El eje del mundo

Desde el Cáucaso, Zeus y Alcides volaron a lomos del águila hasta las anchas llanuras que se extendían al norte del Ponto. Allí dejaron que Macropis regresara al Olimpo a buscar a su compañera, pues el dios y su hijo eran una carga demasiado pesada incluso para un ave de tanta envergadura como Macropis. Pocas horas después, el águila estaba de regreso con Agaclea, y desde allí emprendieron la última etapa hasta el Septentrión.

Tras sobrevolar una vasta tundra nevada, llegaron a un mar cubierto por un espeso manto de hielo. Zeus recordaba que en su última visita a aquellas gélidas regiones había visto grietas y huecos en la banquisa, pero ahora la superficie presentaba una blancura uniforme hasta el horizonte.

La noche cayó sobre ellos. Pasaron por encima de Hiperbórea, el país amado por Apolo. Aquella región estaba rodeada por un alto muro que la protegía de los vientos. Allí crecían jardines, huertos, prados y bosquecillos sagrados. Zeus se sintió aliviado al comprobar que ni la destrucción ni la guerra parecían haber alcanzado aquella comarca. Desde arriba, las ciudades brillaban como islotes de luz en las tinieblas. Eran ciudades sin amurallar, pequeñas y dispersas, pues los hiperbóreos amaban la paz y, aislados de los demás pueblos por el frío y los hielos, no temían a ningún enemigo. La temperatura que gozaban era una bendición de la tierra, de la que brotaban numerosas fuentes termales y que además exudaba de su propia superficie un cálido hálito que permitía a los hiperbóreos sobrevivir en la noche septentrional.

Más, por hermosa que fuera Hiperbórea, Zeus no tenía intención de hacer un alto para visitarla. Al contrario, les ordenó a sus aves que siguieran volando; y ellas, que eran el padre y la madre de todas las águilas, acostumbradas a volar a alturas en las que las nubes se convierten en cristales de hielo, soportaron sin rechistar la temperatura de aquel rincón de la tierra.

—¿Cuándo se hará de día? —preguntó Alcides, encaramado sobre el cuello de Agaclea.

—¡Cuando llegue la primavera! —Zeus contestó gritando para hacerse oír por encima del aullido del viento.

—¿Bromeas?

—¡No! ¡Pero a cambio el día también dura meses y meses!

En las alturas se había encendido un velo de luz, una cortina que parecía descolgarse del firmamento.

—¿Qué prodigio es ése? —gritó Alcides.

—¡No te asustes! ¡Eres afortunado de ver este fenómeno! ¡Se trata de una aurora boreal! ¡Es una señal de mi abuelo Urano! ¡Él bendice nuestra empresa!

Pasada Hiperbórea, volvían a reinar los hielos, que ahora resplandecían verdosos bajo la luz fantasmal de la aurora. Después, una nueva luz apareció sobre el horizonte. Pero ésta no se desgajaba en arcos, sino que subía al cielo recta como una estrecha columna, hasta hacerse tan tenue que se fundía con la negrura del firmamento. Zeus ordenó a las águilas que descendieran y se dirigieran hacia la base de aquella luz.

Aquél era el fin del viaje, el lugar donde el eje de los cielos atravesaba la tierra. Allí, en el Polo, según Prometeo, encontraría las respuestas que buscaba.

—Cinco son los anillos de Urano —le había dicho el titán—. El anillo que rige la Luna, fundido en plata. El del Sol, que es de oro. De cobre es el anillo de los planetas. El más humilde, forjado en hierro, es el anillo que gobierna los cuerpos erráticos. Y, por fin, un anillo de bronce con diamantes de colores para controlar la esfera de las estrellas fijas.

»Debes tener los cinco anillos, pues por separado no sirven para nada. Este que te he dado, el de hierro, lo recibí de mi padre Jápeto, a quien a su vez se lo entregó Cronos. Otros anillos fueron repartidos entre otros titanes, y también entre los herederos de Urano, pero es posible que cambiaran de manos como le pasó a Este. Pero si quieres encontrarlos ahora, debes acudir al extremo norte del mundo, allí donde Atlas carga con el peso de la bóveda de los cielos. Pues él es el más versado en la ciencia de las estrellas, y si no tiene los cuatro anillos que te faltan, sabrá darte razón de ellos.

Las águilas pasaron volando a poca distancia del eje de los cielos, un pilar que subía hasta la misma bóveda del firmamento, a una altura inconcebible. Era una columna de una sola pieza, de una piedra lisa y muy fría, con una superficie que emitía una tenue luz azulada. Sin duda, se trataba de una muestra del inmenso poder y la sabiduría que debió atesorar Urano antes de ser castrado por instigación de Gea.

Sobre el mar helado, al pie de la columna, se levantaba una isla de roca de casi diez estadios de diámetro, cubierta de nieve. Tan sólo había una construcción en ella, una gran palanca horizontal que atravesaba el pilar del cielo. Aquella palanca era negra, con destellos verdosos como la obsidiana. Pero el material del que estaba fabricada no era ninguno que pudiera hallarse en la Tierra, sino, según le había explicado Prometeo, un metal extraído del corazón de las estrellas y enfriado y forjado por el propio Urano en el origen de los tiempos; pues ningún otro elemento en el cosmos habría resistido el esfuerzo a que se sometía esa palanca.

Si sorprendentes eran la columna celeste y la palanca que la atravesaba, no menos sorprendente era la figura gigantesca que habitaba la isla. Allí era donde el titán Atlas cumplía el castigo al que fue condenado por Zeus.

Antes de que Zeus conquistara el poder, había dos palancas perpendiculares cruzadas sobre la columna y doce seres gigantescos que las empujaban para hacer girar la bóveda del cielo. Pero sus movimientos no estaban bien medidos, y eso hacía que la duración de las estaciones y los días fuera irregular. Zeus, tras derrotar a los titanes, le asignó a Atlas aquella tarea. La razón no era, como algunos decían, infligirle un escarmiento especial por haber mandado el ejército de los titanes. En ese caso, lo habría arrojado al Tártaro con los demás, pues las condiciones de aquella inmensa mazmorra que se hundía en las entrañas de la tierra eran indescriptibles, y allí Atlas habría tenido la compañía de criaturas que nunca habían llegado a ver la luz del sol, emanaciones del Caos primigenio, condensaciones de lo más oscuro de aquel ser primordial que llevaban eones encerrados y rumiando odio contra todo lo que vivía y alentaba en el exterior.

Si había puesto a Atlas a empujar aquella especie de noria sobre la que giraba el firmamento fue porque el Titán había sido el primer estudioso de los cielos tras la castración de Urano, y estaba tan obsesionado por los ritmos de las estrellas y los planetas que Zeus pensó que le daría al movimiento de la bóveda celeste la regularidad que él deseaba.

Las águilas dejaron a Zeus y Alcides al borde del acantilado que delimitaba la isla. Mientras caminaban hacia Atlas, Alcides preguntó a su padre si aquél era un ser animado o una estatua.

—Se mueve. Muy despacio, pero se mueve. Ya lo verás.

El cuerpo de Atlas tenía proporciones de gigante. Era extremadamente musculoso y su piel parecía fundida en metal, de tal suerte que cualquiera que lo viese pensaría, como Alcides, que era una estatua. Los músculos de sus piernas eran desproporcionados, sobre todo en los muslos, y los pies se le habían aplanado como patas de elefante de hacer fuerza contra el suelo. Bajo los pies del titán se había abierto un hondo surco en la roca, un lendel como el que dejan las acémilas que hacen girar una noria. Alrededor todo estaba cubierto de nieve, pero en el surco sobre el que hacía fuerza hora tras hora, día tras día, año tras año, asomaba el negro basalto que sustentaba la isla.

Aunque Atlas era muy alto, cerca de siete codos, estaba inclinado sobre la palanca y con la espalda casi horizontal para ejercer más fuerza. Sus manos, apoyadas sobre el frío metal que parecía obsidiana, se hallaban a unos cuatro codos del suelo, a la altura de los ojos de Zeus. El dios pudo así examinar las manos del titán.

El dedo meñique de la mano izquierda lucía un anillo de cobre, y el de la derecha otro de bronce con diamantes de colores engarzados.

—¡Es verdad, padre! —exclamó Alcides, que estaba observando las piernas del coloso y había apreciado una ligera contracción en sus masivos músculos—. Se está moviendo.

—Ya te lo había dicho —respondió Zeus, en tono distraído, y añadió dirigiéndose al titán—. Atlas, soy Zeus, hijo de Cronos, tu legítimo señor. Sé que me escuchas. Quiero saber dónde están los dos anillos de Urano que faltan.

Zeus aguardó un tiempo prudencial. Pero Atlas seguía impertérrito, con los ojos clavados en la nieve, mientras los dedos del pie que tenía más retrasado se estiraban lentos como las raíces de un árbol.

—Contéstame, Atlas, hijo de Urano. ¿Dónde encontraré los anillos de tu padre? Veo que tienes el de cobre y el de bronce. ¿Dónde están los anillos de plata y de oro?

Ninguna respuesta. Zeus contuvo los deseos de aporrear el rostro del titán, pues sospechaba que sería tan insensible a los golpes como la propia palanca que empujaba.

—Necesito saber dónde están los anillos de Urano, Atlas.

Los labios del coloso se entreabrieron, y de su boca brotó un gruñido que parecía el ulular del viento:

—Uuuuuuuuuuu…

—¡Maldita sea! ¡Dime lo que te pregunto o te arrojo al Tártaro con tus hermanos!

—Padre —dijo Alcides—, me parece que está hablando.

—¿Pero qué dices? —repuso Zeus, cada vez más irritado.

—Es sólo que habla así de despacio, igual que se mueve.

Al comprender que su hijo tenía razón, Zeus trató de serenarse. Igual que para ellos Atlas casi parecía una escultura inerte, tal vez ellos se le antojaran a él visiones que desfilaban fugaces y efímeras por el rabillo de sus ojos.

—Vamos a coger sus dos anillos —decidió—. Tal vez cuando los tenga en mi poder se me ocurra dónde puedo encontrar los otros dos.

Decirlo era más fácil que hacerlo. Los meñiques de Atlas parecían fundidos sobre la superficie de la palanca. Alcides tuvo que trepar sobre el cuerpo del titán, encaramarse a su brazo, rodear el dedo de Atlas con ambas manos y tirar con todas sus fuerzas. Así consiguió despegar ambos meñiques apenas el grosor de un cabello, pero fue suficiente para que Zeus tirara primero del anillo de cobre y luego del de bronce. Mientras, el titán seguía hablando a su ritmo tan cansino como el crecimiento de un árbol.

—… uuuuuuunnnn…

Alcides saltó al suelo, con el corazón palpitando como un tambor por el esfuerzo. Su padre, mientras, observaba los anillos. Estaba sopesando si le compensaría quedarse en aquel lugar el tiempo suficiente para que Atlas terminara de pronunciar una frase. Suponiendo que una vez pronunciada, él la entendiera, que tuviera algún sentido y que además no fuera una vulgar mentira. Al fin y al cabo, Atlas tenía tan pocos motivos como Prometeo para ayudarle.

Maldito Prometeo. Según el titán, Atlas sabría darle razón de los anillos que faltaban. Su primo le había engañado, y luego le había obligado a empujarle al cráter del volcán para impedir que pudiera regresar y arrancarle la verdad.

No, se dijo Zeus. En el fondo, tenía la convicción de que Prometeo no había mentido. Allí, bajo el eje de los cielos, ya fuera en las palabras de Atlas, ya en su propia persona, debía haber algún indicio de dónde se encontraban el anillo de oro y el de plata.

—No tiene ningún anillo más, padre —le dijo Alcides, como si le hubiera leído el pensamiento—. Está desnudo. No lleva ni siquiera ajorcas ni brazaletes.

Zeus examinó los dos anillos que había conseguido. El de cobre tenía grabados cinco signos, uno por cada uno de los planetas. En el de bronce, los diamantes de colores parecían representar las estrellas del cielo. Y el signo del anillo de hierro que le había entregado Prometeo, el que regía las órbitas de los cuerpos erráticos, era un cometa. Mientras los estudiaba, por curiosidad, Zeus juntó los cinco dedos de su mano izquierda e intentó introducirlos por el anillo de cobre. La alhaja se dilató por sí sola, y Zeus pudo llevarla hasta la muñeca, donde quedó ajustada como una pulsera.

Aquello le hizo pensar en algo que había visto. Era…

—¡Mira, padre! ¿Qué es esa luz?

Zeus volvió la vista hacia el sur, pues allí era imposible mirar en otra dirección. Una lucecita roja venía volando a gran velocidad por encima de los hielos. Zeus sospechó de qué podía tratarse, pero no le dijo nada a Alcides hasta que la luz se convirtió en la silueta de un joven dios que llevaba a otra persona cargada sobre la espalda. La forma de volar y el resplandor del caduceo le confirmaron que era su hijo Hermes. La sorpresa hizo que el recuerdo que había estado a punto de acudir a su mente se borrara.

Y lo que Hermes traía en su zurrón le hizo olvidarse por completo de los anillos de Urano.

—Mira, padre. Tu mano —le dijo, y señalando a Hefesto añadió—: Y aquí te traigo a quien te la va a poner de nuevo.

El dios herrero se disculpó mientras desplegaba las puntas y filos del poliergalión.

—Lo siento, Zeus. Me temo que esto te va a doler.