El prisionero del Cáucaso
Zeus y Alcides partieron solos de la ciudad de Fasis, pues nadie en la ciudad había querido acompañarlos hasta el Cáucaso. Cécrope, agradecido a su pasajero por ayudarle a llegar con bien a la Cólquide, les regaló provisiones, y también gruesas pieles y botas de doble capa. Aunque Zeus siguió llevando dentro de ellas sus propias botas de vitela, a las que había añadido un guante de cabritilla para su mano izquierda, previendo que en el ascenso se vería obligado a apoyar la mano en tierra muy a menudo.
—Buena suerte, Próxeno —se despidió Cécrope—. Sé que escondes mucho más de lo que parece y que buscas algo que está más allá de mi entendimiento. Espero que los dioses te sean propicios.
—Pide mejor que sea Tique quien me sonría —repuso Zeus—. Y suerte a ti también, Cécrope. Eres un joven noble y con principios, pero también con iniciativa. Te predigo mucho éxito. Sin duda llegarás a ser rey.
—¿Yo? —Cécrope abrió dos ojos como platos—. Soy el hermano pequeño, Próxeno, no lo olvides.
—Y tú tampoco olvides que a menudo es el hermano pequeño quien acaba reinando.
A pesar de viajar sin guías, una vez que alcanzaron las estribaciones del Cáucaso era imposible extraviarse. El pico del Estróbilo destacaba sobre todos los demás, y cuando lo perdían de vista tras la masa de otras rocas, sólo tenían que seguir el penacho de humo negro que brotaba de su cráter. Más cenizas para enfriar la Tierra, se dijo Zeus. Otra contribución de Gea a la próxima hambruna humana. Si es que quedaban humanos que matar. Pues en la propia Cólquide había visto a los súbditos de Eetes asustados y confinados tras las murallas de la ciudad, sin atreverse a salir de ellas a no ser que fuera en grupos muy numerosos y bien armados. De hecho, cuando salieron de la ciudad, los centinelas de la muralla los miraron como si estuvieran locos e hicieron gestos apotropaicos para alejar el mal.
Durante el camino, remontando el curso del Fasis, habían visto ondinas asomar de las aguas del río y mirarles con hostilidad, pero ahora Zeus había dejado de viajar encorvado, y la estatura de los dos viajeros disuadía a las criaturas acuáticas de atacarlos. En un bosquecillo tuvieron un incidente con un centauro. Su flecha se clavó en la pelliza de Zeus, pero la punta no llegó a taladrar la carne. El cuello del centauro, en cambio, sí se partió con un seco crujido bajo las manos de Alcides.
—Deja que te mire la herida —le dijo a Zeus, cuando Este arrojó la flecha lejos de sí.
—No tengo ninguna herida. La piel de este oso era muy gruesa.
Alcides levantó la pelliza y comprobó que, bajo ella, la túnica se había roto, pero en la piel sólo se apreciaba un enrojecimiento que no tardó en desaparecer. Alcides había visto la flecha volar, había escuchado el silbido de las plumas en el aire, y sabía cuánta fuerza llevaba. A un ser humano normal se le habría clavado más de cinco dedos en la carne, por más piel de oso que lo protegiera. Alcides se apartó un par de pasos y miró a Zeus a la cara.
—Tú eres un dios. Esta vez no me lo quitarás de la cabeza.
—Deja de decir tonterías. Vamos, hay que llegar a las montañas cuanto antes.
Fue en su primera noche en el Cáucaso, mientras reunían ramiza, y encendían una hoguera con la yesca de Alcides, cuando Zeus decidió sincerarse y se quitó la venda que durante tantos días había llevado alrededor de la cabeza. Por fin, pudo ver con sus propios ojos a Alcides, y lo que vio le agradó aún más que lo que le había mostrado el ojo de las Grayas.
—Tus… tus ojos —dijo Alcides, sorprendido, pero no asustado—. Yo vi cómo los tenías vacíos. Te han crecido.
—Tú lo has dicho, Alcides. Soy un dios. ¿No caes al suelo, sobrecogido de terror?
El joven encogió sus macizos hombros. Ahora, con el mayor detalle que le ofrecía su propia visión, Zeus apreció que tenía la mandíbula firme, como él, pero tal vez demasiado cuadrada. Aquello, combinado con los ojos más bien estrechos, revelaba cierta tendencia a la obstinación y cortedad de miras. Más, por otra parte, su mirada era limpia y directa, incluso ahora que sabía que se encontraba ante un dios y el respeto sagrado debería haber hecho que cayera de rodillas.
—Llevo muchos días contigo, y nunca me has hecho daño. ¿Por qué iba a temerte ahora? Además, te he ayudado.
—No es necesario que me lo recuerdes.
Alcides se sentó en una piedra, pinchó unos trozos de panceta en un palo y los acercó a las llamas. Zeus se quedó al otro lado, de pie.
—¿Sabes quién soy? —preguntó Zeus.
—Si eres un dios, sólo puedes ser uno.
—¿Cuál?
—Mi tatarabuelo. Zeus.
—Vaya. ¿Por qué lo sabes?
—Cuando te conocí, yo le había pedido a mi bisabuelo Perseo un regalo, y fuiste tú lo que cayó del cielo. Así que tienes que ser su padre.
Zeus no atinó a comprender la lógica del pensamiento de Alcides, ni supo si debía sentirse ofendido porque el joven lo considerara un regalo.
—¿Nunca te has preguntado de dónde procede tu fuerza sobrehumana?
—Bueno —contestó Alcides—, muchas veces he pensado que la culpa es de los demás, que son unos alfeñiques. Mi fuerza siempre me ha parecido algo natural.
—Pues no lo es, y por eso a veces tienes problemas para controlarla. Tu fuerza proviene de tu sangre divina.
Alcides echó cuentas con los dedos, y después de fruncir el ceño y sacar la lengua a un lado durante un buen rato, dijo:
—Si tú eres mi tatarabuelo, eso quiere decir que tengo una parte de sangre divina de cada ocho.
De cada dieciséis, le corrigió Zeus mentalmente.
—Eso no explicaría tu poder —dijo, sin reprocharle su deficiente aritmética—. Pero es que tu icor divino se renovó hace poco tiempo.
—¿Cuánto?
—Hace diecisiete años.
—Pero yo no había nacido…
—Exactamente.
Zeus le contó la historia de un dios que se había enamorado de una bella mortal llamada Alcmena. Ella estaba casada con Anfitrión, pero después de un tiempo aún seguía siendo virgen. El problema era que una promesa sagrada prohibía a Anfitrión consumar su matrimonio hasta que llevara a cabo una complicada venganza familiar. El cumplimiento de la venganza se fue demorando con tareas cada vez más difíciles, y mientras él las ejecutaba, la joven Alcmena se marchitaba poco a poco en la soledad de su tálamo.
Hasta que el propio Zeus puso sus ojos en ella. Para poseerla, tomó la figura de su marido Anfitrión y se presentó en Tebas, afirmando que todos los requisitos se habían cumplido y que el matrimonio podía por fin consumarse. Durante tres días y tres noches hicieron el amor, pasados los cuales el verdadero Anfitrión apareció en palacio, para perplejidad de su esposa. Ésta, no obstante, yació también con él, sospechando que la primera consumación había sido obra de un dios, pues en la comparación de habilidades y facultades amatorias el segundo Anfitrión salía muy perjudicado con respecto al primero. De resultas de tanto trajín en el lecho nupcial, Alcmena concibió a dos mellizos: el débil Ificles, engendrado por Anfitrión, y Alcides, que llevaba el icor de Zeus.
—¿Y Anfitrión lo sabía? —preguntó Alcides, boquiabierto.
—Sí, gracias a que se lo explicó el adivino Tiresias. Y tanto se enfureció que estuvo a punto de quemar en una pira a su esposa.
Pero cuando le prendió fuego, yo envié una lluvia que lo apagó y despaché a mi hijo Hermes con un aviso para que no se le ocurriera haceros daño ni a tu madre ni a ti.
Alcides se rascó la cabeza. Ahora comprendía el desapego de Anfitrión y la alegría con que se había librado de él enviándolo a cuidar vacas a Micenas.
—Entonces, tú eres mi padre.
—Así es —respondió Zeus, desde el otro lado de las llamas—, pero no quería hacértelo saber hasta que fueras mayor. Cuando cumplieras veinte años, tenía pensado enviarte a mi hijo Hermes para que te contara toda la verdad. Pero hasta entonces, prefería no llamar la atención sobre ti. Sin duda, mi esposa te habría hecho la vida imposible. Y en parte la comprendo. ¡Estoy convencido que podrías derrotar en combate al propio Ares!
Alcides se quedó mirando un rato cómo chorreaba la grasa de la loncha de panceta.
—¿Entonces, por qué apareciste antes de tiempo? —preguntó al fin.
—Fue Tique quien me llevó allí, y quien hizo que tú estuvieras apacentando tus vacas bajo el cielo cuando yo peleé con el dragón y conseguí zafarme de sus garras. Sí, Tique, el Azar, una fuerza que estaba por encima de mi padre Cronos y que ahora está por encima de la propia Gea. Pues gracias a ti, como ya te dije, voy a recuperar mi reino.
—Y tu reino es el Olimpo, nada menos —dijo el joven, mirándole a los ojos sin miedo.
—Así es. Ya tengo mis ojos, como puedes ver. Pero aún necesito encontrar algunas cosas más para enfrentarme al usurpador que me ha arrebatado el trono. Cuando las consiga, ¿me acompañarás al Olimpo, hijo?
Alcides se levantó. Era casi tan alto como Zeus, pero sin duda cuando cumpliera los veinte años lo superaría en estatura. Extendió su mano derecha, y Zeus se la tomó en la izquierda. Los dos apretaron con fuerza, mirándose a los ojos. Al cabo de un rato, al comprobar que ninguno de los dos cedía, empezaron a sonreír. Si alguien hubiera puesto un pedernal entre las manos de ambos, sólo habría recuperado un montón de polvo.
—Eres mi hijo, no cabe duda —dijo Zeus—. Tú harás grandes cosas, Alcides.
Siguieron su camino tres días, sin dejar de subir. Durante los dos primeros sopló una ventisca que a veces no les dejaba ni ver el sendero que pisaban. Pero ni las rachas más fuertes podían frenar los pasos de Zeus y su hijo. Los dos se habían fabricado sólidos bastones de madera de pino, les habían aguzado las puntas y las habían endurecido al fuego, y caminaban envueltos en pieles de oso. Cuando el frío superó con creces el punto en que el agua se hiela, Zeus se quitó la capa y se la entregó a Alcides.
—¿Por qué?
—A ti te hará más falta. Más de un tercio de tu sangre es mortal, y la sangre se congela. El icor no.
Zeus sentía cada vez más premura. No dejaba de preguntarse qué estaría sucediendo en el Olimpo y qué destino les aguardaba a los desdichados humanos. Lo atormentaba, sobre todo, la imagen de Tifón derramando su fuego sobre las moradas del Olimpo y destruyendo toda la belleza que había costado tanto tiempo construir. Sólo se le escapaba una sonrisa cruel cuando se imaginaba a la criatura dracontina visitando la alcoba de Hera y exigiéndole que cumpliera el débito conyugal con el nuevo soberano del cosmos.
Pero más a menudo pensaba en cómo afrontar el encuentro con Prometeo, el prisionero del Cáucaso. Necesitaba sus conocimientos. ¿Cómo convencerle de que los compartiera con él? No creía que le sirvieran las amenazas ni las torturas con alguien que llevaba tanto tiempo encadenado bajo el cráter de un volcán helado que probablemente ya habría olvidado cómo articular la voz.
Caminaban todo el día y la mayor parte de la noche. Apenas descansaban unas horas, en cuevas o al amparo de rocas que los protegían del viento, pues en aquellas laderas heladas no quedaba nada que pudieran quemar. El viento arrastraba polvaredas de nieve que se metían en los ojos, y sus pies resbalaban sobre capas de hielo endurecidas como piedra tras siglos de no fundirse. Las cumbres del Cáucaso se levantaban ante sus ojos, más picudas y verticales que las del Olimpo.
Por fin, tras atravesar precipicios abismales y glaciares inacabables, llegaron ante la masa rocosa del Estróbilo. Arriba, en las alturas, un penacho de humo negro se levantaba hacia el cielo. Pero lo que le interesaba a Zeus estaba más abajo.
Nunca había estado en aquella montaña. Había ordenado a Hefesto, a Cratos y a Bíos que se llevaran a Prometeo y lo encadenaran en un lugar desolado y apartado del resto de los dioses, y había sido idea de Cratos elegir aquel volcán tan alto. Ahora, al levantar la mirada y ver la pared que se alzaba ante sus ojos, un respaldón de granito casi vertical, comprendió el alcance de su propia crueldad. Pues sus ojos, aún más agudos después de la regeneración, distinguieron muy arriba, en la superficie del farallón, una mancha oscura que sólo podía ser el hijo de Jápeto.
—¡Por Hécate! —exclamó Alcides—. ¿Cómo vamos a llegar hasta allí arriba?
—Yo no puedo hacerlo. Tendrás que ser tú.
El joven se volvió con un gesto que no le gustó nada a Zeus. Había un asomo de ironía en él, sí, y también algo de insolencia. Tal vez había cometido un error al confesarle que era su padre.
—¿Cómo? ¿El rey de los dioses no puede escalar esa pared y un mortal como yo sí?
—Mira esto —respondió Zeus, enseñándole el muñón del brazo derecho—. Puedo clavar los dedos de la mano izquierda en la roca y subir mi peso, pero si quiero avanzar tendré que soltarlos para poner la mano más arriba. ¿Comprende eso tu obtusa mente de mortal?
Alcides frunció el ceño. No le había hecho gracia que el dios le recordara su condición, pero no respondió. Levantó la mirada hacia las alturas y preguntó:
—¿Cuánta altura crees que habrá?
—No más de cien codos —respondió Zeus, aunque estaba seguro de que eran doscientos—. Sube hasta allí, hijo, arranca las cadenas de Prometeo y te aseguro que en tiempos venideros recordarán tu proeza.
Alcides emprendió la ascensión. Por suerte, estaban tan altos que habían dejado abajo las nubes y la ventisca, y el único impedimento para la subida era lo abrupto de la propia roca. Desde niño le había gustado trepar por las murallas de Tebas, pero aquello era bien distinto. Buscando asideros para los dedos y las puntas de los pies, por pequeños que fueran, fue escalando muy despacio. A veces la roca apenas presentaba minúsculas protuberancias, pero sus dedos de acero se aferraban a ellas como garfios. Y, aún así, en varios tramos tuvo que recurrir a todas sus fuerzas para arrancar lascas de la roca con la punta de los dedos y poder utilizar las mellas recién abiertas como puntos de apoyo.
Pese al terrible frío de las alturas, tenía el cuerpo empapado de sudor. Se soltó el brazo derecho y lo usó para desembarazarse de la piel de oso, que cayó pared abajo. Alcides no pudo resistir la tentación de mirar entre sus piernas. El ángulo de la pared, aunque era casi vertical, le impedía ver otra cosa que piedra. Torció un poco el cuello y alcanzó a ver a Zeus, que había recogido la piel y le saludaba desde abajo. ¿Cien codos sólo? A Alcides le daba la impresión de que ya los había subido, y aún le quedaba mucho para llegar.
Siguió trepando, concentrado tan sólo en mirar lo que tenía ante él. Pasado un trecho particularmente difícil, llegó a un tramo de relieve más rugoso, y encontró algunos picos donde casi podía apoyar medio pie. Desde abajo le llegó la voz de Zeus.
—¡A tu derecha! ¡No sigas más!
Miró a su diestra, como le había indicado el dios. Allí había dos argollas negras clavadas en la pared de las que pendían sendas cadenas. Un poco más abajo, tal vez a un codo y medio, estaban los grilletes que aherrojaban a Prometeo. Pero lo que no se esperaba era encontrar al hijo de un titán en ese estado.
Lo que colgaba de las cadenas era una especie de pellejo grisáceo, lo que podría haber quedado de una piel humana después de tenderla al sol durante mil años. De lo que debía ser la cabeza caían unos largos cabellos blancos que tapaban el rostro, y la barba, larga como una enredadera, sólo dejaba ver el pecho hundido y surcado por profundas arrugas cuando una racha de viento la apartaba. Hasta los huesos parecían haberse deshecho dentro de aquella bolsa ruinosa.
Había algo más en aquella pared. Junto a los despojos de lo que había sido el titán, Alcides vio una forma casi transparente, una presencia alargada como una gruesa culebra que se percibía más por la deformación que sufrían a su través las imágenes que por su propia sustancia. Aquel ser reptó por la pared hasta pegarse al abdomen de Prometeo. Alcides oyó un ruido de succión y vio cómo una tenue luminosidad azulina fluía del odre de piel hacia lo que debía ser la boca de aquella criatura, que al absorber aquello se hizo más corpórea, lo bastante para que Alcides pudiera apreciar que tenía cuerpo de serpiente y una cabeza muy pequeña y calva, con rasgos vagamente humanos.
—¡Fuera! —gritó Alcides—. ¡Lárgate de aquí!
La extraña sanguijuela volvió la cabeza hacia Alcides, que creyó ver un destello de odio en algo parecido a unos ojos. Pero, bien por temor a Alcides o bien porque ya estuviera satisfecha, la criatura se alejó reptando de nuevo hacia las alturas como un arroyo serpenteante que fluyera montaña arriba.
Alcides se acercó con precaución a Prometeo. Al tocarle la muñeca, encontró la piel gélida, pero no con la rigidez que esperaba pues tenía un tacto fláccido que le repugnó. La idea de bajar la pared con aquel cuerpo humano vaciado de su propia esencia le repelía, así que subió un poco más y probó a desprender las argollas de la pared. Estaban muy bien clavadas, y el acero de Hefesto debía poseer propiedades mágicas, pues no se habían oxidado a pesar del tiempo. Alcides estaba convencido de que si se empeñaba las arrancaría, pero seguramente la inercia del movimiento le haría caer del acantilado. En su lugar, probó con las cadenas. Los eslabones no tardaron en abrirse. Primero rompió la cadena más cercana, y luego se estiró para alcanzar la otra. Estaba ya impaciente y tiró con demasiada fuerza, lo que casi le costó perder el apoyo de los pies. El eslabón se quebró, pero el metal resbaló entre los dedos de Alcides. Impotente, contempló cómo el pellejo del titán caía pared abajo como un manto arrastrado por el peso de los grilletes.
—¿Está vivo? —preguntó Alcides al llegar abajo, después de lo que se le antojó una eternidad, pues el descenso era aún más complicado que la escalada.
—Aunque te parezca mentira, lo está. ¿Por qué gritaste ahí arriba? ¿Qué era eso?
Alcides se lo explicó con las mejores palabras que pudo encontrar, aunque el ser era casi indescriptible. Zeus asintió con gesto serio. Ni siquiera él conocía a todas las criaturas que poblaban la tierra. Lo que Alcides había espantado debía ser algo de lo que había oído hablar a Apolo, una lamia de los hielos, un parásito que absorbía la fuerza vital de sus víctimas. Aquella en particular debía haber encontrado una fuente inagotable de alimento. Pues, aun privado de agua, alimento y, sobre todo, de ambrosía, Prometeo era un titán y no podía morir, ya que su naturaleza inmortal siempre regeneraba, aunque en una exigua medida, las energías que le extraía la lamia. Ahora comprendió Zeus por qué corría la leyenda de que él no se había limitado a encadenar a Prometeo al Cáucaso, sino que además enviaba todos los días a su águila para que le devorara las entrañas; cuando en realidad Macropis sólo tenía la orden de acudir cada siete días para comprobar que el prisionero del Cáucaso seguía colgado del acantilado.
Algo que, por cierto, le iba a ser muy útil.
No muy lejos del pie del acantilado encontraron una pequeña oquedad, apenas lo bastante grande para acomodarlos a los dos y a su carga. Alcides apartó la nieve y rompió unos cuantos carámbanos de hielo para hacer más sitio. Zeus extendió la piel de Prometeo en el suelo y tanteó aquí y allá, buscando los huesos. Bajo el pellejo notó algo blando, como lo que queda de los cartílagos de ciertos peces después de hervirlos. Recordó la imagen del dios que había sido su amigo y aliado contra los titanes de su propia estirpe: un joven sonriente, de ojos vivaces y burlones, de inteligencia presta, dedos ágiles y lengua demasiado aguzada. La misma lengua que le había costado la enemistad de Zeus, y aquel terrible castigo.
Por Cronos, ¿qué he hecho?
Revolviendo entre el cabello y la barba de aquella máscara deshinchada encontró un orificio que bien podría ser la boca. Destapó el frasco de ambrosía que le había dado Medea y poco a poco lo fue vertiendo, como si rellenara un odre de vino.
—Con este frío —dijo Alcides—, debería estar más tieso que una losa de mármol. ¿Por qué no ha llegado a congelarse?
—Porque le queda algo de icor en las venas, a pesar de la lamia del hielo, y ya te dije que el icor nunca se congela —contestó Zeus—. Envuélvete en las pieles y descansa, hijo —añadió, con una pizca de ternura en la voz que a él mismo lo sorprendió—. Esto puede tardar.
Si regenerar sus propios ojos había llevado horas, la recuperación de la ruina que era Prometeo requirió dos días. Pasado este tiempo, el hijo de Jápeto empezó a parecer un ser humano, ya que estaba tan envejecido y demacrado que difícilmente podría pasar por un dios. Por mucha ambrosía que bebiera, ya nunca volvería a ser el joven que había colaborado con Zeus en la creación de los hombres.
Pero el licor divino sí había obrado un milagro con sus ojos que volvían a ser los del Prometeo de siempre, oscuros y vivaces, y con su mente, tan penetrante como si acabara de despertar de una cabezada y no de un letargo de cientos de años.
—Eres tú —dijo al ver a Zeus. No había odio, ni reproche en su voz, tan sólo una fría constatación. Zeus no se sorprendió de que lo reconociera, pues se había dejado crecer la barba tras salir de la ciudad del rey Eetes.
—Sí, soy yo, Prometeo. He venido a levantar tu castigo.
El hijo de Jápeto frunció las cejas. Su rostro estaba tan quebrado de arrugas y grietas como el glaciar que habían cruzado para llegar a las cumbres del Estróbilo.
—¿Mi castigo? Juraste por la Estigia que jamás me quitarías las cadenas. ¿Es que ya no cumples tu propia palabra, rey de los dioses?
Sin saber qué contestar, Zeus optó por la agresividad.
—No abuses de mi paciencia, Prometeo.
—¿Paciencia? ¿Qué sabes tú de paciencia, hijo de Cronos? Pregúntame a mí sobre ella, que no he tenido más remedio que acto adquirirla durante tanto tiempo que ni siquiera llevo la cuenta. Dime ¿cuántos años me has tenido encadenado?
—No lo sé. He perdido la cuenta.
—Tú… Tú has perdido la cuenta. Inaudito. Pensé que ya no me sorprenderías, pero siempre lo consigues. Lo lamentable es que sea por tu desfachatez.
—He venido con un propósito, Prometeo, y no dispongo de mucho tiempo.
—¿Por qué tantas prisas ahora? Has tenido siglos para venir a visitarme y no lo has hecho.
—La situación es muy grave. Necesito información, o todo el Olimpo se vendrá abajo.
Prometeo sonrió de medio lado, y por un instante volvió a parecer el astuto y curioso hijo de Jápeto. Le miró al muñón de la mano derecha y dijo:
—Pues antes tendrás que darme información a mí, mi viejo amigo. Por lo que veo, han pasado cosas muy interesantes en mi ausencia.
Zeus le puso al tanto de la situación, al menos de la parte que él conocía. Prometeo escuchó con aparente distracción, jugueteando con las largas guedejas de su barba blanca. En cambio Alcides, que sólo conocía retazos de la historia, la oyó sin pestañear y con la boca levemente entreabierta. Pero Zeus no se dejó engañar. Sabía que, al final, su primo Prometeo había captado las implicaciones de sus palabras mucho mejor que Alcides.
—Así que has sido derrocado —concluyó el titán, bizqueando mientras se hacía una trenza con la barba—. No has sido capaz de escapar al destino de tu padre ni de tu abuelo.
—Yo no he sido encerrado en el Tártaro, ni me he retirado del mundo. Sigo aquí, en la Tierra, y estoy dispuesto a presentarle batalla a Gea.
—Muy poco elegante por tu parte. Deberías haberle dejado el terreno libre a tu sucesor. Hasta para los inmortales todo tiene un final.
—Láquesis aún no ha cortado el hilo de mi reinado.
—Pero Tifón te ha cortado la mano que manejaba el rayo. ¿Con qué arma piensas derrotarle ahora?
—Por eso he venido aquí. Quiero que me hables de los anillos de Urano.
—¿Los anillos de Urano? Sí, recuerdo esa vieja historia. El dominio de los cuerpos celestes… Un arma muy superior a tu rayo, ciertamente. Veo que sigues siendo ambicioso.
—¿Dónde están esos anillos?
—¿Qué te hace pensar que siguen existiendo?
—No sé mucho de ellos, pero sí que son indestructibles. En algún lugar deben estar, y tú lo sabes. Habla de una vez.
—¿Cómo puedes creer que voy a ayudarte, después de lo que hiciste? Un castigo tan desmesurado sólo por celos…
—Yo era más joven y más cruel entonces —dijo Zeus, sin bajar la mirada—. Ahora no te habría castigado de esa forma.
—Si ya no eres tan cruel, ¿por qué no has venido antes a liberarme de mis cadenas?
—Tú lo has dicho antes. Había jurado por la Estigia que jamás lo haría. No podía romper mi palabra.
—En ese caso, tampoco puedes hacerlo ahora.
—He encontrado una manera.
Alcides le entregó algo en lo que había estado trabajando buena parte del día por encargo de Zeus. Tras arrancar un eslabón de la cadena, lo había abierto con los dedos, lo había aplanado pacientemente con una piedra, lo había partido y había vuelto a alisarlo con la piedra hasta conseguir un anillo de hierro. Era tosco, y no del todo redondo, pero Alcides sonrió con el orgullo de un orífice al dárselo a su padre.
Zeus tomó la mano derecha de Prometeo y le puso el anillo. Alcides había calculado bastante bien. El anillo apenas bailaba en el huesudo dedo corazón del titán.
—De esta manera, seguirás llevando encima mis grilletes por siempre —dijo Zeus.
—Tu palabra queda a salvo. ¡Qué oportuno!
Pero Zeus no contestó. Al sujetar la mano de Prometeo, observó que en el dedo anular el titán llevaba otro anillo, también de hierro, un hierro casi negro en el que se veía un símbolo grabado: un asterisco seguido de tres líneas curvas que parecían formar la cola de un cometa.
—Este es uno de los anillos de Urano —dijo Zeus, mirando a Prometeo a los ojos. El hijo de Jápeto sonrió, pero no dijo nada—. Sí, tú tienes uno de esos anillos.
—¿Me lo vas a quitar a la fuerza?
—Podría hacerlo, pero tú me lo vas a dar. Y además, me explicarás dónde puedo encontrar los otros cuatro anillos y cuál es su poder exacto.
—Son dos peticiones, hijo de Cronos. ¿Qué me darás a cambio?
—Ya te he liberado.
Prometeo le enseñó el dedo corazón extendido.
—Sigo llevando tus cadenas.
—Sólo simbólicamente.
—Está bien. Este anillo a cambio del que me has entregado como símbolo de cautiverio o liberación, yo mismo no lo sé muy bien.
Prometeo se quitó el anillo del meñique y se lo entregó a Zeus. Este lo examinó de cerca y comprobó que el símbolo del cometa se repetía tres veces. El anillo era pequeño para sus dedos, pero mientras jugueteaba con él sobre la palma, al acercar la punta del dedo corazón, el diámetro de la alhaja aumentó por sí solo de forma visible hasta adaptarse a él. Zeus aprovechó para deslizado hasta la primera falange, ayudándose de la boca. Ya tenía el primer anillo, y ése no se lo quitaría nadie.
—¿Por qué no me has pedido ayuda en vez de usar la boca? —preguntó Alcides.
—Debe resultar complicado ser manco —dijo Prometeo—. Ahora, hemos intercambiado presentes. El anillo que domina a los cuerpos erráticos a cambio del anillo forjado con mis cadenas que simboliza mi liberación. Estamos en paz.
—No. Ya te he dicho que debes hablarme de los anillos.
—Entonces tendrás que ofrecerme otra cosa.
—Pídela.
—Júrame por la Estigia que tanto respetas que harás por mí lo que yo te pida, una vez que te revele dónde puedes encontrar los anillos.
Zeus tragó saliva. Conceder a Prometeo un deseo sin conocerlo previamente no parecía una buena idea. Su primo seguramente estaba urdiendo mil formas de venganza, a cuál más cruel, y no podría culparlo por ello. Pero ahora que tenía el anillo en la mano y notaba cómo fluía de él un frío extremo, la ciega esperanza que le había hecho cruzar el Ponto y subir a aquel volcán del Cáucaso empezaba a convertirse en algo tangible. Sí, los anillos existían. Y tenía que conseguirlos al precio que fuera.
—Está bien. Dime lo que necesito saber, y te juro por la Estigia que haré lo que me pidas después.
Tras explicarle lo que sabía sobre los anillos, Prometeo pidió a Zeus y Alcides que subieran con él hasta la cima del volcán. Después de tantos años colgado de aquella pared, contemplando siempre el mismo panorama invariable de cimas y picachos nevados, quería ascender los casi mil codos que faltaban hasta la cima para tener un punto de vista diferente.
A Zeus le agradó contemplar el mundo desde casi doce mil codos de altura. No era la Atalaya del Olimpo, pero le permitía disfrutar de un horizonte amplio, y con sus propios ojos. Al reflexionar en ello, se dio cuenta de que los últimos días habían significado un lento ascenso desde el pozo de fango en el que había caído tras su derrota. De golpe se había convertido en un prisionero manco y ciego, limitado a arrastrarse a la altura del suelo como un vulgar mortal. Después, había conseguido la libertad tras soltarse de las garras de Delfine; más tarde había recobrado la vista, primero con el ojo de las Grayas y luego gracias a la ambrosía de Medea; y ahora se volvía a asomar por encima de las nubes, en aquel mar blanco del que se levantaban los picos del Cáucaso como islas solitarias.
Sin duda la vista era espectacular, pero Zeus estaba convencido de que no era ése el motivo de la extraña petición de Prometeo, pues el titán siempre había estado más interesado en los refinamientos de la civilización que en los deleites que pudiera ofrecer la naturaleza. Una vez llegados arriba, descendieron por las empinadas paredes del cráter del volcán. En el fondo del embudo se abrían cuatro chimeneas, y de tres de ellas brotaban fumarolas que, arrastradas por el viento, parecían penachos de plumas ondeando sobre la cimera de un yelmo. Conforme bajaban, el aire era cada vez más acre. A media bajada, Zeus vio que los ojos de Alcides estaban empezando a lacrimar y le dijo que esperara. El joven insistió en que podía seguir adelante (con el tiempo llegaría a respirar aires más ponzoñosos que aquél), y susurró al oído de Zeus:
—No quiero que bajes solo con él. ¿Y si te pide que te tires al volcán?
—En ese caso, tendré que hacerlo. He jurado cumplir su deseo.
Alcides se quedó esperando a regañadientes, y el dios olímpico y el titán siguieron bajando hasta el fondo del cráter. Los efluvios eran cada vez más fétidos. Atravesaron una columna de humo amarillo. El suelo trepidó bajo sus pies y, de pronto, como si la montaña hubiera sufrido un ataque de tos, un chorro de lava roja saltó hacia las alturas. Retrocedieron unos pasos, pero el volcán se calmó de nuevo.
Llegaron junto a una chimenea, la que tenía la boca más estrecha. Prometeo caminó hasta el borde y se detuvo allí. Zeus se acercó con precaución. Del fondo de aquel pozo brotaba una luz rojiza, y algo le dijo que el volcán estaba a punto de escupir otra vez.
—Ha llegado el momento de que cumplas mi deseo —le dijo Prometeo.
—Ya.
—¿No adivinas cuál es?
—Creo que sí. Pero, ahora que eres libre, ¿por qué?
—Quiero descansar. Pero descansar para siempre. Quiero dormir el sueño de la nada, no la pesadilla que he vivido todo este tiempo encadenado a la roca mientras aquella criatura venía a robarme mi alma a jirones. Quiero morir, Zeus.
—Salta, entonces.
—No. Tienes que hacerlo tú. Cuando te acuerdes de mí, quiero que sepas que ya no estoy en este mundo porque tú me empujaste al cráter del volcán.
Zeus volvió a asomarse al abismo de fuego. Podía comprender a Prometeo. Podía comprender también que el titán quisiera cargar sobre él la culpa de su muerte. Pero lo que no podía hacer era sentir esa culpa. Cuando su poderosa mente se concentraba en una idea fija, ningún otro sentimiento cabía en ella. Y ahora los anillos de Urano y la reconquista del poder eran todo lo que le importaba. Apoyó la mano en la espalda de Prometeo, el portador del fuego, y empujó.
—¿Ya? —preguntó Alcides—. ¿Qué ha pasado?
—Le he liberado. Esta vez, para siempre.
Treparon de nuevo por la empinada ladera del cráter. Bajo ellos, la montaña entera volvió a sacudirse, como si con aquel temblor demostrara que aceptaba el sacrificio del hijo de Jápeto. Apresuraron la marcha y llegaron al borde del cráter, donde de nuevo se ofreció ante ellos la visión de las nubes blancas y los picachos nevados que rompían su tupido velo.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Alcides.
—Esperar.
Desde el oeste, planeando sobre la superficie del mar de nubes, se acercaba una silueta alada. Alcides apretó los puños, pensando que tal vez fuera el dragón del que había escapado Zeus, que ahora venía a recobrar su presa. Pero aquella forma de batir las alas era propia de un ave, y cuando la criatura se acercó más, resultó evidente que era un águila gigantesca.
—Macropis —dijo Zeus—. Mi fiel sirviente. Aunque yo no esté en el Olimpo, viene como siempre, cada siete días, para comprobar que Prometeo sigue encadenado.
—Pues ya no lo está.
—En efecto.
Zeus levantó el brazo izquierdo, y de sus labios brotó un penetrante silbido que sorprendió a Alcides y le hizo taparse los oídos. El águila levantó el vuelo y se dirigió hacia la cumbre del Estróbilo.
—Ahí viene nuestro barco hacia el confín del mundo, hijo. Abrígate bien, porque vas a pasar aún más frío.