La gran Madre

En vez de seguir a su hijo Hermes, Zeus llevó su carro alado hasta la montañosa Fócide, al sur, más allá de las llanuras de Tesalia. Voló bajo la capa de nubes y cuando rozó las nevadas cumbres del Parnaso ordenó a sus corceles que bajaran.

Asomado al golfo de Corinto, en las faldas del propio Parnaso, se encontraba la morada de su abuela Gea: Delfos, el ombligo del mundo. Zeus dejó su carro alado al cuidado de las sirvientas que custodiaban el santuario y, como cualquier otro peregrino, subió a pie por la vía sagrada, un camino que zigzagueaba por la ladera de la montaña, rodeado por templetes de todos los tamaños y formas donde se custodiaban las ofrendas depositadas por los consultantes del oráculo.

Entre los aqueos se contaba que Zeus, para averiguar dónde se hallaba el centro de todas las tierras, había ordenado a sus dos águilas que volaran hasta los extremos del mundo, una al este y otra al oeste. Una vez allí, las águilas habían regresado con la misma velocidad hasta cruzarse en su vuelo, y en ese momento la mayor de ellas, Macropis, soltó la piedra que llevaba entre sus garras. El lugar donde ésta tocó el suelo marcó desde entonces el ómphalos, el ombligo del mundo.

Pero la verdad era que Delfos había sido el centro de la tierra desde mucho antes. La piedra conocida como ómphalos estaba allí, pero no la había dejado caer ningún águila. Era en realidad la tosca efigie de un bebé recién nacido. Gea la había tallado para entregársela a su hija Rea, quien a su vez se la dio a Cronos diciéndole que era su sexto hijo, Zeus. Cronos había tragado el anzuelo, en parte porque en aquel momento estaba borracho y en parte porque Rea, antes de envolver la estatua en pañales, había cortado el cordón umbilical del pequeño Zeus para enrollarlo en torno a la cintura de piedra mientras recitaba un ensalmo de enmascaramiento que le había enseñado Gea.

Ahora la piedra estaba en el santuario, en manos de Gea. Según sus palabras, la conservaba como recuerdo del nieto predilecto al que tan pocas veces veía. A Zeus no le entusiasmaba que la diosa más anciana del mundo poseyera una imagen con su cordón umbilical, pero por el momento no había encontrado la forma de recobrarla sin contrariar a su abuela.

Había llovido durante la noche, y aún seguía cayendo una fina llovizna. A los bordes de la vía empedrada fluían pequeños regatos y el suelo fuera de los adoquines era un barrizal gris. Zeus no tardó en llegar ante el templo de Gea. Era un edificio alargado, de paredes de adobe rodeadas por columnas de madera que los sirvientes enceraban y reemplazaban constantemente. No había frescos, ni relieves, ni esculturas, ni siquiera acróteras en el tejado.

La puerta exterior se abrió ante Zeus y se cerró por sí sola a sus espaldas. El rey de los dioses bajó cinco escalones, tantos como había subido para entrar, pues el interior del templo no estaba pavimentado, sino que su suelo era la propia tierra del lugar. Recorrió con pasos lentos el pórtico, una pequeña estancia que ocupaba un tercio de la superficie del templo. A ambos lados, seis pebeteros quemaban maderas aromáticas e iluminaban la sala con una luz tenue y rojiza.

Se detuvo ante la segunda puerta. Más allá estaba el áditon, la estancia secreta que conducía al corazón de la tierra. El único lugar del mundo al que él no podía entrar. Pues incluso en casa de su hermano Hades podía presentarse sin pedir permiso y visitar las salas más recónditas, donde los culpables de impiedad contra los dioses sufrían torturas eternas. Pero no allí. Delfos era el reino reservado a su abuela Gea. Ésa era una deuda que contrajo cuando ella le ayudó a derrotar a Cronos. Un compromiso que le escocía tanto como el que tenía con Estigia, pues ponía límites a su poder, y del que estaba resuelto a librarse tarde o temprano. Pues por el khasma, la sima que se abría en el áditon, tapada de su vista por las paredes del templo, brotaban las brumas del tiempo. En esas emanaciones, restos de la esencia del propio Caos, se encontraban los secretos del pasado y, sobre todo, del futuro. Pero los guardaba para sí y los usaba en su propio provecho.

Aunque le estuviera vedado entrar, Zeus conocía el funcionamiento del oráculo. Cada mes, una doncella elegida entre las aldeanas de los alrededores del Parnaso subía al santuario. Tras purificarse en las aguas de la ninfa Castalia, entraba al templo de Gea, trasponía la entrada del áditon y se sentaba en un incómodo trípode de bronce al borde del khasma. Allí aguardaba la subida de las brumas del tiempo y las aspiraba; o más bien, por lo que varios testigos humanos le habían contado, era el mismo vapor caliginoso el que, animado por una voluntad propia, penetraba por las vías respiratorias de la doncella y la poseía. En ese momento, la mujer entraba en trance y por su boca brotaban en tropel las extrañas visiones que acudían a su mente. A su lado, las sirvientas del templo anotaban sus palabras en unos signos funestos que sólo ellas conocían, y después trataban de interpretarlas. La voz de la vidente se convertía en un balbuceo cada vez más ininteligible, hasta que se derrumbaba del trípode babeando y derramando negra sangre por la nariz y las orejas. Pues el conocimiento del futuro era tan peligroso para los humanos que la doncella siempre moría y debía ser reemplazada por otra para la próxima ocasión.

Tras la muerte de la vidente, las sirvientas del templo comunicaban a los peregrinos aquello que les pareciera oportuno, y el resto de las visiones se las reservaban para información de Gea. Ella, obedeciendo a su capricho o a su conveniencia, se las contaba a veces al propio Zeus. Así había averiguado él cómo derrotar a Cronos, o por qué no debía concebir hijos varones con Metis.

La puerta del áditon se abrió chirriando. Al otro lado, entre sombras impenetrables, brillaban dos grandes brasas y se oía un ronquido lento y profundo. Zeus sabía que eran los ojos rojos y el aliento de Pitón, el dragón que vigilaba el santuario. Sus pupilas alargadas se contrajeron al ver al dios, que sintió el odio que destilaba su mirada como el roce de una piel escamosa y fría.

Algún día saldrás de ahí. Y ese día haré que te salten chispas desde los dientes hasta la punta de la cola.

Gea salió del áditon y acudió a saludar a su nieto, precedida por un intenso hedor a lodo y humus en descomposición. Vestía un manto oscuro y cerrado del que sólo asomaban sus manos sarmentosas. Una capucha cubría sus cabellos, si es que aún le quedaban. De cintura para abajo no tenía piernas, o así lo sospechaba Zeus, pues la anciana no caminaba, sino que se deslizaba sobre el suelo con un viscoso borboteo dejando tras de sí un rastro de barro. Era sabido que Gea no podía separarse del suelo, pues ella era la Tierra y la Tierra era ella.

—Mi nieto favorito —le saludó Gea, con una voz tan rugosa y quebradiza como sus rasgos.

—Abuela —contestó Zeus, agachándose para besar la mano que le tendía la diosa.

Gea levantó la mirada para contemplar a Zeus, que le sacaba más de un codo de estatura. Sus ojos eran dos bolas de ámbar fosforescentes con un punto negro en el interior.

—Sé a qué has venido, hijo mío —dijo, con una sonrisa desdentada. Aunque Zeus fuera su nieto, siempre se dirigía a él como hijo.

—Es tu privilegio conocerlo todo —repuso Zeus, y añadió con cierto retintín—: Incluso el porvenir.

—Sé que te ha surgido un competidor.

—¿Es cierto que ese monstruo que se hace llamar Tifón es hijo de Cronos?

—Oh, eso deberías consultárselo a él.

—Cronos me sugirió que te preguntara a ti.

Los ojos ambarinos se entrecerraron un instante y Zeus notó una tenue trepidación bajo sus pies. En su experiencia, eso significaba que Gea estaba consultando las memorias de la tierra que la sustentaba.

—Sólo puedo decirte que el origen de la criatura llamada Tifón, es un huevo de dragón —dijo por fin.

—Los dragones son tus criaturas, abuela. Tú sabes más de ellos que nadie.

En la época de los Titanes, había al menos quince dragones sobre la tierra. Considerando que aquellos enormes reptiles alados tenían la piel cubierta de escamas impenetrables, el aliento ponzoñoso, la respiración de fuego y la sangre corrosiva, quince suponían una auténtica plaga para el resto de los vivientes. Zeus y Poseidón habían destruido a siete. A seis los habían encerrado en el Tártaro, pese a las protestas de Gea. Ahora sólo quedaban dos: el propio Pitón y su esposa Delfine. Y uno de ellos, o los dos, estaban sirviendo de cabalgadura a Tifón.

—Él no es del todo un dragón —dijo su abuela—. Por lo que sé también hay algo de dios en su naturaleza. Pero no temas, hijo mío. Ven, ¿por qué no te sientas aquí? —le dijo, señalándole un poyo de piedra junto a la pared del templo—. Mi viejo cuello sufre de mirar para arriba. ¡Eres tan buen mozo!

Zeus se sentó, pero aún así tuvo que bajar la mirada para hablar con su abuela. Ella le apretó la rodilla. A través de la túnica sintió sus dedos, tibios y pegajosos como babosas.

—De mi seno jamás ha salido ninguna criatura que pueda igualarte, Zeus. Eres más poderoso que Tifón. ¿Por qué te atormentas entonces?

—Tifón no es mi única preocupación, abuela —dijo Zeus—. Hay otras cosas que afligen mi ánimo.

—Confíamelas, hijo mío.

—Temo por la raza de los hombres, abuela.

—Los hombres. —Gea siseó como una serpiente—. Los hombres. Siempre los hombres. ¡Me cansan! Son grandes como los cerdos y numerosos como las hormigas. Su peso me aflige. No me gusta que quemen los árboles que me cubren. No me gusta que me claven sus rejas de metal. Y aún me gusta menos que se atrevan a fundir el hierro de mis entrañas.

—No es de tus entrañas, abuela. Sólo lo toman de las piedras rojizas que encuentran por el suelo, las sobras que se desprenden de tu piel.

—Eso es ahora. Pronto se atreverán a más. ¡Pronto intentarán llegar a mi corazón! Conozco bien a esa raza de insolentes y sé que no se detendrán ante nada.

—Recuerda que yo creé a los hombres, abuela —dijo Zeus, irguiendo los poderosos hombros.

—Tú y Prometeo —puntualizó ella.

—Sí, yo y Prometeo. Pero fueron creados a mi imagen, y me complace que sigan existiendo y me hagan sacrificios.

—Entonces, si forman parte de tu reino, deberías controlarlos mejor y reprimir su insolencia.

—Lo haré, abuela, ya que es tu deseo. Pero a cambio te pido que tú también vigiles tu reino.

—¿Yo? Prácticamente lo he dejado todo en tus manos. Estoy muy vieja y cansada para encargarme de nada.

Zeus suspiró y se frotó los muslos.

—Me temo que se avecina un invierno terrible. Y si volvemos a sufrir un verano que no sea verano, muchas criaturas morirán. No sólo los humanos.

—Yo no gobierno las estaciones —gruñó Gea—. Tú eres el dios del cielo, hijo mío.

Zeus frunció el ceño. Le molestaba reconocer que no era omnipotente. Pero aunque podía invocar vientos y tormentas, el resto no estaba en su mano. En ese mismo instante, todas las tierras en miles de estadios alrededor de Delfos se hallaban cubiertas de nubes. Pero aquellas nubes no las había traído el viento ni ninguna borrasca del lejano mar occidental. Habían brotado del suelo, de una ingente masa de humedad exudada por la propia Gea con alguna oscura intención que a Zeus no le hacía presagiar nada bueno.

—Hoy todo el cielo está encapotado.

—Eso es bueno, hijo. Las plantas agradecen la lluvia.

—Pero también agradecen la luz del sol. Y cada vez llega menos porque el aire está más sucio.

—¿Acaso me culpas a mí de eso?

—Podrías controlar tus volcanes…

—Ah, mis volcanes… Ya sabes que en mi interior arden muchos fuegos y tengo que desahogarlos. Procuro hacerlo sin causar demasiado daño a mis hijos. Y me refiero a todos mis hijos, ¿sabes? Porque no sólo hay hombres en este mundo. También están los sátiros, y las ménades, y los…

—Los volcanes, abuela.

—¡Lo siento, pero a veces ni yo misma puedo contener esas erupciones!

Zeus agachó la cabeza. Prefería no insistir. Le bastaba con que su abuela supiera que se había dado cuenta de lo que sucedía. El cráter de la isla de Atlas, las montañas de fuego de Italia y Sicilia, el altísimo volcán del Cáucaso donde estaba encadenado Prometeo: todos, de una forma discreta pero persistente, casi insidiosa, llevaban más de un año arrojando humo y cenizas al cielo. Esas cenizas se quedaban flotando en las alturas, no muy lejos del ardiente éter, tejiendo una mortaja casi invisible, pero cada vez más espesa. Nadie había reparado en que los rayos del sol llegaban cada vez más débiles, pues el cambio era tan gradual que dioses y mortales se habían acostumbrado a él. Nadie, salvo Apolo, que dependía de ellos para desplegar su poder.

Y salvo Zeus, que acababa de entregar a Gea su mensaje: Deja de hacer travesuras, abuela. Me he dado cuenta.

Pero ahora dijo:

—Lo sé, abuela. No quería incomodarte. Sé que tu responsabilidad es pesada.

—Lo es. He pensado en retirarme…

Aquello sí que era una sorpresa. Zeus miró a los ojos de Gea para saber si mentía o bromeaba; pero, si aquellas bolas de ámbar tenían expresión, él ignoraba cómo descifrarla.

—¿Retirarte?

—El peso del tiempo me vence, hijo mío. Quiero reposar. Bajaré por la gruta que conduce al corazón de la tierra y dormiré. Sí, el largo sueño me llama.

—Entiendo que estés cansada, abuela. Pero ¿quién cuidará de tu reino?

—Tú —dijo ella, apretándole la mano izquierda—. Has demostrado durante todo este tiempo que eres un buen gobernante. Sé que puedo dejarlo todo en tus manos. Te daré las llaves del áditon, y todo será tuyo…

—No defraudaré tu confianza.

—… cuando superes una última prueba.

—¿Cuál, abuela?

—Tráeme la cabeza de esa abominación, y yo te daré las llaves del corazón de mi reino —dijo, señalando a la puerta del áditon—. Sí, entrégame la cabeza de Tifón y Delfos será tuyo.

Zeus se puso en pie y se frotó las manos en los muslos.

—Te la traeré, abuela. Y tú podrás descansar.