Capítulo VII:
Las tribulaciones de Miguel Pozos
Luis Borraleda terminó de escribir, metió el pliego de papel en el sobre y lo lacró con todo cuidado. Hecha esta importante operación, jugueteó unos momentos con la carta. Mirando a Miguel Pozos, uno de sus criados de mayor confianza, dijo pensativo:
—Ten mucho cuidado con esta carta. Entrégala a mano y asegúrate de que no cae en poder de otra persona. Harás el viaje a caballo. Ya sé que es molesto; pero lo considero más seguro que ir en tren.
—Desde luego, señor —replicó Miguel Pozos—. Haré el viaje a caballo.
—Cuando llegues a tu destino entra y acércate a una de las mesas de juego, sacas el dinero y cuéntalo. Después ve a la caja como para cambiarlo por fichas, y si está sola le entregas los billetes y el sobre. Ella lo comprenderá y te dará unas cuantas fichas. Tómalas, ve a jugar y cuando te queden diez o doce fichas vuelve a la caja a cambiarlas por dinero. Recibirás lo mismo que entregaste y… la contestación. Sal de la casa y vuelve aquí utilizando el mismo sistema. Si en algún momento vieras que existía el peligro de que la carta cayera en manos ajenas, destrúyela lo más totalmente que puedas.
Al terminar de hablar, Borraleda tendió a su criado unos billetes de banco y un revólver de corto cañón, indicando:
—Esto te servirá para defenderte.
Pozos guardó el dinero y el arma. No le gustaba la idea de necesitar un revólver para defender algo tan sin importancia como una carta. Cuando se concede más valor a un papel escrito que a una cantidad de dinero, es que semejante papel es peligroso, y… Miguel Pozos se encontró pronto con la garganta seca y una gran debilidad en las rodillas. Con un terrible vacío en el estómago, unido a las anteriores impresiones, salió del despacho de su jefe y marchó a su habitación a arreglarse para el viaje.
Luis Borraleda, al quedar solo, se puso de pie y se pasó una mano por la frente. Estaba cansado; pero más moral que físicamente. ¿Por qué no podía un hombre huir a complicaciones que ni siquiera eran suyas? De pronto se encontró pensando en su huésped. Don César era un hombre feliz. En aquellos momentos estaba beatíficamente dormido, sin que le apurase ningún problema moral ni material. Además, como no tenía ambiciones, podía marcharse de los sitios en que no se encontraba bien sin el temor de que su partida fuera tenida en cuenta. Así lo había hecho aquella noche, yéndose de casa de la princesa en cuanto el aburrimiento le dominó.
—¡Ojalá pudiera yo sentir alguna vez aburrimiento! —murmuró Borraleda mientras subía hacia sus aposentos.
En aquellos instantes se abría la ventana de su despacho y un hombre entraba en él. La oscuridad impedía que se le viera el rostro; pero él debía de conocer muy bien todos los rincones de aquella estancia, pues desde la ventana fue sin ninguna vacilación hasta la mesa y sentóse en el mismo sillón que había ocupado antes Luis Borraleda. Abrió un cajón, tomó una hoja de papel y, a oscuras, escribió algo en ella con una pluma. Mientras se secaba lo escrito, el misterioso visitante tomó un sobre y escribió un nombre y una dirección, luego metió en él la carta, engomó el sobre y, tras encender una velita, procedió a lacrarlo.
La luz de la velita, al proyectarse contra el rostro del hombre, reveló la inconfundible máscara del Coyote. Un momento más tarde se apagaba la vela y el enmascarado abandonaba por la ventana el despacho de Luis Borraleda.
*****
Miguel Pozos acabó de atarse las botas de montar, cogió la manta que debía protegerle del frío nocturno, y después de ponerse el sombrero salió de su cuarto. Se detuvo un segundo, asaltado por la sospecha de haber visto una sombra moverse al final del pasillo. Al cabo se convenció de que debía de tratarse de un error o de un producto de su imaginación y marchó hacia la puerta.
Tenía que cruzar el jardín trasero hasta llegar a la cuadra donde estaban los caballos, y aún preocupado por lo que había creído ver, anduvo con grandes precauciones. Esperaba haber salvado todos los peligros cuando, al ir a entrar en la cuadra, sintió contra su espalda el duro contacto del cañón de un revólver mientras una voz le ordenaba bajito:
—Quieto, a menos que quieras llevarte un buen disgusto.
El atribulado Pozos quedó inmóvil, como si el revólver hubiera sido una varita mágica que le hubiese convertido en piedra. Entretanto, la mano del que le había detenido comenzó a registrarle los bolsillos.
—Haces mal en ir con un arma, si no sabes utilizarla —dijo el desconocido, despojando a Pozos de su revólver y tirándolo al suelo. Luego, al encontrar la carta sellada, se la quitó, preguntando—: ¿Qué significa esto?
—No sé…, es una carta —tartamudeó el criado, del todo convencido de que aquella misiva le traería muy mala suerte.
—¿Para quién? —siguió preguntando el otro.
—No sé…, no he leído la dirección. Tengo que llevarla a San Francisco.
—¿A qué sitio de San Francisco?
—No sé, no… Creo que… a una casa de juego…
—Bien, llévala; no me interesa —replicó el desconocido, devolviendo a Pozos el sobre sellado, que el otro guardó en el bolsillo, sin advertir que no era, ni mucho menos, el mismo que le entregara su jefe.
—¿Para qué ha hecho usted esto? —preguntó Pozos cuando el hombre le devolvió el revólver que antes le había quitado.
—Para ver si llevabas algo importante. Puedes marcharte.
Pozos aún creía tener detrás de él al desconocido cuando, de pronto, advirtió que ya estaba solo. Sin esperar más entró en la cuadra, preparó el caballo y, montando en él, salió a la calle. En el instante en que lo hacía brilló tres veces una luz en una de las ventanas de la casa Borraleda; pero el jinete no se fijó en aquel detalle y continuó su camino hasta que dos hombres aparecieron ante él en medio de la calle, otro se situó a su espalda y dos más se acercaron lateralmente.
Como cada uno de aquellos hombres empuñaba un revólver y con él encañonaban a Pozos, éste levantó las manos. Se dejó despojar del revólver, del dinero y de la carta y permaneció inmóvil hasta mucho después de que se hubieron alejado sus agresores. Al fin bajó las manos, y con tristeza emprendió el regreso para dar cuenta de la fulminante terminación de su viaje.
Mientras tanto, los cinco hombres que le habían arrebatado la carta se detuvieron entre unos árboles y uno de ellos distribuyó entre los otros cuatro el dinero de que habían despojado a Pozos y otra importante cantidad que sacó de su bolsillo; luego los despidió y marchó en dirección contraria a la que ellos siguieron, sin observar que, desde detrás de unos laureles, un hombre había espiado sus movimientos.
*****
Víctor Kennedy cogió con temblorosa mano la carta que le entregaba el hombre que estaba ante él.
—¿Os costó mucho? —preguntó antes de mirarla.
—No —sonrió el otro—. Se dejó quitar el sobre como si no le extrañara lo más mínimo nuestro ataque. No dijo ni una palabra.
—¡Maldita sea! —Le interrumpió la voz de Kennedy—. ¡Imbéciles!
—¿Qué ocurre? —preguntó el hombre.
—¿Has examinado la carta?
—No… Usted me dijo que no la mirase…
—Sí, sí, ya sé que dije eso; pero… observa a quién va dirigida.
Kennedy tendió al otro la carta, en cuyo sobre se leía: «Para el señor Víctor Kennedy. — Hotel Emporium. Sacramento».
—¡Oh! —Exclamó el hombre—. Entonces… era para usted y…
Kennedy no le escuchaba; había rasgado el sobre y sacado la carta que iba dentro de él. Apenas desdobló la hoja de papel sintió que un escalofrío le corría la espina dorsal. En la nota se leía:
Señor Kennedy: Debió usted de comprender, por cómo se desarrolló nuestra última entrevista, que no me gustaba su intromisión en los asuntos del señor Borraleda; pero ya que insiste en seguir por el mal camino, le prevengo de que el final de ese camino será mucho más desastroso para usted de lo que ni siquiera imagina. La carta que usted busca está en mi poder. Le saluda atentamente,
EL COYOTE.
Guardando la carta, Kennedy preguntó:
—¿Qué hicisteis con el mensajero?
—Lo que usted nos ordenó. Le dejamos marchar, aunque estaba tan asustado que no se movió en no sé cuánto tiempo.
—¿Le visteis salir de la casa?
—Sí. Le detuvimos a muy poca distancia.
—¿Se acercó antes alguien a él?
—No.
—¿Estás seguro?
—Completamente.
—Pues no lo estés tanto, porque delante de vuestras narices le quitaron la carta que yo necesitaba.
—¿Quién?
—El Coyote. ¿Sabes quién es?
—¿Eh? ¡No es posible!
—Sí lo es. Se quedó con la carta verdadera y le dio la que habéis traído.
—Pues… si yo hubiera sabido que El Coyote andaba metido en este asunto, todo el oro del mundo me hubiese parecido poco premio y le hubiera dicho lo que le digo ahora: que no cuente más conmigo.
—¿Vas a traicionarme? —preguntó, amenazador, Kennedy.
El hombre contestó con un movimiento negativo de cabeza.
—No le traicionaré, señor, pero no trabajaré más para usted. Ir contra El Coyote es jugarse la vida con noventa y nueve probabilidades entre cien de perderla. Y yo aprecio mucho mi cabeza.
—Te pagaré bien…
—No, no, señor Kennedy. No me importa el pago. Y si les advierte usted que los necesita para ir contra El Coyote, encontrará a muy pocos hombres dispuestos a ayudarle.
—Ya lo veremos. Puedes marcharte; pero no te aconsejo que te quedes en Sacramento, a menos que quieras tener que dar cuenta a la policía de tus actividades.
—Sabiendo que El Coyote está aquí, no me importa marcharme. Buenas noches.
Al quedarse solo, Kennedy dio unos pasos por la estancia y varias veces sacó la carta del Coyote, mirando sólo la extraña cabeza dibujada al final de la misma. Al fin decidió que tan pronto como se hiciera de día se pondría en contacto con el ayuda de cámara de Luis Borraleda.
Pero tampoco en esto iba a estar afortunado Víctor Kennedy.
Lucio Barrera, el ayuda de cámara, se despertó una hora después del amanecer y ante él vio a un hombre acodado a los pies de la cama. El antifaz con que ocultaba su rostro era una clara prueba de que sus intenciones no eran buenas, pues nadie con buenas intenciones se mete en una habitación ajena cubriéndose el rostro con una máscara y jugueteando con un revólver de seis tiros.
—¿Qué…, qué… quiere? —tartamudeó al convencerse de que no estaba soñando.
—Que te marches.
—Pero…
—Has trabajado para Kennedy, ¿verdad?
El silencio de Barrera fue significativo.
—En perjuicio de tu dueño —siguió el enmascarado.
Tampoco dijo nada Barrera.
—Eso es traición y abuso de confianza. Debiera matarte.
—¡Por Dios!
—O por lo menos arrancarte un trozo de oreja para que todos supieran que eres un sinvergüenza —prosiguió el enmascarado, haciendo comprender a Barrera, con estas palabras, quién era el hombre que tenía delante.
—¡El Coyote! —exclamó.
—Sí, El Coyote. Ya supondrás que no amenazo en vano, si dentro de dos horas estás aún aquí, ya no podrás marcharte a otro sitio y tendrás que quedarte en Sacramento hasta el día del Juicio final.
—¡Dios mío! ¿Por qué me amenaza?
—Por esto —dijo El Coyote, mostrando la carta que había arrebatado a Kennedy—. Y por esto otro —agregó, mostrando la carta, que había quitado a Pozos.
Barrera no hizo ninguna pregunta más. Saltó de la cama, vistióse, recogió su equipaje, se puso la capa y el sombrero y salió de la habitación. Seguido por El Coyote llegó a la puerta y bajó a la calle, desde donde marchó directamente a la estación. Allí tomó el tren para San Francisco; pero antes escribió una breve nota para Vic Kennedy, quien más tarde leyó con enorme inquietud:
Señor Kennedy: Me marcho a San Francisco. Me lo ordena El Coyote. No me atrevo a desobedecer. Si me necesita estaré en la calle Reyes, número 18; pero no quiero volver a Sacramento.
LUCIO BARRERA.
—¡Otra vez El Coyote! —gruñó Kennedy al terminar la lectura. Luego tomando un papel que tenía sobre la mesa, releyó la carta que Lucio Barrera le había entregado la noche anterior, que luego le arrebató El Coyote, y cuyo texto había podido copiar con todo detalle gracias al perfecto recuerdo que de él tenía.
De pronto una sonrisa extendióse por su rostro a medida que iba comprendiendo algo.
—Amor —murmuró. Y luego—: Lola Amor… Lola Amor.
Saliendo de su despacho dirigióse a la habitación de su secretario y le preguntó:
—¿Qué sabes de Lola Amor?
—¡En! Pero… —Frank Eliot miró, desconcertado, a su jefe—. ¿Por qué me pregunta… por esa mujer?
—¿Qué sabes de ella? —Insistió, irritado, Kennedy—. ¿No has estado mucho tiempo en San Francisco?
—Claro… Pero esa mujer… ¿qué tiene que ver?…
—Tiene mucho que ver en nuestros asuntos. Dime de una vez qué sabes de ella, si es que sabes algo. Y si no sabes nada procura saberlo dentro de tres días.
—Tiene una casa de juego —contestó Eliot—. Está en la calle de Kearny. Un lugar muy importante, servido por muchachas muy… muy atractivas…
—¿Sabes si su verdadero nombre es ese?
—Creo que no.
—¿Desde cuándo está en San Francisco?
—Por lo menos hace veinte años.
—¿Qué edad tiene?
—Dicen que tiene unos cuarenta y nueve o cincuenta.
—Ve a San Francisco, ponte en contacto con Lucio Barrera, que está en la calle Reyes, 28, y en tres o cuatro días como máximo entérate de todo lo referente a ella y a su pasado. Yo iré allí a saber los resultados.
—¿No puede darme alguna idea acerca de lo que debo averiguar?
Kennedy reflexionó un momento. Luego, comprendiendo lo acertado de la petición de su secretario, replicó:
—Sí, quizá con ello te facilite el trabajo. Debes enterarte de qué posible relación existe entre Lola Amor, Luis Borraleda o Isabel Gámiz de Borraleda.
—¿Qué relación puede existir entre esa mujer y el señor Borraleda?
—Si lo supiera no te enviaría a averiguarlo, Frank; pero creo que existe una relación importante. Si la descubres y me la comunicas, seguramente tendremos en nuestras manos al señor Borraleda.
—Bien; procuraré averiguarlo, aunque no va a ser fácil, a menos que…, a menos que Lola haya nacido en California; pero lo más probable es que haya nacido en cualquier otro rincón del mundo.
Sonriendo, Kennedy respondió:
—Creo que Lola Amor ha nacido precisamente en California.
*****
Aquella mañana, al despedirse de su huésped, don César de Echagüe se hubiera debido de extrañar del mal humor que dominaba a Luis Borraleda. Sin embargo, como hombre discreto, no le preguntó las causas de su nerviosismo. Claro que no lo hizo porque nadie mejor que él las conocía. Si Luis hubiese podido examinar el contenido de los bolsillos de don César, su inquietud por el paradero de la carta que había enviado a San Francisco, y cuya sustracción le acababa de ser comunicada por el atribulado Miguel Pozos, se hubiese calmado bastante, aunque entonces hubiera surgido la difícil pregunta de: ¿por qué llevaba don César encima la carta que él había escrito en respuesta a otra carta de la que ya no se acordaba, por creerla destruida?