La hospitalidad de Perséfone
Atenea volaba a lomos de Glauce, pues le resultaba más cómodo cabalgar a horcajadas de la hipogrifo y guiarla con la presión de las rodillas que uncir el carro, llevar las riendas y mantener el equilibrio del vehículo en el aire. Se dirigía hacia el oeste, sobre una capa de nubes bajas entre las que se abrían huecos que permitían divisar las tierras de más abajo. Los bosques y montañas no se veían tan verdes y brillantes como otros días, sino teñidos de tristes matices de gris, pues sobre su cabeza, a mucha más altura, flotaba un denso celaje de nubes. El aire era frío, como si el invierno se hubiera decidido a aposentarse sobre la tierra dos meses antes de tiempo.
Tras saber que Zeus seguía vivo, Atenea y sus hermanastros Apolo y Hermes habían resuelto actuar por su cuenta, sin comunicar sus decisiones a los demás dioses. Hermes, que empezaba a reponerse de la conmoción y el miedo que había sufrido durante su cautiverio en la isla de Atlas, estaba seguro de la identidad del dragón que auxiliaba a Tifón.
—Tenía los ojos amarillos. Estoy seguro de que era Delfine —dijo.
—La pareja de Pitón, el dragón que custodia Delfos —asintió Apolo.
—¿Creéis que puede ser una casualidad? Porque yo no, y por eso no he querido contarlo delante de Hera ni de los demás.
—Así que es la propia Gea quien ha organizado la conjura para derrocar a Zeus —dijo Apolo.
Atenea pensó que aquella conjetura tenía sentido. Gea siempre había sido la instigadora de las revoluciones que habían reemplazado a unos soberanos por otros. ¿Por qué iba a ser distinto esta vez, por qué iba a conformarse con quedar retirada en un rincón oscuro, dejar el gobierno del mundo en manos de Zeus y no volver a inmiscuirse en sus asuntos? La idea de que Gea promovía aquella conjura no hizo sino acrecentar sus sospechas sobre Hera y las diosas que la rodeaban. Por eso, pese a que Apolo insistía en contar con su hermana Ártemis, Atenea la había vetado.
—No podemos confiar en ella —insistió.
Desde que habló con Ártemis en el triclinio del palacio de Zeus, la diosa cazadora se había hecho la encontradiza con ella en varias ocasiones para convencerla de que no era ninguna traidora, pero Atenea prefería pecar de suspicaz que de ilusa. Su sensación era que Gea había tejido una tupida red de intrigas, en la que a cada pieza de la trama le había hecho una promesa distinta sin revelarle a nadie toda la verdad completa. Le parecía una casualidad más que improbable que la traición que había derrocado a Zeus se produjera a la vez que los gigantes asaltaban la caravana de Hiperbórea y proclamaban su intención de expugnar el mismísimo Olimpo. Era obvio al mirar a la cara de Hera que esa segunda parte de la conjura la había sorprendido a ella misma. La soberana consorte de los cielos había sufrido una conmoción mucho peor al saber que podían perder el suministro de ambrosía que al recibir en un cofre los ojos de su esposo Zeus.
Si Atenea había vetado a Ártemis, Hermes había hecho lo propio con Hefesto. Ella insistía en defender la probidad del herrero, pero Hermes, al estar de por medio la red mágica que Hefesto había tejido para atrapar a su esposa, no las tenía todas consigo.
—Además —arguyo—, hoy mismo ha de partir para la campaña contra los gigantes. No es conveniente compartir nuestros planes con él. Aunque él no quiera, es posible que se los acabe revelando a Ares.
—¿Tampoco te fías de Ares? —preguntó Atenea.
—¿Y de cuál de sus virtudes quieres que me fíe? ¿De su inteligencia o de su fidelidad?
—En cualquier caso, dejemos que ellos vayan contra los gigantes —dijo Apolo—. Al menos conseguirán frenar su avance.
Decidieron que Hermes y Apolo viajarían a Delfos. Allí tenía su sede Gea, y allí solía morar la dragona que había colaborado con Tifón. Si Zeus aún no había sido destruido, era probable que su abuela lo tuviera encerrado cerca de ella, en el ombligo de la Tierra.
Aunque también era probable que sus enemigos lo hubieran aprisionado en el Tártaro, al igual que él había hecho con los titanes. En cualquier caso, Atenea acudiría allí para cerciorarse de que Tifón no hubiera abierto aún la puerta de la mazmorra infernal, tal como amenazaba en su mensaje. Al principio Hermes insistió en encargarse de esa misión. Él visitaba a veces el Hades para guiar las almas de guerreros de sangre noble caídos en batalla; aunque eran más a menudo sus hijas Pompe o Necragoga quienes cumplían con aquella tarea, ayudadas por los dáimones que pululaban por la superficie de la tierra.
—Debería ir yo.
—No —se opuso Atenea—. Vuestra misión en Delfos requiere de más sigilo. Eres el más apropiado para infiltrarte en la morada de Gea y encontrar a nuestro padre.
Apolo apoyó las razones de Atenea, y Hermes cedió al final. Pero antes de que Atenea partiera, se empeñó en advertirla.
—Es un lugar peligroso, incluso para un dios. Procura no salirte de los senderos marcados y no contrariar a Hades ni Perséfone. Ésos son sus dominios, y en ellos son tan poderosos a su manera como nuestro padre en el Olimpo. Y no aceptes su hospitalidad con demasiada ligereza.
Cuando llegó al mar y vio en la distancia los perfiles de la isla de Corcira, Atenea le indicó a Glauce que bajara. Atravesaron las nubes bajas y sobrevolaron la costa del Epiro hasta encontrar la desembocadura del río Aqueronte. La mitad de sus aguas provenían de la gran laguna de Aquerusia, en el mundo exterior; pero la otra mitad subía desde las entrañas de la tierra. Orientándose casi a tientas por las brumas perpetuas que cubrían aquel lugar, Atenea llegó hasta una gruta de la que brotaban las aguas subterráneas.
—Ánimo, Glauce. No temas a la oscuridad.
Penetraron en aquella gruta y remontaron la corriente. Aunque en aquella ocasión no podría decirse que volaban río arriba, pues las aguas subían desde las profundidades contrariando a su naturaleza y a la propia gravedad, impulsadas por el calor y la presión que reinaban en las fuentes infernales del río. Atenea encendió una antorcha para iluminar su camino, pero aún así volaron con precaución, pues no había más de seis codos entre las aguas fragorosas y el techo del túnel. Durante horas siguieron descendiendo, y pronto reparó Atenea en las presencias que pasaban a su lado, ligeras e inmateriales como soplos de aire frío que despertaban tristes ecos entre las paredes de roca.
El río estaba cada vez más caliente y su corriente se hacía más turbulenta conforme se internaban en las profundidades de la tierra. Atenea no sabía cuánto habían descendido, aunque Hermes le aseguró que el reino de Hades estaba a más de tres mil codos bajo tierra. Por fin, cuando las llamas de la antorcha ya casi lamían la mano de Atenea, llegaron al final del túnel.
Habían desembocado en una vasta caverna. El techo era fosforescente, como un cielo encapotado bajo una luna llena verde, y estaba a tal distancia del suelo que se formaban nubes bajo su dosel. El río se abría en una laguna central de aguas que burbujeaban y parecían brotar de algún lugar aún más enterrado, donde el calor y la presión debían ser aún mayores para empujarlas con tal ímpetu hasta el mundo exterior. La fantasmal luminosidad del lugar hacía visible lo que hasta entonces había permanecido oculto. Volando alrededor de Atenea y su hipogrifo llegaban las almas de los muertos: imágenes casi translúcidas de lo que habían sido en vida, jirones verdosos de rasgos apenas reconocibles que flotaban veloces como restos de nubes arrastrados por el viento en las alturas. Y esas almas se arremolinaban en la zona sur de la caverna, en una vasta llanura que se perdía entre brumas caliginosas.
Atenea se posó junto a un solitario ciprés de hojas plateadas y allí dejó a Glauce. Ante ella se extendía la pradera de los asfódelos, pero a aquella luz los alargados pétalos blancos parecían más bien gusanos pútridos. En cualquier caso, las flores apenas se veían bajo la ingente muchedumbre de muertos que poblaba el lugar. Atenea se franqueó el paso tanteando con la lanza como un ciego con su bastón, y las almas le abrieron un pasillo, temerosas aún en su muerte de rozar a una diosa del Olimpo. Pasó junto a un arroyo de aguas oscuras que fluía hacia el lago central y lo vadeó de un salto. Allí, algunas almas sedientas se agachaban para beber, y con cada trago perdían algún recuerdo, ya que aquél era el Leteo, el río del olvido. Tras cruzarlo, Atenea no tardó en llegar a la orilla del Aqueronte. Había tenido suerte, pues la balsa de Caronte aún no había partido.
El propio barquero, apoyado en su bichero, recibía a su pasaje fantasmal. Era un anciano feo y arrugado, de barbas largas y enmarañadas, que se cubría con un sombrero de cuero mugriento. A su lado, dos demonios con plumas grises y pico de pájaro recibían en sus garras el pago de la travesía: un disco de cobre, el mismo que los deudos de los difuntos les ponían bajo la lengua o sobre los párpados durante los ritos funerarios. Según le explicó Hermes, a algunos no los admitían en la balsa. Todos aquellos que no hubieran sido sepultados o incinerados debían aguardar un tiempo indefinido en la pradera de los asfódelos, hasta que alguien se hacía cargo por fin de sus cuerpos. Pero esa situación, que en épocas corrientes era anómala, debía haberse convertido en la norma, pues los demonios que auxiliaban a Caronte rechazaban a más pasajeros de los que embarcaban.
—¿Qué te trae por el infierno, diosa? —preguntó el anciano al ver a Atenea en la pasarela.
—Ningún asunto de tu incumbencia, barquero. —Buscó bajo su peplo y sacó el disco de cobre—. Aquí tienes mi viático.
—No es necesario. Tú no eres uno de los muertos.
—No quiero deber nada a nadie en este lugar. ¡Toma, te digo!
Atenea ocupó su lugar en la balsa, haciéndose hueco a golpe de contera. Los espectros de los muertos no eran del todo inmateriales, al menos al entrar en aquel reino. Su contacto era frío y viscoso, no del todo sólido, pero tampoco tan fluido como el del agua. Sus voces sonaban débiles como el rumor de hojas agitadas por la brisa, pero el número de las almas era tal que la suma de sus susurros formaba un coro estremecedor.
Caronte empujó con el bichero, y la almadía se internó en el lago. Atenea se acercó a la borda por evitar en lo posible el contacto de los difuntos, pero la cercanía del agua tampoco era agradable. De la superficie se alzaban vaharadas de calor, y del oscuro fondo subían burbujas grandes como hojas de loto que reventaban con sonoros estallidos y desprendían gases amarillos que olían a azufre y a vísceras descompuestas.
Caronte dejó en manos de sus auxiliares el gobierno de la embarcación y se acercó a su ilustre pasajera con una sonrisa desdentada que asomaba entre sus barbas como la boca de una cueva.
—¿Siempre hay tantos muertos? —le preguntó Atenea.
—¡No! Jamás habíamos tenido tantos. Toda la pradera de los asfódelos está abarrotada, cuando antes los difuntos sólo se agolpaban en la orilla. Te digo, diosa —añadió Caronte, apoyando sus palabras con un dedo reseco como hueso de pollo—, que algo raro está pasando allí arriba. La mayoría de los muertos vienen sin enterrar ni incinerar, así que no les puedo permitir que crucen a la otra orilla. Pero si siguen llegando, ¿qué vamos a hacer?
Atenea asintió, pero no dijo nada. Sin duda, no era casualidad que aquella insólita afluencia de muertos acaeciera a la vez que el reino del Olimpo se tambaleaba bajo la amenaza de Tifón y de los gigantes.
Cuando llegaron a la otra orilla, los muertos se repartieron en dos filas, conducidos por una horda de demonios emplumados que los hostigaban con palos y vejigas de cerdo hinchadas. Antes de bajar a las inmensas cavernas del Erebo, donde pasarían el resto de la eternidad, debían rendir cuentas ante Radamantis y Éaco, los jueces infernales. Hades solía quejarse de que con los dos apenas bastaba para tanto muerto, y Zeus le había prometido que cuando le llegara la hora a Minos, célebre por su probidad y su justicia, lo nombraría tercer juez.
Atenea se apartó con alivio de la riada de luciérnagas formada por los espectros de los difuntos. Caminó junto a una roca de la que manaba un manantial de aguas gélidas, las mismas aguas de la Estigia por las que juraban los dioses, y luego subió la escalinata que conducía al palacio de Hades. Su fachada estaba tallada en la roca viva, y fuera de unas enormes pilastras no había más adornos en ella. Las puertas eran dos enormes hojas reforzadas con placas de bronce y la aldaba una cabeza de gorgona. Atenea llamó tres veces y esperó.
Un postigo disimulado bajo una de las placas se abrió chirriando sobre sus goznes. Una mujer de cabellos negros y piel blanca como cáscara de huevo salió a recibirla.
—Saludos, Hécate —dijo Atenea.
—¿Qué te trae por aquí, diosa guerrera? No es habitual recibir visitas de los olímpicos en esta humilde morada.
Según las normas de Zeus, no era cortés preguntar el motivo de la visita antes de agasajar al huésped. Pero sin duda en el reino infernal regían otras leyes.
—Quiero ver a mi tío, el venerable Hades.
—Por desgracia, es imposible —respondió Hécate, sin franquearle aún el paso—. El rey está fuera, pues ha ido a visitar a su hermano Poseidón.
Algo deben tramar también esos dos, pensó Atenea. Era lógico que los dos dioses postergados en el reparto del mundo aprovecharan la caída de Zeus para reunirse y organizar las cosas a su modo.
—En ese caso, quiero ver a mi hermana, la reina Perséfone.
—Como desees, diosa guerrera. Sígueme, por favor.
Atenea entró, y la puerta se cerró tras ella. Hécate, con una antorcha en la mano, la guió por el recibidor, que debía ser muy espacioso, pues la luz de las llamas no alcanzaba a iluminar ni las paredes ni el techo. Llegaron a una escalera que bajaba por un estrecho túnel. Allí, Atenea observó que, aunque Hécate mantenía siempre la misma forma, las sombras que proyectaba su antorcha eran cambiantes, y en las paredes del túnel tan pronto se recortaba el perfil de una mujer como el de una leona, una serpiente o un perro.
Caminaron unos veinte pasos y se detuvieron ante una puerta de cobre. Ante ella aguardaba una anciana sirvienta vestida con un largo sayo negro, que extendió la mano al verlas llegar.
—Debes dejar una de tus prendas si quieres pasar.
—Eso es absurdo —dijo Atenea.
—Así lo ha dispuesto la señora del inframundo. Ésas son sus leyes.
Atenea miró a Hécate, que se limitó a asentir. Fuera del círculo que proyectaba la antorcha, todo eran sombras impenetrables, de las que de vez en cuando llegaban susurros y chillidos casi imperceptibles. No, como le había advertido Hermes, no parecía prudente salirse del camino.
—Toma —le dijo a la criada, quitándose el yelmo—. Cuídalo.
—Lo haré, señora.
La puerta se abrió, dando paso a un túnel aún más angosto que bajaba en una cuesta tan empinada y resbaladiza que habían tallado en ella escalones alargados guarnecidos con mamperlanes de madera. Tras caminar unos veinte pasos, llegaron ante una puerta de ébano. Allí montaba guardia otra criada que bien podría haber sido hermana gemela de la primera.
—Una prenda, señora.
Atenea se quitó un pendiente y lo dejó en aquella mano sarmentosa. Pero la anciana meneó la cabeza y le dijo que debía quitarse los dos.
—No lo entiendo.
—Así lo ha dispuesto la señora del inframundo. Ésas son sus leyes —contestó la criada.
Atenea se desprendió del otro pendiente, y mientras pasaban a un nuevo túnel, le preguntó a Hécate:
—¿Cuántas puertas hay?
—Las necesarias para cada visitante.
Después llegaron ante una puerta de marfil, y en ella Atenea tuvo que dejar las horquillas que le sujetaban el pelo. En la cuarta puerta, de hierro forjado, escuchó las mismas palabras (Así lo ha dispuesto la señora del inframundo. Esas son sus leyes) y se despojó del manto. En la quinta, una losa de sólido granito, dudó un momento, y al final se desató las sandalias. La sexta puerta era de bronce fundido, y allí dejó el ceñidor.
Aún toparon con una séptima puerta, tallada en negro basalto. Mientras la sirvienta tendía su mano arrugada, Atenea vaciló de nuevo. Sólo le quedaban la túnica y la lanza. Tenía que elegir entre seguir desarmada o desnuda. El pudor pesaba en ella, pero más su naturaleza de diosa guerrera, así que se soltó los prendedores y entregó la túnica a la anciana.
—Espero que no haya más puertas —dijo, apoyándose muy digna en la lanza.
—No las hay.
Entraron en una sala de baños, de techo bajo y paredes excavadas en la roca. Cuando la puerta de basalto se cerró a su espalda, Atenea comprendió que no tenía más remedio que meterse en el agua, pues la pileta ocupaba todo el suelo de la estancia. Apoyada en su lanza, bajó los escalones de piedra hasta que el agua le llegó por encima de la cintura. Estaba muy caliente, pero no llegaba a quemar la piel, y desde el fondo subían burbujas que al reventar en la superficie esparcían aroma de rosas. Hécate entró con ella, sin quitarse la túnica, y le restregó la espalda con una esponja.
—No necesito ningún baño —dijo Atenea, sin demasiada convicción.
—Oh, sí. Mientras cruzabas el Aqueronte se te ha pegado a la piel y a la ropa el olor del azufre y la impureza de los muertos. Pero no te preocupes, cuando se te devuelva tu vestido ya estará limpio.
Por encima del agua, las manos que la frotaban tenían forma humana. Pero bajo la superficie Atenea sintió el roce de algo tibio y flexible, como tentáculos que se deslizaran entre sus pantorrillas. El tacto era escalofriante y a la vez sensual. Cerró los ojos un instante y se dejó llevar por las sensaciones, hasta que se dio cuenta de que se estaba adormilando.
—¡Basta ya! —dijo, apartando a Hécate—. Quiero ver a Perséfone, y quiero verla ya.
—Está bien, doncella guerrera —contestó la diosa infernal—. Ven conmigo.
En la pared que tenían a la izquierda se abrió una puerta de piedra. Atenea salió del baño, aún chorreando, y pasó a una pequeña estancia donde en lugar de suelo había un enrejado de hierro. De las profundidades subía una fuerte corriente de aire caliente que no tardó en secarle la piel. Allí, la propia Hécate le ungió la piel con aceite perfumado con jazmín y mirto, mientras una sirvienta le traía una túnica nacarada. Atenea conocía aquella prenda, pues se la había visto puesta a la propia Perséfone cuando todavía era Core.
En aquella época, cuando Core era una doncella que aún moraba con su madre en el Olimpo, habían trabado cierta amistad. Atenea jugaba con ella, y también le había enseñado los secretos del telar. Ya entonces había notado algo extraño en su hermanastra, que solía reaccionar de forma extemporánea a lo que veía o escuchaba. Un gorrión muerto y comido por los gusanos podía hacer que prorrumpiera en estridentes carcajadas, y a veces se entristecía tanto contemplando una puesta de sol desde el Olimpo que se encerraba en su alcoba durante diez días sin probar bocado. Pero desde que se había convertido en la infernal Perséfone, se hizo evidente que la mente de su hermanastra no regía del todo bien. Sin duda, no debía ser muy sano habitar seis meses bajo tierra como reina de una corte de muertos, rodeada de monstruos, aguas borboteantes, vapores sulfurosos y un marido que sólo disfrutaba cuando encontraba un nuevo motivo para quejarse de su amargo destino.
Ya vestida y calzada con unas sandalias de piel flexible, Hécate la condujo a presencia de la reina. Perséfone la esperaba en una sala rectangular, de techo bajo y desnudas paredes de granito. En el centro había una larga mesa tallada en piedra, al igual que las sillas que la rodeaban. Pese a la austeridad de la estancia, la vajilla, la copa y los candelabros que la iluminaban eran de oro macizo. Había cuatro invitados sentados a ambos lados de la mesa, pero ni se levantaron para recibir a Atenea ni pronunciaron palabra, pues estaban tan petrificados como las sillas que ocupaban. Una muestra del macabro humor de su hermanastra. Perséfone, que vestía una túnica índigo y se había maquillado los párpados del mismo color, acudió a recibirla con los brazos abiertos y una sonrisa que no se correspondía con su gélida mirada.
—¡Atenea! —exclamó, besándola con labios fríos como una lápida—. Qué placer tan inesperado. Ven, siéntate aquí. Caligenia te servirá.
Atenea dejó la lanza en el suelo y ocupó su lugar en la cabecera opuesta a Perséfone. La criada a la que su hermanastra se había referido como Caligenia escanció vino de color rubí en la copa de Atenea, pero ésta la apartó.
—Gracias, no tengo sed.
La criada emitió un gruñido ininteligible. Atenea se volvió hacia ella y comprobó con desagrado que el lugar de la boca lo ocupaba una estrecha ranura cuyos bordes estaban unidos por unos extraños hilos, como si la hubieran cosido con su propia carne.
—¿No comes nada, hermana? —preguntó Perséfone, mientras elegía el higo más maduro de una fuente cercana.
—No. Tampoco tengo apetito —respondió Atenea.
No pruebes la comida ni la bebida del inframundo, la había advertido Hermes, si no quieres quedar ligada a ese lugar. Atenea descubrió que tenía hambre y que los pescados, las frutas y los dulces repartidos por las bandejas ofrecían un aspecto tentador, pero no sentía ningún deseo de atar vínculos con la morada infernal.
—Como tú quieras —le dijo Perséfone—. Ahora, dime, ¿a qué has venido?
—Tal vez lo sepas ya.
—Lo sospecho, pero quiero oírlo de tus labios. Habla con libertad, hermana.
Atenea hizo un sucinto relato de lo que había pasado desde que Perséfone abandonara el Olimpo para regresar con su marido. Su hermanastra ni siquiera parpadeó al oír cómo Hermes había regresado con un cofre que contenía los ojos arrancados de Zeus. Por si acaso, Atenea se abstuvo de explicarle lo que había ocurrido con ellos en la enfermería de Asclepio, así como su certeza de que el rey de los dioses seguía vivo en alguna parte.
—Tenía que pasar algo así —dijo Perséfone, en tono enigmático—. ¿Qué puedo hacer yo, una simple diosa?
—He venido aquí para impedir que Tifón cumpla su palabra.
—¿A qué palabra te refieres?
—Amenazó con abrir el Tártaro y liberar a los titanes y a las demás criaturas que siguen encerradas en él. Así que quiero que me lleves hasta las puertas del Tártaro para cerciorarme de que siguen cerradas y bien custodiadas.
—¿Por qué? ¿Qué me importa a mí que los horrores que alberga ese lugar se propaguen por el mundo exterior como langostas?
Caligenia le ofreció una bandejita con aceitunas y anchoas en salazón. Atenea la rechazó de nuevo.
—Porque eso alteraría el orden del mundo, tal como lo estableció nuestro padre Zeus.
—¿Y a mí qué más me da lo que quisiera nuestro padre Zeus? Que descanse en paz en las tripas de ese monstruo, junto con los restos de su hijo.
—¿Su hijo? Querrás decir tu hijo.
—Has oído bien, hermana. No me digas que no sospechabas que Zeus era el padre de Zagreo.
—Eso no es… no puede ser cierto.
—¿No? ¿Acaso algo ha retenido alguna vez la lujuria de nuestro padre? Él se encaprichó de mí, como de tantas otras antes y después que yo. Debes ser de las pocas que se ha librado… supongo —añadió en tono malévolo—. Me poseyó en una cueva, burlando la vigilancia de mi madre. Pero el mismo día que me desfloró también me dejó embarazada, algo que no entraba en sus planes. En aquel momento no quería incurrir de nuevo en la ira de su esposa, así que para ocultar mi gravidez tramó un plan con su hermano Hades. Este me raptó y me trajo aquí, y cuando di a luz a Zagreo lo prohijó como si fuera suyo.
Perséfone hizo una pausa, sin dejar de clavar dos ojos como brasas en el rostro de Atenea. Ésta, sin saber qué decir, bajó la mirada. Ahora comprendía el afecto especial que Zeus había sentido siempre por Zagreo, a pesar de su insolencia y sus desmanes. No era el cariño de un tío benévolo, sino el amor de un padre que consentía demasiado a su hijo.
—Parece que te es indiferente que Tifón haya devorado también a tu hijo —dijo por fin.
—¿Indiferente? Estás muy equivocada, hermana. Cuando llegó el corazón de Zagreo en aquella caja y vi el gesto de dolor de Zeus, no sentí indiferencia, sino alegría. ¡Sí, alegría! Era la única forma de vengarme de él. ¿Por qué fue tan cobarde? Si tanto anhelaba poseerme, ¿por qué no repudió a Hera y se casó conmigo? Bien merecido tiene haberse reunido por fin con su amado hijo.
Atenea no podía creer lo que estaba oyendo. La indignación que tremolaba en la voz de Perséfone era la de una mujer enamorada, despechada, incluso celosa de su propio hijo.
—Entonces, ¿tú tramaste lo de Tifón?
—No, no fui yo. Aunque es cierto que sabía lo que iba a pasar. ¿Quieres conocer la verdad?
—Es evidente.
—Debes saber que me equivoqué contigo. Le sugerí a Hera que te reclutara para la conspiración que había de derrocar a nuestro padre, pero ella me dijo que jamás lo traicionarías.
—En eso llevaba razón Hera.
—¿Y por qué? Tú tenías tantos motivos como yo para odiar a Zeus. Recuerda lo que hizo con tu madre.
Caligenia volvió a ponerle la copa de vino delante de los ojos. Atenea la apartó con gesto irritado. Sabía de sobra lo que Zeus había hecho con su madre. Metis, hija de Océano, había sido la primera esposa de Zeus en la época en que aún batallaba contra los titanes. Cuando quedó encinta, Gea profetizó que el hijo varón que naciera de ella sobrepasaría en poder a su padre y lo destronaría. El día del parto, Zeus esperaba al pie del lecho con el rayo cargado entre sus dedos para aniquilar a la criatura recién nacida. Atenea resultó ser hembra y no varón, por lo que le perdonó la vida. Pero no quería correr el riesgo de que Metis volviera a quedar embarazada, de modo que la fulminó con el rayo y redujo a cenizas su carne divinal.
A veces, Atenea pensaba que debía aborrecer a Zeus por aquello. Pero no podía. No había llegado a conocer a su madre, que para ella tan sólo representaba un nombre sin rostro. La diosa Ilitía, que había asistido al parto, le contó en una ocasión que Metis estaba tan enamorada de Zeus que ella misma suplicó que la matara para no poner en peligro el futuro de su reinado. Además, su padre la había tratado desde niña con un cariño que no había mostrado por ninguno de sus otros hijos. Incluso se había desprendido de la Égida, la coraza de escamas de dragón que lo hacía invulnerable, para regalársela a ella.
La misma coraza que le había quitado al descubrir que había quebrantado su voto de castidad.
—Lo que hizo con mi madre no es asunto que deba discutirse ahora —dijo Atenea, aventando aquellos pensamientos—. Cuéntame los detalles de la conspiración.
—Lo haré, mi querida hermana. No te ahorraré ni un solo pormenor —contestó Perséfone con una fría sonrisa.
Atenea comprendió que, si su hermanastra compartía su información con tan aparente ligereza, era porque no tenía la menor intención de permitir que abandonara la morada de Hades. Bien, reina del inframundo. Veremos si eres capaz de retenerme aquí.
—Toda la conjura es obra de Gea —dijo Perséfone.
—Eso ya lo suponía.
—¿Piensas interrumpirme a cada momento? Si es así, bebamos más vino. Caligenia, sirve a mi hermana.
Atenea apartó de nuevo la copa que le tendía la criada muda e hizo un gesto a su hermana para que continuara.
—En realidad, el impulso inicial partió de la propia Hera. Llevaba mucho tiempo indignada por las infidelidades de su marido. Para colmo, Zeus se permitió el lujo de desterrar a Ares por un solo adulterio, ¡él, que había cometido cien!
No fue por el adulterio, sino por romper el juramento de Estigia, pensó Atenea, pero prefirió no interrumpir la momentánea locuacidad de su hermanastra.
—Así que Hera —prosiguió Perséfone— consultó con Gea. Ella le explicó cómo podía no sólo humillar a Zeus, sino incluso derrocarlo.
Perséfone hizo una pausa, que Caligenia aprovechó para plantar ante la nariz de Atenea una bandeja con dulces de pasas y miel. Ella la apartó de un manotazo y dirigió a la criada una mirada de advertencia. Pero los ojos de Caligenia permanecieron tan opacos e insensibles como cerrada la ranura que tenía por boca.
—Puedo entender que Hera quisiera vengarse de Zeus —dijo Atenea—. Pero derrocarlo, ¿para qué? Hera es la soberana del Olimpo gracias a que está casada con nuestro padre.
—Tú lo has dicho bien. Precisamente por estar casada con él. Hasta ahora, las diosas siempre hemos estado relegadas tras los dioses varones. Y eso, aunque Gea es la divinidad más antigua y poderosa que existe. ¿Te das cuenta de todas las humillaciones que han tenido que soportar las esposas de los señores del Olimpo? Gea fue violada por Urano. Cronos se dedicó a engendrar hijos alegremente con Rea, y luego, tras dejar que ella sufriera las molestias del embarazo y los dolores del parto, los fue devorando. Y Zeus nunca ha cesado de infligir humillaciones a su esposa, acostándose con toda diosa o mortal que se le ponía por delante, e incluso con un ¡efebo!
La alusión a Ganímedes hizo que Atenea enrojeciera y agachara la mirada, pero no dijo nada.
—Esta vez no volverá a reinar ningún soberano varón en los cielos —aseguró Perséfone.
—¿Y Tifón qué es?
—Tifón no es más que una herramienta, el arma utilizada por las diosas para derribar a Zeus. Cuando llegue el momento, Gea lo apartará de en medio.
Si es que ese monstruo se deja, pensó Atenea.
—¿De dónde ha salido Tifón? ¿Es cierto lo que afirma, que es hijo de Cronos?
—En cierto modo, sí. Cuando nació Zeus, Cronos decidió que no tendría más hijos. Desde entonces derramaba su semilla sobre el vientre de su esposa Rea. ¡Una acción repugnante! Una vez que estaba demasiado borracho para darse cuenta, Rea se las arregló para recoger parte del semen y esconderlo en el país de los gigantes, donde lo conservó en hielo. Ignoro qué pretendía con ello, pero una generación divina después le fue muy útil a Hera. Aprovechando una ausencia de su marido, viajó a las tierras del norte y consiguió que Alcioneo, el caudillo de los gigantes, le entregara el esperma congelado de Cronos.
—¿A cambio de qué?
—Dicen que se acostó con él, pero no acabo de creérmelo. Lo veo un acto… desproporcionado —respondió Persefone con una agria sonrisa—. No sé exactamente qué pactó con los gigantes, pero le dieron lo que pedía. Una vez conseguida la semilla de Cronos, ella misma debía realizar el conjuro. Acudió a la cueva del monte Ida, el mismo lugar donde Rea alumbró a Zeus, pues lo que ella pretendía era engendrar a un anti-Zeus que lo aniquilara. Allí llevó un huevo de dragón puesto por la dragona Delfine, la última de su especie. Hera tuvo que untar el huevo con el semen de Cronos, ponérselo entre los muslos y tumbarse a incubarlo en el suelo de la cueva durante dos noches y un día.
«Cuando se cumplió la segunda noche, Hera enterró el huevo fecundado en la gruta y se marchó de allí. Pero desde ese momento, y mientras durara la gestación de Tifón, debía permanecer casta durante un año entero.
—Entiendo —dijo Atenea. Todos sabían que Hera y Zeus llevaban tiempo sin compartir alcoba.
—Encontrar motivos para no acostarse con Zeus, dadas sus constantes infidelidades, no era difícil, y además estaba el destierro de Ares. Caligenia, sírvele vino a nuestra huésped.
—Ya te he dicho que no tengo sed. Sigue.
—Aún así, Hera tenía miedo de que en un arrebato de lujuria Zeus echase abajo la puerta de su dormitorio y la forzase. Para evitar que el deseo de su marido se inflamara más de la cuenta, invitó a Tetis a visitar el Olimpo.
—¿Quieres decir que ella misma metió a Tetis en la cama de Zeus?
—Astuta, ¿no te parece? Así pasó un año y Tifón salió del huevo. Durante otro año estuvo creciendo en la cueva, alimentándose con carne humana que le ofrecía Delfine, y por fin, hace unos días, salió a la luz para desafiar a Zeus y someterlo a la humillación que se merecía.
—Pero no sin antes devorar a Zagreo, que era tu hijo.
—También era un dios varón —repuso Perséfone con desprecio—. Ya no podrá convertirse en nuestro soberano.
La reina del infierno se puso en pie y se acercó a Atenea, rozando con sus blancos dedos las nucas de las estatuas de piedra que habían asistido en silencio a la conversación. La diosa de la guerra percibió la amenaza y tensó los músculos.
—Supongo que me has contado todo esto para que participe de vuestros planes.
—¿Participar tú? Ya es demasiado tarde. La suerte está echada para el Olimpo. Pronto será un lugar de llama y ceniza.
—¿Quién más conoce la conjura?
—Hay muchas diosas, cada una en mayor o menor grado. Mi madre, por ejemplo, que es una sentimental, creyó que lo único que quería Hera era dar una lección a Zeus. Sé que cuando se enteró de la verdad lloró por él.
—¿Ártemis?
—Supongo. Nunca he hablado abiertamente con ella. Hebe, Hestia, Angelia…
—¿Angelia? ¿La hija de Hermes?
—Ella fue quien se encargó de llevar a la isla de Atlas la red de oro invisible y la hoz adamantina.
—¿Afrodita?
—No, ella no. Gea nunca se ha fiado de ella. Cuando llegue el momento, Afrodita será aniquilada, o tal vez arrojada al Tártaro con los demás varones. No lo sé y me es indiferente. —Perséfone ya estaba a dos pasos de Atenea—. Ahora, mi querida hermana, ¿quieres beber de una vez?
Caligenia agarró con una mano la barbilla de Atenea y con la otra intentó introducirle el borde de la copa en la boca. La diosa de la guerra se volvió hacia la silenciosa criada. La ranura se había convertido en una gran boca sin labios, cuajada de hilera tras hilera de agudos colmillos, y de la que brotaba una lengua verde y bífida. Atenea le dio un manotazo y arrojó lejos la copa. Después se levantó del asiento de piedra y aprovechó el impulso de su movimiento para agarrar a Caligenia por la cintura, levantarla sobre su cabeza y arrojarla lejos de sí. La sirvienta resbaló por la mesa de piedra, llevándose de camino la mitad de las bandejas, y se estrelló contra el sitial de granito de la cabecera.
Perséfone intentó apoderarse de la lanza de Atenea. No consiguió despegarla del suelo, pero el violento tirón que tuvo que dar la derribó de espaldas. Atenea se apresuró a recoger su lanza y apuntó con ella a Perséfone.
—Esto es un regalo de tu amada Gea —le dijo—. ¿Quieres probarlo?
Un agudo siseo la hizo desviar la atención a la derecha. Caligenia se había levantado y saltaba sobre ella desde la mesa. Su boca aún había crecido más y ahora no era una sola lengua, sino dos las que asomaban entre los innumerables colmillos. Atenea se giró y la punta de Némesis interceptó el vuelo de Caligenia, que se ensartó en ella por su propio impulso.
—¡Apélaune! —exclamó Atenea.
El metal líquido onduló como un reflejo en un estanque y la propia lanza repelió a Caligenia, que voló de nuevo, para estrellarse ahora contra la mesa. Aún así, se levantó y embistió otra vez. La boca no dejaba de crecerle y se había convertido en una monstruosa abertura que ya había devorado los rasgos de la cara. Atenea le clavó la lanza entre las hileras de dientes y removió la punta con saña hasta que sintió cómo las vértebras se astillaban bajo su punta. Después volvió a pronunciar la orden: ¡Apélaune! El arma repelió de nuevo a la sirvienta, cuya cabeza chocó contra la pared con tal fuerza que los huesos occipitales se rompieron con un sonoro crujido.
Atenea, por fin, dirigió su atención a Perséfone. Su hermanastra ya se había puesto en pie y huía por una puerta que acababa de abrirse en la pared. Atenea corrió en su persecución, pero la losa de granito que se había desplazado para abrir paso a Perséfone cayó a plomo, y una vez cerrada desapareció cualquier ranura o mecanismo que diera señal incluso de su existencia.
—¡Por los perros de Hécate! —maldijo Atenea, pensando más bien en Perséfone que en la diosa que la había guiado hasta allí.
Rabiosa, descargó un lanzazo contra la pared, de la que saltaron chispas y gruesas lascas.
Ni siquiera un grueso bloque de granito era inmune al poder de su lanza de adamantio. Pero supo que, si quería abrirse paso a través de las paredes de la mansión de Hades, tendría que armarse de paciencia.