Capítulo III:
El segundo visitante de la princesa
Las tribulaciones de la princesa aún no habían terminado, a pesar de que eran las nueve y media de la noche, hora en que el que tiene algo que hacer ya suele haberlo hecho, o lo ha dejado para el día siguiente.
Odile había cambiado ya su traje por el camisón de dormir y se disponía a refugiarse entre las sábanas, cuando una discreta llamada a la puerta la sobresaltó violentamente.
Pero el temor que siempre sentía cuando, estando sola, sonaba una llamada inesperada, se calmó en seguida. La suavidad de la llamada era un claro indicio de que la persona que se encontraba al otro lado de la puerta no llegaba con intenciones de violencia, sino con deseos de discreción. Sin embargo, antes de abrir, la mujer cogió de nuevo el revólver, lo recargó y, poniéndose una bata de terciopelo, guardó el arma en uno de los bolsillos. En seguida fue a abrir.
Un hombre apareció en el umbral de la puerta. Vestía una larga y ceñida levita, cuello duro, corbata de seda, y pantalones muy bien cortados. Con la mano derecha sostenía un sombrero de copa. Odile recordaba haberle visto en alguna parte; pero de momento no consiguió fijar el recuerdo.
—¿Puedo entrar? —preguntó el visitante.
—¿No puede volver mañana, caballero? —preguntó Odile.
—Lo lamento, princesa, necesito hablar con usted esta misma noche.
—No es una hora muy indicada para visitarme. En el hotel se extrañarán si recibo…
—Nadie sabe nada de mi visita, princesa —replicó el hombre—. Sólo saben que soy un huésped del hotel. Soy un hombre esencialmente prudente. No quiero comprometer el buen nombre de una dama; pero si continúa teniéndome aquí, alguien puede vernos y entonces no sería culpa mía si su reputación se perjudicaba.
—Ya le he dicho que no tengo la costumbre de recibir visitas a estas horas, caballero —dijo Odile, empezando a cerrar la puerta.
La mano del hombre se apoyó, sin aparente fuerza, contra la madera y contuvo su movimiento, a la vez que decía:
—Vengo a ofrecerle cincuenta mil dólares, señorita…
En los fríos ojos de su visitante, Odile leyó el nombre que quedó sin pronunciar después del «señorita…». Al fin, se hizo a un lado, invitando:
—Pase usted, caballero.
El hombre entró en la estancia, y mientras Odile cerraba con llave la puerta paseó una distraída mirada a su alrededor. No dejó de advertir que junto al jarrón de rosas blancas había un vaso, dentro del cual se encontraba una rosa aparentemente igual que las del jarrón. Sin embargo, no hizo ningún comentario, y cuando Odile, acomodándose en el sillón que había ocupado durante su conversación con El Coyote, le invitó que se sentara frente a ella, lo hizo después de saludarla con una inclinación de cabeza.
—Bien, caballero, ¿qué desea usted?
El visitante era un nombre de mediana estatura, delgado, de frente muy despejada, que era lo único hermoso de su figura, cabello escaso, ojos oscuros e inexpresivos, boca de labios finísimos y nariz ligeramente aguileña. Sus manos eran largas y pálidas.
—No quiero dejar en usted la impresión de que soy un hombre incorrecto y desconocedor de las más elementales reglas de cortesía —dijo—. No obstante, el motivo de mi visita me impide que hablemos bajo el signo de una mentira. Por lo tanto, señorita Garson, permítame que no emplee con usted el tratamiento de princesa.
—¿Acaso vio usted la escultura de Rocher? —preguntó Odile.
—¿Rocher…? ¿Quién es ese hombre? —preguntó el visitante.
—Nadie —sonrió Odile—. Murió hace tiempo.
—Entonces, ¿por qué me ha preguntado…?
—Para saber si la había visto —interrumpió Odile—. Nada más. Continúe, señor…
—Víctor Kennedy —respondió el visitante.
—¿El famoso Vic Kennedy? —preguntó Odile.
—Para servirla. Hubiera preferido guardar el incógnito; pero como ha de pasar usted aquí algún tiempo, no habría tardado en reconocerme. Prefiero que, desde el primer momento, hablemos sin disfraces.
—Como usted quiera, señor Kennedy —sonrió Odile—. Continúe hablando.
—La persona que le aconsejó que viniera a California, lo hizo aconsejada, a su vez, por mí. Yo he sido quien ha facilitado su visita a esta tierra y el único que conoce su verdadera identidad.
Odile estuvo a punto de replicar que, por desgracia para ella, su identidad era conocida por alguien más; pero se abstuvo de hacerlo por adivinar que si Víctor Kennedy se enteraba de que El Coyote también estaba en el secreto, su interés por ella desaparecería como por ensalmo.
—Eso me hace pensar que me necesita, señor Kennedy —dijo Odile.
—Sí, la necesito, y me alegro de que no me haya hecho perder el tiempo tratando de conservar el hermoso disfraz de princesa rusa.
—Sé cuándo conviene entregar las armas y renunciar a la lucha —replicó Odile—. He oído decir que el que sabe entregarse a tiempo recibe mejores condiciones que el que sigue luchando hasta el fin.
—En su caso será así —dijo Kennedy—. Como ya conoce mi nombre, sabrá, también, que el motivo de mi visita sólo puede ser político.
—Temo no estar muy fuerte en política californiana, señor diputado.
—No importa. Usted ha visto hoy al gobernador de California: ¿qué le ha parecido?
—Muy simpático. ¿Por qué?
—Dentro de seis meses no será ya gobernador.
—¿Piensan matarle?
—No. Pero terminará el plazo de su mandato y otro será elegido en su lugar.
—¿Y qué tengo yo que ver con eso?
—Un momento. No se precipite. Por ahora son dos los que piensan disputarse, en las elecciones para gobernador, el puesto que se dejará vacante. Uno de los candidatos es mi jefe. El otro es nuestro rival. Se trata de un californiano y, por lo tanto, de un hombre que goza de todas las simpatías del pueblo de California. Tendrá muchos votos. Honradamente, nuestro partido no puede asegurar que su candidato sea elegido. El californiano es peligroso.
—¿Por qué no lo hacen… eliminar? —preguntó Odile.
—Porque entonces las simpatías de los electores se volcarían sobre nuestros contrarios. El partido rival aún no ha elegido de derecho a su representante. Los partidos deben nombrar a un candidato. Si éste acepta, debe presentarse a las elecciones en nombre de su partido. Dentro de cuatro meses los dos partidos principales presentarán sus candidatos. Cuando llegue ese momento queremos tener una cuerda alrededor del cuello de nuestro adversario.
—¡Qué horror! —Exclamó Odile—. ¿Le quieren ahorcar?
—Políticamente, sí. Le queremos ahorcar, destruir, aniquilar. Pero no antes de que acepte ser el candidato, sino después, cuando falten tres o cuatro días para las elecciones.
—Le aseguro que no entiendo nada —dijo Odile.
—Ese hombre, o sea nuestro rival, se ha enamorado de usted.
—¿Cómo lo sabe?
—Lo esperábamos. Es un hombre que anhela encontrar una mujer inteligente que le comprenda, que esté a su altura. Y eso es lo que ha visto en usted, además de ver a la mujer más hermosa que ha pisado las tierras de California. Hoy, en la fiesta del gobernador, le hemos estado observando. Y hasta un ciego hubiese leído en sus ojos.
—Entonces yo soy algo más que ciega, porque no he notado nada.
—Porque usted tenía que atender a muchos y no podía concentrar su atención. De lo contrario hubiera visto lo que vimos nosotros.
—Prosiga. ¿Qué más?
—Ese hombre se ha enamorado de usted. Si usted le demuestra cierto interés, le felicita por sus discursos políticos y le hace comprender que es el hombre más admirable que ha visto en su vida, caerá a sus pies y… esto es lo más importante. COMPROMETERÁ SU REPUTACIÓN. Le escribirá cartas, hará el loco y pondrá en sus manos tantas pruebas contra él que, si se sacan a relucir en el momento oportuno, le hundiremos políticamente.
—¿Y quiere que yo haga eso?
—Sí. A cambio de sus servicios recibirá usted mil dólares semanales y alojamiento gratuito en una magnífica casa que estará a su disposición. Además, el día en que nos entregue los documentos que necesitamos le daremos cincuenta mil dólares.
—Son muy generosos.
—Pensábamos gastar un cuarto de millón en propaganda —sonrió Kennedy—. De esta manera nos ahorraremos más de cien mil y los resultados serán mucho más contundentes.
—No creí que las luchas políticas fuesen tan… enconadas.
—Lo son, señorita Garson. Supongo que acepta nuestra proposición.
—¿Mil dólares semanales, casa puesta y un premio al final? Me parece bien. Imagino que los gastos de la casa estarán cubiertos, ¿no?
—Desde la comida hasta los criados. Todo se pagará sin que usted necesite desembolsar ni un centavo. Será un alojamiento digno de una princesa.
—¿Y si fracasara? —preguntó Odile.
—Entonces perdería usted los cincuenta mil dólares; pero no su asignación semanal.
—Gracias. ¿Puede decirme a quién he de cautivar con mis… hechizos?
—A don Luis Borraleda.
—No recuerdo…
—Le fue presentado hoy en casa del gobernador, al mismo tiempo que don César de Echagüe, aquel caballero de Los Ángeles de quien, según comentario de usted, partió el más bello cumplido que ha llegado a sus oídos.
—¡Ah, sí! Ya recuerdo…
Odile quedó silenciosa unos instantes y al fin dijo:
—Puede que tenga razón. Siempre que le miré encontré sus ojos fijos en los míos. Pero… ¿es soltero?
—No. Está casado. Por eso necesitamos un escándalo…
—Un momento. Un escándalo arruinaría mi nombre. Ya no podría volver a ser la princesa Irina.
—No siga, señorita Garson —sonrió Kennedy—. Desde el principio estaba temiendo esto; pero ya venía preparado. ¿Cree que cien mil dólares cubrirán los perjuicios del escándalo?
—Sí. Cien mil, además de la casa y de la asignación.
—Conforme. Es usted muy inteligente.
—No más que usted, señor Kennedy. Buenas noches.
—Buenas noches, princesa. Mañana a las once vendrá un coche a recoger su equipaje para trasladarlo a la casa que usted ha alquilado para vivir en ella durante su estancia en Sacramento.
—Muchas gracias. Adiós.
Vic Kennedy saludó con fría cortesía a Odile y salió del cuarto, cruzó el pasillo y entró en otra habitación donde le aguardaban dos hombres.
—¿Qué? —preguntaron ansiosamente.
—Todo ha ido bien —replicó Kennedy—. Acepta. Pide cien mil dólares por entregarnos las pruebas; pero si llega a conseguirlas podríamos pagar hasta medio millón y aún saldríamos beneficiados.
—Entonces —dijo uno de los hombres—, Walter Dunn será elegido gobernador.
—Desde luego, será elegido —declaró Kennedy.
Y cuando estuvo solo en su dormitorio, por haberse marchado los otros, clavó la mirada en el techo y murmuró:
—A menos que Walter Dunn se vea también envuelto en un escándalo, en cuyo caso… ¿qué mejor candidato que el famoso Vic Kennedy?
Sonriendo, Kennedy quitóse la levita y se dispuso a pasar tranquilamente la noche en el Hotel Emporium. En aquellos momentos sentíase plenamente satisfecho de sí mismo.