Capítulo VIII:
Lola Amor
En el 1849 eran muy pocos los que imaginaron que la calle de Kearny llegaría a ser, en un cercano porvenir, una de las principales de San Francisco. Pero entre los que adivinaron esta posibilidad, figuraba un hombre que decidió, desde el primer momento, instalarse allí y levantar una casa dedicada al juego y al amor elegantes. Se necesitaba audacia para atreverse a pensar en elegancias en un tiempo en que no era la elegancia, precisamente, la característica principal de San Francisco, por cuyas calles sólo circulaban hombres desastrados; pero aquellos hombres tenían los bolsillos llenos de oro y el corazón lleno de un desbordante deseo de gastarlo. Por eso el establecimiento triunfó en sus dos aspectos: Edmond Blunt organizó y dirigió la parte correspondiente a los juegos de azar. Lola, la mujer que le acompañaba, se encargó de las habitaciones del primer piso, donde se cobijaba el amor.
En un auge continuo, la organización Edmond–Lola persistió, año tras año, hasta que un jugador perdidoso hizo a Edmond Blunt responsable de su mala suerte y de un disparo terminó con su vida y su provechosa carrera.
La muerte de Edmond Blunt debía significar, en opinión de los entendidos, la ruina del «Templo de la Fortuna y del Amor»; pero, como ocurre muchas veces, los entendidos se equivocaron y tuvieron que reconocer que, por lo que se refiere a los resultados prácticos, su muerte fue un bien inmenso para el establecimiento.
Desde que Lola quedó como única dueña, abandonó el primer piso y descendió a la planta baja. Hacía tiempo que había comprendido que en el juego era donde estaba la mejor fuente de ingresos, y así, con un maravilloso espíritu comercial, Lola transformó el «Templo» en la mejor casa de juego de San Francisco, y en pocos años consiguió acaparar lo más selecto de toda la clientela.
Aleccionada por la suerte que había corrido Edmond Blunt, no permitió que en su casa se entrara con armas encima. Damas, caballeros, todo el mundo era discretamente cacheado antes de entrar, no sin antes recibir la invitación de depositar en el guardarropa todas sus armas. Tampoco se permitía la entrada de borrachos ni de gente mal vestida. Para ello Lola tenía un cuerpo de guardia formado por robustos hombretones, diestros en el arte de defenderse sin armas, y que ofrecían una barrera insalvable a todo aquel que pretendía entrar en el famoso local sin reunir las mínimas condiciones exigidas por su propietaria.
Aquellos guardianes de la puerta no tuvieron el menor inconveniente en dejar entrar al hombre que aquella noche descendió de un coche de alquiler frente al «Templo de la Fortuna y del Amor». Era un caballero. Poseía la natural distinción que sólo se consigue cuando se desciende de una larga línea aristocrática. Nadie le conocía o, por lo menos, nadie le había visto entrar jamás en aquel lugar. Su aspecto físico era tan fácil de recordar que, aunque sólo le hubieran visto una vez, los porteros del «Templo» no le habrían olvidado. Era alto, delgado, de cabello enteramente blanco, bigote y perilla también blancos y aspecto muy atractivo, acentuado por el elegante traje que vestía.
En el guardarropa dejó su capa, su sombrero de copa y su bastón. Antes de que le cachearan dejó también un revólver calibre 32, cuyas incrustaciones de oro lo convertían en una maravillosa joya, aunque muy peligrosa.
A semejante personaje hubiera sido una incorrección cachearle, y ninguno de los encargados de este trabajo se atrevió a hacerlo, perdiendo con ello la oportunidad de hacerse con dos elegantes Derringers cuya existencia olvidó, sin duda, el caballero, quien, sin quitarse los blancos guantes, entró en el salón donde estaban los distintos juegos de azar: ruleta, póquer, monte, faro, dados y hasta, para los más selectos, bridge.
Durante unos diez o doce minutos el desconocido paseó de mesa en mesa, probó suerte en los dados y ganó; apostó tres veces al faro y salió dos veces vencedor.
Entretanto, su atención estaba especialmente fija en la mujer que, vistiendo un hermoso traje de terciopelo negro y adornada con gran profusión de joyas, paseaba por el salón, cambiando saludos con los que en él se encontraban. Aunque no representaba más de cuarenta años y aun éstos muy bien llevados, se sabía positivamente que tenía nueve o diez más; pero nadie negaba a Lola una belleza extraordinaria. De haber querido, aquella mujer hubiese encontrado a más de un hombre dispuesto a cometer por ella las máximas locuras. Sin embargo, en todo San Francisco Lola disfrutaba de la fama de ser una mujer decente que trataba de olvidar y hacer olvidar su pasado y el hecho de que fuera propietaria de una casa de juego y de algo más.
Personajes importantes, tanto en la política como en los negocios, decían de ella que era toda una señora con quien se podía discutir tanto de los problemas económicos, como de los políticos e intelectuales. Había leído las obras cumbres de la literatura universal, conocía el lugar exacto que ocupaba cada país en la superficie de la tierra, sabía al dedillo las cotizaciones de bolsa y era, en resumen, una mujer con quien resultaba delicioso hablar.
—¡Es una lástima que no podamos recibirla en nuestras casas! —decían muchos hombres, reconociendo luego que su discreción había impedido a Lola intentar, siquiera, valerse de sus indudables influencias para salir de su ambiente y escalar otros lugares que ella se reconocía vedados.
En cambio, Lola hacía el bien a manos llenas, y hubiera sido difícil encontrar a otra mujer más popular en todo San Francisco.
Aquella noche también ella se fijó en el caballero que por sus cabellos blancos parecía un anciano, aunque lo desmentía con lo firme de su paso y lo erguido de su porte. Hubo un momento en que las miradas de ambos se cruzaron y el caballero se inclinó ligeramente, saludándola.
Luego fue hacia ella y, besando su mano, murmuró:
—¿Podría concederme unos minutos de charla en privado?
Lola quedó sorprendida por la petición. Había observado al desconocido y se había dado cuenta de que en sus breves contactos con la fortuna había salido ampliamente beneficiado. Por regla general, sólo recibía peticiones como aquella cuando alguno de sus clientes, habiendo perdido todo el dinero que llevaba encima, necesitaba recurrir a su crédito.
—Soy don Leopoldo de las Heras —siguió el caballero, fijándose por primera vez en el blanquísimo mechón de cabellos que dividía diagonalmente en dos la negra cabellera de Lola.
—No recuerdo… —replicó la mujer—; pero… si me dice para qué desea hablarme…
—Sólo se lo puedo decir en privado, señora. En este lugar hay demasiados oídos ansiosos de escuchar…
—Bien… Sígame. Entraremos a mi despacho. Si es alguna cuestión de dinero…
—No, no. Afortunadamente para mí, no se trata de cuestiones de dinero. Aunque, para usted, sería preferible que así fuese.
—¿Por qué dice eso? —Preguntó, alarmada, Lola—. ¿Es que me trae alguna mala noticia?
—Son noticias de Sacramento… y no son buenas, desde luego.
Ahora fue Lola quien tuvo prisa por llegar al despacho. En cuanto los dos estuvieron dentro de la habitación, cerró la puerta y, apoyándose de espaldas en ella, preguntó a su visitante:
—¿Qué noticias me trae?
—Por favor, siéntese, señora —pidió Leopoldo de las Heras, hablando en español—. Tenemos mucho que hablar.
Lola dejóse caer en un sofá. El despacho estaba amueblado con gran lujo, y los cortinajes y alfombras apagaban el sonido de las voces, impidiendo que desde fuera nadie pudiese oír ni una palabra de lo que se decía dentro.
—Le traigo una carta —siguió el hombre—. Es del señor Borraleda.
—¿Le envía él? —preguntó la mujer, tendiendo la mano hacia el hombre, a pesar de que éste no había hecho intención de sacar la carta que decía traer.
—En cierto modo sí, y en cierto modo no.
—No le entiendo.
—Es muy sencillo. El señor Borraleda escribió para usted una carta, en respuesta a otra suya que recibió.
Lola no replicó. Por sus ojos pasó una llamarada de sospecha.
—Soy un amigo —siguió el hombre—. Tengo su carta. El señor Borraleda la hizo pedazos; pero alguien la recogió, los fue pegando y reconstruyó la nota. Véala.
El hombre sacó un papel, lo desdobló y se lo mostró a Lola, aunque manteniéndolo fuera de su alcance.
—Esta es la carta que usted envió. El señor Borraleda fue muy descuidado: sólo la rasgó. Alguien se entretuvo en reunir los pedazos, que vendió por la módica suma de cien dólares a otra persona, que pensaba obtener unos beneficios mucho mayores.
—¿De esa carta? —preguntó, burlonamente, la mujer.
—Sí. Y de la que escribió el señor Borraleda como respuesta. Estoy seguro de que esta última debe de ser una carta muy interesante.
—¿La tiene y no la ha leído?
—No. Soy muy discreto en lo que se refiere a la correspondencia privada entre una dama y un caballero.
—¿Qué relaciones cree usted que existen entre el señor Borraleda y yo? —preguntó Lola.
—Estoy seguro de que son unas relaciones muy… interesantes.
—Eso no es contestar.
—Permítame leer la carta y podré replicarle con más detalle.
—Usted dice tenerla, ¿no?
—Sí. Pero está destinada a usted.
Al decir esto, el hombre tendió a Lola la carta que Borraleda le escribiera dos días antes. Estaba aún lacrada y no se advertía en ella ninguna señal de que hubiera sido abierta. Lola permaneció unos segundos mirándola, como sin atreverse a abrirla. Por fin, con una plegadera que cogió de encima de la mesa, la abrió, sacando el papel que iba dentro. Desde antes de empezar a leerla la mujer estaba muy pálida; pero su palidez se acentuó a medida que iba leyendo.
—Tome —dijo, por último, tendiendo la carta al hombre—. Puede leerla, No contiene nada importante para nadie.
Leopoldo de las Heras tomó el papel y leyó en voz alta, como si quisiera que Lola se diese cuenta de que leía exactamente lo que decía:
Por Dios Lola, no compliques las cosas con tu intransigencia. Nuestro secreto debe continuar en pie. Isabel no sabe nada No quieras destrozar su vida contándole la verdad. Te prometo que el día que se inaugure el teatro de la Ópera de San Francisco asistiremos. Adquiere tu misma las entradas y podrás verla; pero te suplico que no digas nada. Todos sufriríamos si te abandonara la paciencia que hasta ahora has tenido.
No quiero ser cruel; pero ya sabes que no debes hablar. Tú serías una de las más perjudicadas.
LUIS BORRALEDA.
—Es una carta de un hombre a su amante, ¿no?
—No —replicó cansadamente Lola, en cuyo rostro se estaba acusando por momentos su edad.
—Sin embargo, lo parece. En manos de un desaprensivo podría colocar a Luis Borraleda en una situación peligrosa; al menos políticamente. Y si se la enseñaba a Isabel, ella nunca creería que se tratara, tan sólo, de la carta de Luis Borraleda a su…, madre política, ¿verdad, señora Gámiz?
Hasta aquel momento la palidez de Lola no había sido nada en comparación con la que entonces arrebató de su rostro hasta la más leve huella de sangre.
—¿Qué ha dicho? —preguntó con voz estrangulada—. ¿Qué me ha llamado?
—Señora de Gámiz, esposa de don Claudio Gámiz, de Monterrey.
—Elena Osorio de Gámiz murió hace veinte años.
—¡Pero en seguida nació Lola, y luego Lola Amor!
—¡Dios mío! Pero… ¡si eso no es verdad!
—Es verdad, Elena Osorio. Fue un escándalo terrible y usted no se atrevió a conservar su nombre.
—¿Lo recuerda usted?
—Yo era entonces demasiado joven para poder recordarlo ahora —replicó don Leopoldo de las Heras, olvidándose, sin duda, de su aspecto físico y de que no era lógico que un hombre que representaba más de sesenta años considerara que veinticinco años antes era muy joven. Luego continuó, sin que Lola demostrase haber advertido la contradicción—. Pero he oído hablar bastante de ello. Su marido dijo que usted había muerto. Todos fingieron creerlo. Aunque parezca mentira, Isabel Gámiz no se ha enterado aún de la verdad; pero don Claudio, antes de que su hija se casara, se lo contó todo al futuro esposo, y él vino a verla a usted para suplicarle que no diera ningún escándalo.
—¿Cómo lo sabe?
—Lo sé todo, señora; y lo que ignoro me lo imagino.
—¿Quién es usted, en realidad?
Leopoldo de las Heras sonrió burlonamente. Luego, mirando la carta que aún tenía entre las manos y la que Lola había escrito a Luis Borraleda, comentó:
—Sería mejor quemarlas.
Sin esperar la respuesta de la mujer acercóse al pequeño hogar, donde no ardía ninguna leña, y tiró a él las dos cartas, después de prenderles fuego en la llama de una de las velas que ardían en un candelabro de siete brazos. Cuando las llamas se hubieron consumido después de recorrer todo el papel, el hombre deshizo con el pie los quemados restos.
—Así está mejor —dijo, volviéndose hacia Lola—. Y créame, señora, olvide usted a su hija, porque no puede hacerle ningún bien, y en cambio, involuntariamente, puede causarle mucho daño.
—Sólo quisiera verla un momento.
—¿Para sufrir más al no poder acercarse a ella ni decirle que es usted su madre? Es preferible que no haga ni diga nada. Olvídese de la carta. Lo mejor sería que se marchara usted de San Francisco. Hay muchos lugares en el mundo donde podrá encontrar paz para su espíritu.
—Aún no me ha dicho quién es usted. ¿Por qué se interesa tanto por nosotros?
—Porque soy un incorregible entrometido que nunca escarmentará.
—¿Quién es usted? —preguntó, con mayor firmeza, la mujer.
—Ya le he dicho…
—Usted no es un viejo. Ese disfraz… Dígame quién es. De lo contrario no haré caso a ninguna de sus indicaciones y, ocurra lo que ocurra, seguiré adelante.
El hombre acarició el brazo del sillón. Después miró a Lola y comprendió que sus excitados nervios le impedían razonar serenamente. Y como el peligro era demasiado grande, se puso en pie, fue hasta la mesa escritorio y, tomando un papel, trazó un rápido dibujo que tendió a Lola Amor, preguntando:
—¿Lo ha visto alguna vez?
En la hoja de papel se veía tan sólo una cabeza de lobo. Sin embargo, Lola comprendió en seguida.
—¿El Coyote?
—Sí.
—Pero… ése no es su verdadero aspecto.
—No. Es uno más de mis disfraces.
—He oído hablar mucho de usted —murmuró Lola—. Le he admirado muchísimo. Nunca creí verle ante mí.
—Espero que hará lo que le he pedido.
—Lo haré. Venderé esta casa y me marcharé a Europa o a otro lugar. Hace tiempo que tengo todo el dinero necesario para vivir. Si he permanecido aquí ha sido sólo porque… aún tenía esperanzas. Buenas noches, señor Coyote.
—Buenas noches, señora.
El hombre fue hacia la puerta, la abrió y saliendo fuera cruzó la sala de juego, recogiendo en el guardarropa todo cuanto había dejado en él. En el mismo coche en que había llegado, alejóse para siempre del «Templo de la Fortuna y del Amor», que se encontraba en el apogeo de su nocturna animación.