La alcoba de la Diosa
Cuando Ganímedes, copero de los dioses, despertó, un rayo de luz entraba por la ventana, pese a que no estaba abierta; pues la cubría un cristal de transparencia perfecta, un lujo que nadie poseía en los reinos de los hombres. El joven se levantó desnudo, con cuidado de no despertar a la diosa que dormía a su lado. Pegó la nariz a la ventana y contempló el exterior. La alcoba se asomaba a un acantilado tan escarpado que desde dentro parecía estar suspendida en el vacío. Más abajo se veía el mar de nubes que separaba la cima del Olimpo de su base. A lo lejos, donde terminaban las nubes, se divisaba la amplia llanura de Tesalia, y a la izquierda el mar Egeo. El día debía haber amanecido frío, pues el aire era tan diáfano que incluso se vislumbraba el cabo Artemisión, el extremo norte de la isla de Eubea, a más de seiscientos estadios2. Pero no tan diáfano que la vista pudiera alcanzar Troya, la ciudad donde había nacido. Ganímedes, medio drogado por la ambrosia y la cercanía de los dioses, había perdido la cuenta de los años que llevaba en el Olimpo. ¿Veinte, treinta, cuarenta? ¿Tal vez más?
Aún conservaba fresco el recuerdo del día en que había salido a cazar con su hermano Ilo y sus sirvientes. Cruzaron la llanura del Escamandro en carros de guerra y al segundo día los dejaron junto a las faldas del monte Ida para seguir a pie. Fue allí donde apareció su destino, en la forma de un ciervo casi albino con una cornamenta de más de dos codos. Ganímedes arrancó a correr tras él montaña arriba. Sus piernas incansables lo alejaron de Ilo y de los criados. Vadeó a la carrera las aguas del río Cebreno y siguió trepando, ajeno a los gritos que dejaba a su espalda. Tenía quince años, era ágil como un gato y resistente como un perdiguero.
Al llegar a un claro entre la fronda, el ciervo se le quedó mirando, y de pronto le sonrió con un gesto imposible y huyó entre los abetos. En el último recuerdo que Ganímedes guardaba del animal, sus ancas pardas se convertían en unas piernas morenas de mujer, apenas tapadas por un breve quitón. Con el tiempo, Ganímedes sospechó que era Enone, la ninfa del lugar; o incluso, aunque nunca se había atrevido a preguntárselo a ella, una de las grandes diosas, la propia Artemis.
Un instante después de que el ciervo se escabullera, la luz del sol se oscureció. Ganímedes oyó un fuerte batir de alas, y al levantar la mirada vio la sombra de un águila gigantesca que se cernía sobre él. Antes de que pudiera arrojarle la lanza, el ave lo aferró por los hombros y lo levantó en vilo. Ganímedes, aunque había escuchado relatos de águilas que raptaban a bebés de sus cunas, nunca había imaginado que existiera un ave capaz de cargar a un hombre casi adulto. Pero así fue, pues Macropis, el ave de Zeus, desplegaba casi veinte codos de envergadura.
Ganímedes aún recordaba el terror de aquel viaje. Con los hombros taladrados por las uñas de la rapaz, helado por el viento de las alturas y afónico de tanto gritar, vio desfilar bajo sus pies Troya, que desde las alturas se le antojó pequeña como una aldea de hormigas. Después sobrevoló el mar y las anfractuosas costas de la isla de Lemnos; dejó a su derecha el promontorio del monte Atos, siempre envuelto en negras tormentas, y desde allí, a casi setecientos estadios de distancia, tuvo su primera visión de una montaña que sobresalía sobre una corona de nubes y trepaba hacia el cielo hasta una altura imposible.
El monte Olimpo. El lugar que había sido su hogar desde entonces.
Al recordar aquello, Ganímedes se tocó los hombros, aunque ya ni siquiera le quedaban cicatrices. No había tenido más visión del exterior del Olimpo que aquella tan lejana, pues se desmayó de frío y dolor mucho antes de llegar. Cuando despertó, le estaba curando las heridas un hombre alto, de cabellos dorados y mirada melancólica, tan bello y resplandeciente que el propio Ganímedes, conocido por ser el muchacho más guapo de toda Frigia, se sintió sucio y feo a su lado. No tardó en saber que aquél era Apolo, y que el bálsamo con que le estaba untando los hombros tenía como principal ingrediente la ambrosía.
Ambrosía. La droga de los dioses. La misma que lo mantenía casi tan joven como aquel día y que había acrecentado su belleza natural hasta que él mismo casi parecía un dios. Por dos veces casi. Pues ahora Ganímedes podría pasar por un hombre de veinte años, mas no por un efebo de quince; y aunque los visitantes del Olimpo alababan su apostura, todo aquel que lo veía por primera vez se daba cuenta de que él no era un inmortal.
Ganímedes se volvió hacia el lecho. Jamás había visto uno tan lujoso en el palacio de su padre Tros, pese a que la diosa que dormía en él era la más austera del Olimpo. El enorme colchón, relleno de plumas de faisán, se sustentaba sobre una sólida armazón de bronce. Ganímedes se acercó de puntillas y tiró de la sábana, que era de seda, un tejido resbaladizo y mucho más suave que el lino con el que se tejían las túnicas de los nobles troyanos. Después se sentó a los pies de la cama y contempló a la diosa.
El único vello que se apreciaba en su cuerpo era una pelusilla rubia corta y suave que sólo se adivinaba bajo el roce oblicuo de los rayos del sol. Incluso en el pubis no se veía más que una fina línea, en lugar del tupido triángulo que lucían las mujeres mortales. (Él lo sabía bien, pues de niño había visto a menudo a su hermana Cleopatra bañándose con otras mujeres de palacio). Y la piel… La piel era como alabastro, con una especie de luz interior, pero más caliente al tacto. Asclepio, el médico de los dioses, un semimortal como él, le había explicado que esa opalescencia se debía a que el icor, la sangre de los dioses, no era roja, sino entre blanca y rosada, como el mármol del Ática.
Cuando admiraba la belleza de los inmortales y la perfecta proporción de sus miembros, Ganímedes solía preguntarse por qué Zeus había querido tenerlo a su lado. A él mismo se le ocurría una respuesta, no demasiado halagüeña: los dioses se encariñaban de los mortales como éstos hacían a su vez con los perros, los gatos y los monitos de Libia. Zeus lo había utilizado como juguete sexual una sola vez, cuando Apolo le curó las heridas. Después debió aburrirse de aquella única aventura con un efebo y no volvió a llamarle a su alcoba.
Por suerte para Ganímedes. El sexo con las divinidades siempre mezclaba el goce con el dolor. Una de las razones era que los inmortales, aunque se movían ligeros como felinos, pesaban mucho más que los humanos corrientes. A veces, aunque la ambrosía fortalecía su cuerpo, Ganímedes se había sentido morir bajo el peso de Afrodita; sobre todo cuando la diosa del amor, que era quien más recurría a los servicios del copero celeste, se ponía ardiente. En el caso de su única experiencia con Zeus, aunque el rey de los dioses procuró ser suave y atento con Ganímedes, hubo más de dolor que de placer, e incluso el segundo había sido tan extremo que se había confundido con el primero.
La diosa que ahora dormía había resultado ser una amante más delicada que Afrodita, Iris o Hebe, aunque las superaba por mucho en fuerza física. Tal vez por eso, la noche anterior, después de terminar el primer asalto amoroso, Ganimedes se había atrevido a preguntarle:
—¿Por qué has querido estar conmigo?
Recostada, ella le había mirado a la luz de la luna llena.
—No lo sé. A veces prefiero no estar con los demás dioses. Vosotros, los humanos, tenéis un don.
—¿Un don? ¿Qué podemos poseer los humanos que os falte a vosotros?
Ella se acercó aún más, hasta que sus pechos se aplastaron contra el brazo de Ganimedes, y le susurró al oído:
—La muerte…
—¿La muerte es un don?
—Hay que elegir entre la muerte o la locura —dijo ella, pero luego volvió a acariciarlo y no llegó a explicarle el significado de aquel enigma.
Ahora la diosa despertó y abrió los ojos. Sus ojos eran lo que más llamaba la atención de su rostro. Grandes y grises, de un gris acerado y profundo como el mar bajo un cielo lluvioso. Bajo ellos, la nariz corría fina y larga hasta los labios carnosos, que ella tendía a apretar como si quisiera despojarlos de sensualidad. Tenía una media melena negra, con reflejos cobrizos, y las manos más hermosas que Ganimedes hubiera visto, exceptuando las de Apolo.
—¿Por qué estoy desnuda? —preguntó. Su voz sonaba limpia, no tenía lagañas en los ojos, y Ganimedes sabía que si se acercaba a ella, su aliento olería a ambrosía, pues los dioses pasaban del sueño a la vigilia sin las pequeñas miserias mortales.
—Te has destapado sola —dijo Ganimedes, ruborizándose.
La diosa sonrió. Había algo en su rostro, que tal vez fuera el color o el brillo de sus ojos: una inefable melancolía que teñía de tristeza incluso la más dulce de sus sonrisas.
—No mientas. Me estabas mirando…
La diosa se incorporó, rebuscó unas horquillas de marfil en una arqueta y se recogió el pelo. Al levantar los brazos, sus pechos se alzaron. No eran grandes, pero sí redondos y con los pezones altos y vivos. Ganímedes no podía apartar la vista de ellos. A su manera, esta diosa le parecía más bella que Afrodita. Su cuerpo reaccionó de nuevo, a pesar de que estaba dolorido.
—Vaya, vaya —dijo ella—. Parece que vuelves a estar pertrechado para el combate. Una lástima. No tengo tiempo.
—¿Por qué?
Ganímedes se arrepintió al instante. A los dioses no había que hacerles preguntas directas. Pero esta inmortal era más amable de lo habitual en su raza.
—Debo presentarme a la asamblea de los dioses. A mi altitonante padre no le gusta que nadie llegue después que él.
La diosa se deslizó del lecho y empezó a vestirse. Cuando dormía con Afrodita, Ganímedes tenía que untarla por las mañanas con aceite asperjado con ambrosía. Pero su nueva amante no disponía de tiempo, y en cualquier caso no le hubiera hecho demasiada falta. Los dioses no sudaban y la roña apenas se adhería a sus pieles. Salvo en el caso de Hefesto.
—Hoy los dioses recibimos a uno de los nuestros de regreso a la familia olímpica —explicó la diosa, que parecía haberse levantado más locuaz de lo habitual en ella—. La vuelta de Ares es un fasto motivo de alegría para todos.
Aún desnuda, la diosa se ató las sandalias arqueando el trasero en una pose que habría parecido procaz en una mortal, pero que en ella resultaba elegante. Por el tono de su voz, era palmario que el regreso del dios de la guerra no la llenaba de alborozo.
—Para colmo —añadió, enderezándose—, por primera vez desde que tengo memoria, un embajador de los gigantes va a pisar el palacio de los dioses. No sé qué perspectiva me entusiasma más.
—¿Un gigante, señora? —preguntó Ganímedes—. ¿Va a venir un gigante en persona?
—Sí.
—¿Son tan grandes como dicen?
—Este, al menos, es cuatro veces más alto que yo.
—Deben de ser impresionantes, señora.
—Sobre todo por su fealdad. Son como montañas de roca ambulantes, y tienen un cerebro que hace que, por comparación, mi hermanastro Ares parezca casi inteligente.
—Me gustaría ver a ese gigante —dijo Ganímedes, y al momento se arrepintió de haber expresado su deseo en voz alta.
—No, no te gustaría —repuso la diosa, inclinándose para abrir un arcón—. Los gigantes odian a los humanos. Por eso mi padre los mantiene confinados en las tierras del Norte, lejos de vuestras ciudades. Ante esas bestias pedregosas, ni siquiera unos muros como los de Troya te servirían de protección.
Al oír el nombre de su ciudad, Ganimedes apartó la mirada de la diosa que aún seguía desnuda y se asomó por la ventana. Un suspiro se escapó de su pecho.
—¿Qué piensas? —preguntó la diosa. De las deidades que conocía Ganimedes, era tal vez la única capaz de reparar en otros seres que no fueran ella misma.
—¿Qué habrá sido de mis padres? ¿Seguirán vivos?
—¿Los echas de menos?
—Me gustaría volver a mi ciudad. Verlos antes de que mueran. —Ganimedes seguía mirando por la ventana. No se habría atrevido a expresar sus deseos mirando de frente a la diosa—. Casarme, tener hijos.
—¿No eres feliz en el Olimpo? Muchos mortales matarían a sus propios padres por disfrutar de ese privilegio.
Ganimedes miró a la diosa. Sus grandes ojos brillaban húmedos. Ella le acarició la barbilla y sonrió.
—Tienes razón —le dijo—. Es innatural que los mortales viváis con nosotros. No, no es themis. Somos para vosotros como la llama para la polilla…
La diosa pareció dudar ante el arcón. Primero sacó un peplo blanco y lo extendió sobre la cama. Luego se lo pensó mejor, volvió a doblarlo y lo guardó. Ganimedes observaba fascinado. Las otras diosas que se habían acostado con él habrían dejado sus prendas fuera para que las sirvientas las recogieran. Pero ésta era muy meticulosa, y tan trabajadora que en la estancia contigua tenía un gran telar en el que tejía su propia ropa, y también confeccionaba prendas y tapices para regalar a otras deidades.
Por fin, la diosa se decidió por un quitón largo de color tostado que le cubría los brazos hasta los codos y se cerraba en los hombros con broches de oro. Se lo ciñó con un cinturón de cuero y ahuecó los pliegues hasta que quedó con el drapeado y la altura deseados. Sobre el se vistió un manto verde con grecas bordadas, y sobre el manto un peto confeccionado con piel de cabra y tupidas escamas de dragón.
La Égida. El propio Zeus había confeccionado aquella coraza con la piel de Amaltea, la cabra que lo amamantó durante su infancia en Creta, y las escamas de Campe, el dragón que custodiaba las puertas del Tártaro y al que tuvo que matar para liberar a los cíclopes. Armado con esa coraza impenetrable, que desviaba tanto el más duro acero como la llama de los dragones, Zeus se había enfrentado a su padre Cronos y lo había derrotado en las montañas de Arcadia. Muchos años después, Zeus le regaló la Égida a su hija predilecta. Con ella y su lanza Némesis era invencible.
Atenea, la diosa de los ojos glaucos. La más poderosa guerrera de entre los Terceros Nacidos, con el permiso del violento Ares.
La diosa virgen.
—¿Puedes traerme la lanza? —le pidió a Ganímedes.
El joven cruzó bajo el arco que conducía a la estancia contigua. Némesis estaba en el suelo, junto al telar. De cuatro codos de longitud, no había en ella ni una astilla de madera, sino que estaba forjada toda entera en un extraño metal desconocido para los mortales. Ganímedes se agachó para recogerla. Al tacto se notaba muy fría, o tal vez muy caliente, y pesaba tanto que no pudo despegarla del suelo ni siquiera para introducir los dedos por debajo del astil.
—Déjalo —dijo la diosa, acercándose—. Era una broma.
Atenea extendió el brazo, exclamó ¡Ithi emé! y la lanza acudió a su mano por sí sola.
—Mi bisabuela Gea le regaló esta lanza a mi madre Metis, y yo la recibí de ella —explicó Atenea—. Está fabricada en adamantio, una mezcla de metales líquidos de su propio corazón, el mismo material que mutiló al todopoderoso Urano al principio de los tiempos. Una poderosa magia lo contiene en esta forma para que no se derrame.
Al examinarlo de cerca, el metal de la lanza parecía ondular y fluir como azogue guardado en un largo tubo de cristal. No había ningún blindaje que su punta no pudiera penetrar; y, por voluntad de la propia Gea, sólo su dueña podía levantarla del suelo.
—Ni siquiera mi padre Zeus puede empuñar a Némesis.
Por último, Atenea se puso el yelmo, una pieza de bronce adornada con ataujías de cobre rojo y un penacho de plumas grises, pero lo dejó con la visera vuelta hacia atrás, de modo que su rostro quedaba al descubierto. Al verla ataviada de guerrera, el joven retrocedió unos pasos.
—¿Qué te ocurre? ¿Te doy miedo?
—Vuelves a ser la diosa virgen… —dijo él.
—Y así debe ser. —El gesto de la diosa se ensombreció—. Fui consagrada poco después de nacer. En mi nombre, mi madre Metis le juró a Zeus que yo jamás conocería varón, ni dios ni mortal, que no concebiría hijos y que mi vida entera estaría dedicada a servirle. Cuando recibí esta lanza de Gea y la Égida de manos del propio Zeus, yo misma renové mi juramento de virginidad bebiendo un trago de las aguas de la Estigia.
Los humanos juraban cumplir su palabra poniendo por testigos a los dioses, pero ¿ante quién podrían jurar los propios inmortales? Estigia, una divinidad que tenía a su cargo las aguas infernales, había apoyado a Zeus en su larga lucha contra los titanes.
Una vez conseguido el poder, el dios del rayo la recompensó por su ayuda convirtiéndola en testigo de la palabra de los dioses. Si un inmortal juraba por Estigia y luego rompía su voto, las consecuencias resultaban funestas. En primer lugar debía permanecer durante un año confinado en un ataúd, sin comer ni beber, ni tan siquiera aire para respirar. Después aún debía cumplir nueve años de destierro, lejos del Olimpo, sin gozar de la compañía de los demás dioses y, lo que era mucho peor, sin catar la ambrosía.
Incluso Ganímedes conocía el juramento de Estigia. Ocho años antes se habló mucho de él en todo el Olimpo, pues el propio Ares había sufrido el castigo por violarlo. Además, entre un asalto amoroso y el siguiente, Afrodita, la principal implicada en el asunto, le había explicado al joven copero los detalles con su habitual indiscreción.
Ella estaba casada con Hefesto, un matrimonio que no la satisfacía; y, en cualquier caso, la monogamia era impensable para la diosa del sexo. Durante una buena temporada, el más asiduo de sus amantes había sido Ares. El hecho de que fuera hermano de Hefesto se habría antojado un agravante, pero para Afrodita sólo acentuaba lo morboso de la situación. Al principio se citaban a hurtadillas en rincones apartados, pero al final cometieron la imprudencia de fornicar en el propio tálamo nupcial mientras el dios herrero acudía a trabajar a su forja. Alguien acudió con la historia a Hefesto, quien, sin decir palabra a su esposa, tejió una red de hilos invisibles y la escondió entre las sábanas. Después, a media mañana, mientras aporreaba el metal en su fragua, calculó que era la hora adecuada y chasqueó los dedos. En ese momento, la red mágica se cerró por sí sola sobre los amantes, que cuanto más se debatían contra ella más atrapados quedaban entre sus mallas. Hefesto no tardó en aparecer en la alcoba, escoltado por un buen puñado de dioses varones a los que quiso llevar como testigos, con la indeseada consecuencia de que se rieron más de él que de la pareja desnuda que pugnaba en vano por escapar del lecho.
Hefesto sólo accedió a liberar a los adúlteros cuando Ares le juró por Estigia que jamás volvería a acostarse con Afrodita y que le compensaría entregándole dos castillos en la región de Tracia. Pero una vez libre volvió a las andadas. Las fortalezas las redujo a escombros antes de dárselas a su hermano, no tardó en encamarse de nuevo con Afrodita, y para colmo alardeó de ello ante todo aquel dispuesto a escucharle.
—Has jurado por Estigia —le había recordado Hermes.
—¡Que venga a reclamarme Estigia en persona! —dijo Ares, que aquel día había bebido cubos de hidromiel—. Cuando le clave lo que llevo entre las piernas seguro que no presenta queja ninguna.
El irreverente comentario llegó a oídos de Zeus, que esa misma noche hizo llamar a Ares. Los gritos de ambos se escucharon en todo el Olimpo, y la cólera del dios del trueno estremeció los cimientos de la mansión inmortal. Después, fue el propio Hefesto quien se regodeó en sellar el sarcófago hermético donde Ares fue encerrado durante un año entero y extrajo después hasta la última brizna de aire con uno de sus fuelles.
Ni Ganímedes ni nadie, salvo Afrodita, habían añorado a aquel dios violento y lenguaraz cuya estatura empequeñecía a todos los demás. Pero ahora, ocho años después y dos antes de que se cumpliera el plazo del castigo, Zeus había perdonado a su hijo y lo habia convocado de regreso. Ganímedes, como los demás sirvientes humanos del Olimpo, ignoraba el motivo.
Y también Atenea, que se lo había preguntado a su padre dos noches antes. Zeus había fruncido el ceño. ¿Desde cuándo tenía que rendirle a nadie cuentas de sus actos?
—Se trata de rendírtelas a ti mismo —le dijo Atenea—. Tú eres quien dicta las leyes, y quien más obligado está a cumplirlas.
Zeus solía ser muy paciente con ella y le razonaba todas sus decisiones. Pero esta vez la despachó con un gesto displicente.
—Vuelve a tu alcoba, hija. Tú no puedes entender los compromisos a los que hay que llegar cuando se gobierna.
—Lo que has hecho envalentonará a Ares. Cuando regrese, volverá a las andadas pensando que puede salir impune.
—¿Impune? ¿Te parece que estar un año encerrado en un ataúd sin aire y siete años sin pisar el Olimpo es quedar impune? —Los dedos metálicos de la diestra de Zeus hicieron rechinar el trono de piedra—. ¿Insinúas que no tengo autoridad?
Atenea sabia quién andaba detrás del regreso prematuro de Ares. Su madre, Hera, hermana y esposa legítima de Zeus. No era ningún secreto que ambos llevaban dos años durmiendo en alcobas separadas, porque ella se había cuidado de pregonarlo a todo aquel que quisiera oírlo. Y al parecer el rey de los dioses no estaba dispuesto a aguantar dos años más privado de la compañía de su regia esposa. Pero Atenea prefirió no mencionar a Hera.
—Si tú mismo soslayas los principios sagrados sobre los que reinas, todo se tambalea —dijo.
—No sigas por ahí. Ni siquiera tú…
—¡Eres el señor del orden! Tú eres el padre de Dique, la Justicia. Se supone que ella no está nunca en el Olimpo porque la has enviado al mundo para verificar que los humanos la respetan. No me gustaría pensar que es porque no quieres que juzgue tus errores.
—¿Quién eres tú para decidir qué puedo hacer o no hacer? —exclamó Zeus, poniéndose en pie. Su estatura intimidaba incluso a Atenea, que retrocedió dos pasos—. ¿Pones en duda mi juicio y mi omnipotencia?
Atenea agachó la cabeza. Había llegado demasiado lejos. Amaba a su padre y compartía su visión de un cosmos ordenado. Sabía que, antes de que Zeus conquistara el poder, el mundo era un lugar inestable y volcánico, en el que tan pronto reinaban el fuego y las cenizas como el hielo y la escarcha, dominado por criaturas monstruosas que amenazaban la supervivencia de la recién creada humanidad. Cuando Zeus encerró a los titanes en el Tártaro, prohibió a los dioses que poblaban el Olimpo que siguieran cohabitando con monstruos y que volvieran a mudar de formas.
—No más dioses que se transforman en animales —había dicho—. Somos los olímpicos y eso significa que debemos mantener nuestra dignidad.
Pues la naturaleza de los dioses, al contrario que la de los mortales, era tan moldeable y dúctil que ellos mismos podían alterarla en metamorfosis que, si bien resultaban dolorosas, también podían serles útiles. Pero a Zeus no le agradaba estar rodeado de criaturas de aspecto cambiante e insistía en que había una forma única que todos debían mantener: la suya. La olímpica. Aquel molde conforme al cual la raza humana, la favorita de Zeus, había sido creada por él y su antiguo amigo Prometeo, el titán que ahora colgaba de unas cadenas de hierro en un volcán del Cáucaso.
Atenea comprendía los preceptos de su padre. Lo que no entendía era que él mismo los traicionara. Pues cuando se dejaba llevar por sus caprichos (que casi siempre se materializaban en la forma de alguna bella hembra humana) no dudaba en adoptar las formas más peregrinas. Dentro del Zeus responsable y justiciero habitaba otro infantil y caprichoso, capaz de transformarse en toro para raptar a Europa, en cisne para seducir a Leda, en lluvia de oro para fecundar a Dánae, o incluso de adoptar la figura del tebano Anfitrión para seducir a su mujer Alcmena.
Al menos, nunca había solicitado la complicidad de Atenea para tales andanzas, en las que siempre recurría al inmaduro y voluble Hermes, sabedor de que él no le echaría nada en cara. Pero si Zeus creía que los demás dioses no conocían estas aventuras y no podían reprocharle que quebrantara sus propias normas, estaba muy equivocado. Pues la primera que siempre se enteraba era su propia esposa, Hera, y ella se ocupaba de contárselo a todos los demás. Incluida Atenea. Aunque no se llevaban bien, Hera la invitaba a cenar en sus aposentos cada vez que tenía la ocasión de denunciar una nueva infidelidad de su marido, con la esperanza de sembrar la cizaña entre Zeus y la diosa guerrera, o conseguir al menos que ésta reprobara la actitud de su padre.
Cosa que nunca había ocurrido. Lo que tuviera que censurar Atenea a Zeus, lo hacía sólo en su presencia. El problema era que su padre andaba cada vez más irritable, tal vez por la actitud de su esposa. Atenea no era tan ingenua de pensar que Zeus estaba sufriendo como un amante amartelado por no compartir el lecho de Hera. No, lo que le atormentaba era que todos en el Olimpo supieran lo que pasaba y pudieran pensar que el rey de los dioses no era capaz de meter en vereda a su esposa. Pues para Zeus las apariencias lo significaban todo.
Atenea meneó la cabeza para ahuyentar esos pensamientos. Su padre la había despedido al final con palabras destempladas, y ella se había marchado de sus aposentos con el rostro arrebolado de indignación. Tal vez por eso, a la noche siguiente, mientras su padre andaba por Arcadia ocupado en una misión o, más probablemente, en algún fornicio, Atenea había bebido más vino de la cuenta durante la cena.
Y el resultado era que había acabado llevándose a la cama a Ganímedes.
—¿Estás triste, señora? —le preguntó ahora el copero, mientras Atenea revisaba su aspecto en un espejo.
—Triste no, Ganímedes. Sólo preocupada.
—Bebe y regocija tu corazón entonces, señora.
Atenea se volvió hacia él. Ganímedes, retornando a su función de copero de los dioses, estaba escanciando ambrosía en una copa de cristal. Mientras el chorro dorado y viscoso se derramaba sobre el cáliz, su intenso olor llenó la estancia.
A Atenea no le agradaba el sabor de la ambrosía, una mezcla de dulzura empalagosa e intenso amargor. Ignoraba su fórmula exacta, pero sabía que la mayor parte de los componentes procedían de Hiperbórea, en el extremo norte del mundo. Había ámbar gris (por suerte, en una proporción nimia), resina de un abeto que sólo crecía en Hiperbórea, y también la pulpa triturada de las manzanas que cultivaban las Hespérides, hijas de la Tarde. Aquella pulpa era la que le daba a la bebida su tono dorado, y de hecho la ambrosía contenía minúsculos granos de oro en polvo.
Una vez al año, una caravana guiada por dos hijos de Apolo y custodiada por trescientos soldados bajaba desde el remoto Septentrión para traer los ingredientes que los hiperboreanos regalaban a los dioses. Ya en el Olimpo, Hebe, hija de Zeus y Hera, que había heredado aquella tarea de la tímida Hestia, los mezclaba en la debida proporción y les añadía miel del Himeto para endulzar la pócima.
Aunque cada sorbo le producía escalofríos, Atenea sabía que debía beberla. La ambrosía producía una leve euforia en los inmortales y, sobre todo, los renovaba. Privado de aquella droga, un dios envejecía lenta pero inexorablemente. Hefesto, que una vez al año viajaba al Cáucaso para asegurar las cadenas que aherrojaban a Prometeo contra la roca, le había contado a Atenea que el titán era una ruina de pellejo y huesos que, sin embargo, no podía morir.
Atenea dejó en la copa algo más de un tercio del licor y se la tendió a Ganímedes.
—Bebe.
El joven giró la copa y posó sus labios donde habían estado los de Atenea. Ella pensó que eran adorables, y cuando Ganímedes levantó una tímida mirada por encima del cáliz, sus ojos eran tan oscuros y desvalidos que Atenea sintió deseos de besarlo.
—No es necesario que te diga que debes ser discreto —le dijo.
Él negó con la cabeza.
—No quiero que te destierren del Olimpo por mi culpa, señora.
—¡Por tu culpa! ¡Ja! Fui yo quien te arrastró a la alcoba. Te agradezco tu preocupación, pero es mejor que pienses en ti. Si mi padre se entera de que has estado entre mis muslos, puede que a mí me destierre diez años. Pero a ti te reducirá a cenizas que luego esparcirá a los cuatro vientos. Y en cuanto a tu alma, le encargará a su hermano Hades que le busque alguna tarea para el resto de la eternidad.
Sin decir más, Atenea salió de la alcoba. El gesto de espanto de Ganímedes la hizo pensar que tal vez había sido demasiado dura con él, pero era mejor evitar la tentación tan varonil de irse de la lengua.
En realidad, debería matarlo yo misma, se dijo. Pero era un pensamiento fútil, y lo sabía. Ella no era como su padre y no se saltaba sus propias normas.