Capítulo IV:
Las angustias de Isabel Gámiz de Borraleda

El mundo entero vacilaba en torno a ella. No era posible lo que un momento antes le había dicho su marido. No; no era posible. Doce años de matrimonio borrados, de pronto, por una horrible declaración. Isabel no podía creerlo.

Luis le había hablado con una serenidad inaudita, como si fuera un juez dictando sentencia contra un odioso asesino. Su rostro había permanecido impasible. ¡Odiosamente impasible!

Isabel escondió el rostro entre las manos y, al fin, pudo romper en el deseado llanto, que hasta entonces le había resultado esquivo. Sus violentos sollozos llenaron la habitación. Jamás se hubiese atrevido a llorar de aquella forma ante su marido, ni mucho menos delante de gente extraña. Por fortuna, la casa estaba vacía. Los criados habían salido. Luis Borraleda les hizo marchar para evitar que pudiesen enterarse de nada. Era una atención que debía agradecerle; pero al recordarla, Isabel lloró con más fuerza entre guturales hipidos, mientras las lágrimas, desbordadas, corrían entre sus dedos, goteando sobre la negra falda de su traje. Debía de estar horrible; pero no le importaba. Por una vez le tenía sin cuidado el aspecto de su rostro, enrojecido por el llanto. No obstante, se alegraba de que Luis se hubiese marchado. A Luis le repugnaban las lágrimas. Cuando, al principio de su matrimonio, ella había llorado por motivos que él juzgó baladíes, su reacción fue siempre opuesta a la que Isabel juzgaba lógica. Por eso no había llorado ante él; por lo menos le evitaría un recuerdo molesto. Además, tampoco quería oír las frías palabras de consuelo que Luis hubiera pronunciado. ¡Esto era lo más irritante! Oírle hablar con forzada ternura que no disimulaba su molestia.

El reloj del vestíbulo dio lentamente diez campanadas, que sonaron huecas y metálicas y cuyos ecos extendiéronse por toda la casa.

De pronto, Isabel se dio cuenta de que había estado contando las campanadas una a una. Al comprender que eran realmente las diez de la noche, sintióse invadida por un súbito asombro.

¿Las diez? Aquella horrible escena había tenido lugar cuando aquel mismo reloj dio las ocho. También entonces ella, con el corazón lleno de angustia, halló un extraño placer en contar una a una aquellas ocho campanadas que marcaban el final de su dicha. La felicidad había empezado a las diez de una mañana de primavera, en Monterrey, y terminaba definitivamente a las ocho de una noche de principios de verano, en Sacramento, doce años más tarde.

Pero ¿cómo era posible que hubiesen transcurrido dos horas desde que Luis pronunció aquellas terribles palabras? Ella hubiese jurado que no transcurrieron más de quince minutos. O acaso menos. Además, no había oído dar las nueve. No… no eran las diez. Todo lo más, serían las nueve. Debía de haber contado mal.

Apartó lentamente el rostro de entre las manos y sintió que las lágrimas se habían helado sobre sus mejillas. Con el dorso de la mano limpió el llanto que enturbiaba sus ojos y un grito de espanto brotó de su garganta. Luego preguntó:

—¿Qué hace usted aquí?

—He venido a ayudarla, señora —replicó el enmascarado, desde el sillón que ocupaba frente a Isabel.

—¿Por dónde ha entrado?

—Por la cocina —respondió el hombre, inclinándose ligeramente.

Isabel le miró, hipnotizada. Fijóse en su sombrero, en su oscuro traje, en sus altas botas y grandes espuelas, todo ello de tipo mejicano; en el delgado rostro, en el bigote, en el antifaz y en los dos revólveres que captaban todos los reflejos de la luz de la estancia.

—¿Quién es usted? —preguntó al fin, presintiendo, no obstante, la contestación.

El Coyote, señora.

Isabel permaneció callada durante unos instantes. Después, haciendo esfuerzos por parecer serena, inquirió:

—¿A qué ha venido a esta casa?

—Ya se lo dije antes. He venido a ayudarla.

—No necesito su ayuda; pero, de todas formas, agradezco su buena intención.

—Opino que está en un error al creer que mi ayuda no le es necesaria; pero estoy seguro de poderle demostrar su equivocación. ¿Por qué llora?

En lugar de responder, Isabel preguntó:

—¿Cuándo entró en esta casa?

—Un momento antes de las nueve. Cuando usted lloraba con mayor desconsuelo.

—¿Entró porque me oyó llorar?

—No. Venía a ayudarla porque presentía lo que le estaba ocurriendo.

—Si adivina el motivo de mi llanto ¿por qué me pregunta?…

—Adivinar no quiere decir tener la seguridad. Cuénteme lo que le sucede. Su esposo cree que no la ama, ¿verdad?

—No me quiere.

—¿Está enamorado de otra mujer?

—Sí.

—¿Y quiere dejarla a usted?

—Sí.

—¿Ha pronunciado, acaso, la palabra divorcio?

—Sí.

—Eso es algo inconcebible en California. Hasta los norteamericanos que se instalan aquí vacilan antes de recurrir a esos extremos. El divorcio es una solución que no cabe en ninguna imaginación sensata. Incluso en el Este se emplea muy poco y, desde luego, ninguna familia acomodada ni distinguida recurre a él.

—Luis está dispuesto a divorciarse de mí.

—Eso le quitará los votos de todos los californianos.

—No se hará nada hasta después de las elecciones.

—¿Quiere eso decir que el señor Borraleda piensa evitar el escándalo hasta después de verse sólidamente instalado en su puesto de gobernador?

Isabel movió negativamente la cabeza.

—No. Precisamente por eso me lo ha dicho ahora, a fin de darme tiempo a destruir su carrera política con el escándalo.

—¿Y qué piensa usted hacer?

Isabel se encogió de hombros.

—No deseo perjudicarle —dijo.

—¿Se merece Luis Borraleda tanta magnanimidad? —preguntó El Coyote.

—No importa. Lo único que deseo es no causarle ningún daño.

—¿Aún le ama?

—Prometí amarle y respetarle durante toda mi vida. Sólo profeso una religión, y esa religión me niega el derecho de desunir lo que Dios unió. En mi conciencia yo seré, hasta que la muerte nos separe, la esposa de Luis Borraleda. No me importa lo que él decida, ni lo que él haga. Su propia conciencia será su mejor juez.

—¿Por qué no me cuenta todo lo ocurrido?

—Porque eso sólo nos importa a Luis y a mí. Y si él quiso que nadie lo supiera antes de tiempo…

—Usted ya ha descubierto una gran parte de ese secreto. ¿Por qué no me revela el resto?

—No.

—Señora: soy un amigo y quiero ayudarla; pero más que ayudarla a usted me interesa ayudar a Luis Borraleda. En estos momentos su esposo lamenta con toda su alma haberle hablado antes de tiempo. Si se hubiese contenido o hubiera dejado para mañana su revelación, ahora podría volver a su lado y sentirse feliz.

—¿Por qué dice eso?

—Porque lo sé. Luis es un hombre honrado. Creyó estar enamorado de otra mujer que supo hacer ver que le comprendía. Comprometióse con ella; pero no definitivamente. Esta noche se iba a realizar el compromiso definitivo. Recibió la llave de la casa de esa mujer e iba a dirigirse a su lado. No pensaba volver a esta casa en toda la noche. La infidelidad se iba a consumar, al fin. Por eso habló. Por eso le dijo que pensaba divorciarse de usted. Es demasiado honrado para vivir como marido infiel. Pero han ocurrido tantas cosas en las dos horas transcurridas desde que se marchó… Si usted supiera algunas de ellas… Pero lo importante es que Luis no ha dejado de amarla.

—¿A pesar de que se marchó de aquí para ir en busca de los brazos de otra mujer? —preguntó Isabel.

—A pesar de eso.

—Si realmente me ama… y conste que no lo creo, ¿por qué no ha vuelto?

—Porque teme no ser recibido por usted. Se da cuenta de que ha hecho algo muy grave.

—¿Y le envía a usted para pedirme perdón?

—No; no soy mensajero de su marido. Actúo sin que él lo sepa. En estos momentos Luis Borraleda vaga por las calles sin rumbo cierto, maldiciéndose por su tontería; pero si usted conoce a su esposo, sabrá que tiene un grave defecto.

—¿Cuál?

—El de la testarudez. Cree que después de lo ocurrido ya no se puede presentar aquí. Insiste en convencerse de que debe pagar su culpa. Piensa que usted puede suponer que si vuelve a sus pies es porque otros pies le han rechazado. Y está dispuesto a martirizarse, a cargar con el castigo de su delito; castigo que se ha impuesto él mismo.

—¿Cómo puede pensar eso?

—No lo sé; pero lo piensa.

—No puedo admitir que después de su actitud de hoy me siga amando.

—Puede que en estos momentos Luis no piense nada. Debe de estar demasiado ocupado consigo mismo para pensar en usted; pero, en realidad, nunca ha dejado de quererla.

—¿Y si yo fuese en su busca y le pidiera que lo olvidásemos todo como se olvida un mal sueño? —preguntó Isabel.

—La rechazaría. Le diría que es usted demasiado buena para él; que no la merece, y… huiría de su lado. Pertenece a ese tipo de hombres que cuando han cometido una falta no rehúyen el castigo, y, por el contrario, encuentran en él, por muy doloroso que sea, un alivio para su atormentado espíritu. Así, cuando han sufrido mucho, piensan que ya están algo perdonados. Al fin y al cabo es la base fundamental del Purgatorio. Sufrir mucho para librarnos de nuestras culpas.

—¿Cómo conoce tan bien a Luis?

—Porque soy hombre como él y también tengo mis debilidades.

—Me ha dicho que debíamos separarnos —murmuró Isabel, como hablando con ella misma—. Que debíamos recurrir al divorcio. Que amaba a otra mujer y que no podía vivir a mi lado con ese secreto en el alma. Me dijo que si se anunciaba nuestra separación él perdería todas sus probabilidades de obtener el cargo de gobernador de California; pero estaba dispuesto a dejarme en libertad de proclamarlo y a sufrir el castigo de perder las elecciones, con tal de expiar un poco su falta. Yo le dije que callaría hasta después de las elecciones y… y que me alegraba de separarme de él.

—¿Por qué le dijo eso?

—Para salvar un poco mi orgullo.

—Es natural. Ahora lo que se debe hacer es hallar el medio de que Borraleda expíe su falta, se sepa libre de ella y pueda volver a usted.

—¿Cómo lograrlo… si es que es posible?

—Obligándole a luchar, a vencerse a sí mismo. Cuando lo haya conseguido será nuevamente dueño de su orgullo y podrá mirarla frente a frente.

—¿Y cómo se conseguirá?

—No se preocupe. Lo importante es que se consiga.

El Coyote se acercó a su mesa. Luego, volviéndose hacia la mujer, que le miraba llena de asombro y desconcierto, dijo:

—Le ruego que confié en mí. Sólo deseo favorecerla.

—Pero… ¿es usted un caballero o un bandido?

—Una mezcla de ambas cosas. En este caso, aparte de querer ayudarla a usted, me interesa lograr que Luis Borraleda llegue a ser gobernador de California. Creo que él es el hombre que necesitamos para bien de todos.

Isabel permaneció durante unos momentos mirando a aquel extraño ser. Después dijo lentamente:

—Bien: no sé si obro con sentido común, pero estoy dispuesta a confiar en usted y a hacer lo que me indique.