Bajo el volcán
Aunque no fuera en compañía de Tetis, Hermes tuvo al final el placentero baño que había imaginado al empezar el día: sentado en una amplia pileta llena de agua termal del propio volcán, con la reina Jenódice desnuda a su lado, mientras cuatro esclavas les frotaban la espalda y las plantas de los pies con piedra pómez de la propia isla; una sensación áspera y suave a la vez, que Hermes encontró deliciosa. Tan deliciosa como los placeres que le insinuó Jenódice para más adelante.
Después, mientras se ultimaban los preparativos del festín, le agasajaron con una exhibición del ritual del toro, otra influencia cretense. Hermes se divirtió y aplaudió con los demás al ver a jóvenes de ambos sexos ataviados tan sólo con faldellines y taparrabos que hacían acrobacias sobre los cuernos de un enorme toro negro.
Terminado el ritual, el rey Tesmio acompañó a Hermes a la sala de audiencias. La habían construido a imagen del palacio de Minos en Cnossos, mas con la intención de superarlo. Y en verdad que lo habían conseguido. Los techos, artesonados y sustentados sobre decenas de columnas estucadas y pintadas de ocre, azul y rojo, se alzaban a veinte codos de altura. Los suelos de mármol jaspeado brillaban como espejos, y las paredes estaban decoradas con elegantes motivos florales y marinos, y también con animadas escenas de pesca y caza y del propio ritual del toro.
El rey había hecho disponer bajo las columnatas seis mesas de más de cuarenta codos de largo, que ya estaban cubiertas de viandas, copas de cristal y alabastro, y bandejas de plata y electro. Asistían más de doscientos comensales, entre funcionarios, sacerdotisas, militares, armadores y mercaderes, muchos de ellos extranjeros de paso. Hombres y mujeres se mezclaban por igual, todos con ropas abigarradas y vistosas, pues la de Atlas era una sociedad próspera que gustaba de admirar su propia belleza. Las mujeres mostraban sus cabellos rizados con tenacillas calientes y exhibían los pechos maquillados para parecer más blancos, mientras que los hombres lucían mejillas afeitadas y cabellos lustrosos de aceite.
Por fin llegó Zeus, vestido con un manto púrpura y una túnica azul, ceñida con un grueso cíngulo de oro, que le hacía parecer aún más alto y ancho de hombros. Los comensales se pusieron en pie, y los músicos entonaron un himno que un aedo local había compuesto a toda prisa. El dios recibió el homenaje con gesto impaciente, esperó a que acabara el canto, probó un bocado de carne para inaugurar el banquete y en seguida se acercó a Hermes para llevárselo a un aparte en una columnata lateral.
—¿Has averiguado dónde están Tifón y ese dragón que utiliza de acémila?
—Creo que dentro del volcán.
—¿Crees?
—Eso me ha dicho la reina Jenódice.
—¿No has subido tú mismo a comprobarlo?
—Lo siento. No me pediste que lo hiciera.
Zeus, con un bufido, hizo un comentario entre dientes sobre Iris, que sin duda habría mostrado más iniciativa y habría sido más eficaz que su propio hijo Hermes no entendía por qué Zeus estaba tan irritado con él desde que se había levantado.
—Eres tú quien quiere pelearse con esa criatura, padre, no yo.
—Vamos a subir a ese volcán ahora mismo —dijo Zeus, haciendo caso omiso de la pequeña rebelión de su hijo.
—¿Tú y yo?
—Sí. Tú proclamarás mi desafío, y cuando Tifón salga de su cubil lo fulminaré, y después le cortaré la cabeza y la pondré en mi carro como trofeo.
—Claro, padre. —¿Has pensado en que también hay un dragón de por medio?, pensó, pero su objeción fue—: Esta gente ha preparado un banquete en tu honor. No deberíamos retirarnos tan pronto.
—No es momento de banquetes.
El propio rey Tesmio vigilaba su conversación desde el fuego del hogar, donde se asaban suculentas tajadas de carne de buey. Hermes se acercó más a su padre y susurró:
—Han traído manjares y vinos de toda la isla. Hay gente que mañana pasará hambre por rendirte homenaje hoy. Creo que sería correcto que compartieras al menos un poco de tiempo con ellos. Y no es bueno ir a la batalla con el estómago vacío.
Zeus suspiró. Eran sus propias normas y lo sabía.
—Está bien. Perderemos un poco de tiempo con estos refinados isleños.
El dios caminó hasta el extremo de la sala, seguido por las miradas temerosas de los asistentes, que comentaban entre susurros lo alto y musculoso que era el rey del Olimpo. Subió los tres escalones que llevaban junto al trono y el hogar circular, y se dio la vuelta para saludar a los comensales alzando la mano izquierda. Hermes sonrió al ver que detrás de su padre había un fresco que lo representaba sentado en su trono y con un cetro de oro en la mano, aunque en la pintura no llevaba barba, sino que tenía el rostro afeitado según la moda de la isla. Casi se parece más a mí que a él, pensó.
Tesmio se acercó al dios del trueno frotándose las manos y haciendo nerviosas reverencias. Jenódice, con más dominio de sí misma, le ofreció una brocheta de cobre en la que había ensartado jugosas porciones de lomo de buey. Para la ocasión, se había cambiado de ropa y llevaba una falda y una chaquetilla aún más vistosas que por la mañana.
—Vuestra ciudad es cada día más próspera —dijo Zeus, con desgana.
—Así es, padre de los dioses —respondió Tesmio—. Para agradecerte esa prosperidad, he pensado en erigir un nuevo templo consagrado a tu persona.
Zeus movió apenas la barbilla, aceptando con naturalidad el honor que se le debía mientras masticaba un trozo de carne.
—¿Dónde lo levantarás? —preguntó.
—Por encima del templo de tu esposa Hera, en la ladera del volcán, ¡oh, magnánimo Zeus!
El dios se sonrió, y Hermes comprendió por qué. Estar por encima de Hera siempre satisfacía a su padre.
—¿No sentís temor viviendo tan cerca de un volcán?
—Las tierras alrededor de un volcán son más fértiles, ¡oh, Zeus! —repuso el rey—. Por eso nuestro vino es el mejor del Egeo. Aunque sin duda tú, acostumbrado a la ambrosía del…
—El cráter de ese volcán aún humea. La tierra despertará cualquier día.
—Sabemos que no lo hará —intervino Jenódice—. La diosa Gea nos protege gracias a nuestros sacrificios.
Oh, oh, pensó Hermes. No deberías mencionar la protección de ningún otro dios delante de mi padre.
Jenódice hizo una señal a un sirviente, que le trajo un ritón negro en forma de cabeza de toro.
—Mi señor Zeus, padre de mi padre Minos —dijo la reina—. Propongo una libación en honor de tu abuela, Gea, que te ayudó a derrotar a tu padre Cronos y convertirte en el señor del Olimpo.
Hermes chasqueó la lengua. No era conveniente recordarle a su padre que a veces había necesitado la ayuda de otros dioses. Ni siquiera si la persona que se lo mencionaba tenía unos ojos tan hermosos como Jenódice. Pero antes de que pudiera escuchar la respuesta de su padre, dos jóvenes sacerdotisas de esbelta cintura, largos rizos y vibrátiles pechos se acercaron a él.
—Mi señor Hermes —dijo la más morena de las dos—. Nos han contado que, en tu inmensa sabiduría, comprendes todos los signos que escriben los hombres.
—¿Acudís a mí por mi sabiduría y no por mi belleza? Qué decepción.
Las dos muchachas se miraron entre risitas. Después, con un extraño desparpajo, lo llevaron cada una de un brazo hasta una mesita redonda montada sobre un trípode de bronce. En ella había un papiro que se mantenía abierto merced a unas pequeñas pesas de plomo.
—Ayer lo trajo un barco de Menfis —dijo la sacerdotisa del pelo cobrizo—. El capitán nos dijo que era un oráculo, compuesto por unos sacerdotes egipcios que te adoran bajo el nombre de Thot. Al parecer, es una predicción sobre el destino de la criatura conocida como Tifón.
Interesado, Hermes se inclinó sobre la mesa y deslizó el dedo por las líneas plagadas de hermosos caracteres jeroglíficos. Para entenderlos mejor, los fue leyendo en voz alta.
—A Thot… dios de los mensajeros… escolta de las almas… señor de los mercaderes… patrono de los ladrones… protector de los embusteros. Vaya, no sé si tomarme esto como un halago o… Veamos, ahora dice: Cómo es posible… que el dios más marrullero… caiga en una celada… tan burda… Mira en tu bolsa… señor de los…
Hermes se negó a leer en voz alta el último signo, pues aquel epíteto era ultrajante. Levantó la mirada para exigir explicaciones y descubrió que las dos sacerdotisas se habían esfumado. Los demás comensales seguían celebrando el banquete, entre algarabía de voces, liras, flautas, crótalos y címbalos. Hurgó en el morral con los dedos y suspiró de alivio al comprobar que la hoz estaba dentro. Pero entonces se dio cuenta de que el tacto del mango era distinto. Se apresuró a sacarla y descubrió que aquella segur no era la misma que le había entregado Tetis, pues estaba tallada en una sola pieza de marfil y, obviamente, era ornamental.
Hermes volvió la mirada hacia su padre, que estaba a unos veinte pasos de él. En una fracción de segundo, se dio cuenta de que habían caído en una trampa. Zeus aún sostenía en la mano izquierda el espetón de carne y con la derecha levantaba el ritón que le había entregado Jenódice, para derramar unas gotas de vino sobre las brasas del hogar. La reina se había levantado el delantal y de debajo estaba sacando una hoz. La auténtica hoz adamantina.
Esa zorra me la ha robado mientras nos bañábamos.
—¡Padre! ¡Cuidado!
Hermes aceleró los latidos de su corazón inmortal y arrancó a correr a la velocidad que sólo él podía desplegar. Los comensales se apartaron a su paso, aunque dos funcionarios no fueron lo bastante rápidos y volaron como embestidos por una manada de toros. Jenódice ya había levantado en alto la hoz para golpear a Zeus. A ojos de Hermes, su brazo se movía tan despacio como una gota de resina resbalando por el tronco de un pino. Sabía que él iba a llegar antes, y cuando llegara, después de frenar el golpe, usaría esa misma hoz para partir en dos el cuerpo de aquella traidora.
De pronto, algo arañó su rostro y sus manos, y descubrió que no podía dar un paso más. Su propio impulso lo derribó, y rodó por las losas de mármol. Se debatió furioso, con la sensación de que mil manos minúsculas lo habían apresado y tiraban de él en todas direcciones. Entonces, delante de su ojo, clavado en el puente de su nariz, distinguió un filamento delgado y tenue como el hilo de una araña, y comprendió.
Era la red con la que Hefesto había apresado a Ares y Afrodita.
Hermes se revolvió en el suelo y miró a los lados. La red, una vez que se había cerrado sobre su víctima, empezó a hacerse visible, fina y dorada. Alguien la había tendido entre dos columnas; para interceptarle el camino a tan sólo a unos pasos de su padre…
Pero tú puedes escapar. ¡Eres Hermes, el rey de los ladrones!
En ese momento comprobó, para su espanto, que el movimiento de la hoz ya había terminado. Zeus se volvía hacia Jenódice con gesto de furia y dolor, levantando el brazo derecho, limpiamente cercenado por encima del codo. En el suelo, su mano se agitaba como si tuviera vida propia, mientras de entre sus dedos saltaban unas chispas inútiles.
Un fuerte golpe sacudió toda la sala, y la pared adornada por el fresco de Zeus entronizado se desmoronó de golpe. Entre gritos de terror, una gigantesca figura alada y armada con cuernos se materializó tras los escombros.
Tifón, comprendió Hermes. Es él quien nos ha dado caza…
Impotente en la red, contempló cómo el monstruo giraba sobre su cintura y su cola, como una monstruosa serpiente de metal, golpeaba a Zeus en el pecho. El rey de los dioses voló hacia una columna y se estrelló de cabeza contra ella, rompiendo el recubrimiento de estuco y abriendo una grieta en el mármol. Mientras acudía a rematar a su enemigo caído, Tifón, casi al desgaire, atravesó con sus largas garras la espalda del rey Tesmio, que intentaba huir, lo agitó en el aire como un guiñapo y lo arrojó lejos de sí.
Los horrores no habían acabado. Un nuevo estruendo, aún más fuerte que el anterior, hizo retemblar todo el palacio. Hermes, cada vez más enredado en los hilos tejidos por el maldito Hefesto, se giró y vio cómo el techo de la galería central de la sala se desplomaba sobre los comensales que aún no habían conseguido huir. La criatura que había provocado el hundimiento se posó entre los escombros: un enorme dragón alado, aún más grande que Tifón, de escamas broncíneas y dos ojos amarillos que miraban con odio a Hermes.
Entonces comprendió que aún le esperaba un destino peor que a Zagreo.