Capítulo IX:
Vic Kennedy llega a San Francisco

Cuando Víctor Kennedy descendió del tren que desde Sacramento le había conducido a San Francisco, vio en seguida a su secretario. Frank Eliot acudió a su encuentro, y por la alegría que brillaba en su rostro, Kennedy comprendió que la misión que le había encargado había sido cumplida con toda fortuna.

—¿Qué has descubierto? —preguntó cuando se hubieron instalado en el coche que debía llevarlos al hotel.

—La cosa más sorprendente que pueda usted imaginar —replicóle Eliot—. Pero es preferible que aguardemos a estar en el hotel. Allí hablaremos con más libertad.

En cuanto los dos hombres estuvieron en la habitación de Kennedy y se hubieron asegurado de que no podían oírles, Eliot empezó.

—Ya sé quién es Lola Amor.

—¿Quién es?

—No se llama Lola, ni Amor. Su verdadero nombre es Elena Osorio…

Eliot hizo una pausa destinada expresamente a aumentar el interés de su jefe.

—Sigue. No conozco a ninguna Elena Osorio.

—Es que, además de Osorio tiene derecho a llevar el apellido de su marido, o sea el de Gámiz. Elena Osorio de Gámiz.

—Gámiz —murmuró Kennedy, mientras un escalofrío corría por su cuerpo—. Así es como se llamaba de soltera…

—Sí: Isabel de Borraleda, o sea la esposa de don Luis. Se llamaba de soltera Isabel Gámiz, y es hija de Lola Amor.

—¿Has encontrado pruebas?

—Sí. La partida de nacimiento y de bautismo. Las conseguí en Monterrey.

A Kennedy le temblaban las manos cuando cogió los documentos que le tendía su secretario.

—¡Es nuestro! —exclamó triunfalmente—. Cuando los electores sepan que Luis Borraleda está emparentado con Lola Amor… ¡Está hundido! Le derrotaremos y le hundiremos políticamente. No me extrañaría que se pegara un tiro, porque cuando se sepa la verdad todos huirán de él.

—Además, está lo relativo a Edmond Blunt, el amante de Lola… —dijo Eliot—. He conseguido muchos datos. Todo está aquí. He gastado ocho mil dólares, pero me han servido bien y con rapidez.

—Cincuenta mil aún serían pocos —interrumpió Kennedy—. Dámelo todo. Estoy deseando conocer los detalles. ¿Te das cuenta? Luis Borraleda, el candidato a gobernador de California, hijo político de la dueña de una casa de juego y de un burdel. ¿Cómo ha pensado alguna vez en llegar a gobernador? ¡Está loco! Arrastraremos su nombre por el barro y lo sacaremos tan sucio, que nuestros adversarios se van a dar una prisa enorme en hacer olvidar a todo el mundo que alguna vez pensaron en Borraleda como candidato para el cargo de gobernador de California.

Kennedy calló un momento. Luego, como si reflexionara en voz alta, agregó:

—Y ni la ayuda del Coyote le salvará.

*****

Elena Osorio había dado ya la noticia: Quería vender su establecimiento y estaba dispuesta a aceptar la primera oferta interesante que se le hiciera. Aunque sin ella el «Templo de la Fortuna y del Amor» perdería un sesenta por ciento de atractivo, siempre quedaría un cuarenta por ciento suficiente para hacer de él un buen negocio; por ello habían empezado ya a llegar ofertas que hasta entonces Lola Amor había encontrado indignas de su atención.

Había transcurrido una semana desde que hablara con El Coyote, y aunque su propósito de deshacerse del establecimiento era más firme que nunca, en lo de marcharse de San Francisco y no ver jamás a Isabel, estaba ya mucho menos firme. En aquellos siete días había recordado hasta los menores detalles de su vida pasada.

Su matrimonio con Claudio Gámiz no fue afortunado ni acertado. Claudio le llevaba doce años; pero en realidad era como si tuviera cuarenta más. Estaba acostumbrado a mirar la vida desde un punto de vista excesivamente severo. Consideraba innecesarios todos los placeres, por pequeños que fueran, ya que si tan pequeños eran carecían de valor, y si, por el contrario, eran grandes, resultaban peligrosos, y así chocó en seguida con las ansias de vivir de su mujer. Al principio la trató como a una niña rebelde, o sea paternalmente. Luego quiso imponerse y el resultado fue peor. La hacienda de Monterrey, que tan hermosa era para todos, se convirtió para Elena en una odiosa cárcel, de la que estaba ansiando huir.

El nacimiento de Isabel fue un freno en sus anhelos. Durante cuatro años, la niña lo fue todo para ella; pero cuando se acercaba el quinto cumpleaños de la chiquilla, Claudio Gámiz expresó su firme convicción de que se estaba educando peligrosamente a la niña, y un día ésta fue enviada a Méjico para que allí comenzara sus estudios.

En aquel momento Edmond Blunt llegó a Monterrey. Aún no estaba confirmada la ocupación norteamericana. Edmond Blunt pertenecía a los exploradores del ejército, y su trabajo tenía cierta relación con el espionaje. Cuando se cruzó con Elena, que se disponía a entrar en la iglesia de la misión de San Carlos, Edmond Blunt decidió que la joven era mucho más interesante que los problemas de Fremont, Kearny y de todos los otros caudillos norteamericanos, de quienes se olvidó en seguida para dedicar toda su atención a la mujer más hermosa que había visto jamás en toda su larga existencia.

Edmond Blunt había llegado a la vida de Elena en un momento crucial. La encontró debatiéndose entre dudas y deseos, y lo que resultó fue inevitable. Todas sus pequeñas desazones, sus insignificantes problemas, se habían agrandado a causa de la ausencia de su hija, y Elena no supo medir la importancia del paso que iba a dar.

—Estaba deseando causar una molestia o una humillación a Claudio —murmuró ahora, al ver con más claridad el verdadero motivo de su fuga con Edmond—. Creí que le odiaba y quise vengarme de la única forma en que podía hacerlo. ¡Estaba tan orgulloso de su buen nombre! Le horrorizaba tanto un escándalo tejido en torno a su persona, que al darme cuenta de que con sólo que le abandonase por otro, conseguiría humillar toda su grandeza, no pude resistir la tentación de hacerlo, sin comprender que al destrozarle a él me destrozaba yo.

Casi en el mismo instante de dar el paso definitivo, Elena comenzó a arrepentirse de él; pero se encontró lanzada ya en una caída tan vertiginosa que no pudo detenerse. Cuando se empezó a dar cuenta de que se había convertido en un paria y de que ninguno de los que antes fueron sus amigos querían perdonarle su culpa, ya era tarde. Si a Claudio Gámiz le causó mucho daño, a ella se lo produjo mucho mayor.

Tal vez fue el desprecio lo que le impulsó a aceptar la idea de Blunt de establecerse en San Francisco.

¡Pobre Edmond Blunt! Nadie le recordaba ya en California. Había demostrado con ella una infinita paciencia; perdonándole todos sus ataques de nervios, convirtiéndose, con el tiempo, en un amigo que se esforzaba en hacerle olvidar que en una época había tratado de ser algo más y… lo había conseguido.

Un día, doce años antes, un hombre entró en su casa en los momentos en que estaban interrumpidos los juegos de azar. Se había presentado ceremoniosamente, mientras dirigía desaprobadoras miradas a su alrededor. Era Luis Borraleda, de Monterrey. Más tarde, en el despacho, expuso a Elena, que entonces ya se llamaba Lola Amor, el motivo de su visita. Parecía como si las palabras que entonces se pronunciaron estuviesen aún llenas de vida en aquella estancia.

—El motivo de mi visita es de gran importancia —había dicho Borraleda.

Ella le había mirado interrogante. Entonces era muy hermosa, y en su negra cabellera aún no había ningún cabello blanco.

—Se trata de Isabel Gámiz… de su hija —había continuado el visitante—. Estamos prometidos y voy a casarme con ella.

Elena se había sobresaltado al oír aquello. ¿Casarse Isabel? ¡Pero si no era más que una niña!

Fue entonces cuando se dio cuenta del curso de los años. La niña que había nacido cuando ella tenía diecinueve años era ya una mujer e iba a casarse. Y durante todo aquel tiempo ella la había imaginado niña, tal como la viera por última vez. ¡Y ya era una mujer! Ya no necesitaba a su madre. Al contrario, la consideraba mucho menos necesaria que a aquel muchacho de veintiocho o veintinueve años que estaba haciendo un gran esfuerzo por conservar la serenidad.

—¿Te vas a casar con ella? —murmuró Elena.

—Sí…, señora.

—Llámame de tú. Vamos a ser familia. Cuéntame cómo es ahora Isabel. ¿Qué dice de mí? ¿Te envía ella?

—No. Isabel… no sabe nada de… ti. Cree que has muerto.

De nuevo había sentido Elena odio contra su marido. En aquel momento dejó de arrepentirse de lo que había hecho y lamentó no haber ensuciado más su apellido. ¿Cómo se atrevía el muy… a hacer creer a su hija que su madre había muerto?

—¡Eso no es justo! —Gritó, poniéndose en pie—. ¡No es justo!

—No se podía hacer otra cosa. Isabel estaba en Méjico, y cuando volvió resultó menos difícil decirle que habías muerto que explicarle todo lo ocurrido.

—Podían haberle dicho que yo… que yo… ¡Oh! —Durante unos minutos, Elena sintióse zarandeada violentamente, empujada de una reacción a otra. Al fin comprendió—. Claro… Sí, hubiera sido difícil. Pero… —miró interrogadora a Luis— ¿quién te ha dicho…?

—El señor Gámiz. Cuando le pedí la mano de Isabel me advirtió que antes de formalizar nada, era preferible que yo supiese la verdad, y sobre todo, que conociera tu existencia. Me contó lo ocurrido y me dijo dónde estabas. Por eso he venido.

Luego, torpemente, fue explicando sus sentimientos. Creía preferible que Isabel continuara sin enterarse de la existencia de su madre. El señor Gámiz también creía lo mismo. Isabel se había hecho ya a la idea de que su madre estaba muerta. Su resurrección la turbaría demasiado. Y en cuanto a él, le haría mucho daño que se supiera que estaba casado con la hija de Lola Amor. Arruinaría su carrera política, en la cual había dado ya, con éxito, los primeros pasos.

Al fin, Elena había aceptado. No diría nada. No trataría de poner trabas a la felicidad de su hija. El día en que se celebró la boda, precisamente en la misión de San Carlos, Elena estuvo allí. Nadie podía reconocerla. En cambio, ella pudo ver a su hija, al hombre que hasta trece años antes había sido su marido y a otros hombres y mujeres que se habían dicho amigos suyos y que tal vez en aquellos momentos estaban pensando en ella. También oyó el doblar de las campanas que doblaron la mañana en que conoció a Blunt.

Durante doce años más, después de la boda de Isabel, había luchado por olvidar y periódicamente se reconoció vencida. Siguió toda la carrera de Luis Borraleda y le abrumó siempre con peticiones de que le permitiera ver a su hija. Ya había muerto Claudio Gámiz y nadie se acordaba de la mujer que había sido su esposa; pero Luis Borraleda opuso siempre a las demandas de Elena el obstáculo de que la revelación de su verdadera identidad ocasionaría un grave trastorno a Isabel.

*****

De pronto, Elena tomó una decisión. Se marcharía de San Francisco; pero no sin antes ver a su hija. En la carta de Luis Borraleda, que le había entregado El Coyote, se le decía que enviase ella misma las entradas para la inauguración de la Ópera.

Aquella tarde fue al nuevo teatro. Apenas quedaban entradas; pero Lola era lo bastante importante para que se la atendiese antes que a otras personas, y un palco ya reservado le fue cedido, junto con una butaca de platea que quedaba estratégicamente situada con relación a aquel paleo.

Elena Osorio hizo todo esto sin sospechar que sus menores movimientos eran seguidos y anotados por Lucio Barrera y Frank Eliot.

*****

—¿Estáis seguros? —preguntó Kennedy cuando sus dos hombres le comunicaron el resultado de sus pesquisas.

—Sí, señor —contestó Eliot—. Ha adquirido un palco en la Ópera y, además, una butaca. El palco lo ha enviado en seguida a Sacramento, o sea a Borraleda.

—«Adquiere un palco. Yo, desde la platea, os veré» —recitó Kennedy, recordando la carta que Elena había escrito a su yerno—. Eso quiere decir que en la contestación, Borraleda daba su conformidad. Vendrán a San Francisco… y ahora podemos hacer algo más eficaz. Destruiremos a Borraleda.

—¿Qué piensa hacer? —preguntó Eliot.

—Escuchadme bien —replicó Kennedy—. Sé que ninguno de vosotros tiene grandes escrúpulos. ¿Queréis ganar cinco mil dólares cada uno?

—¿Qué tenemos que hacer? —preguntó Eliot.

—Matar a alguien.

—¿Un crimen? —tartamudeó Lucio Barrera.

—Sí.

—Diez mil dólares —dijo Eliot.

—Está bien. Diez mil dólares para cada uno; pero no quiero errores. El plan que os daré tiene que ser seguido al pie de la letra.

—Desde luego. ¿A quién se ha de matar?

Vic Kennedy sonrió levemente.

—Morirán dos personas; pero las mataremos de un solo tiro. Sólo de un tiro.