifón y sus pisadas metálicas.