Capítulo V:
Vic Kennedy recibe una visita
Vic Kennedy subió de nuevo al salón, pero en vez de reunirse con don César procuró aislarse. Aprovechando que aparentemente nadie se fijaba en él, se alejó por un pasillo y entró luego en la biblioteca. Encerróse en ella y sacando la cartera la abrió. Los fragmentos habían sido pegados sobre una hoja de papel y sólo estaba escrita por una cara. Era muy breve. Decía:
Mi querido Luis: No puedo resistir más, necesito verla. Ya sé que no tengo derecho, pero si continúo así acabaré volviéndome loca. ¿Por qué no venís alguna vez a San Francisco? Siempre viajas solo, y ya sabes que te prometí no ir a Sacramento; pero si dentro de quince días no venís, yo misma iré a vuestra casa e Isabel sabrá toda la verdad. No me obligues a hacer lo que no quiero. Falta muy poco para que se inaugure el teatro de la Ópera. Adquiere un palco. Yo, desde la platea, os veré. No pido más; pero si me lo niegas tendrás que atenerte a las consecuencias. Es la primera vez que amenazo, y no lo haré en vano.
Por favor, ten piedad de mí.
AMOR.
Kennedy dobló lentamente la carta, la guardó en un bolsillo interior y, levantándose, salió de la biblioteca. Cuando regresó al salón se había olvidado por completo de don César de Echagüe y no advirtió que el californiano había encontrado un sillón en el cual bostezaba ruidosamente, aunque sin perder de vista a la eminencia gris de Walter Dunn.
Al cabo de un rato, Borraleda, que durante todo el tiempo había estado atendiendo a Irina, acercóse a él, preguntando:
—¿Se aburre usted, don César?
—Pues, la verdad, no me estoy divirtiendo. ¿Cómo es posible que tantos hombres se pasen la noche entera sin hablar de otra cosa que de política? Uno a quien le hablé de las vacas, bueyes y terneros que tengo en mi rancho, me miró como si le hablase de los habitantes de la luna. Por la prisa que se dio en escapar de mi lado me hizo sospechar que desconocía lo que son vacas, bueyes y terneros. ¿Cree que se molestarán si me marcho a dar un paseo?
—En realidad creo que ni se darán cuenta de que se ha ido —replicó Borraleda—. Por lo menos, aún nos queda una hora de acalorada discusión. Adiós.
La brusquedad con que Luis Borraleda se separó de él, se debió exclusivamente, en opinión de don César, al hecho de que Irina había vuelto a quedarse sola, y de que varios invitados se dirigían ya hacia ella para arrancarla de su momentáneo abandono. Borraleda los batió a todos por un par de metros. Si más tarde pensó un momento en don César, una rápida mirada hacia el sillón en que se había sentado el hacendado, bastó para hacerle comprender que César de Echagüe, muerto de aburrimiento, había escapado de la reunión.
*****
Vic Kennedy se mantuvo al margen de los demás invitados, sin preocuparse de sus comentarios políticos ni de sus ideas, que ya sabía de memoria. Había releído tantas veces la carta que habría podido recitarla sin una sola falta; pero aún no había llegado a comprenderla. Hasta pasó por su imaginación la sospecha de que pudiera tratarse de una falsificación del que se la había entregado.
—No tiene sentido —murmuró una vez más—. No tiene el menor sentido y, sin embargo, si es verdad que él la hizo pedazos, es que tiene un significado desagradable. La autora de la carta es una mujer, pero no está celosa ni le amenaza con descubrir unas relaciones ilícitas. Pide ver a la esposa… No lo entiendo.
Kennedy continuaba sin entender la carta cuando se disolvió la reunión y los invitados se fueron despidiendo de Irina. Vic rezagóse y fue el último en besar la mano de la princesa.
—¿Cómo marchan las cosas? —preguntó.
—Parece que está muy interesado; pero no creo que esperase usted que en cuatro días consiguiera ya escritos comprometedores.
—No, desde luego. No lo esperaba; pero no olvide que debemos actuar de prisa. ¿Le cree interesado de veras?
—Sí.
—¿Han hablado de algo más que de política?
—Sólo ha insinuado que su mujer no le comprende. Yo le he dicho que envidiaba a la que podía estar siempre cerca de él. Luego he desviado el tema de la conversación.
—¿No le ha dicho nada de un próximo viaje a San Francisco?
—No; pero mañana hemos de pasear juntos.
—No olvide que lo importante es que le escriba cartas. Tal vez convenga que se marche usted a San Francisco o a otro lugar. Entonces no tendría más remedio que escribirle.
—Ya veré. Buenas noches, señor Kennedy.
Este besó nuevamente la mano de Odile Garson, bajó al vestíbulo, recogió su sombrero y salió a la calle.
Sólo quedaba su coche y hacia él se dirigió, nuevamente preocupado por el problema de la esquela que Luis Borraleda había rasgado con tanta furia.
—A casa —ordenó al cochero, metiéndose en el coche.
Al ir a sentarse estuvo a punto de lanzar un grito de asombro, que fue ahogado en su garganta por la amenaza del revólver que empuñaba el enmascarado que se encontraba en el vehículo.
—¿Qué…? —empezó Kennedy.
—Silencio —ordenó el otro—. El cochero podría oírnos.
—¿Quién es usted?
—Creí que todos los habitantes de California me conocían. Un enmascarado…
—¿El Coyote? —preguntó, casi sin voz, Kennedy.
—Para servirle, señor Kennedy, o la eminencia gris de Walter Dunn, como prefiera.
—¿Y qué… quiere?
—Sólo cierto papel que le entregó el ayuda de cámara del señor Borraleda.
—Está equivocado.
—Quiero ese papel, señor Kennedy —interrumpió El Coyote—. Y le prevengo que tanto me da que me lo entregue usted, como verme obligado a quitárselo a su cadáver.
—No me han dado nada…
—Ya lo sé. Pagó usted un billete de cien dólares. Tenga la bondad de darme la carta o…
El chasquido del percutor del revólver que empuñaba El Coyote terminó significativamente su frase. Kennedy sacó lentamente el papel y se lo tendió al enmascarado.
—Desdóblelo para que vea si me engaña o no —ordenó El Coyote.
Kennedy obedeció, mostrando la carta pegada sobre el papel. Luego, atendiendo a un ademán del Coyote, la volvió a doblar y se la entregó, mientras mentalmente se felicitaba por haberla leído las suficientes veces para que todas sus palabras quedaran perfectamente grabadas en su memoria.
Cuando hubo guardado el documento, El Coyote ordenó a Kennedy.
—Vuélvase de espaldas; pero antes deme su pañuelo.
—¿Qué va a hacer?
—Me repugna la idea de golpearle en la cabeza con mi revólver. Sé de muchos casos en que un hombre ha muerto de un golpe así, debido a tener la tapa del cerebro muy delgada; pero si usted prefiere que en lugar de amordazarle y atarle, le dé un buen golpe…
Kennedy interrumpió al Coyote tendiéndole un pañuelo y volviéndose de espaldas. En brevísimo tiempo, El Coyote le amordazó y con unos cordeles le ató de pies y manos, dejándole en un rincón del coche, mientras él abría la portezuela. A pesar de que el coche marchaba a bastante velocidad saltó a la calle y cerró silenciosamente.
Cuando el cochero se detuvo ante el Hotel Emporium y el conserje del establecimiento acudió a abrir la portezuela, el asombro de los dos fue infinito al ver al importante señor Kennedy hecho un fardo en un ángulo del coche. Y su estupefacción aún fue mayor cuando al proponerle avisar a la policía de Sacramento, el señor Kennedy les dio diez dólares a cada uno y les hizo prometer que olvidarían lo que acababan de ver.