El barril de bronce
Aquella expedición había empezado con mal pie para Hefesto, cuando Ares irrumpió en su fragua y lo humilló delante de todos los cíclopes. No era de esperar que mejorara a partir de entonces, y no lo había hecho. Ahora que caminaba al paso de los gigantes, arrastrando una gruesa cadena por la nieve, el dios herrero se maravillaba una y otra vez al recordar cómo se había desarrollado la campaña, pues era difícil que pudieran hacerse peor tantas cosas a la vez.
Se habían reunido con el ejército tracio al oeste del río Estrimón, y desde allí habían marchado al norte. Ares se jactaba de que había movilizado a cien mil guerreros, y tal vez fuera verdad, pero como no se organizaban en compañías ni se estaban quietos el tiempo suficiente para contarlos, era imposible saberlo con exactitud. Aquella horda era inmanejable, como pronto comprobó el propio Ares, y más cuando empezaron a sortear ríos y bosques, collados y gargantas. Para aligerar la marcha, la expedición se dividió en tres columnas. La que viajaba al oeste estaba al mando de Fobos, y Deimos se encargó de la del este. En el centro, con el grueso de las tropas y los pertrechos, entre retemblar de pies y pezuñas y algarabía de gritos y cánticos guerreros, viajaba el propio Ares. El dios de la guerra conducía su carro, tirado por tres gigantescos corceles negros que llevaban las alas recogidas sobre los lomos mientras caminaban. Detrás de él iba Hefesto, en un carromato remolcado por dos caballos capones, donde llevaba sus herramientas. El dios herrero sabía que el contraste entre su hermanastro y él era patético, pero no le importaba con tal de no arrastrar su pie lisiado del alba al anochecer. Tras él viajaban los cíclopes. Había elegido a veinte de los más jóvenes, aunque había dejado en el Olimpo a su favorito, Cerauno, para evitar que se repitiera su altercado con Ares. En cada alto del camino, mientras los demás descansaban, ellos trabajaban. Ya habían forjado miles de armas, y durante el camino se dedicaron a fabricar y ensamblar las máquinas de guerra que debían batir a los gigantes.
Para explorar el terreno, el propio Ares mandaba a sus caballos que desplegaran las alas y volaba con el carro hacia el norte. Los primeros días tuvieron nubes bajas, y a menudo las zonas llanas y las cuencas de los ríos se cubrían de un espeso manto de brumas que no dejaban ver el terreno. Al segundo día encontraron nieve, y ya no dejaron de caminar hundiendo los pies en ella. Por fin, al atardecer de la quinta jornada, el cielo se despejó y Ares volvió muy excitado de su vuelo de reconocimiento. Había encontrado a los enemigos.
—¡Tal y como lo había descrito el mariquita de la lira! —dijo Ares. Sólo se refería así a Apolo cuando Este no estaba delante—. Son una horda. Los gigantes en el centro, y alrededor de ellos los cimerios, acampados sin orden ni concierto.
O sea, pensó Hefesto, más o menos como su propio ejército. Pero no había quien desmoralizara a Ares, que insistió en atacar por sorpresa aprovechando las sombras de la noche. Odriso, un reyezuelo tracio, se atrevió a sugerir que no era buena idea, pues la luna apenas era una ranura blanca en el cielo. ¿Cómo pensaba Ares manejar un ejército tan numeroso a oscuras? Por toda respuesta, el dios desenvainó su enorme espada y le partió el cuerpo por la mitad.
—¿Alguna otra objeción?
Lógicamente, nadie dijo nada. Ares se atavió con su nueva armadura de guerra, y Hefesto suspiró de alivio, pues esa misma tarde había terminado de repujar las grebas y las musleras. El dios de la guerra, cubierto de acero de los pies a la cabeza, armado con su espada y protegido con el enorme escudo que tuvieron que traerle entre cuatro tracios, ofrecía un aspecto imponente a la luz de las antorchas que alumbraban el campamento. Pese a que la prudencia más elemental aconsejaba silencio, los tracios lo aclamaron a grandes voces, pues en verdad pensaban que aquella colosal estatua de metal sólo podía conducirlos a la victoria. Pero, claro, aún no habían visto a los gigantes ni sabían cuánto podía medir un verdadero coloso.
Los enemigos habían acampado junto a la orilla de un río poco profundo. Ares ordenó a Fobos y a Deimos qué se llevaran sus tropas y rodearan por el este y por el oeste las alturas que dominaban el río, y él mismo remontó la corriente con la mitad del ejército. Al igual que Hefesto y los cíclopes, Ares se orientaba bastante bien en la oscuridad, aprovechando que la nieve reflejaba con un difuso resplandor la escasa luz de la luna. El problema era que sus amados tracios no poseían ojos de inmortales. Unos diez estadios antes de llegar al campamento de los gigantes, tuvieron que atravesar un espeso hayedo. Cuando salieron al otro lado, una hora antes del amanecer, los caudillos de los tracios descubrieron que la mitad de sus hombres se habían perdido en el bosque. Pero Ares no quiso atender a razones, pues prefería lanzar por sorpresa un ataque fulgurante antes que reorganizarse y recobrar la superioridad numérica. Hefesto supo más tarde que en el fondo su hermanastro no andaba tan errado, pues las tropas que se extraviaron entre la espesura jamás habrían aparecido: los sátiros y las ninfas emboscados entre las hayas dieron buena cuenta de ellos.
Tras abatir a un grupo de vigilantes cimerios, tomaron una loma desde la que se dominaba el campamento enemigo. Muchas de las hogueras eran ya montones de rescoldos. Ares se animó aún más, interpretando aquello como una muestra más de negligencia. Dividió de nuevo a sus tropas y envió a la mitad de ellas hacia la izquierda, donde, justo a la orilla del río, dormían los cimerios en sus tiendas de pieles. Él mismo, con las máquinas de guerra, se preparó para atacar a los gigantes, que dormitaban a la intemperie, inmóviles como grandes peñascos inertes.
Al principio, el ataque contra los cimerios fue un éxito, pues los guerreros de Ares los sorprendieron dormidos e hicieron una carnicería entre ellos. Por desgracia, los tracios, que no eran mucho menos salvajes que los propios cimerios, se dejaron dominar por la sed de sangre y los persiguieron río arriba. Eso llevó a buena parte de ellos a una garganta, desde cuyas paredes fueron acribillados por centauros y arqueros escitas que los esperaban emboscados con sus arcos.
En cuanto al propio Ares, lanzó su ataque desde la misma loma. Los onagros, balistas, escorpiones y catapultas fabricados por Hefesto y sus cíclopes dispararon andanada tras andanada, y durante un buen rato el aire se llenó de los silbidos de las piedras y las enormes flechas que caían sobre los gigantes. Con la visera del casco alzada, Ares exhibía una sonrisa truculenta, esperando el momento de cargar al frente de sus tracios y estrenar sus nuevas armas contra lo poco que quedara de sus enemigos. En cuanto a Hefesto, estaba preocupado por el pasmoso silencio con que los hijos de Gea parecían estar recibiendo el ataque. No tardaría en comprender la razón.
Los gigantes disponían de su propia espía aérea, Celeno, una de las tres hermanas arpías. Celeno gozaba de una gran ventaja sobre el propio Ares y su conspicuo carro alado, pues en vuelo no se distinguía de cualquier otra ave rapaz. De modo que Alcioneo, el jefe de los gigantes, al saber que el ejército de Ares se acercaba, decidió tenderle una trampa. El campamento que el dios de la guerra había sobrevolado no era más que un montón de pedruscos colocados con cierto arte para que parecieran gigantes, aderezado con algunos de ellos que paseaban entre sus supuestos compañeros. En cuanto a los cimerios, no les habían dicho nada para que sirvieran como cebo, ya que les era indiferente que murieran todos o la mitad de ellos.
Los gigantes se habían escondido en la ladera de un monte boscoso, casi a la retaguardia de Ares y dominando la loma que el dios de la guerra había creído una posición tan ventajosa. Cuando los proyectiles de la artillería se agotaron, Alcioneo dio la orden de ataque. Hefesto recordaría siempre con escalofríos el momento en que se había girado sobre los talones para ver cómo el bosque que tenía a su espalda se venía abajo a la pálida luz del alba. Los árboles caían copa sobre copa, tronco sobre tronco, en medio de un tremendo fragor, como si una bestia inconcebible se agitara en la espesura. Y entonces aparecieron en vanguardia no los gigantes más jóvenes, sino los Quince, los grandes de verdad, embistiendo contra ellos armados con árboles enteros que habían desgajado de sus raíces. Los tracios de la retaguardia arrojaron las armas y huyeron, y al hacerlo empujaron a sus propias filas y pisotearon a sus compañeros.
Aquellas criaturas podían parecer lentas, pero una vez que arrancaban a correr, sus piernas les permitían doblar en velocidad a los humanos. Los tracios fueron alcanzados y masacrados, primero por los Quince, después por los cien pétreos, que no eran mucho menores que aquéllos, y por último por los jóvenes, que aun siendo más pequeños se bastaban para aplastar todo lo que se les ponía por delante. La derrota de Ares fue completa, de proporciones tan épicas como la victoria que pretendía celebrar a su regreso al Olimpo. Los gigantes sólo perdieron a veinte de los suyos. Quince cayeron luchando contra los cíclopes, de los que no dejaron con vida a ninguno; y los otros cinco cometieron la imprudencia de querer reducir a Ares sin esperar a sus mayores. Las máquinas de asedio cayeron en su poder intactas, pues Alcioneo tenía la intención de tomar el Olimpo con ellas.
Las otras dos columnas, que debían haberse reunido con Ares al despuntar el sol, no corrieron mucha mejor suerte. La primera fue aniquilada al internarse en un bosque, y la segunda se dispersó al ser atacada desde las alturas de unos riscos. Deimos logró huir, pero a Fobos lo trajeron prisionero. Al día siguiente, lo metieron en un gran horno. Cuando el metal de su armadura se licuó, se escuchó un aullido terrorífico que hizo apartarse incluso a los gigantes, y una sombra oscura se levantó como un torbellino y huyó llevado por un soplo de aire. Al verlo, Hefesto comprendió que no se podía destruir a un ser tan elemental como el miedo y que Fobos no tardaría en encarnarse en un nuevo cuerpo; mas, por el momento, había quedado fuera de combate.
De los prisioneros, sólo Hefesto y Ares quedaron con vida. Los gigantes no tenían ningún interés en los tracios, así que se limitaron a pisotearlos a todos hasta reducirlos a una enorme masa de sangre, vísceras y carne machacada sobre la nieve.
Tras aquella fácil victoria, el ejército de los gigantes prosiguió su marcha hacia el sur. Durante el día, Hefesto cojeaba arrastrando sus cadenas. Por la noche, siempre con los tobillos engrillados, servía de copero a sus captores, recordando los tiempos en que había escanciado ambrosía en los banquetes del Olimpo. Los gigantes se habían aficionado al vino, del que habían capturado una buena provisión al derrotar a los tracios, y lo bebían al amor de las hogueras encendidas por todo el vivac. Pese a las quejas de las ménades, melíades y hamadríades que acompañaban al ejército, los gigantes no tenían ningún escrúpulo en arrancar a su paso los árboles más grandes y viejos, troncharlos a patadas y encender enormes fogatas cuyas llamas se elevaban sobre el techo de los bosques. No lo hacían porque tuvieran frío, ya que eran prácticamente insensibles a la temperatura, sino por alumbrarse.
—¡Eh, diosecillo! —le dijo Alcioneo la segunda noche—. Lléname otra vez la copa.
Hefesto se cargó el barril al hombro y se acercó para llenar la gran crátera que el gigante había llamado «copa» en tono jocoso.
Alcioneo era de los pocos de su raza que gozaba de algo parecido al sentido del humor.
—Me caes bien, diosecillo —le dijo, dando un trago digno de la propia Caribdis al absorber la marea—. Creo que te respetaré la vida, y cuando encerremos en el Tártaro a los demás, a ti te dejaré como copero.
—¿Pensáis encerrar en el Tártaro a los demás dioses? —preguntó Hefesto, rellenando de nuevo la crátera.
—Personalmente, yo me conformaría con despedazarlos. Pero ésa es la idea de Tifón.
—¿Qué tenéis que ver vosotros con Tifón?
—No seas tan preguntón, diosecillo, o tendré que arrancarte las piernas. Anda, ve a servir a mi hermano Porfirión, que tiene la copa vacía.
Al día siguiente, durante el camino, Hefesto logró averiguar más. Alcioneo le había asignado a un gigante joven llamado Perusio para que lo adiestrara en el manejo de las máquinas de guerra y los secretos de la poliorcética. Perusio era de los más avispados de su raza, lo cual no era mucho decir. Entre lección y lección, Hefesto consiguió sonsacarle. Los gigantes consideraban que Tifón, como hijo de Gea, era el legítimo soberano del mundo; el hecho de que su padre fuese Cronos les traía sin cuidado, pues no sentían ninguna estima por la estirpe de los titanes. Al parecer, el plan era reunirse con el nuevo monarca al pie del Olimpo, en el paso de Tempe. Allí, el monstruo convocaría a su propio ejército, los cien hijos de Tifón, que lanzarían un ataque aéreo sobre el Olimpo mientras los gigantes escalaban por el puente del Arco Iris.
—¿Quiénes son los cien hijos de Tifón? —preguntó Hefesto, alarmado—. ¿Es que existen otros cien monstruos como él?
Los ojos de Perusio se estrecharon bajo aquellos arcos ciliares que parecían balcones.
—No llames monstruo al hijo de Gea o yo mismo te arrancaré los brazos.
Así comprendió Hefesto que los gigantes, que jamás habían respetado ninguna autoridad y sólo a regañadientes se habían sometido a la de Zeus, consideraban a Tifón, aunque tuviera más de dragón que de gigante, uno de los suyos. Y pensó que, destruido su padre y vencido Ares, no habría fuerza en el Olimpo que pudiera resistir la alianza de aquellos poderes monstruosos y telúricos.
Lo que no comprendía era el papel de los mortales que acompañaban al ejército de Alcioneo. Hefesto había hablado con un cimerio, que se llamaba Trundh o algo similar, y le había preguntado por qué combatían con los gigantes, cuando era obvio que uno de los fines de aquella guerra era aniquilar al género humano. El bárbaro contestó que eso no iba con ellos, pues los cimerios estaban emparentados con los gigantes, y no con los demás humanos.
—No sólo nos dejarán vivir, sino que además nos entregarán todos los despojos de la batalla. —Trundh soltó una risotada que olía a hidromiel demasiado fermentada—. Incluyendo a las mujeres.
Qué ingenuo eres, humano, pensó Hefesto, pero no dijo nada. Sin duda, Trundh acabaría comprendiendo la verdad. Para su propia desgracia.
Esa noche Hefesto volvió a ejercer de copero para los Quince, que estaban sentados formando un corro tan amplio como la plaza de una ciudad aquea. Mientras acarreaba barriles, su hermano Ares, que estaba cargado de gruesas cadenas, no dejaba de lanzar bravatas.
—¡Soltadme si sabéis lo que es el valor! —les dijo—. ¡Enfrentaos con el dios de la guerra! ¡De uno en uno o todos juntos!
El propio Hefesto estaba cansado de aquella cantinela, en la que se repetían lindezas como aplastaros vuestras pelotas de piedra o arrancaros esos rastrojos que tenéis por pelucas. Alcioneo, alzando su crátera en alto, pidió silencio a sus hermanos y les preguntó si alguno estaba dispuesto a enfrentarse con Ares y bajarle los humos.
—¡Yo! —contestó uno de ellos, llamado Porfirión.
Mientras los demás se aporreaban las piernas y el pecho con los nudillos, en un escalofriante aplauso que sonaba como una avalancha de rocas en la montaña, Porfirión se puso de pie. Hefesto le calculó doce o trece codos de estatura. Era de los grandes de verdad, con la piel de roca y los cabellos leñosos. El gigante se golpeó el pecho como un gran mono de las selvas al sur del Libia y rugió desafiando a Ares. Era evidente que había bebido mucho, como todos. Hefesto calculaba que, trasegando a ese ritmo, las provisiones de vino se agotarían antes de llegar al Olimpo. No quería pensar qué pasaría llegado ese momento, pero sospechaba que la ira de los gigantes convertidos en abstemios a la fuerza se volcaría contra él.
El propio Trundh soltó las cadenas de Ares, pues los dedos de los gigantes eran demasiado gruesos y toscos para manejar llaves.
Lo habían engrillado por el cuello, la cintura, las muñecas, los tobillos y hasta los codos. Cuando viajaban, Ares tenía que arrastrar ocho bolas de plomo que iban marcando un profundo surco en la nieve, pero el dios lo hacía con buen paso y sin bajar la barbilla, para demostrar a los gigantes que no tenía nada que envidiarles en fuerza.
Ares caminó hacia el centro del corro, frotándose las muñecas. Tan sólo llevaba puesto un jirón de manto, enrollado alrededor de la cintura y entre las piernas para cubrir sus partes pudendas. Su cuerpo desnudo tenía algo de gigantino, muy lejos de las proporciones perfectas de Apolo, y con unos músculos más hinchados aún que los de su padre Zeus. Pero su rival era casi el triple de alto, y sus miembros y su tronco no eran de carne y hueso; o, si lo eran, esa carne se encontraba rodeada por una espesa capa de piedra.
Porfirión se agachó un poco, levantó la pierna izquierda a un lado y la dejó caer, y luego hizo lo mismo con la otra. Hefesto sintió cómo el suelo retemblaba bajo sus pies, pero Ares no pareció inmutarse por aquel alarde.
—¿Tengo que pelear sin mis armas?
—Así es, dios de la guerra —respondió Alcioneo.
—No importa —contestó Ares, golpeándose la palma izquierda con el puño.
Mientras Alcioneo usaba un enorme madero para trazar en la nieve un círculo del que los contrincantes no debían salir, los demás gigantes abrieron el corro. Porfirión avanzó hacia Ares. También iba desnudo, salvo por un faldar de cortezas de árbol atado con cuerdas a su cintura de tonel. El gigante levantó la cabeza, emitió un bramido de desafío y dio dos zancadas hacia su enemigo, alzando un brazo enorme para descargar un porrazo sobre él. En proporción, los gigantes eran más bien paticortos, por lo que sólo tenían que flexionar un poco sus pedregosas rodillas para golpear el suelo con las manos.
Ares no se limitó a esquivar el mazazo, sino que se agachó un poco, pasó bajo las piernas del gigante y al llegar al otro lado le dio una patada en la pantorrilla. Porfirión rugió frustrado y se dio la vuelta. La cintura le rechinó como un gozne mal engrasado y los demás gigantes se rieron de su torpeza, aunque nada hacía pensar que ellos fueran mucho más ágiles.
—¡Te has equivocado, montón de estiércol! —dijo Ares—. ¡Es aquí donde estoy!
Porfirión se acercó ahora con más precaución, agachándose y abriendo los brazos como dos enormes palas para abarcar más terreno y evitar que la presa se le escapara por los lados. Ares retrocedió despacio, con los puños en guardia como un pugilista. Su aliento se levantaba formando una nubécula de vaho; pero el del gigante no se veía, pues el aire no llegaba a calentarse dentro de su gélido pecho.
Con cierta sorpresa, Hefesto se dio cuenta de que sus simpatías iban con el gigante. Ya que todo estaba perdido para la causa de los dioses, al menos había llegado el momento de que su hermano, que tantas vejaciones le había infligido, recibiera una lección. Algo que sin duda iba a ocurrir, pues Ares ya estaba llegando al borde del círculo que delimitaba la improvisada palestra.
Ares se detuvo justo antes de pisar la raya. El gigante sonrió de forma aviesa, mostrando sus grandes dientes de pedernal, y con la mano derecha a la altura del suelo le envió a Ares un bofetón que era más bien como una barrida de la marea. El dios de la guerra, con una coordinación sorprendente en alguien tan musculoso, dio un gran salto y encogió las piernas en el aire, para volver a caer en la nieve una vez que la mano pasó de largo. Después, no conforme con sortear el golpe, pasó a la ofensiva. El movimiento del gigante llevaba demasiada inercia para detenerlo de súbito, y siguiendo el giro de la cadera el pie derecho se le despegó un poco del suelo. En ese mismo instante, Ares se abalanzó sobre él, le agarró por el tobillo y con un gemido de esfuerzo le levantó la pierna.
Porfirión se quedó unos segundos apoyado sobre un solo pie y con la masa del cuerpo desequilibrada hacia la izquierda. Al no ser lo bastante rápido de movimientos como para contrapesar con los brazos, y tal vez por culpa del vino, se derrumbó sobre el costado; momento que aprovechó Ares para correr hacia su espalda y rodearle el cuello con los brazos.
Ayudándose de las manos, el gigante se incorporó. Pero Ares seguía colgado a su espalda, apretando con fuerza. Un dios normal, como el propio Hefesto, no habría podido abarcar ese cuello monstruoso entre sus brazos, pero no en vano Ares era el más grande de los olímpicos. Porfirión se dedicó a girar sobre sí mismo como una inmensa peonza, tal vez con la absurda esperanza de que en una de aquellas vueltas, por algún milagro, se encontrara a Ares de frente, y no colgado tras él. Los demás gigantes se reían de la estupidez de su compañero, aporreaban el suelo y se golpeaban los muslos para celebrarlo. Entre tanto regocijo, un par de cráteras pasaron a mejor vida y unos cuantos azumbres de vino se derramaron sobre la nieve.
Porfirión respiraba cada vez peor. Le era imposible agarrar a Ares, pues al doblar los codos, sus propios bíceps rocosos le topaban contra los antebrazos. Ares seguía apretando. Los músculos de su espalda se hincharon bajo la piel como enormes nudos que parecían a punto de reventar, y tenía el rostro tan rojo por el esfuerzo que la piel no se le distinguía apenas del cabello. Por el contrario, sus dedos, enganchados en una tenaza bajo la barbilla del gigante, se veían tan blancos como la nieve que los rodeaba.
—¡Tírate de espaldas y aplástalo, sesos de piedra! —se le escapó a Hefesto, pero entre la algarabía de las voces gigantinas nadie lo oyó.
Porfirión clavó la rodilla en tierra y manoteó en el aire. Los ojos le bizquearon de una forma tan cómica que provocó una nueva oleada de carcajadas, y se desplomó boca abajo en la nieve.
Ares aún esperó un rato. Por fin, cuando se cercioró de que el gigante estaba fuera de combate, soltó su presa y se puso de pie sobre su espalda.
—¡He derrotado al campeón que habéis elegido! —proclamó—. Me he ganado el derecho a ser liberado. ¡Traedme mis armas!
Alcioneo se rió a carcajadas. Por detrás de Ares, Palas, un gigante más pequeño que Porfirión, pero también más rápido, cogió uno de los yunques que Hefesto había traído del Olimpo y se lo arrojó. En aquello de arrojar piedras y otros objetos contundentes, los gigantes eran bastante hábiles. El yunque golpeó a Ares en la espalda y lo derribó. Un mortal habría perecido aplastado, pero el dios de la guerra sólo quedó aturdido. Sin embargo, fue el tiempo suficiente para que varios gigantes se acercaran a él y lo inmovilizaran. Mientras, Porfirión seguía tendido boca abajo. Hefesto no estaba seguro de si había quedado inconsciente o Ares lo había matado, aunque dudaba de que fuese tan sencillo acabar con uno de los Quince.
—Ya nos hemos divertido bastante. Quiero que lo inmovilices bien —dijo Alcioneo, dirigiéndose a Hefesto—. Ya hemos comprobado que tiene más fuerza de la que creíamos.
Cuando Ares recobró el sentido, lo hizo dentro de una especie de grueso barril de bronce que lo ceñía de los pies a la barbilla como un enorme cinturón. Al ver que el propio Hefesto estaba terminando de fundir los bordes, el dios de la guerra rechinó los dientes.
—Debes estar disfrutando mucho, hermano.
Hefesto, agachado para completar la soldadura, se limitó a sonreír.
A partir de ese momento, los gigantes prosiguieron su camino hacia el Olimpo llevando a su prisionero en aquella ridícula prisión. Normalmente, el gran barril de bronce viajaba en un carromato, pero si el terreno lo permitía, lo llevaban rodando, entre improperios y espumarajos de rabia de Ares. Hefesto descubrió que los gigantes, a su manera salvaje, tenían cierto ingenio. Sí, tenía que reconocerlo: en medio de tanto miedo y sufrimiento, estaba disfrutando.