Capítulo IX:
La justicia del Coyote
Luis Borraleda y su mujer entraron en Sacramento en las primeras horas de la mañana del día en que se celebraban las elecciones. Cruzaron la ciudad a toda rapidez y descendieron del coche sólo para entrar en su casa.
Pozos, el criado de Borraleda, acudió a su encuentro, exclamando:
—¡Oh, señor! Le están buscando por toda la ciudad. La gente… están locos… Su discurso de ayer noche les ha entusiasmado…
—Has bebido, ¿verdad? —preguntó Borraleda, sonriendo.
—¿Por qué dice usted eso, señor? —preguntó Pozos, desconcertado.
—Hablas de un discurso. Lo debiste soñar.
—¡Por Dios, señor! No se burle de mí. Yo mismo le oí pronunciar aquellas palabras tan hermosas, y le aplaudí con toda mi alma. Y el señor Dun también. Y cuando el señor Dun dijo que…
—¡Miguel! —Interrumpió Borraleda—. Déjate de tonterías y arregla nuestra habitación.
—¿Su habitación?
—Sí. Como antes. Una habitación para los dos.
—Pero ¿no salen a recorrer las calles? —Preguntó Pozos—. La gente está deseosa de aclamarle, señor. Ya vinieron esta mañana, en cuanto empezaron a votar; hasta entró una comisión a convencerse de que usted no estaba en casa.
—¿Cómo iba a estar en casa, si llevo cinco días fuera?…
Borraleda se interrumpió al advertir la expresión de horror del criado.
—¿Qué te ocurre? —preguntó.
—Nada, señor; si usted dice eso… Yo… yo no puedo contradecirle; si pudiese…
—Está ocurriendo algo extraño, Luis —dijo Isabel—. Deja que Miguel nos lo explique. Tal vez seamos nosotros quienes estemos un poco turbados por nuestra felicidad. Por favor, Miguel, cuéntele al señor lo que hizo ayer.
—Pero si ayer… —empezó Borraleda.
Isabel le contuvo, llevándose el dedo índice a los labios, pidiendo silencio.
—Empieza, Miguel —dijo.
—Pues… —El criado no parecía muy tranquilo. AI fin, cobrando valor, empezó—: Ayer por la mañana el señor no estuvo tampoco en casa; pero al atardecer, a poco de saberse que el señor Kennedy se había suicidado…
—¿Se suicidó Kennedy? —preguntó Borraleda.
—Sí. ¿No recuerda el señor que al bajar de su cuarto me lo dijo?
—¿Que yo te lo dije? ¿Que yo te dije que Kennedy se había suicidado? ¡Pero si eres tú el que acabas de darme la primera noticia…!
—Sigue, Miguel, sigue —pidió Isabel, interrumpiendo a su marido.
Lanzando un profundo suspiro, Pozos continuó:
—Pues sí: el señor me dijo al bajar, para ir al discurso, que el señor Kennedy se había pegado un tiro en el corazón.
—¿Y fui yo quien lo dijo? —insistió Borraleda.
—Sí, señor, fue usted —replicó Pozos, empezando a amoscarse—. Y me dijo, además que el mundo se veía, por fin, libre de un canalla.
—Eso es verdad —admitió Borraleda.
—Lo dijo usted —replicó Pozos—. Y se marchó de casa después de darme permiso para ir a escucharle si deseaba hacerlo, a menos que prefiriese votar por el señor Dun.
—¿Y fuiste? —preguntó Borraleda.
—Sí, señor.
—¿Y me oíste hablar?
—Todos los que estábamos allí le oímos.
—¿Y… qué dije?
—¿No lo recuerda el señor?
—Pues… no, verdaderamente no lo recuerdo. Debí de estar tan inspirado que perdí la noción de lo que decía.
—Dijo cosas muy grandes —prosiguió Pozos, mirando de reojo a su amo—. Dijo que California sería con el tiempo un estado muy rico… que debíamos dedicarnos a la agricultura, sembrar naranjos… bueno, quiero decir que plantar naranjos, manzanas, ciruelas, traer el agua desde las montañas que tienen mucha a los valles que no tienen nada. Plantar viñas… Pero en los diarios de hoy viene su discurso, señor. Allí lo leerá mejor. Todos dicen que fue algo magistral y que demuestra que usted podría llegar, no sólo a gobernador del estado, sino a presidente de la nación.
Borraleda fue hacia donde estaban los periódicos de la ciudad y cogió uno de ellos, impreso en español. Era El Clamor Público, uno de los más antiguos de California. Con los titulares más grandes que poseía en la imprenta, El Clamor Público anunciaba a toda página:
BORRALEDA DIO ANOCHE UNA LECCIÓN DE BUEN GOBERNANTE.
Luis y su mujer cambiaron una mirada.
—Pues es verdad —murmuró Isabel.
Luis empezó a leer las cuatro columnas del discurso que él no había pronunciado. De pronto, exclamó:
—¡Es magnífico! Ese hombre merece ser gobernador.
—Ese hombre eres tú —dijo su mujer—. Todo eso parece que lo dijiste tú.
—No lo entiendo —dijo en voz baja Borraleda, evitando la mirada de Pozos—. Es demasiado fantástico para ser creído.
Isabel fue en busca de otro periódico, de los impresos en inglés y al abrirlo lanzó un grito.
—¡Mira! —exclamó.
—¿Qué? —preguntó Luis.
—Mira —repitió su mujer, señalando las cabeceras del periódico que tenía en las manos.
Y Luis Borraleda leyó:
WALTER DUN RETIRA SU CANDIDATURA EN FAVOR DE BORRALEDA
—¡Ay! —Exclamó, como si le hubiesen herido—. Pero… estamos soñando…
Apresuradamente, leyó la información. Según ella, Walter Dun, después de haber terminado Borraleda su discurso, y cuando se hubo apagado la atronadora ovación de los que le escuchaban, había ofrecido la mano a Borraleda, diciendo que su deber de patriota era retirarse de la lucha contra un hombre capaz de desarrollar una política semejante.
—California me maldeciría si yo llegase a triunfar y le impidiera realizar su obra, gobernador.
Esto lo había dicho Walter Dun. Y los periódicos reproducían con grandes letras sus palabras.
—Y luego le trajeron en triunfo aquí —explicó Pozos—. Usted salió al balcón y dio las gracias a todos. En seguida se encerró en su cuarto y ya no le he vuelto a ver hasta ahora. Todo el mundo vota por usted… y usted no aparece.
Fuera oyóse en aquel momento un vivo clamor que iba en rápido crescendo. Borraleda abrió la puerta de la calle y vio avanzar hacia la casa una compacta multitud con banderas y pancartas con su nombre, a la vez que, con diversos acentos, su apellido era pronunciado atronadoramente.
—¡BO–RRA–LE–DA! ¡BO–RRA–LE–DA!
Y otros gritaron luego:
—¡Viva nuestro gobernador!
Luis Borraleda tuvo que hablar al público. Cuando terminó se vio arrastrado lejos de su casa, en brazos de sus incondicionales, en medio de una tempestad de ruidos, entre antorchas, faroles, banderas y gritos y más gritos.
Cinco bandas iban mezcladas con la multitud; pero, de no verse a los músicos soplar en sus instrumentos y al del bombo descargar de cuando en cuando su maza sobre el parche, nadie hubiera dicho que había banda alguna, ya que de la música que pudieran estar interpretando no se captaba ni una nota.
En las redacciones de los periódicos se anunciaban los resultados del escrutinio en los distintos condados de California.
¡Mayoría total de Borraleda!
Su último discurso, reproducido por toda la prensa de California e incluso por la del Este, había sido el talismán de aquella increíble victoria.
A la madrugada, con el traje hecho una lástima, después de haber bebido y brindado casi por todos los habitantes de California, Borraleda fue depositado a la puerta de su casa, donde su mujer le rescató, pidiendo a los entusiasmados electores que volvieran a sus hogares y no destruyeran al nuevo gobernador.
—No entiendo nada, nada —gimió Luis, cuando la puerta se cerró tras él—. O tengo un hermano gemelo, o… he descubierto, sin saberlo, el don de estar en dos sitios distintos al mismo tiempo. Pronuncié un discurso, gané hasta el voto de mi rival más temible, y… yo sin enterarme.
—Algún día se aclarará el misterio —sonrió Isabel.
—Pero mientras no sepa lo que ha ocurrido de verdad, no podré sentirme tranquilo en mi nuevo cargo. Siempre estaré temiendo que mientras yo duermo en mi cuarto, mi otro yo ande armando una revolución o haciendo algo terrible.
En aquel preciso momento, cuando Borraleda se disponía a subir a su dormitorio, sonó una llamada en la puerta. Luego se oyó como si dejaran algo en el suelo y, un instante después, el galope de un caballo que se alejaba.
—¡No abras! —Pidió Isabel—. Pueden haber colocado una bomba.
—Sería el colmo del entusiasmo —sonrió Borraleda—. Elegirme después de un discurso que no pronuncié y volarme luego para celebrar mi triunfo. Creo que podemos abrir.
Fue hacia la puerta y, al abrirla, vio que no había nadie. Tan sólo en el umbral se veía una caja de madera con una tarjeta en la cual leyó el nuevo gobernador:
Para don Luis Borraleda
De parte del
Coyote
Cogiendo la caja cerró la puerta y dirigióse al despacho, seguido por Isabel.
—¿Qué es? —preguntó la mujer.
—Un mensaje del Coyote—replicó su marido, cuyas temblorosas manos no atinaban a deshacer el cordel que sujetaba la caja. Al fin lo consiguió y al ver el contenido de la caja lanzó un grito de asombro.
Perfectamente ordenados aparecían varios montones de billetes de banco, y encima de ella una carta y un rollo de papeles atados con una cinta.
—Es el dinero del… del rescate —tartamudeó Borraleda—. Los doscientos veinticinco mil dólares.
—Fue El Coyote quien me aconsejó que me dejase secuestrar y fuera a Dos Ríos —explicó, entonces, Isabel—. Me dijo que era la única forma de que tú pudieses probarme tu amor.
—¿Y supiste, siempre, que era él?
—Claro. Por eso no tenía miedo. Mi único temor era que tú no acudieses. Creo que entonces me habría muerto de pena.
—Pero estuvo a punto de hacerme perder las elecciones —protestó Borraleda, cogiendo la carta que iba encima de los billetes.
—¿Qué es eso? —preguntó Isabel.
Su marido palideció. Sin embargo, haciendo un esfuerzo, logró contestar:
—Es la carta que le escribí a aquella mujer. Es una carta terrible.
Pero, no obstante, se la tendió a Isabel.
Ésta la cogió y, sin vacilar, empezó a rasgarla.
—¿No la quieres leer? —preguntó Luis.
—No. Estoy por encima de las locuras de un momento. Para mí vale mucho más nuestro pasado y lo que hiciste por mí cuando creíste que estaba en peligro.
Mientras hablaba, Isabel dejada caer en la chimenea los fragmentos de la carta.
—Examina esos papeles —dijo luego—. Deben de ser interesantes.
Borraleda deshizo el lazo y al alisar los documentos y empezar a leerlos, lanzó un grito:
—¡Es mi discurso! —exclamó.
—¿Qué discurso?
—El que pronuncié anoche. Es el original…
Volvió velozmente las páginas hasta llegar a la última. Entonces leyó en voz alta:
Espero que le habrá gustado el discurso que me tomé la libertad de pronunciar en su nombre. Me costó un poco imitar su voz; pero, según creo, nadie se dio cuenta de la sustitución. El imitar su aspecto me costó menos, aunque sudé tanto que al terminar empezaba a derretirse el maquillaje. Le ruego me perdone por el viaje tan precipitado que le obligué a hacer. Le devuelvo el dinero del rescate, del cual he descontado doce mil dólares por gastos de alquiler de la casa de Dos Ríos y por otras pequeñeces sin importancia. A cambio, le devuelvo la carta que faltaba en su colección. Aprovecho esta oportunidad para saludarle y felicitarle por su triunfo.
EL COYOTE
—Entonces… ¿fue él quien habló? —preguntó Isabel.
—Sí —tartamudeó Luis—. Ese hombre es el mismo demonio. En realidad debiera ser el gobernador de California. Le indultaré…
—Lee la posdata —interrumpió Isabel. Se ve que lo ha previsto.
Borraleda tomó de nuevo el papel y lo leyó:
Si ha pensado en indultarme, no lo haga. Ayer rechacé también el indulto que me prometió el señor Dun.
—¿Por qué no querrá que le indulten y vivir tranquilo? —preguntó Borraleda.
Isabel encogióse de hombros.
—No sé. Cualquiera sabe las reacciones de ese hombre. Debe de odiar la tranquilidad. Por cierto que esto me recuerda a un amigo tuyo que es la contrafigura del Coyote.
—¿A quién?
—A don César de Echagüe. Ha enviado un telegrama felicitándote por tu éxito y prometiendo que vendrá a hacernos una visita. Casi me alegro de que venga. Cuando se marchó, hace más de un mes, yo me sentía muy desgraciada y le dije unas cosas que ahora me alegraré de poder retirar.
—¿Le hablaste mal de mí? —preguntó Borraleda.
—Un poco. Estaba tan apiadada de mí misma que no pude resistir la tentación de explicarle algunas de mis penas. Ahora será agradable contarle mis alegrías.
—Es curioso que haya salido a relucir don César en esos momentos. ¿No sabes que por dos veces le han confundido con El Coyote?
—¡Qué barbaridad! Don César se parece tanto al Coyote como una marmota a un león. Antes sospecharía que El Coyote eres tú.
—Por lo menos El Coyote ha pasado por Luis Borraleda. Claro que no es lo mismo.
Sentándose en un sillón y echando hacia atrás la cabeza. Borraleda murmuró:
—¡Don César de Echagüe! ¡Ése sí que es un hombre feliz! Vive tranquilamente, sin apuros ni preocupaciones…
—Se necesita estar loco para confundirle con un ser tan activo como El Coyote. ¿Le dirás lo que ha ocurrido?
Luis Borraleda movió negativamente la cabeza.
—No —dijo—. Eso ha de quedar secreto entre tú, yo y El Coyote. Ni don César ni nadie ha de saber nada.
—Haces bien. Sospecho que el señor De Echagüe no debe de ser muy reservado. Me hace el efecto de que no sabe guardar un secreto y es amigo de llevar chismes.
—Claro —dijo Luis—. Hace tanta vida de sociedad que no le queda otro remedio que comadrear un poco. Además, eso es propio de Los Ángeles.
—Sin embargo, conmigo don César se portó bien y fue muy comprensivo. Va a ser difícil callarse —suspiró Isabel—. ¡Es todo tan maravilloso…! Pero lo más maravilloso ha sido el volver a encontrar nuestra felicidad.
—Eso es lo que más le agradezco al Coyote—dijo Borraleda.
—¿Más que el cargo de gobernador?
—Mucho más, porque ya estaba dispuesto a cambiar ese cargo por tu cariño y tu perdón —replicó Luis, inclinándose hacia los labios de Isabel.