El ojo de las Grayas
En el puerto de Nauplia, Alcides y Zeus embarcaron en una nave llamada Salaminia. Era un barco ligero, de poco más de cuarenta codos de eslora. Lo impulsaba una vela cuadrada cuando los vientos eran favorables y, más a menudo, la fuerza de sus veintiséis remos. El capitán era un joven de espíritu aventurero llamado Cécrope, hijo del rey de Atenas. Al ser el menor de los hijos varones y no tener esperanzas de heredar una gran hacienda, se había hecho marinero y llevaba algún tiempo comerciando por todo el Egeo, el mar de Creta y el lejano Ponto. A su padre Erecteo, convencido de que los nobles debían dedicarse a cuidar sus tierras, cazar, lanzar la jabalina y criar caballos para uncirlos en sus carros de guerra, no le entusiasmaba la carrera de mercader de su hijo, y llevaba sin recibirlo en su palacio de la Acrópolis más de dos años.
Todo eso se lo explicó Cécrope a los dos pasajeros sin el menor reparo, pues era de natural expansivo. Por la voz, que era ronca y potente, Zeus sospechó que se trataba de un hombre alto (considerando que era humano) y corpulento, moreno y de cabello y barba tupidos. Pero la voz de Cécrope engañaba, pues aunque en verdad era alto, su complexión resultaba más bien flaca y desgarbada, y el pelo castaño ya le raleaba sobre la frente.
—No creo que os interese venir con nosotros —les advirtió cuando se dirigieron a él en el puerto—. Vamos a un lugar lejano.
—¿Cuan lejano? —preguntó Zeus.
—La Cólquide.
—¡La Cólquide! —repitió Alcides, pues le gustó la sonoridad del nombre—. ¿Y eso dónde cae?
—¿Sabes dónde da la vuelta el Céfiro, cuando se aburre de soplar hacia el este y se topa con la morada del Austro? Pues allí mismo, en los confines del mundo, está la Cólquide.
Para Zeus no era el fin del mundo, pues sabía que más allá del Ponto y las montañas del Cáucaso se extendía el mar Hircanio, y pasado Este una región de vastas estepas y planicies inacabables. Pero se hallaba lo bastante lejos de Delfos, el auténtico centro del mundo, y lo que él quería era interponer todos los estadios posibles de mar y tierra entre su abuela y él. Pues su mente ya había empezado a maquinar planes.
No pensaba permitir que aquel usurpador que siseaba como una serpiente y se hacía llamar hijo de Cronos ocupara su trono del Olimpo. Sin duda, muchos poetas estarían ya retocando sus cantos para entonar loas al cuarto soberano celeste y celebrar el día en que Zeus, señor de la tormenta, había sido humillado, cegado y mutilado. Tal vez muchos de sus templos estarían siendo abandonados, demolidos o traspasados a otras divinidades, como había ocurrido con los santuarios de sus antecesores en la soberanía del mundo. Probablemente, hasta su esposa Hera estaría abriendo las sábanas para acoger en su lecho al nuevo señor, sin importarle que en vez de cabellos tuviera serpientes, que su miembro viril fuera retorcido y escamoso y que su aliento oliera a azufre.
Pero si alguien pensaba que el poema de Zeus había llegado a su verso final y que iba a resignarse al olvido como su padre y su abuelo, ese alguien estaba muy equivocado.
—La Cólquide es perfecta —dijo Zeus—. Tengo un gran interés en visitar a un allegado mío que mora cerca de aquellas tierras.
—¿Has estado allí? —preguntó Cécrope, y su tono denotaba incredulidad.
—En más de una ocasión.
—¿Conoces a su rey Perifetes?
—¡Ah, hijo de Erecteo, quieres burlarte de este pobre viejo! ¿O es que no confías en lo que te digo? En el trono de Fasis no reina ningún Perifetes, sino Eetes, hijo de Perseide y cuñado del gran Minos. ¿Es necesario que añada, para que creas en mi palabra, que en el roble más alto del bosque que crece a las afueras de Fasis está clavada la piel de oro de un carnero mágico?
—¡Basta, basta! Ya veo que conoces la Cólquide. Sabrás, por tanto, que la navegación hasta ese lugar está sembrada de peligros.
—Lo sé, pero eso no me disuadirá —dijo Zeus, y añadió, complacido en su propio papel—: Todos los humanos hemos de morir tarde o temprano.
—Zarparemos mañana al alba, pues se nos echa encima el invierno.
De hecho, les explicó Cécrope, con el tiempo que estaba haciendo y las alturas del año a las que se encontraban, la prudencia habría sugerido que se quedaran en Nauplia. Pero si pasaban el invierno sin comerciar, tal vez antes de la primavera se verían obligados a hervir las suelas de sus sandalias para tener algo que comer.
—Es preferible aventurarse en el reino de Poseidón. Nos ahogaremos por el camino o alcanzaremos la Cólquide. Y si llegamos, allí no moriremos de hambre.
Así pues, partieron al día siguiente. La Salaminia llevaba ánforas de vino y aceite, corazas de bronce fabricadas en Argos y valiosa orfebrería de Micenas. Una vez llegados a la Cólquide, las cambiarían por trigo y pescado en salazón: salmón, raya, esturión y rodaballo. E incluso oro de las montañas del Cáucaso, por el que podrían obtener una buena ganancia en tierras aqueas.
Todos los bienes que llevaba encima Zeus eran un grueso cíngulo, trenzado con miles de hilos de oro, y un anillo también de oro con un zafiro engastado. El anillo se lo dio a Cécrope para pagar el pasaje, reservando el cinturón para más adelante. Aquel objeto grueso y brillante provocó entre los marineros miradas de codicia, y también de curiosidad, pues era chocante ver un cíngulo tan valioso alrededor de una túnica raída y chamuscada como la que llevaba el viajero que se hacía llamar Próxeno.
Por lo demás, Zeus se había afeitado la barba como un cretense. Al pronto pensó en impedir que le volviera a crecer recurriendo a su propia naturaleza, como hacían sus hijos Apolo o Hermes; pero luego, al reparar en que un hombre barbilampiño de su edad aparente llamaría demasiado la atención, permitió que le asomaran unos pelillos grises de cuando en cuando para afeitárselos delante de todos y complementar su disfraz. Encorvado para disimular su estatura, sucio, sin barba y con los ojos tapados por un vendaje, ni los propios olímpicos lo habrían reconocido.
Alcides colaboraba en las tareas de carga y estiba, y remaba cuando llegaba su turno, aunque el piloto tuvo que reconvenirle para que no lo hiciera con tanto entusiasmo, pues se adelantaba a los demás y les hacía perder el ritmo. El muchacho, que a duras penas conseguía acomodar sus enormes piernas en la bancada, estaba encantado con la travesía. Sólo había visto el mar de pasada, cuando cruzó el istmo de Corinto; pero ahora, tras vomitar un par de veces el primer día, no tardó en acostumbrarse a los cabeceos y bandazos y se pasaba el día contemplando fascinado la estela que dejaba la nave tras de sí. Harto de cuidar vacas, aquélla era una aventura inesperada que, literalmente, le había caído del cielo.
La mitad de los cuarenta marineros de la Salaminia eran atenienses como Cécrope, y la otra mitad procedían de la propia Argólida. Por la noche dormían al raso, en las playas en las que embarrancaban la nave, y algunos de ellos se acostaban sobre el propio puente. La única cabeza resguardada de la intemperie era la de Cécrope, que disponía de una pequeña toldilla a popa. Zeus procuraba sentarse cerca de la amura de proa para respirar el aire fresco antes de que Este atravesara la cubierta y se impregnara de los diversos olores de los marineros. Privado de la vista, su oído y su olfato se habían agudizado en tal medida que podía reconocer quién se acercaba por el sonido de sus pasos y por el olor de su sudor y de su ropa.
Apenas habían pasado cinco días desde que Tifón le vaciara los ojos con sus garras, y ya estaban empezando a regenerarse. Los notaba como cuentas de vidrio duras y frías que se abrían paso entre los huesos de las órbitas y le despertaban una molesta comezón. Para evitar la tentación de rascarse, y también las preguntas inoportunas de los humanos, se había cubierto los ojos con un paño.
En el Olimpo y bajo los cuidados de Asclepio sus ojos no habrían tardado más de dos días en regenerarse. Sin ambrosía, ignoraba cuánto tiempo necesitaría para recobrar la visión. ¿Veinte, treinta, cuarenta días? En cualquier caso, demasiado para sus planes, pues cuanto más tardara en regresar más se acostumbrarían dioses y mortales a obedecer a un nuevo señor. Pero, si la Salaminia seguía la ruta que él preveía, tal vez encontrara una forma de recuperar la visión.
El problema seguía siendo su brazo. La carne cortada por la segur que castró a Urano no volvería a regenerarse. E incluso en el caso de que la leyenda estuviera equivocada y el poder de la hoz adamantina no fuera tal, aunque el brazo le volviera a brotar, ya no sería el mismo que forjaron para él los Cíclopes trenzando cables de metal con sus músculos y tendones. Con él, Zeus había perdido el arma que lo hacía invencible. Sin el rayo, ¿cómo podría regresar al Olimpo, derrotar a la criatura Tifón y sobreponerse a las conjuras de quienes le habían traicionado dentro de su propia familia? Pues era evidente que existía una conspiración contra él.
¿Quiénes estaban involucrados? Habría apostado el otro brazo a que su esposa era la primera implicada. En cuanto a la red que había impedido a su hijo Hermes ayudarle, era obra de Hefesto. El dios herrero haría cualquier cosa que le ordenara su madre, aparte de que Zeus, tenía que reconocerlo, nunca le había dado demasiados motivos para apreciarlo. Incluso el propio Hermes podía haber fingido que caía en la trampa.
¿Y la hoz, de dónde había salido? Se decía que aquella arma se había perdido en las profundidades del mar. El reino de Poseidón. Su hermano era de los dioses que más interés podría tener en derrocarlo. Nunca había aceptado de buen grado la primacía de Zeus. Sólo el rayo forjado por los cíclopes lo mantenía en su sitio.
El rayo, el rayo. Todo volvía al rayo. Necesitaba recobrar su arma, o conseguir otra que fuera al menos igual de poderosa. Desde el Espejo del Tiempo, Cronos le había vaticinado que sería vencido, humillado y mutilado. Hasta ahí, todo se había cumplido. También había asegurado que sufriría la más terrible de las pérdidas. ¿Se trataba de una redundancia que repetía lo anterior? No: Zeus se temía que cada una de las palabras de Cronos acarreaba su propio significado y que aquella pérdida aún le aguardaba en el futuro.
El futuro. El secreto del futuro está enterrado en el pasado, había dicho Cronos. Con esas palabras tenía que referirse a lo único que de verdad importaba en todo el cosmos: el poder. Así pues, era el secreto del poder lo que debía buscar en el pasado. Con él se aseguraría el futuro.
Acodado en la amura y aspirando el olor a sal, Zeus cavilaba sobre el poder absoluto. Él lo había ejercido merced al rayo. Cronos había sido su antecesor. Para mantenerse en el trono, su padre se había valido de su astucia y su falta de escrúpulos, y también del ascendiente que ejercía sobre sus hermanos los Titanes. ¿Y Urano, primer soberano del mundo? ¿Cómo lo había hecho él? ¿En qué había basado su poder para sojuzgar a la indomable Gea?
… Urano, que había puesto todo su poder y su sabiduría en los cinco anillos que gobiernan el firmamento, amenazó con utilizarlos para lanzar sobre Gea el fuego celeste que sobrepasa en poder y destrucción a los demás fuegos de la tierra como la lava del volcán a la llama de una mecha…
Así lo había recitado Hermes en aquella posada de Arcadia. Los anillos de Urano. Para Zeus sólo habían sido una expresión, un oscuro juramento que él mismo utilizaba y cuyo verdadero sentido se le escapaba. En una ocasión, cuando era muy joven y aún no había emprendido el asalto del Olimpo, le preguntó a su abuela por ellos. Gea le dijo que tales anillos no existían, que sólo eran una leyenda: la única forma en que podía conquistar el poder era liberar a los prisioneros del Tártaro, los hecatonquiros y los cíclopes. Zeus había seguido su consejo y gracias a él había conseguido el rayo.
En cualquier caso, Gea era parte interesada, así que Zeus no podía fiarse de esa información. Si ese poder superaba en tanto al de Gea que Urano lo había utilizado para violarla, era lógico que ella quisiera ocultar hasta el conocimiento de su misma existencia.
¿A quién podía consultar Zeus? Se le había pasado por la cabeza la idea de visitar a su madre. Pero Rea había renunciado a la compañía de los otros dioses, se hacía llamar Cibeles y vivía en Frigia, rodeada de ménades y de sacerdotes que se castraban para consagrarse a ella. Además, Rea no tenía demasiada personalidad y siempre había sido una especie de prolongación de su propia madre Gea. Mejor no mostrarse ante ella.
Había una persona versada en el conocimiento del mundo antiguo y en la ciencia de los titanes, pues él mismo era hijo de Jápeto, uno de los más poderosos de su estirpe. Pero era dudoso que esa persona accediese de buen grado a compartir sus conocimientos con él. Mucho tiempo atrás, Zeus había ordenado a Hefesto y a dos divinidades llamadas Cratos y Bíos que lo colgaran de unas cadenas de hierro en el monte Estróbilo, el pico más alto del Cáucaso.
No, no parecía probable que Prometeo quisiera colaborar con él. Prometeo, que se jactaba de haber creado a los hombres en su torno de alfarero cuando Zeus aún no se había convertido en soberano celeste, y también de haberles concedido el don de la palabra, e incluso de la arcana escritura. Prometeo, que se hacía llamar benefactor de la humanidad, que había enseñado a los mortales el dominio del fuego y la ceremonia del sacrificio. Prometeo, a quien Zeus había castigado porque le quería arrebatar el cariño y la adoración de los hombres.
Pero el caso es que, si quería averiguar el paradero de los anillos de Urano y conocer el poder que encerraban, no tenía nadie a quien recurrir salvo al curioso, metomentodo y sabio Prometeo.
Por suerte, la Cólquide yacía al pie de las montañas del Cáucaso, no muy lejos del Estróbilo.
Por las noches, Zeus se negaba a bajar a tierra y se tendía sobre la cubierta. No quería que ninguna parte de su cuerpo tocara el suelo, salvo los pies. Las botas, esperaba, evitarían que Gea pudiese averiguar su paradero; pues la ternera de cuya piel las habían confeccionado no había llegado a ver la luz ni posarse jamás sobre la tierra, y Gea no podía saber de su existencia.
La segunda noche pernoctaron en el Sunión, al sur del Ática. Allí, mientras los demás dormían, un marinero llamado Parrasio se acercó a Zeus. Este escuchó sus pasos y reconoció su olor. Parrasio se detuvo a su lado y se arrodilló sobre la tablazón. Sin duda venía buscando el cíngulo. Se iba a llevar una buena sorpresa cuando su presunta víctima le rompiera todos los huesos de la mano. Pero antes de que Zeus llegara a moverse, se oyó la voz de Cécrope.
—No se te ocurra tocar a mi huésped.
—¿Tú huésped? —protestó el marinero—. ¿Por la miseria que te ha pagado? Con ese cinturón tienes para pagar a toda la tripulación.
—¡Es mi huésped, te digo!
A la mañana siguiente, para satisfacción de Zeus, Cécrope dejó a Parrasio en tierra y reclutó a otro marinero en la aldea de Tórico. Ese mismo día, a media tarde, llegaron al extremo sur de la isla de Eubea. Zeus recordaba que allí, en un promontorio del cabo Cafareo, había un templo construido en su honor. Para su desaliento, cuando se acercaban a él le llegó el olor de un incendio.
—¿Qué pasa? ¿Qué se está quemando? —preguntó a Alcides.
—Un templo, en lo alto de un cantil. El fuego se ha extendido a unos arbolillos cercanos. Deben ser encinas… No, espera, creo que son acebuches.
—¡Me importa un comino qué árboles sean! ¿Alguien está apagando el incendio del templo?
—Más bien diría que lo están avivando. Hay unos jinetes alrededor… Espera, oigo gritos. ¡Los muy bastardos nos están tirando flechas incendiarias!
Al parecer, se hallaban demasiado lejos para que las saetas los alcanzaran; pero aún así Cécrope ordenó al timonel que virara a estribor y se alejara de la costa. Alcides pidió a un marinero que le prestara un arco, puso una flecha en él y disparó.
—¡Bravo, muchacho! —le felicitó Cécrope—. ¡Has acertado a más de un estadio!
—Ése no es un jinete —dijo Girtón, el segundo oficial del barco—. ¡Es un centauro!
Desde la distancia llegaron gritos de rabia y frustración. Zeus reconoció el peculiar ululato de los centauros, mezcla de alarido humano y relincho equino. Que los hombres-caballo se dedicasen a quemarle los templos significaba que las noticias sobre su derrota a manos de Tifón se estaban propagando a los cuatro vientos. Y que disparasen flechas contra un barco tripulado por humanos sin provocación previa significaba que la guerra contra los hombres de la que le había advertido el viejo Quirón había empezado ya.
Dos días después se encontraban en el centro de un triángulo dibujado por las islas de Esciros, Lemnos y Lesbos, una vasta zona de mar abierto que Cécrope quería dejar atrás cuanto antes. El cielo se había despejado un poco, pero soplaba un fuerte céfiro que, si bien no perjudicaba su avance, levantaba una marejada que hacía cabecear el barco con violencia. Al oír los chillidos de las gaviotas, Zeus supo que se acercaban a la isla que quería visitar. Desde el aire, según recordaba, tenía forma de triángulo, con los bordes recortados como un gran puñal de sílex.
—Quiero desembarcar en esa isla —le dijo a Cécrope.
—¿Ésa? Si ni siquiera tiene nombre. Allí no habita nadie desde hace mucho tiempo.
—Desde hace veinte años, para ser precisos.
—¿Lo ves? Mucho tiempo —replicó Cécrope.
Zeus soltó una carcajada seca. A los humanos, y más si eran jóvenes, unas cuantas décadas se les antojaban una eternidad. Pero él sabía que en aquella isla que Cécrope creía desierta moraban unas peligrosas criaturas a las que le interesaba sobremanera encontrar, sin que ellas, por su parte, averiguaran su presencia.
—Mi tío Alexias, el marino, me advirtió de que nunca se me ocurriera acercarme a esa isla —insistió Cécrope—. Según me dijo, está maldita.
Zeus oyó pasos y susurros a su alrededor. Los marineros, que, salvo los encargados de las velas y el timón, estaban ociosos, se habían congregado a su alrededor para escuchar la conversación, y algunos de ellos repetían en voz baja la palabra maldita.
—Algo de razón llevaba tu tío —reconoció Zeus—. Escucha, llévame a la toldilla.
Allí se sentaron los dos y compartieron un vino de Trecén. Acostumbrado a degustar en el Olimpo los mejores caldos del mundo, Zeus pensó que aquél sabía a vinagre, pero lo bebió sin torcer el gesto por respeto a su anfitrión.
—¿Por qué quieres desembarcar en ese lugar? —le preguntó Cécrope.
—Tengo mis propias razones.
—Si no eres más explícito, me resultará difícil convencer a los marineros de que atraquemos en un lugar inhóspito del que nada bueno se cuenta. Eso, por no hablar de convencerme a mí mismo.
Zeus se soltó el cíngulo de hilos de oro.
—Toma esto. ¿Cuánto calculas que pesa?
—Hmmm… —Cécrope tomó el cíngulo y lo sopesó—. Diez minas, tal vez doce.
—¿Y eso es mucho?
—¿Bromeas? ¿Doce minas de oro?
Zeus no supo qué contestar. Sospechaba que su cinturón debía ser muy valioso para los humanos. Él nunca había tenido que molestarse en calcular el valor de las cosas, pues desde que se convirtiera en soberano del mundo todo le había venido regalado. Para él, el oro no era más que un hermoso metal que no se corroía ni oxidaba.
—¿Si te lo doy, me desembarcarás en la isla?
—¿Bromeas? Por esto, sería capaz de cruzarte al otro lado del río Aqueronte.
—En ese caso, quédatelo. Es tuyo.
Cécrope se encogió de hombros. Ignoraba qué clase de loco era aquel pasajero que llevaba encima más de diez minas de oro y al mismo tiempo vestía una túnica chamuscada y unas botas malolientes. Pero, mientras le pagara bien, no le importaban demasiado sus motivos.
Lo cierto era que, por muy excéntrico que fuese, el tal Próxeno le resultaba simpático. Era todo un personaje. Aunque iba siempre encorvado y apoyado en un bastón, sobrepasaba en altura y anchura de hombros a todos los marineros de la Salaminia, salvo al mocetón que lo acompañaba. Además, irradiaba un aura de nobleza y autoridad inconfundible para alguien que, como Cécrope, conocía de cerca la aristocracia. De hecho, Próxeno, ciego y manco, con las ropas hechas jirones, parecía más rey que el propio Erecteo, su padre, vestido de gala y sentado en su trono.
Detrás de su ceguera y de la mutilación, sospechaba Cécrope, había un relato más que interesante. Pero su cortesía innata le impedía preguntarle, y Próxeno nunca hacía referencia a sus lacras. En una ocasión en que se quitó el paño que le cubría los ojos para lavarlo a la orilla, Cécrope se acercó con disimulo para comprobar la causa de su ceguera. Para su horror, no se trataba de una herida, ni siquiera de cataratas. Las cuencas de Próxeno estaban vacías, salvo por dos extrañas manchas blancas en el fondo, como si algún insecto enorme hubiera elegido aquel lugar para depositar sus huevos.
—Está bien. Te desembarcaré —le dijo—. Pero te esperaremos en el barco, sin pisar tierra. Y si encuentras a alguien en la isla, no lo subas a bordo.
—No te inquietes. Sólo hay una cosa que me interesa en esa isla, y es un objeto, no una persona.
Vararon en el extremo sur, en una caleta de poco más de medio estadio, cerrada por un islote. El sol estaba a medio camino del horizonte.
—Si tardas mucho, tendremos que pasar la noche aquí —dijo Cécrope—. Si partiéramos ahora mismo, llegaríamos a Lemnos al atardecer. Pero si nos demoramos, nos caerá la noche en alta mar, y no me entusiasma la idea.
—En ese caso, mejor que cuentes con pasar la noche aquí —respondió Zeus.
Cécrope le tendió el cíngulo.
—¿Por qué me lo devuelves? —preguntó Zeus.
—¿Qué me impediría llevármelo y dejarte abandonado en esta isla? Quédatelo de momento y entrégamelo cuando vuelvas.
—¿Qué sentido tiene hacer tratos con un hombre si no confías en él?
—No lo hago por ti, Próxeno, sino por mí. Prefiero no sentir la tentación de abandonarte. Llévatelo, te digo.
Finalmente, Zeus accedió y volvió a atarse el ceñidor a la cintura. Después desembarcó junto con Alcides, que llevaba las provisiones de ambos: un odre de agua y un zurrón con queso, uvas pasas y pan. Caminaron por la playa hasta la primera hilera de colinas, y cuando subieron Zeus le preguntó a Alcides qué se veía desde allí.
—Toda la isla es parecida —respondió el joven—. Hay líneas de colinas, una tras otra. Todas van hacia allí… hacia el norte, quiero decir. Espera… Sí, allí en el norte hay un monte un poco más grande, y sale humo de lo alto.
—Pues guíame hacia ese humo.
—¿Qué buscas en esta isla? —preguntó Alcides.
—Visión.
—¿Hay un oráculo aquí?
—No, mi querido Alcides, no es visión profética lo que busco. Hablo de visión real.
—Entonces, es que te quieres curar la vista —dedujo el joven—. ¿Hay un santuario de Asclepio?
—¿Y cómo pretendes que me cure la vista, si no tengo ojos que curar? Piensa, Alcides, piensa. Demuéstrame que no eres sólo músculos y buen corazón.
Alcides tardó un rato en contestar. Ya habían trepado a la siguiente línea de lomas, y ahora caminaban hacia el nordeste siguiendo el ondulado dibujo de la cresta. Sobre sus cabezas gritaban las gaviotas, y a su alrededor cantaban los grillos y de vez en cuando una lagartija se alejaba reptando entre los arbustos.
—Entonces es que buscas unos ojos —concluyó Alcides, al fin.
—¡Bravo! Eso es lo que quiero conseguir. O mejor aún, lo que tú me vas a conseguir.
La tarde cayó sobre ellos. Su camino los llevó a un brezal impenetrable. Pero Alcides, en vez de buscar un rodeo, avanzó a pisotones, despreciando los arañazos que el ramaje dejaba en sus pantorrillas. Por fin, cuando el sol empezaba a ponerse, llegaron al pie del único monte digno de tal nombre.
—Hay una hoguera en lo alto —dijo Alcides—. Ahora veo las llamas.
—Allí están. ¿No oyes sus voces?
—¿Voces? No.
—Cierra los ojos y escucha…
Alcides obedeció. Sólo oía gaviotas. Pero en seguida se dio cuenta de que lo que creía chillidos de aves eran voces humanas, agudas y estridentes como carcajadas de mujeres borrachas.
—Allí arriba están ellas —dijo Zeus—. Las que tienen lo que necesito.
—¿Quiénes son ellas?
—Siéntate y come algo. Puede que tengas que pelear.
Mientras bebían vino y daban cuenta del queso, Zeus se lo explicó.
—¿Has oído hablar de las tres Grayas?
—No.
—Son tres mujeres que nacieron ya viejas y con el pelo blanco, y por eso tienen ese nombre. —Zeus se rascó la barbilla—. Tal vez incluso nacieron antes que yo, aunque no estoy seguro. Así que puedes imaginar lo viejas que son ahora.
En realidad, no puedes imaginártelo, añadió para sí.
—Entonces, ¿para qué voy a pelear con ellas? Si son tan viejas como dices, bastará con que les dé un soplido para derribarlas.
—No estés tan seguro. Las Grayas son criaturas temibles. Se alimentan de los humanos, chupándoles la sangre. Te explicaré lo que tienes que hacer…
Alcides, tras recibir las instrucciones de Zeus, trepó por la suave cuesta del monte. Aunque ya se había hecho de noche, apenas se veían estrellas, pues las nubes cubrían el cielo casi por entero. Entre el crepitar de las llamas, seguían oyéndose gritos destemplados y carcajadas chillonas.
—¡Te lo dije! ¡Te lo dije! —insistía una voz.
Ya estaba lo bastante cerca para ver que en lo alto de la colina se abría un claro. Allí, en el centro de un círculo de piedras, ardía una hoguera, y sobre ésta se calentaba un enorme caldero de bronce. A su alrededor se movían tres extrañas sombras. Al acercarse, Alcides vio que eran tres ancianas, cubiertas con largos mantos oscuros que llegaban hasta el suelo. Estaban casi calvas y las cuencas de sus ojos se veían tan vacías como las de Próxeno. Una de ellas se volvió hacia Alcides. Con manos huesudas sostenía sobre la frente una gran gema roja. El ojo que quería conseguir Próxeno.
—¡Ahí viene! ¡Ahí viene!
—Dile que se acerque, Enio.
—Cállate, Pefredo. Yo sé bien lo que hago.
A Alcides le costaba distinguir quién hablaba en esa algarabía de voces. Además, sólo una de ellas conservaba los dientes. Aunque en seguida descubrió que ni siquiera era así: la anciana se llevó la mano a la boca, se sacó la dentadura entera y se la pasó a la que tenía la joya sobre la frente.
—¡Acércate, mozo! —dijo la tal Enio, con la voz algo más clara gracias a los dientes—. Ven aquí y charla con nosotras. Estamos tan solas y tan aburridas…
Alcides se detuvo a cinco pasos. El caldero borboteaba, pero daba la impresión de que dentro no había más que agua.
—¿Para qué cocéis agua, si no hay nada en la olla? —preguntó.
—¡Oh, tú lo vas a remediar! —dijo otra de las viejas.
—Cierra la boca, Dino —contestó la que debía ser Pefredo—. ¡Vas a ahuyentarlo!
Aunque Próxeno no le hubiese advertido, al oír discutir a las Grayas, Alcides habría tenido buen cuidado de no acercarse demasiado a ellas. Así que habló desde lejos.
—He venido a pediros una cosa, señoras.
—Acércate más, hijo —dijo Enio, apretándose la joya contra la frente—. No puedo oírte.
La mano de su hermana Dino le reptó por la cara, buscándole el ojo. Pero Enio le dio un bocado, aprovechando que también tenía en su poder la dentadura, y Dino se apartó con un chillido.
—Estoy bien aquí, señora —dijo Alcides—. Lo que quiero es vuestro ojo. Lo necesito.
—¡Nuestro ojo! Pero ya puedes ver que sólo tenemos uno. ¿Qué pretendes que hagamos sin él?
—Sólo será un rato.
—¡Mientes! ¡Sí, mientes, cochino mortal! —gritó Enio.
La indignación la hizo aflojar la presión sobre el ojo, y Pefredo se apresuró a quitárselo entre risotadas. En ese momento, un lagarto pasó correteando junto a ella. En cuanto la Graya lo vio, un tentáculo grisáceo brotó de debajo de su manto, atrapó al reptil y lo echó al caldero.
—¿Para qué quieres nuestro ojo? —dijo Pefredo, que ahora, aunque desdentada, llevaba la voz cantante—. Si quieres respuestas, té las daremos. No hace falta que nos robes el ojo, como hizo ese granuja de Perseo.
—Perseo era mi bisabuelo.
—¿Tu bisabuelo? ¿Tanto tiempo ha pasado? Cuéntanos cómo murió, anda. Porque habrá muerto, ¿verdad?
—¡Y nosotras seguimos vivas! —saltó Dino, y las tres se rieron a carcajadas.
Alcides se estaba aburriendo. Al ver que dialogando no llegaba a ninguna parte, recogió del suelo una peladilla y se la tiró a Pefredo. La piedra le dio en la cabeza y la vieja, con un chillido, abrió la mano y dejó caer al suelo la joya roja.
Alcides se precipitó hacia el ojo de las Grayas. Cuando lo cogió, unos tentáculos se enrollaron en su brazo. Salió corriendo, llevándose detrás a una de las viejas. No debía ser Pefredo, porque ésta se revolcaba en el suelo, doliéndose de la pedrada. Alcides siguió tirando, aunque los tentáculos tenían minúsculos dientes que se le clavaban en el antebrazo y su dueña chillaba como un cochino en la matanza, jaleada por las otras, que manoteaban junto al caldero. Alcides se detuvo y pateó a la Graya. El manto se había enganchado en una rama, y al hacerlo descubrió que en vez de piernas tenía todo un manojo de tentáculos; ya le había advertido Próxeno de que en origen eran criaturas marinas, aunque luego se habían dedicado a recorrer las islas más pequeñas del Egeo para vampirizar a sus moradores.
—¡Devuélveme el ojo! —chilló la Graya, rodeándole las piernas con los tentáculos—. ¡Tu bisabuelo nos lo devolvió!
Alcides sintió un dolor como el de cien pinchazos de ortiga. Golpeó a la vieja en el pecho y notó que el puño se le hundía en una masa fofa y sin huesos. Por fin logró librarse de los tentáculos, levantó a la Graya sobre su cabeza y la arrojó por los aires con tan certera puntería que cayó dentro del caldero. Los chillidos de la vieja se redoblaron, mientras las otras se mofaban de ella.
—¡Necias, no os riáis! ¡Nos ha robado el ojo!
Zeus, que aguardaba de pie bajo la colina y había escuchado los lejanos chillidos de la discusión y la pelea, oyó ahora las pisadas de Alcides bajando por la ladera.
—¿Lo tienes?
Por toda respuesta, el joven tomó la mano izquierda de Zeus y le puso en ella el ojo de las Grayas. Era tibio al tacto, tenía el tamaño de un huevo de gallina y su forma era plana por un lado y convexa por el otro. Zeus se lo puso delante de sus cuencas vacías, pero no pasó nada.
—Ellas se lo colocaban más arriba, en la frente —le dijo Alcides.
—Entiendo.
No era exactamente ver. Pero lo cierto era que dentro de su cabeza, en un lugar extraño que no estaba ni en sus ojos ni detrás de ellos, apareció una figura alta, de hombros anchos y macizos y una cabeza que parecía pequeña en proporción a su corpachón. Los colores eran extraños, negros, rojos y violetas, sin la riqueza de matices de la visión real, pero las formas se apreciaban nítidas y cortantes.
Me servirá, pensó Zeus. Y sonrió por primera vez en muchos días. Había dado el primer paso para reconquistar el Olimpo.