Apéndice

Mitología y fantasía en Señores del tiempo

No soy muy amigo de abrir la puerta de la cocina donde se guisan los libros, pero creo que esta ocasión es diferente. Sin duda, muchos lectores están bastante familiarizados con la mitología griega. Lo más probable es que, al avanzar por las páginas de Señores del Olimpo, hayan esbozado una sonrisa al reconocer este o aquel mito y comprobar cómo los he adaptado para mis propios usos. Pero sé que también hay bastantes lectores más jóvenes cuyo conocimiento de la mitología será más escaso, a no ser que ellos mismos hayan procurado informarse por su cuenta; pues todo lo relacionado con la cultura clásica ha quedado muy disminuido en los planes de enseñanza desde hace años. Incluso el estudio de la literatura española, muy influida por la mitología al menos hasta el siglo XVIII, ha sido drásticamente reducido al mezclar esta materia con la asignatura de Lengua. Por eso he querido desbrozar en este apéndice lo que hay en esta novela de mitología griega, de adaptación, de invención mía o de influencia de otras mitologías.

Sobre el mito de Caos y los anillos de Urano

El relato que recita al principio Hermes-Cileno se basa en el mito narrado por Hesíodo, un poeta griego que debió vivir en torno al año 700 a. de C, en su Teogonia. Esta obra, un poema de unos mil versos, narra el origen de los dioses, la llegada de Zeus al poder y los diversos intentos por derrocarlo. Es, junto a la Biblioteca de Apolodoro, una de las pocas obras de la literatura griega de tema estrictamente mitológico. Aunque debo añadir que las referencias mitológicas impregnan todo el arte griego y que las fuentes para encontrar y estudiar mitos son casi infinitas: lírica, épica, teatro, historiografía, geografía, cerámica, pintura, escultura, orfebrería…

La única diferencia entre el recitado de Hermes y la Teogonia es la referencia a los anillos de Urano. Estos anillos son invención mía, aunque en seguida explicaré cuál fue la fuente que me inspiró a crearlos. Todo lo demás (Gea agobiada por los dolores de parto, Urano castrado por Cronos, Este devorando a sus hijos) pertenece a una tradición griega que desde hace tiempo se ha relacionado con otras mitologías orientales.

En concreto, hay un relato hitita que trata sobre los reinados celestes y donde los papeles de Urano-Cronos-Zeus son desempeñados por Anu-Kumarbi Dios de la tormenta. Aquí la castración del primer dios por el segundo es más brutal: Kumarbi arranca de un bocado los genitales de Anu y los devora. Eso hace que quede «embarazado» de una retahila de dioses que van saliendo de su cuerpo como buenamente pueden. El último en nacer, y el que derrota a Kumarbi, es Teshub, el dios de la tormenta. El paralelo con la mitología griega es evidente. Hay un primer soberano. Un segundo dios que derrota y castra al primero, y cuyo cuerpo se llena de dioses, bien sea por ingerir los genitales del primer dios (en el caso de Kumarbi) o bien sea porque él mismo los va devorando después de que nazcan (en el caso de Cronos).

Las interpretaciones de este mito, como de tantos otros, son muy variadas, y van desde el antiguo evemerismo (una racionalización un tanto ingenua), hasta el psicoanálisis, la teoría ritualista o el estructuralismo. Pero reconozco que una de las visiones más curiosas y que más ha despertado mi imaginación no proviene de la mitología comparada ni la antropología, sino de la astronomía. Se trata del libro El invierno cósmico, de Víctor Clube y Bill Napier.

La hipótesis de estos autores es que muchos de los mitos del pasado reflejan la visión real de un firmamento que no era exactamente como el nuestro. El cielo que contemplaron los creadores de estos mitos en que los dioses se devoran y castran unos a otros sería mucho más espectacular y peligroso, surcado por cometas que se dividían al pasar en órbitas cercanas a la Tierra, y azotado por frecuentes caídas de fragmentos. Estas lluvias de fuego, en el recuerdo, habrían borrado del mapa ciudades como Sodoma y Gomorra, y también explicarían mitos como el de Faetón, el hijo del Sol que durante un día conduce el carro de su padre y lo acerca tanto al suelo que provoca catastróficos incendios, por lo que Zeus debe fulminarlo con su rayo para devolver el equilibrio al mundo.

Para los autores del Invierno cósmico, Zeus no habría sido originariamente el señor del rayo, sino un dios del fuego celeste, un arma mucho más poderosa, «que sobrepasa en poder y destrucción a los demás fuegos de la tierra como la lava del volcán a la llama de una mecha», por citarme a mí mismo. Al calmarse el firmamento en tiempos históricos, el recuerdo de la lluvia de fuego que era capaz de precipitar Zeus sobre la tierra se diluyó, y su arma se convirtió en el rayo. Un arma poderosa y destructora, no cabe duda, pero sin la pavorosa capacidad de aniquilación de cometas, asteroides y otros cuerpos errantes, como los denomino en la novela. (Sólo haría falta preguntarles a los dinosaurios).

No entraré ahora en la verosimilitud de libro de Napier y Chibe. Sólo diré que, aunque sus tesis puedan parecer sensacionalistas, se trata de una obra seria y documentada. La bibliografía, al menos la que yo puedo dominar más, la relacionada con el mundo griego, es amplia y de calidad. No son ni Velikovsky ni Erich von Daniken, por decirlo con claridad. El invierno cósmico me resultó tan sugerente que, de alguna manera, despertó en mí el interés por escribir este libro. Ahora bien, en Señores del Olimpo la diferencia es que Zeus no pasa de dominar el fuego celeste al rayo, sino al contrario: su poder aumenta con el tiempo, y también lo hace la amenaza que pende sobre la Tierra. ¿Cómo conseguir que Zeus se convierta en señor del fuego celeste? Aquí pensé en recurrir al dios del firmamento, que no es otro que Urano.

Los anillos aparecen más de una vez como objetos místicos de poder, pero esta vez no estaba pensando en Tolkien (ya basta con que me pregunten por él siempre a raíz de La Espada de Fuego). La imagen que tenía en la cabeza era la de una especie de esfera armilar, un instrumento astronómico formado por varias armillas o anillos que representan órbitas. Luego, todo era cuestión de dar forma a esos anillos y decidir su número.

Por otra parte, para Hesíodo, Urano es a la vez hijo y marido de Gea. Esto embrollaba aún más las cosas, así que los he convertido en hermanos.

En la guarida del lobo

Ya he hablado del mito de la sucesión celeste. Ahora comentaré otros asuntos que aparecen en el primer capítulo.

En primer lugar, la cronología. Hay un problema: la mitología griega suele referirse a hechos del pasado, en el segundo milenio a. de C., en la Edad del Bronce, pero está contada desde el punto de vista de los griegos del primer milenio a. de C, en plena Edad del Hierro. Desembrollar la mezcla de elementos de una y otra época es labor para los estudiosos de Homero, por ejemplo, o lo sería para el autor de una novela histórica sobre los tiempos micénicos. No puede serlo para una novela mitológica como la mía, porque aunque los supuestos hechos hayan acaecido, digamos, hacia el 1400 a. de C., la interpretación que conocemos es muy posterior. Incluso en algunos casos entramos ya en la Era cristiana.

Un ejemplo: en el capítulo «Las hijas de Nereo» hablo de la ciudad de Bizancio. Ésta fue fundada por colonos de Mégara en el año 667 a. de C. Por lo tanto, en la época de la novela no podría existir. Sin embargo, su fundador, Bizante, sería hijo de Poseidón, y en la fundación de la ciudad le habrían ayudado su padre y Apolo, lo que nos retrotrae a la época mitológica. O sea, desde el punto de vista mitológico, que es el que adopto en Señores del Olimpo, Bizancio existiría mucho antes de lo que realmente existió.

Digamos que la novela está ambientada en una época nebulosa, en ese pasado «prestigioso y remoto» del que habla García Gual en su Introducción a la mitología griega. También es, en cierta medida, el tiempo sagrado y mitológico, fuera del tiempo, de Mircea Eliade en El mito del eterno retorno. O el tiempo del Espejo del Tiempo que tan bien supo manejar Cronos…

En cuanto al monte Liceo: en Arcadia existía una antigua tradición según la cual Zeus había nacido en ese monte. Esa tradición la refleja un autor de época helenística, Calimaco, en su Himno a Zeus. Pero la tradición más extendida sitúa su nacimiento en Creta, en el monte Ida.

Las normas de la hospitalidad eran muy importantes en la Antigüedad, en una época en la que no existían leyes ni convenios internacionales. Zeus las protegía en su papel de Xenios, que podríamos traducir como «el hospitalario». Por eso se indigna tanto cuando comprueba que Licaón da de comer a sus huéspedes carne humana sirviéndose de huéspedes anteriores. En la versión mitológica más extendida, Zeus no castiga la impiedad de Licaón matándolo, como en Señores del Olimpo, sino convirtiéndolo en lobo. Se puede encontrar, por ejemplo, en el libro primero de las Metamorfosis de Ovidio. Por cierto, una obra imprescindible para los amantes de la mitología.

(Lobo es lykos en griego, de donde derivan tanto el propio nombre de Licaón como el del monte Liceo. En la primitiva Arcadia, los sacrificios humanos debieron pervivir más tiempo que en el resto de Grecia. Se decía que los hombres que participaban en estos sacrificios, en la cima del monte Licaón, se convertían en lobos durante ocho años).

En este capítulo hablo también del Mito de las Edades: oro, plata, bronce y hierro siguen una sucesión cada vez más decadente y violenta. Este mito aparece por primera vez en Trabajos y días, de Hesíodo, que intercala entre el bronce y el hierro la Edad de los Héroes, para justificar la aparición de los grandes héroes y semidioses en medio de este supuesto declive. La impresión que da este mito es que el recuerdo prestigioso del pasado («cualquier tiempo pasado fue mejor», reza nuestro refrán) se ha mezclado con el desarrollo de la metalurgia y la cultura, de tal manera que las bienaventuras e imaginarias edades del Oro y de la Plata se habrían juntado con la Edad del Bronce y la del Hierro, que sí son reales.

El paso de la Edad del Bronce a la del Hierro, por cierto, fue una época de grandes turbulencias, guerras, migraciones de pueblos y revueltas sociales. Por ejemplo, en Grecia cayó la sociedad micénica y se abrió una Edad Oscura que duró varios siglos. A no ser que alguien acepte las tesis de Siglos de oscuridad, de Peter James y otros autores, quienes sostienen que hay graves errores en la cronología del mundo antiguo y que esta Edad Oscura no existió o, al menos, no fue tan larga. Yo reconozco mi fascinación por la teoría de Siglos de oscuridad.

En cuanto a la prohibición de utilizar el hierro, es invención mía. De alguna manera la he relacionado con el aborrecimiento que las hadas y otros seres sobrenaturales sienten por este metal.

La alcoba de la diosa

El relato del rapto de Ganímedes está basado en la mitología, digamos, ortodoxa. Se supone que fue el único amorío homosexual de Zeus. Algo que resulta extraño en una cultura donde la homosexualidad masculina, bajo la forma concreta de la pederastía (un amante adulto, el erastés, y un amado adolescente, el eromenos), estaba muy extendida. Por otra parte, no se supone que Ganímedes fuera amante de otras diosas, ni que Zeus lo fulminara con un rayo.

En la mitología griega, Atenea es siempre una diosa virgen. Sólo hay un episodio en que su castidad parece en peligro: Hefesto, enamorado de ella, intenta tomarla por la fuerza. No lo consigue, como era de esperar (Atenea es mucho más fuerte), pero su semen salpica la pierna de la diosa. Ésta se lo limpia, asqueada, y lo tira al suelo. Del semen que impregna el suelo nace Erictonio, rey de Atenas y bisabuelo de Cécrope, personaje que aparece más adelante en esta novela. Dada la buena relación que existe entre Hefesto y Atenea, obviamente, doy por supuesto que este embarazoso incidente no ha ocurrido en Señores del Olimpo.

El juramento sobre las aguas de la Estigia también es mitológico. Aparece en la Ilíada y en la Odisea, pero, sobre todo, en la Teogonia de Hesíodo, que detalla las consecuencias de quebrantarlo.

En cuanto al adulterio entre Ares y Afrodita, el relato más extenso aparece en el canto 8 de la Odisea. Pero termina cuando Poseidón se ofrece para pagar la compensación a Hefesto, sin que sepamos más del asunto. El destierro de Ares por romper el juramento de Estigia, por tanto, es invención mía.

Por cierto, el célebre cuadro La fragua de Vulcano refleja el momento en que Hefesto, con su nombre latino, se entera de que su esposa le es infiel. Los ayudantes son cíclopes, aunque de dos ojos, Velázquez nunca intenta dar formas fantásticas a sus personajes mitológicos—, y el chivato, que en el relato homérico es Helios, el Sol, resulta ser aquí el propio Apolo, con su epíteto de Febo, «el Resplandeciente».

La Égida es el escudo que utiliza Zeus y que presta a su hija Atenea. Ésta aparecía representada a menudo con la Égida, como por ejemplo en la gran estatua de oro y marfil que se alzaba en el Partenón. Según tradiciones tardías, Zeus la confeccionó con la piel de Amaltea, la cabra que lo amamantó en el monte Ida. También se cuenta que Zeus mató a un monstruo llamado Campe, que custodiaba las puertas del Tártaro. Pero utilizar sus escamas para blindar la Égida es invención mía. Así como todo lo relativo a la lanza de adamantio.

La expedición de la ambrosía

No existía tal caravana sagrada una vez al año. Pero Herodoto menciona una expedición que viene desde las lejanas tierras de Hiperbórea, y en que dos doncellas llamadas Hipéroque y Laódice llevan unos objetos sagrados de Apolo a la isla de Délos, lugar donde nació el dios. Relacionando esto con la longevidad de los hiperbóreos y la cercanía del jardín donde crecían las manzanas doradas de las Hespérides, desarrollé esta versión del mito.

La asamblea olímpica

La descripción del Olimpo y la propia existencia de la ciudad de Hieróptolis son figuración mía. El Olimpo es el monte más alto de Grecia, pero sus casi tres mil metros se me hacían pocos para los dioses, así que decidí subirlos hasta los diez mil recurriendo a Pirgos, la torre de cuarzo. El hecho de que los gigantes ayuden a Zeus a construir el Olimpo lo he tomado más de la mitología nórdica que de la griega. En concreto, de su versión wagneriana, cuando en El oro del Rin los gigantes reclaman a Wotan (Odín) el pago de su deuda. Al no conseguirlo, raptan a Freya, junto con las manzanas de oro que dan a los dioses su eterna juventud. También adapto este elemento a la mitología griega cuando, más adelante, hago que los gigantes se apoderen de las manzanas de oro de las Hespérides, ingredientes de la ambrosía.

El éter, el elemento más sutil y transparente que el aire, es una invención griega, tal vez para explicar que el cielo sea de color azul durante el día. Este concepto se utilizó más adelante para explicar la propagación de la luz en el espacio, que no estaría vacío, sino lleno de éter. El experimento de Michelson-Morley y la teoría de la Relatividad de Einstein relegaron la teoría del éter físico al mismo arcón que el éter mitológico de los griegos.

En cuanto al puente del Arco Iris, también me he basado en la mitología nórdica. En ella, se llama Bifrost, une la tierra con Asgard, la mansión de los dioses, y lo custodia el dios Heimdall. En la mitología griega, la diosa Iris representa al arco iris y, a la vez, es mensajera de los dioses, por lo que de alguna manera oficia de unión entre el cielo y la tierra. Por eso me animé a dar una forma más concreta a esta unión y crear un puente que uniera el suelo con la cúspide del Olimpo. La razón es argumental y literaria: la imagen de los gigantes arrancando montañas enteras para apilarlas, trepar sobre ellas y asaltar el Olimpo, tal como narra Apolodoro en su Biblioteca, no me convencía visualmente. Necesitaba un camino si quería que los gigantes llegaran a la cumbre del Olimpo.

La fragua de Hefesto suele situarse en la isla de Lemnos, o en Sicilia. Demasiado lejos, así que en la novela la he colocado al pie del mismo Olimpo.

De la lista de deidades que asisten a la asamblea, ninguna es invención mía. Tampoco lo son los datos biográficos de los dioses mayores, aunque desde luego la interpretación es personal. La disputa entre Poseidón y Atenea por el patronazgo de la ciudad de Atenas estaba representada en el frontón oeste del Partenón: ahora las estatuas, o lo que queda de ellas, se encuentran en el Museo Británico. En cuanto al rapto de Core-Perséfone, es uno de los relatos más conocidos de la mitología griega, y guarda relación con otros mitos que explican el curso de las estaciones, como el de Tammuz en Babilonia o Telepinu entre los hititas.

La consagración de Zagreo

Generalmente, los griegos consideraban que Zagreo era hijo de Zeus y Perséfone. En la novela, por razones arguméntales, doy a entender que es hijo de Hades, y no revelo la verdadera identidad de su padre hasta más adelante. Por otra parte, Zagreo fue despedazado y devorado por los titanes, aunque este mito no es coherente con otros que suponen a los titanes ya encerrados en el Tártaro. Hay que tener en cuenta que los mitos griegos tienen orígenes y procedencias muy variados, y que ponerlos todos de acuerdo es una tarea imposible. Eso explica que los propios griegos fueran moldeando o creando constantemente nuevas versiones. (Como he hecho yo, sólo que unos siglos más tarde…)

Tifón aparece también con el nombre de Tifeo. Sobre su nacimiento hay varias versiones. En general, se le relaciona con Gea, como a casi todas las criaturas monstruosas y dracontinas. A veces se dice que es hijo de Gea y Tártaro, o que lo engendró Hera, furiosa con su marido. En la novela, he combinado la versión del nacimiento de Tifón que aparece en el Himno homérico a Apolo con otra de un comentario a Homero, donde Cronos le da a Hera dos huevos impregnados en su semen.

Tifón es una criatura indescriptible. A los griegos parecía encantarles mezclar diversas criaturas en un solo cuerpo, pero en el caso de Tifón, tal como por ejemplo lo presenta Normo en las Dionisiacas, la mezcla es tal que resulta difícil de imaginar. Con cien cabezas, y todo víboras de cintura para abajo, no resultaría demasiado visual para el lector. Por no hablar del inconcebible tamaño, pues sus brazos son tan largos que tocan las estrellas. Como, por otro lado, se habla de él como si combinara rasgos humanos con otros de fiera, decidí convertirlo en un híbrido entre hombre (o dios con aspecto humano) y dragón, y reducir su tamaño a una escala más asequible. En cuanto a sus cien cabezas, las convertí en los cien dragones a los que se llama en el texto «los cien hijos de Tifón.»

Las demandas de los gigantes

Al principio del capítulo, Zeus decide casar a Eos, la Aurora, con Ares. Según Apolodoro, Afrodita se vengó a conciencia de Eos, pues la convirtió en una especie de ninfómana que necesitaba amantes sin cesar.

En cuanto a la ambrosía, la mitología no nos llega a describir jamás su fórmula. Su propio nombre podría traducirse como inmortalina. La he relacionado con las manzanas de oro de las Hespérides, pensando a la vez en las manzanas de la eterna juventud de la diosa nórdica Freya, y con productos que llegan de la mítica Hiperbórea, un país feliz cuyos habitantes disfrutaban de una gran longevidad.

Hay muchas criaturas en la mitología griega que se pueden considerar como «gigantes», y en ocasiones sus rasgos se combinan con los de los dragones. En la novela he procurado darles unos rasgos comunes, y sigo el relato de Hesíodo cuando dice que de la sangre derramada por el miembro de Urano nacieron los gigantes. Sólo que cuando hablo de ellos como «gente descomunal y soberbia, que no comen pan ni respetan las leyes de la hospitalidad, y aborrecen las obras de dioses y hombres», me baso más bien en la descripción de los cíclopes salvajes que habitan la isla adonde van a parar Ulises y sus compañeros en la Odisea. Unos cíclopes bien distintos de los hábiles artesanos que acompañan a Hefesto en su fragua.

Los gigantes intentaron asaltar el cielo más de una vez. En una ocasión, los Alóadas, Oto y Enaltes, apilaron, como ya he mencionado, los montes Osa y Pelión para llegar al Olimpo. Éstos fueron, por cierto, quienes encerraron a Ares en un barril de bronce: un hecho que yo he atribuido a los otros gigantes, los hijos de Gea. El asalto de estos gigantes recuerda al mito hitita del gigante Ullikummi, una monstruosa columna de basalto que brotaba del mar y que amenazaba con destruir el palacio de los cielos. En el libro When they severed Earthfrom Sky, de Elizabeth y Paul Barber, se relaciona este tipo de mitos con erupciones volcánicas: los gigantes arrojando rocas al cielo o las columnas de basaltos no serían más que la inmensa columna de humo de una gran erupción. Tal como, por ejemplo, debieron ver los pueblos del Egeo cuando se produjo la gran erupción de Tera en torno al año 1625 a. de C.

En cualquier caso, yo he utilizado el relato de la Gigantomaquía más bien como aparece en Apolodoro. En esta ocasión, los dioses se enfrentan con una serie de gigantes cuyos nombres he atribuido a los Quince (el nombre del grupo en sí es invención mía). Pero se les vaticina que sólo podrán vencer con la ayuda de un héroe mortal. Este héroe no es otro que Heracles, que en la novela mata a Porfirión, mientras que en la Biblioteca de Apolodoro colabora también en la muerte de otros gigantes como Enaltes o Alcioneo.

Padre, soberano y amante

La descripción de los dardos de Eros es mitológica. En las Dionisíacas de Normo hay un fragmento delicioso donde se describen los doce dardos que Eros tiene preparados para Zeus, cada uno con una dedicatoria en letras de oro: Dánae, Sémele, Ío, Alcmena… Incluso Olimpia, la madre de Alejandro Magno. Estuve a punto de utilizar esta parte, pero me resultó poco verosímil que sabiéndose algo así, Zeus no tomara represalias contra el impertínente dios-niño.

Hay un fragmento en este capítulo en el que Zeus alardea de su fuerza: «Colgad del cielo una cadena de oro…» No es mío, sino de Homero, del canto VIII de la lliada. Pero he utilizado en la novela, de forma recurrente, la alusión a la gran fuerza física de Zeus, que heredan algunos de sus hijos.

La idea de Zeus como dios que trata de poner orden en un caos primordial es típica de muchas mitologías. Las luchas que comentaré después (Marduk-Tiamat, Indra-Vritra, etc). suelen interpretarse así. Aunque para Robert Graves, en sus Mitos griegos, esta lucha entre Zeus y las fuerzas de la oscuridad y de la tierra representa más bien la sustitución de una religión originaria del Egeo, en que se adoraba a la Gran Diosa, por la religión que traían los invasores del norte, de raza indoeuropea, que adoraban a dioses varones y celestes. De alguna manera, para la rivalidad entre Gea y su propio nieto Zeus me he basado en esta interpretación.

(Debo añadir que Los mitos griegos de Graves es una obra espléndida para quien quiera leer estos mitos en orden y relatados por una pluma maestra. Pero después de cada capítulo hay una parte de interpretación que no recomiendo tanto. Graves habla de esta religión matriarcal de la Europa antigua con tal seguridad como si hubiera recibido alguna visión divina. Lo cierto es que, cuando en el prólogo confiesa que ha probado hongos alucinógenos, me da que pensar. Estoy de acuerdo con el helenista G. S. Kirk cuando en su obra El mito habla de Graves como «brillante aunque totalmente despistado en este campo», refiriéndose a la mitología griega).

En el Himno homérico a Apolo se cuenta que Hera estuvo sin acostarse un año con Zeus para alumbrar a Tifón. Como ya expliqué antes, he mezclado esta versión con la de los huevos impregnados en el esperma de Cronos. Y he sumado otro año más de abstinencia, Este por iniciativa de Zeus, por conveniencia argumental.

En cuanto al amorío entre Tetis y Zeus, se supone que no llegó a consumarse. En una oda de Píndaro se cuenta cómo Zeus y Poseidón estaban a punto de disputar por el amor de Tetis, pero la sabía diosa Temis profetizó que el hijo que naciera de Tetis sería mucho más poderoso que su padre. Temiendo que tal vastago pudiera destronarlo, Zeus obligó a Tetis a unirse con un mortal, Peleo, para que así concibiera un hijo que muriera en la guerra. El hijo, como es bien sabido, fue el gran aquíles, que pereció bajo las murallas de Troya.

En otra versión del mito, Prometeo presiona a Zeus insinuando que conoce el secreto de Tetis para que lo libere de su cautiverio.

El ceñidor de Afrodita aparece mencionado en la Ilíada, por ejemplo, cuando Hera se lo pide prestado para seducir a Zeus. Se describe como una especie de cinta o correa, que parece esconderse debajo de la ropa: sin duda, su función sería realzar el busto, aunque desde el punto de vista mitológico tendría poderes mágicos. Por eso pensé en dos cintas, cruzadas entre los pechos, que además me servían de maravilla como dos de los anillos de Urano. Pues no hay que olvidar que uno de los epítetos de Afrodita es Urania, hija de Urano.

La fragua de Hefesto

En Hesíodo y Apolodoro sólo se habla de tres cíclopes: Arges, Estérope y Brontes. El personaje de Cerauno es inventado, pero su nombre cuadra con los de los demás cíclopes, pues significa «relámpago».

Hay un detalle en este capítulo que puede sonar a ciencia ficción, el de las doncellas autómatas. Pero aparecen mencionadas en el canto XVIII de la Ilíada. El que una de ellas tenga los rasgos de Atenea sí es interpretación mía. También es personal la descripción de Fobos y Deimos, dos divinidades casi abstractas en la mitología griega.

El Espejo del Tiempo

En este capítulo completo el relato de cómo Zeus derrotó a los titanes y se hizo con el poder. Sigo las líneas maestras de la mitología, aunque hay detalles concretos diferentes, como todo lo relativo a la mano del rayo. Y, por supuesto, el Espejo del Tiempo es creación mía. Aunque es cierto que Cronos no fue desterrado al Tártaro como los demás titanes, sino que reinaba en el bienaventurado Elíseo. Extraño castigo para un rival. Pero hay que tener en cuenta que la mitología trata de armonizar tradiciones muy diferentes. Por un lado Cronos aparece como el dios cruel y salvaje que devora a sus hijos. Por otra parte, es el soberano antiguo de una época en que todo era mejor: la Edad de Oro. Rasgos negativos y positivos se combinan en su figura. Algo que trato de reflejar en el trato ambivalente, respeto y odio a la vez, que le da su hijo Zeus en la novela.

La hoz adamantina

Como adamantínen hárpen la describe Apolodoro. Algunos autores han relacionado esa hoz que castra a Urano con la guadaña que utiliza Ea para segar los tobillos del gigante Ullikummi, la misma que en el origen de los tiempos habría servido para separar el cielo de la tierra. De hecho, la castración de Urano no es más que una imagen bastante impactante para expresar esta separación de cielo y tierra. Como ya he comentado, When they severed Earth jrom Sky relaciona estos mitos de separación con el desplome de enormes columnas volcánicas que parecerían unir cielo y tierra.

Hablando de volcanes, para más de un lector habrá sido evidente que la isla de Atlas que acaba volando por los aires sería Tera, o Santorín. La descripción que doy de ella se basa en la reconstrucción de cómo habría sido antes de la gran erupción, basándose en un fresco hallado en la propia isla, en las excavaciones de Acrotera. Los geólogos piensan que esta gigantesca erupción debió suceder en torno al año 1625 a. de C. Demasiado pronto, tal vez, para explicar el declive de la civilización minoica que florecía en Creta por aquella época. Pero sin duda, por los restos de la erupción, debió ser lo bastante fuerte para alterar el clima de la Tierra, como ocurrió con la del monte Tambora, en 1815. Y tal vez, sólo tal vez, el mito de la Atlántida, si es que no se trata de una invención de Platón, tenga su origen en el recuerdo de aquella catástrofe. De ahí el nombre que le doy a la isla en la novela.

La Gran Madre

Delfos, antes de pertenecer a Apolo, habría sido un oráculo de la Tierra. El mito en que Apolo mata al dragón Pitón con sus flechas representaría el cambio de dueño del oráculo.

En cuanto al oráculo en sí, el geógrafo Estrabón, en la época de César Augusto, lo describe así: «Dicen que el oráculo es una caverna profunda, de boca no muy ancha, de donde surge el hálito que inspira un frenesí divino; y que encima de la boca se encuentra un alto trípode, sobre el que se sitúa la Pitia, que, al recibir el hálito, empieza a emitir sus oráculos…» (Traducción de Juan José Torres en la Biblioteca Clásica Gredos). En el interior del templo no hay restos de la grieta de donde brotaría este «hálito», el pneuma enthousiastikón. Algunos estudiosos piensan que el oráculo original, el de Gea, habría estado en una cueva alejada del santuario. Otros hablan, directamente, de una falsificación, y de vapores fabricados por los propios sacerdotes del templo, que engañarían a los visitantes.

Nunca se ha comprendido demasiado bien el trance de la Pitia o Pitonisa. Según los antiguos, masticar laurel colaboraba a su estado de enajenación mística. A no ser que el laurel de la Antigüedad tuviera propiedades del que carece el actual, parece dudoso. También se piensa en trance autoinducido. En cualquier caso, en época histórica, la Pitonisa no moría después del éxtasis profético. Desde el punto de vista de la novela, la razón sería que el poder de los efluvios del oráculo habría quedado muy disminuido al cerrarse el khasma. Esta vasta grieta que luego habría cerrado el propio Zeus es imposible desde el punto de vista geológico, pero me resultaba muy conveniente para el argumento. En cuanto al hálito profético como emanación de la propia Tierra, es cierto que en la mitología griega el conocimiento del porvenir suele relacionarse con Gea. Un conocimiento que heredaría su sucesor en el oráculo, Apolo.

En cuanto a los dragones, los de la mitología griega suelen tener rasgos más bien serpentinos, como los dragones chinos, aunque también pueden combinar elementos de otros animales. En la novela he utilizado dragones heráldicos, con alas y cuatro patas. No existe un número fijo, como el que yo menciono aquí, y de hecho hay criaturas que a veces se consideran gigantes y a veces dragones, como el propio Tifón.

Las quejas de Gea sobre la raza de los hombres no son invención mía. Según algunos autores antiguos, la causa de la Guerra de Troya habría sido que la Tierra se quejó a Zeus de su superpoblación, y el señor del Olimpo decidió provocar la guerra más mortífera que hasta entonces se había librado.

Sobre la creación del ser humano, no hay ningún relato tan claro como el del Génesis. En la mitología griega, a veces se habla de Prometeo como alfarero que moldea a los hombres, pero en otras ocasiones éstos nacen directamente de la Tierra, como afirmaban de sí mismos los atenienses.

Bajo el volcán

La lucha entre el dios y una criatura monstruosa a la que podríamos denominar dragón se repite a menudo en muchas mitologías. La obra que más en profundidad ha tratado este tema es Python, de Joseph Fontenrose. En la mitología griega pueden ser Zeus y Tifón o Apolo y Pitón. En la hitita, el dios de la tormenta contra el dragón Illuyanka. En la Biblia quedan restos de una antigua historia en que el dragón sería Leviatán. En Babilonia, era Marduk contra la diosa-dragona ancestral, Tiamat. En la India, Indra derrota a Vritra, etc.

Una de las notas características de este relato es que el dios que representa a las fuerzas del orden contra el caos sufre una primera derrota a manos del monstruo-dragón, que a menudo incluye crueles mutilaciones. En la versión de Apolodoro, Tifón le corta a Zeus los tendones de brazos y piernas y le encarga su custodia al dragón hembra Delfine, cuyo nombre está relacionado con el oráculo de Delfos. De nuevo, me resultaba poco visual. Por eso la mutilación que sufre es la de la mano derecha: nueva invención mía, pues en la mitología los cíclopes forjaban rayos para Zeus, no le fabricaron una mano. El problema era: ¿cómo almacenar esos rayos que le dan los cíclopes? ¿En una especie de carcaj? La respuesta me la dio la combinación de Apolodoro con Nonno. En el primero, Zeus pierde los tendones. En el segundo, lo que le quita Tifón es el rayo. La combinación de ambas imágenes me sugirió la idea de relacionar el rayo con los propios tendones y venas de Zeus, y me llevó a inventarme esa mano propia de un cyborg, que es lo que pierde en su primera lucha con Tifón.

En cuanto a la pérdida de los ojos, la he tomado del mito hitita, donde el dragón Illuyanka le quita al dios de la tormenta los ojos y el corazón. Ya utilicé este relato en una novela anterior, Memoria de dragón, sólo que en esta ocasión el «bueno» era el dragón. La ceguera tiene tanta fuerza simbólica y dramática que no pude prescindir de ella.

El desafio de Tifón

Los versos que los cíclopes le cantan a Hefesto están tomados del Himno homérico a Hefesto. En cuanto a las baladronadas de Tifón, que amenaza a cada dios con un destino a cual más humillante, se basan en las Dionisiacas de Normo. Si he elegido la escritura jeroglífica es por el prestigio casi místico que esta escritura tenía para los griegos. En la época del relato (un nebuloso segundo milenio antes de Cristo) la única escritura que conocían los griegos, y no en todas partes, era el llamado Lineal B. Que se sepa, sólo se utilizaba para guardar registros burocráticos y palaciegos. Por su propia naturaleza, un tanto tosca, no habría sido muy apropiado para escribir un texto como el que aparece en este capítulo.

El regalo de Persea

Alcides, como se revela más adelante, no es otro que el fabuloso Heracles, el Hércules de los romanos. La historia que cuento sobre él sigue las versiones mitológicas más extendidas, aunque por guardar en secreto la identidad del héroe no menciono los nombres de su madre, Alcmena, ni su padre putativo, Anfitrión. El nombre de Heracles, según Apolodoro, lo recibió cuando acudió a purificarse de un crimen al oráculo de Delfos, pues en un arrebato de ira había matado a sus propios hijos.

El mito más conocido de Heracles es el de los doce trabajos, pero este héroe participa también en muchas otras sagas heroicas, como la de Jasón y los Argonautas, o en la Gigantomaquía, como ya he mencionado antes.

La hospitalidad de Perséfone

La geografía infernal es muy variada según los autores, pues fue evolucionando a lo largo del tiempo. La pradera de los asfódelos, el río Aqueronte o los jueces infernales son elementos bien conocidos. Hécate, en origen, era una diosa benevolente, pero con el tiempo se le fueron asignando más y más rasgos relacionados con el mundo infernal y la brujería. Podía aparecerse bajo formas variadas, algo que reflejo en la novela por medio de las sombras que proyecta.

En cuanto al strip-tease de Atenea, lo he tomado en realidad de un mito mucho más antiguo, el descenso de Inanna, la diosa sumeria del amor, a los infiernos. (Existe una versión posterior en que en vez de Inanna es la diosa babilonia Ishtar). Siempre me ha fascinado la mezcla de erotismo y amenaza que había en este relato.

El hecho de quedar atado a un lugar por compartir su comida y su bebida es una creencia antigua, como aparece en el mito babilonio de Adapa. Este visita el palacio de los dioses y se presenta ante el gran rey, Anu. Por consejo de su señor, el dios Ea, no acepta ni el pan ni el agua que se le ofrece, pues de hacerlo morirá. Pero, cuando ya es demasiado tarde, Anu le revela que de haber compartido el alimento de los dioses, el propio Adapa se habría convertido en un inmortal.

Hay un mito griego en el que aparecen comensales de piedra. El héroe Teseo baja al infierno con su amigo Pirítoo, con la intención de secuestrar a Perséfone. Hades los recibe con mucha amabilidad y les invita a comer. Pero cuando se sientan a la mesa, quedan paralizados y ya no pueden levantarse. Más adelante, Heracles baja al inframundo y rescata aTeseo, pero Pirítoo permanece para siempre petrificado en su asiento.

El ojo de las Grayas

He intentado que la geografía de este capítulo sea lo más precisa posible. La isla sin nombre donde moran las Grayas se llama hoy día Eustratios. En realidad, se suponía que las Grayas moraban en un lugar indeterminado, en el lejano occidente. El único mito en el que participan estas curiosas criaturas es el de Perseo, que les arrebata el ojo a cambio de que le revelen dónde puede encontrar a las Gorgonas para matar a una de ellas, Medusa.

Las hijas de Nereo

Eucrante y Galene son nombres que aparecen en las listas de las cincuenta hijas de Nereo. En cuanto a las rocas Simplégades («Entrechocantes»), aparecen en el mito de Jasón, que viaja en su nave Argos hacia la Cólquide para obtener el vellocino de oro. Para atravesar estas rocas, que se juntan y aplastan a todos los navios que intentan cruzar el Bosforo, Jasón recurre a una paloma, y desde el momento en que la nave Argo las atraviesa, quedan fijas para siempre.

El ombligo del mundo

En los relatos sobre Tifón, es Hermes, el más sigiloso de los dioses, el encargado de recuperar los tendones perdidos por Zeus. Por lo demás, los detalles de este rescate en concreto son invención mía, y los he unido con el mito en que Apolo mata a Pitón, lo que le convierte en el dueño del santuario de Delfos.

Llegada a la Cólquide

Eetes y Medea aparecen en la saga de Jasón y los Argonautas. Como se vaticina en este capítulo, Medea acabó despedazando a su hermano Apsirto. Después de hacerlo, arrojó sus pedazos por la borda de la nave Argo, en la que huía junto con Jasón después de ayudarle a apoderarse del vellocino de oro. Eetes, que los perseguía en otro barco, tuvo que refrenar su marcha para ir recogiendo los trozos de Apsirto. De esta manera, Medea ganó tiempo para que los Argonautas pudieran escapar.

La boca del Tártaro

Los hecatonquiros que vigilan la entrada del Tártaro son personajes mitológicos, y realmente indescriptibles. En cuanto a la lucha de Atenea contra el dragón Delfine, es invención mía.

El prisionero del Cáucaso

Según el mito, Prometeo, hijo del titán Jápeto, incurrió en la ira de Zeus por dos motivos. El primero fue que enseñó a los hombres a hacer sacrificios a los dioses, pero de una manera harto desigual. Tras matar un buey, Prometeo preparó dos lotes con sus restos. En uno puso las porciones más jugosas, pero las ocultó bajo el estómago, la parte menos apetecible. En el segundo colocó los huesos, que untó con la pingüe grasa que, al parecer, resultaba un manjar para los griegos. Zeus eligió el lote de los huesos, que desde entonces son la porción que se ofrenda a los dioses. Cuando descubrió el engaño, pensó que ya se vengaría de Prometeo.

La segunda ofensa de Prometeo fue robar el fuego del carro del Sol y entregárselo a los hombres, a quienes Zeus, irritado con su impiedad, se lo había quitado. Esta vez Zeus se enfureció tanto que ordenó que Prometeo fuera encadenado en el Cáucaso.

El monte Estróbilo no es otro que el Elbrús, el pico más alto de Europa, una montaña de 5.645 metros de altura situada al suroeste de Rusia, en la frontera con Georgia. La tradición de que Prometeo estaba encadenado a este monte proviene ya de los antiguos griegos.

Los autores de When they severed Earth from Sky relacionan el mito de Prometeo encadenado a este volcán y el águila que devora su hígado durante el día con el relato en que el dios nórdico Loki (también una divinidad relacionada con el fuego, como Prometeo) es atado en una cueva bajo una serpiente venenosa que deja gotear su veneno sobre el rostro del dios. La esposa de Loki, Sigyn, recoge el veneno en un cuenco. Pero cuando el cuenco se llena, Sigyn tiene que apartarse para vaciarlo, y en ese momento la ponzoña de la serpiente cae en los ojos de Loki. El dios se retuerce de dolor, y al hacerlo provoca terremotos. Según los autores del libro, tanto el mito de Prometeo como el de Loki se basarían en el lejano recuerdo de una erupción del monte Elbrús, entre el 3300 y el 2600 antes de Cristo.

Según la tradición, Heracles mató al águila que devoraba el hígado de Prometeo y lo liberó. Zeus perdonó al titán, pero a condición de que llevara un anillo forjado con el hierro de la cadena que lo retenía. Como se ve, en la novela he modificado esta versión y he utilizado el anillo del mito para relacionarlo con los anillos de Urano. La muerte de Prometeo es invención mía, pero lo cierto es que este dios no participa en ningún mito después de su supuesta liberación.

El eje del mundo

Según la tradición, el castigo de Atlas por acaudillar a los titanes contra Zeus habría sido sujetar la bóveda del cielo. Desde Homero, los griegos concebían el firmamento como una bóveda real, hecha de bronce, por lo que la idea de sujetarla no sería tan absurda. Pero, en cualquier caso, resultaba poco visual, por lo que tomé la imagen que ya utilicé en El mito de Er del eje que atraviesa la Tierra y en torno al cual gira todo el Cosmos. Los brazaletes de Atlas como anillos de Urano son invención mía, aunque con cierta lógica, debido a la relación entre Atlas y el firmamento.

Atlas interviene más adelante en la saga de Heracles. Este, en uno de sus últimos trabajos, debía conseguir las manzanas de oro de las Hespérides. Para ello acudió al extremo del mundo, donde Atlas sostenía el cielo. Heracles le ofreció al titán relevarlo en su tarea si él le traía las manzanas doradas. Atlas accedió, y Heracles demostró una vez más su tremenda fuerza cargando sobre sus hombros el firmamento (o haciéndolo girar, si fuera mi versión). Cuando Atlas volvió, se negó a volver a su antiguo puesto y dijo que él mismo llevaría las manzanas a Euristeo, el rey que le mandaba los trabajos a Heracles. Este fingió acceder, pero le pidió a Atlas que sujetara un momento el cielo mientras él se colocaba una almohada sobre los hombros. Obviamente, aprovechó este momento para escapar, y Atlas volvió a sostener la bóveda del firmamento por el resto de la eternidad. ¡Un auténtico duelo de intelectos!

La Gigantomaquía

Como ya he comentado, un relato de esta batalla se encuentra en la Biblioteca de Apolodoro. Los detalles que doy son inventados, aunque el momento en que el gigante Porfirión intenta violar a Hera está extraído del mito.

Por otra parte, es cierto que Afrodita y Zeus no tienen relaciones sexuales en la mitología griega. Algo que resulta intrigante, conociendo la naturaleza de ambos dioses.

Por último, Zeus derrota a Tifón, normalmente recurriendo al rayo. En muchas versiones, tras vencerlo entierra su cuerpo debajo de un volcán, que para algunos autores sería el Etna.

Epilogo

Las represalias de Zeus (incluyendo la extraña imagen de Hera con un yunque colgado de cada pierna) son mitológicas. Zagreo vuelve a nacer en el mito, esta vez como Dioniso, aunque su nacimiento vuelve a ser accidentado. Su madre, Sémele, que está embarazada, le pide a Zeus que copule con ella tal como hace con su esposa Hera, en toda su majestad. El rey de los dioses no tiene más remedio que acceder, pero al unirse a Sémele lo hace acompañado de un formidable aparato eléctrico que reduce a cenizas a la infortunada mortal. Zeus toma el feto de Dioniso de los restos calcinados y se lo introduce dentro de su propio muslo, donde termina el embarazo.

La «resurrección» de Atenea es en realidad una versión adaptada de su nacimiento. Cuando Metis, la madre de Atenea, estaba embarazada, Zeus supo por Gea que si Metis daba a luz una hija, a continuación engendraría a un hijo varón que sería más poderoso que su padre y lo destronaría. Para evitarlo, Zeus devoró a Metis. (En la novela, hago que la mate). Como ella era la diosa de la sabiduría, pasó a residir en la cabeza de Zeus, donde también se localizó su embarazo. Llegado el momento del «parto», Zeus avisó a Hefesto, que lo auxilió abriéndole la cabeza con un hacha o un martillo. La diosa nació ya crecida y armada, como se representa en numerosas vasijas griegas y como aparecía también en el grupo escultórico que adornaba el frontón este del Partenón.