Nieblas y visiones
Después de aspirar los vapores proféticos de Delfos, Apolo pasó siete días tendido en la cama, inmóvil, con los ojos clavados en el techo. Una sombra negra se había aposentado en ellos, y ni movía las pupilas ni parpadeaba. Su respiración y su latido, si es que aún existían, eran tan tenues que Asclepio no los detectaba. Su hermana melliza veló en todo momento al pie de su lecho. Aunque no era normal ver ojeras en una diosa, bajo los ojos de Ártemis se acabaron dibujando unas tenues líneas cárdenas, pues mientras duró el trance de Apolo no durmió ni apenas probó alimento ni ambrosía.
Apolo abrió los ojos al cumplirse el séptimo día. Durante ese tiempo, su mente había vagado por un laberinto de lugares y momentos que se entrecruzaban como un tapiz tejido por una araña de mil brazos, y él mismo se vio arrastrado por una negra marea que no podía controlar. La mayor parte de las visiones eran incomprensibles para él y su memoria las relegó al olvido, pero otras, que eran estremecedoras, se le habían quedado grabadas.
—Hermano… —susurró una voz.
Apolo abrió los ojos y vio que era Ártemis quien le hablaba. Su hermana estaba sentada en un escabel, junto al lecho. Ahora, al verlo despertar, le tomó las manos y le besó los dedos.
—Tus ojos vuelven a ser azules —dijo.
—Siempre han sido azules —respondió Apolo.
—No, hermano. Todos estos días has tenido los ojos abiertos, y no los movías aunque te pasara la mano por delante. Pero se habían vuelto negros, como la tinta de un calamar. Ahora, el mal que tenías dentro ha salido de ti.
Apolo se incorporó. Estaba tumbado en su propio lecho, en la alcoba de su morada, que miraba hacia el sur, pues le gustaba ver el sol siempre que podía. Todo era luminoso en su palacio, al contrario que ocurría en el de su hermana Ártemis, orientado al Septentrión y velado siempre por cortinas.
—Quiero que avises a Hermes. Y a… No, es igual. Trae a Hermes.
—Como quieras, hermano.
Cuando Ártemis volvió con Hermes, Apolo ya estaba en pie, se había bañado y llevaba puesta una larga túnica blanca. También los acompañaba Atenea. Al verla, Apolo suspiró de alivio, se acercó a ella y le puso las manos en los hombros. La diosa guerrera se sorprendió, pues entre ellos no eran habituales tales efusiones.
—¡Has vuelto del Hades!
—Así es, hermano. No tenía intención de quedarme a vivir con Perséfone, aunque durante un tiempo pensé que no me quedaría más remedio.
—¿Qué pasó allí?
—Los hecatonquiros siguen vigilando la puerta del Tártaro. Hades no dejará que sus inquilinos salgan de allí —contestó Atenea, de buen humor—. ¡Ah, por cierto! Maté a un dragón de ojos amarillos.
—¡Bravo por la diosa guerrera! Una proeza difícil de igualar —Apolo esbozó su primera sonrisa desde que había despertado—… salvo porque el dragón de ojos amarillos era Delfine, la hembra, y yo maté a su marido Pitón, que era más grande.
—Eso quiere decir que Tifón, al menos, ha quedado descabalgado —dijo Hermes—. Sus alas no son lo bastante fuertes para subir con ellas al Olimpo.
—No. Tendrá que hacerlo a pie, con los gigantes —dijo Atenea—. Si es que se lo permitimos.
Apolo, al oír que Tifón había perdido sus monturas, se mordió el labio, pero no dijo nada. Se acercó al ventanal que daba al sur y se asomó al exterior. Las nubes seguían ocultando a la vista el valle de Tesalia y las tierras de más allá, salvo las cumbres más altas. Pero lo que llamó su atención fue una mancha negra que se divisaba a lo lejos, en el horizonte.
—Es el volcán de la isla de Atlas —le informó Atenea—. Ha empezado a vomitar humo y cenizas hace dos días. Creo que Jenódice y su pueblo van a pagar cara la traición contra Zeus.
Apolo se volvió hacia ella.
—He visto muchas cosas. Visiones terribles, que habrían convertido el cerebro de la sacerdotisa de Delfos en una masa sanguinolenta.
—¿Hay algunas de esas visiones que puedan sernos útiles? —preguntó Ártemis, acercándose para atraer la mirada de Apolo.
Más, para su resquemor, su hermano seguía mirando fijamente a Atenea cuando contestó.
—Es posible. Pero no sé qué pensar. En una de ellas aparecías tú, Atenea. Estabas hundida en un charco de lava, y sólo tu mano y tu lanza sobresalían de ella.
Atenea le rozó la mano, una familiaridad que no se habría permitido antes y que ahora, tras la intimidad física que había disfrutado con Ganímedes, se le escapaba de forma instintiva.
—No te preocupes tanto por esos presagios, hermano. Escapé de la lava, aunque poco faltó para que Delfine me hiciera acabar como en tu sueño.
—Eso significa que tal vez no se cumplan todas las visiones —dijo Apolo, con aire ausente.
—Aún así, debes contárnoslas, para que todos sepamos a qué atenernos —sugirió Ártemis.
Al caer la noche, se reunieron en el triclinio con Afrodita y las tres hermanas Cronidas. De los grandes dioses que solían juntarse en otras cenas familiares, sólo quedaban ocho. No admitieron a nadie más, y ni siquiera avisaron a Hebe para que les escanciara la ambrosía. Tampoco se reclinaron en los divanes, salvo Afrodita, que escuchó todo recostada con su indolencia habitual.
Atenea, que fue la primera en hablar, contó su aventura en el Hades y cómo había matado a la dragona Delfine. Después, mirando a Hera, añadió:
—Sé todo lo que has hecho. Y cuando digo todo, me refiero incluso a los detalles más repugnantes. ¿Me hago entender bien, potnia Hera?
La esposa de Zeus abrió los ojos y dilató las aletas de nariz, pero no dijo nada.
—Sabemos que había una conspiración contra nuestro padre —dijo Apolo—. Y que estabais todas implicadas.
—Habla por las demás, dios de la lira —repuso Afrodita—. Conmigo no cuentan para nada.
—Lo que queremos ahora —prosiguió Apolo, haciendo caso omiso de Afrodita— es que os limitéis a no interferir.
—No eres quien para dar órdenes —respondió Hera, levantando la barbilla como si pensara que se le iba a derramar algo de ella—. En ausencia de mi marido, yo soy la máxima autoridad del Olimpo.
—Pues ejerce esa autoridad en tus habitaciones —saltó Atenea—. Pero haz lo que te dice Apolo, o por las Erinias, que yo misma te ajustaré las cuentas —añadió, golpeando el suelo con la contera de su lanza.
Por su parte, Hermes reveló todo lo que había oído en Delfos, y cómo la intención de Gea y del engendro que Hera había ayudado a crear era la aniquilación de todos los olímpicos.
—Ya no le servimos —dijo—. Igual que en el pasado dejaron de serle útiles su propio hijo Cronos y los titanes, y los reemplazó por nosotros. Ahora nos aguarda el mismo destino.
—¿Por qué debo creer tus palabras? —respondió Hera—. Eres el dios de las patrañas. Cuando eras niño, le robaste un rebaño de vacas a tu propio hermano, y después mataste a mi siervo Argos, el guardián de los cien ojos. No tengo por qué creerte ni sentir cariño por ti.
—Tu cariño no me preocupa, hija de Cronos. Creo que podré aguantar algún eón más sin él. Pero créeme por esto…
Hermes levantó el caduceo sobre su cabeza. La piel de la serpiente de madera reverdeció, y el reptil cobró vida y se enroscó en torno a su muñeca. Cuando actuaba así, sólo podía hablar como mensajero y repetir las palabras de los demás.
—Juro por mi sagrado caduceo, símbolo de los heraldos, que digo la verdad al afirmar que estas palabras salieron de la boca de Gea: Cuando el Olimpo sea un sepulcro vacío y arrasado por tu furia, Tifón, yo crearé una nueva raza de dioses sobre los que tú reinarás hasta el fin de los tiempos. Y también aniquilaré a la humanidad, y crearé otra nueva a mi antojo. Pues esto ha ocurrido muchas veces y volverá a ocurrir.
Cuando Hermes quería, sabía ser solemne, y su voz no cedía en gravedad ni a la de Zeus. Con un estremecimiento, Deméter declaró:
—Te creo, hijo de Maya. —Y después añadió, dirigiéndose a su hermana—: Hemos sigo engañadas, Hera. Nos han utilizado como si fuéramos vulgares mortales.
—No es posible…
El gesto de Hera delataba su miedo. Siempre tenía la piel blanca, pero ahora era una palidez insana, como si el icor se hubiera quedado estancado en sus tripas y ya no le fluyera por las venas.
—¡Reacciona, tía! —exclamó Ártemis—. Todas hemos estado ciegas. Tú y Tetis nos manipulasteis a las demás, pues sólo nos dijisteis que ibais a darle un escarmiento a Zeus, no a destruirlo. Pero a cambio Gea os manipuló a vosotras dos.
—Menuda colección de necias —dijo Afrodita.
—Tú mejor no hables. Si nadie te hizo partícipe, fue porque sabíamos que sólo conoces una forma de tener cerrada la boca.
Afrodita dio un respingo en el asiento, pero Ártemis la miró con los brazos en jarras y un gesto tan amenazador que la diosa del amor optó por callarse.
—Dices que has recibido una profecía de la propia tierra, Apolo —dijo Deméter—. ¿La compartirás con nosotros?
El dios arquero se levantó del borde del triclinio.
—Ignoro si es una profecía. En mi sueño se abrían multitud de caminos, pero no sé si todos han de llegar hasta su final o si algunos aún pueden evitarse.
»He visto a los gigantes subiendo por el puente del Arco Iris. He contemplado cómo los hijos de la Tierra escalaban hasta el cielo para destruirlo. Los he visto arrasando nuestras moradas, aplastando las cabezas de nuestros sirvientes y violando a nuestras diosas. Incluyéndote a ti, potnia Hera. Pero también he visto a un guerrero mortal combatiendo a nuestro lado y enfrentándose a los gigantes, y al verlo he albergado una extraña esperanza.
»He visto al indomable dios de la guerra contemplando impotente la destrucción del Olimpo, encerrado en una cárcel de bronce aún más estrecha que la de Dánae. He contemplado cómo los gigantes lo arrojaban al Tártaro, el primero de todos, y después hacían lo mismo con todos nosotros.
»He visto a nuestro padre, a Zeus. Se hallaba en un lugar muy oscuro, desconocido para mí, donde casi nunca llega la luz, y lo acompañaba un hijo suyo. Buscaba allí el secreto de un gran poder, el único que podría salvar a los dioses olímpicos de su último crepúsculo, pero no lo encontraba.
»He visto a Tifón cruzar el puente que lleva al Cranón y destruir este palacio con sus llamas. Pero también he visto que uno de nosotros se plantaba ante él y lo detenía…
»He visto…
—Hermano, ¿estás bien?
Apolo se volvió hacia Ártemis, que le agarraba la mano con gesto preocupado. Los demás dioses estaban en silencio, sobrecogidos.
—Sí, ¿por qué?
—Te habías quedado callado. Temía que hubieras vuelto a entrar en trance.
—No, no ha sido así. —Apolo se volvió hacia las tres hermanas y Afrodita—. Os hemos comunicado todo esto porque ahora debemos estar juntos si queremos sobrevivir. La amenaza es grave, y no podemos permitir que rencillas ni conspiraciones pongan en peligro al Olimpo. Desde ahora, las cuatro quedaréis confinadas aquí mismo, en el Cranón.
—¡Será insolente! —dijo Afrodita.
—¿Con qué autoridad te atreves a hacer eso? —preguntó Hera.
Apolo se descolgó el arco dorado del hombro y lo plantó en el suelo. Su hermana Ártemis se puso a su derecha e hizo lo mismo con su arco de plata. A su izquierda, Atenea clavó la contera de Némesis en el suelo y rompió una losa de mármol, y Hermes alzó su caduceo ante ellas.
—Con la nuestra —dijo Apolo—. Ahora los Terceros Nacidos gobiernan en el Olimpo.
Después, ya a solas, los dioses más jóvenes se reunieron a deliberar en un balcón del palacio que se asomaba al norte. Los Consagrados vigilaban los alrededores para evitar que oídos indiscretos captaran la conversación. Estaban Apolo, Atenea y Hermes, y esta vez admitieron a Ártemis, que reconoció haber conspirado contra Zeus, aunque en su momento había creído que sólo se trataba de encerrar al dios en Delfos para permitir que Hera gobernara en su lugar.
—Esas cuentas ya las pagarás con nuestro padre cuando regrese —dijo Atenea—. Ahora debemos organizar la defensa del Olimpo.
—Tenemos que pedir ayuda a Poseidón —dijo Apolo—. En ausencia de Zeus, es el más poderoso de los dioses.
—Pocas tropas podrá aportar —repuso Hermes—. No me imagino combatiendo a los gigantes con un ejército de caballitos de mar, nereidas y tritones.
—Con que viniera él solo con su tridente, ya sería una gran ayuda —reconoció Atenea—. Pero me temo que aunque vayas tú, Apolo, por más amistad que tengas con él, Poseidón no acudirá. Ni el Olimpo ni el destino de los hombres le preocupan.
—¡Pero Gea también planea aniquilarlo a él! —dijo Hermes.
—Del mismo modo que planea aniquilar a Hera, y ya habéis visto cómo ella sigue sin captar el verdadero alcance de la situación. Me temo que la estupidez y el egoísmo son casi los únicos motivos que impulsan a estos Segundos Nacidos —dijo Atenea.
—A muchos de los Terceros nos ha sucedido lo mismo a menudo —añadió Apolo—. Pero ahora no se trata de quejarse en vano, sino de sobrevivir. Atenea, creo que eres la más indicada para preparar nuestras defensas.
Ella asintió.
—El único acceso para los gigantes y para el propio Tifón es el puente del Arco Iris —dijo.
—Debería ser fácil de defender —comentó Artemis—. No tiene más que treinta codos de ancho.
—Veinte —corrigió Atenea.
—Más sencillo aún. Esperaremos en la Aguja Sudeste y, según aparezcan los gigantes en la salida del puente, los abatiremos.
Apolo se opuso. Ártemis tenía mentalidad de arquera, eso era evidente, y como moradora de los bosques prefería la emboscada antes que otras formas de combate. Pero su hermano, aunque también guerrease con el arco, estaba convencido de que así no detendrían por mucho tiempo a los gigantes. Y menos a Tifón.
—A mí tampoco me parece buena idea —dijo Atenea—. Eso significa dejar que los gigantes destruyan Hieróptolis. Siempre nos han servido con lealtad, y su rey Evandro es nieto de Zeus.
—Son simples humanos —dijo Artemis—. Ya nacerán más, podemos reemplazarlos.
—Tú siempre tan sensible, hermana. En cualquier caso, imagínate que no podemos resistir en la salida del puente. Si nos vemos obligados a retroceder, tendremos a una horda de gigantes desparramados por el Olimpo, destrozándolo todo y aplastando a nuestros sirvientes, y de paso a muchas divinidades que no están preparadas para la guerra. No: hay que resistir antes, mucho antes. Tenemos que defender Hieróptolis codo con codo con los humanos.
—¿Por qué no destruimos el puente del Arco Iris? —sugirió Hermes—. Quedaríamos aislados del mundo inferior. Los gigantes no podrán subir jamás por las paredes de Pirgos. Estaremos a salvo aquí arriba, y siempre podéis bajar volando en carros alados… aquellos que lo necesitéis —añadió con malicia.
—El puente del Arco Iris no puede ser destruido —repuso Atenea—. Al menos, no por el poder de los que estamos aquí.
—¿Y si detenemos el sendero exterior? —dijo Hermes, refiriéndose a la parte del puente que subía por sí sola para evitar a los visitantes del Olimpo una fatigosa ascensión—. Así los gigantes tendrán que escalar por sus propios medios, y nosotros podremos acosarlos desde el aire.
Atenea meneó la cabeza.
—El mecanismo del puente obedece tan sólo a los sortilegios de Hefesto. Sin él, no creo que podamos parar el movimiento del sendero. Y tampoco podréis disparar vuestras flechas contra los gigantes cuando suban, ya que un encantamiento protege el sendero.
—Olvidémonos de ello entonces —propuso Apolo—. Estoy de acuerdo contigo, Atenea. Hay que defender el Olimpo desde abajo, desde Hieróptolis. ¿Te encargarás tú de supervisar las fortificaciones?
Ella asintió, aferrando con fuerza el astil de Némesis.
—Defenderemos la muralla exterior, y si cae resistiremos en la muralla interior —aseguró—. Y si ésta también cae, aguantaremos en la Crépide para que los gigantes no pisen el puente. Les haré sufrir cada codo que avancen.
—Les haremos, hermanita —dijo Ártemis—. No pienses que te vas a quedar tú sola con la gloria.
—Decidido entonces —dijo Apolo, con una determinación que distaba mucho de sentir—. Hermes, ya que has recuperado la mano de nuestro padre, irás a buscarlo y se la devolverás.
Hermes enarcó las cejas.
—¿Y dónde iré, si puede saberse? Acabas de reconocer ante todos que el lugar que aparecía en tus visiones te era desconocido.
—Mentí —reconoció Apolo, sin asomo de orgullo ni ironía. Él no era dios que necesitara jurar por Estigia para cumplir su palabra, pues aborrecía la mentira y la falsía. Pero ahora estaba eligiendo el mal menor—. Sé perfectamente dónde encontrarás a nuestro padre, si es que esa visión se cumple, pues los caminos que puede recorrer Zeus no están del todo determinados y Tique aún tiene mucho que decir.
—¿Y cuál es ese lugar? —preguntó Ártemis.
Atenea la miró de reojo. Era obvio que seguía sin fiarse de ella.
—Es mejor que no nos lo reveles, Apolo —sugirió—. Si es Hermes quien debe acudir allí, explícaselo a solas. Cuantos menos compartamos el secreto, menos indiscreciones. Nuestro padre, sin el rayo, es vulnerable.
Ártemis torció el gesto, comprendiendo la razón por la que Atenea había hablado así, pero no tuvo más remedio que aceptar.
—Me encantaría devolverle esto a nuestro padre —dijo Hermes, apretando contra el costado el morral donde guardaba la mano—. A veces tengo la impresión de que va a salir de aquí y me va a dar un pescozón, o peor aún, que me va a achicharrar las orejas. Pero dime una cosa, Apolo. Cuando le entregue la mano, ¿qué hago luego? ¿Embadurno una venda en engrudo de harina y se la pego?
—Tú no, hermano. Primero tendrás que encontrar a alguien más hábil que tú…
Cuando Apolo regresó a su alcoba, pegó la cabeza al cristal y se quedó contemplando las estrellas. ¿Por cuánto tiempo más podría disfrutar de aquel maravilloso espectáculo?
Apolo escondía algo que no había contado a los demás y que le causaba una profunda desazón. El propio Hermes, tornadizo como siempre, parecía haber olvidado el enigma de los cien hijos de Tifón de los que había hablado Gea. Pero él los había visto en el extraño sueño de los vapores del tiempo. Cien criaturas que crecían en un lugar infernal, en el corazón de una gran caldera volcánica. Cien seres sumergidos en una lava tan caliente que relucía amarilla como el oro, y que sin embargo para ellos era un baño acogedor y refrescante. Cien bestias criándose en un cubil que estaba fuera del alcance de cualquier dios y que, cuando el volcán estallara en una erupción como el mundo no había conocido, volarían en las alas de la tormenta de fuego. Cien monstruos que saldrían de la isla de Atlas para atacar el Olimpo.
En su visión, mientras ellos defendían el último baluarte del Cranón y luchaban contra los gigantes, aparecían los hijos de Tifón, una siniestra bandada de enormes dragones acorazados que vomitaban chorros de fuego por sus fauces. Cien dragones, ni uno menos. Con muchas dificultades, él había conseguido vencer a Pitón, y Atenea a Delfine. Pero, ¿cuántos dioses tan poderosos como ellos dos había en el Olimpo? Ninguno. Y aunque el propio Zeus regresara blandiendo el rayo, ¿como podría derrotar a un centenar de dragones cuando lo rodearan como un enjambre de gigantescas avispas?
Pero Apolo había disimulado su conocimiento, pensando que ya era suficiente con que él tuviera un atisbo de su tenebroso futuro. Por una vez en su vida, sabía con claridad lo que tenía que hacer: cargar el peso del desaliento sobre sí y evitar que, hasta el último momento, la negra garra de la desesperación hiciera presa en los demás.