Capítulo X:
El regreso de don César

César de Echagüe descendió del coche que le había conducido hasta allí y lentamente fue hasta la puerta de la casa de Luis Borraleda. La consternación que leyó en el rostro del mayordomo le hizo comprender que ocurría algo anormal.

—Buenos días. ¿No está don Luis? —preguntó.

—No, señor.

—Bien, le aguardaré… Supongo que la señora…

—El señor y la señora no están en Sacramento —declaró el criado—. Marcharon a San Francisco.

—¿Cuándo?

—Hace un par de horas. Van a asistir a la inauguración del teatro.

Don César se encogió resignadamente de hombros y replicó:

—Lo siento. Me instalaré en el hotel hasta que vuelvan…

—¡Oh, no, señor! —Protestó el mayordomo—. Don Luis se ofendería muchísimo. Sus habitaciones aún están preparadas. El señor volverá mañana.

—Bien, si no causo ningún trastorno…

—Ninguno, señor. Por favor, entre usted.

El mayordomo dio orden de que el equipaje del viajero fuese llevado a su habitación. Don César pasó, entretanto, al despacho, con la excusa de que necesitaba escribir unas cartas.

Una vez encerrado en el despacho de Luis Borraleda, César empezó a buscar por los cajones y carpetas de su amigo. Tardó veinte minutos en encontrar lo que necesitaba. Eran dos sobres dirigidos a Luis. Uno de ellos estaba vacío, el otro contenía esta carta:

Luis, recibí tu carta por un conducto muy seguro.

Te agradezco infinito que accedas a dejarme ver, aunque sólo sea de lejos, a Isabel. Te adjunto las entradas de vuestro palco. Yo estaré cerca. He vendido ya el establecimiento y al día siguiente de la inauguración de la Ópera me marcharé a Nueva York y no volveré a molestaros.

L.

—Bien —murmuró César de Echagüe—. Al fin, lo hizo.

Tomando el otro sobre lo examinó un momento. De pronto sus dedos se tensaron. La letra era idéntica a la de Elena Osorio, y el matasellos correspondía al día siguiente de aquel en que estaba fechada la carta que acababa de leer. ¿Qué significaban dos cartas tan inmediatas de la misma persona?

Don César examinó con todo cuidado el primer sobre. La fecha del matasellos era la misma de la carta. Luego no podía tratarse de una mala colocación del pliego de papel. Elena había escrito otra vez a Luis Borraleda y aquella segunda carta…

Afanosamente, don César empezó a buscar por los cajones y carpetas. Al cabo de una hora tuvo que darse por vencido.

De súbito volvió a coger los sobres y los comparó. Recordaba la letra de Elena Osorio y estaba seguro de que su mano había escrito el primero, mas en el segundo había algo que resultaba anormal.

Al fin don César advirtió lo que había de anormal en aquel sobre. En todos sus rasgos, las letras de los dos sobres eran exactas. Y también era exacta la colocación del nombre y dirección del destinatario. Y hasta el papel era idéntico; pero la tinta, no.

—Comprendo —murmuró, guardándose el sobre en un bolsillo—. Comprendo.

Se puso en pie y, sonriendo, agregó:

—Aunque no sé aún lo que comprendo.

Dejando la carta donde la había encontrado y procurando borrar todas las huellas de su registro, César salió del despacho. Un momento después subía a su habitación. De una maleta cuya cerradura era capaz de resistir a los esfuerzos del más diestro de los ladrones y cuya llave no se apartaba jamás de su persona, sacó un traje que nadie hubiera considerado lógico en poder de don César. Luego sacó un cinturón del que pendían dos pistoleras con sus correspondientes revólveres y una buena provisión de cartuchos, un sombrero y un antifaz. Todo ello lo metió en un maletín, junto con una gran cantidad de dinero.

—He decidido ir a ver a un amigo a quien hace tiempo que no he visto —anunció al mayordomo—. Tal vez no vuelva hasta mañana por la mañana. Por si acaso, no me aguarden. En este maletín llevo la ropa que necesito.

Salió a la calle y, sin esperar un coche, dirigióse a la estación.

—¿Cuándo sale el próximo tren para San Francisco? —preguntó al taquillera.

—Mañana —replicó el hombre—. Por hoy no saldrá ninguno más.

Don César alejóse, después de dar las gracias por las informaciones, y hallóse enfrentado ante un nuevo y difícil problema. Necesitaba ir lo antes posible a San Francisco y, a menos que ocurriera un milagro, no podría llegar a tiempo de evitar lo que temía.

—No olvides que tienes que estar de vuelta antes de la mañana. Tendrás vía libre y podrás sacarle a la locomotora toda la energía…

Don César se detuvo como herido por un rayo. El que había pronunciado aquellas palabras era el jefe de la estación, y el que iba a replicar era un hombretón vestido como los maquinistas, o sea con más abundancia de grasa y carbonilla que otra cosa.

—Marcharé dentro de veinte minutos, en cuanto la máquina esté en condiciones. A las dos de la madrugada saldré de San Francisco y traeré todas las traviesas que se necesitan.

Don César se alejó rápidamente. Dando un rodeo dirigióse hacia el apartadero donde vio una locomotora a la que estaban enganchados un vagón de carga, cerrado, y otro de plataforma.

—Puede que cometa una locura; pero no me queda otro remedio que intentarlo.

Aseguróse de que nadie podía verle, y sin abandonar su maletín se acercó al vagón cerrado, abrió la puerta corredera y se metió dentro.

El interior del vagón no estaba muy limpio y no era nada cómodo; pero como no cabía opción posible, don César se conformó. Por un momento había pensado en sobornar al maquinista u obligarle con la amenaza de un revólver; pero desistió de ello porque no le convenía que se supiera que don César de Echagüe había hecho aquel viaje y, mucho menos, presentarse como Coyote. En este caso se hubiera asociado la presencia en Sacramento de don César y la del Coyote. Era preferible tratar de pasar inadvertido y hacer el viaje sin que el maquinista ni los fogoneros supiesen nada del viajero que llevaban.

A pesar de todo, don César sacó uno de sus revólveres y con él en la mano esperó impaciente la partida.

Cuando ésta se produjo y el tren inició su veloz marcha hacia San Francisco, marcha que no podía ser superada por ningún otro medio de locomoción, don César lanzó un profundo suspiro de alivio que fue cortado por una nueva inquietud. ¿Y si se había equivocado de tren y aquél no iba a San Francisco?

Pero una ojeada al exterior le reveló el paisaje conocido. La locomotora se dirigía realmente a San Francisco. A las nueve de la noche entraba en la estación; pero un momento antes don César había saltado fuera, exponiéndose a romperse la cabeza o, por lo menos, un brazo.

*****

El capitán Fred Farrell, jefe de los Vigilantes de San Francisco[1], estaba acabando de fumar su pipa sentado en la galería de su casa. En aquel momento pensaba en que le hubiese gustado llevar a su esposa a la inauguración del teatro, y lamentaba no haber pensado en ello a tiempo de conseguir alguna localidad. Cuando quiso hacerlo, ni su elevado cargo le sirvió de nada.

—Buenas noches, capitán.

Farrell dio un respingo y la pipa se escapó de sus labios, mientras su mano derecha se cerraba en tomo de la culata de su revólver.

—No se asuste, capitán —siguió la voz que antes había hablado—. Soy un viejo amigo que le necesita.

Al mismo tiempo, el que hablaba entró en el cuadro de luz que se proyectaba en el jardín.

—¡El Coyote! —Exclamó Farrell—. ¿Qué hace usted aquí? ¿Qué desea?

Había retirado la mano de su arma y miraba ansiosamente al hombre que estaba delante de él.

—¿Quiere acercarse, capitán? —Pidió El Coyote—. Para mí es peligroso dejarme ver a plena luz.

Farrell abandonó la galería y se reunió con El Coyote. Los dos hombres se dirigieron a la parte más oscura del jardín.

—¿Qué necesita de mí, señor? —preguntó Farrell.

—Un favor inmenso. ¿Qué falsificador hay en San Francisco?

—¿Un falsificador?

—Sí, necesito saber en seguida si hay en esta ciudad alguien capaz de falsificar a la perfección la escritura de cualquier persona.

Farrell quedó silencioso unos instantes.

—¿Se refiere a alguien capaz de falsificar una firma?

—Y la escritura. Es decir, que pueda escribir una carta y que todos crean que esa carta la ha escrito otra persona.

—Daniel Ponce —contestó en seguida Farrell—. Es el más astuto y diestro de todos y casi el único falsificador de San Francisco. Pero no creo que ahora trabaje. Se sabe muy vigilado y se limita a vivir de su empleo.

—¿Qué empleó tiene?

—Trabaja en Correos.

—Entonces le aseguro que no ha abandonado su profesión. ¿Dónde vive?

—En la calle del Arroyo, número doce. Lo sé porque lo vigilamos.

—Gracias. Ahora le debo pedir otro favor. Esta noche…

Pero lo que dijo a continuación El Coyote sólo lo pudo oír el capitán Farrell, ya que el enmascarado habló con los labios pegados a su oído.

Un momento más tarde, El Coyote marchaba por un lado y el capitán Farrell, después de vestirse apresuradamente, por otro.

*****

Daniel Ponce sentíase feliz. Podía fumar buen tabaco y beber el mejor de los licores. Y todo gracias a su habilidad. ¡Qué fácil había sido todo! ¡Jamás hubiese creído que por un trabajo tan sencillo le pagaran cinco mil dólares!

De repente, la mano que alargaba de nuevo hacia la botella se detuvo en su avance y un escalofrío de terror corrió por el cuerpo del mejicano.

—¿Quién es usted? —tartamudeó, con la mirada fija en el enmascarado que había aparecido ante él como si surgiera de la nada.

—Debías conocerme, Ponce… ¿Crees que para refrescarte la memoria será necesario que te agujeree la oreja?

—¡El Coyote! ¡Dios mío!

—Escucha bien. Son las doce de la noche. El tiempo apremia. Y si cuando te pregunte empiezas a dar rodeos antes de responder, te expondrás a que tus respuestas ya no me sean necesarias y, por tanto, te mate como a un perro rabioso, que al fin y al cabo es lo que eres.

—¡Por Dios, señor Coyote! Usted me confunde…

—¿Qué decía en la carta que escribiste a Luis Borraleda? —interrumpió El Coyote

—¡Pero si yo no conozco al señor Borraleda ni le he escrito!…

Daniel Ponce se interrumpió al atragantársele las palabras a causa del chasquido del percutor del revólver que empuñaba El Coyote, quien acababa de levantarlo.

—¡Por Dios, no dispare!

—No nombres más a Dios —dijo El Coyote—. Contesta a lo que te he preguntado.

Una astuta sonrisa flotó por los labios de Ponce. Si El Coyote necesitaba saber lo de aquella carta… tal vez pudiera obtener un buen beneficio…

—Soy un pobre hombre —murmuró Ponce—. Un pobre hombre que apenas tiene para vivir y que a veces se ve obligado a hacer algunas cosas…

—Ponce, eres un canalla —interrumpió El Coyote—. No te daré ni un centavo, y si no me dices lo que escribiste, te mataré. Y si me engañas, también te mataré; pero lo haré de una manera tan desagradable que te arrepentirás muchas veces de no haber hablado a tiempo. La carta iba dirigida al señor Borraleda y firmada con una ele. La letra la copiaste de una carta que sustrajiste, de Correos, en la cual se enviaban a don Luis unas entradas para la Ópera. ¿Qué escribiste?

—Por favor, señor, si se lo digo me mataran los otros. Al menos deme lo necesario para poder escapar de San Francisco.

—Te voy a matar, Ponce —dijo sencillamente El Coyote—. Te voy a matar porque veo que es lo único que mereces. La carta te la hizo escribir el señor Eliot, y creo que él tendrá mejor memoria que tú.

—¡No, no! Yo se lo diré. Era una carta muy breve. Sólo decía: «Luis, cuando la función termine, ve al hotel Prisco, habitación ciento veinte, y allí te daré algo para que lo guardes para Isabel, o para tus hijos».

—¿No decía nada más?

—No, señor Coyote, no decía nada más.

—¿Y la otra carta?

—¿Qué otra carta?

—La que escribiste a la mujer.

—No sé nada. De veras que no sé nada…

—Ponce, cuando me encuentro ante un imbécil de nacimiento, le perdono porque, al fin y al cabo, no tiene ninguna culpa; pero cuando un hombre trata de parecer imbécil, como la culpa es suya, le mato. Y eso es lo que voy…

—¡No, no! Ya se lo diré. La otra carta era para Lola, y decía: «Esta noche ve al hotel Prisco, habitación ciento veinte. Te presentaré a Isabel como si fueras una antigua conocida de su madre. — Luis».

—Creo que me has dicho la verdad. Aunque no los mereces, toma quinientos dólares y envenénate con el licor que puedas comprar con ellos.

Antes de que Ponce se diera cuenta de cómo lo había hecho, El Coyote desapareció de la estancia, dejando como única huella de su paso el tangible dinero que Daniel Ponce estaba ya recogiendo.