Capítulo II:
En casa de la princesa
Víctor Kennedy se detuvo frente a la joven. Ésta se hallaba sentada en un gran sofá y observaba irónicamente a Kennedy. Estaban en el salón de la casa de Irina y por las abiertas ventanas entraba el suave aire nocturno perfumado de madreselva. La pequeña terraza que quedaba más allá de las ventanas aparecía llena de plantas en flor.
—¿Cómo va el asunto con Borraleda? —preguntó, al fin, Kennedy.
—Bien. Hoy le he escuchado en la Cámara. Habla muy bien.
—No pierda el tiempo en eso y consiga algo más importante —aconsejó Kennedy.
—¿De veras cree que halagar la vanidad de un hombre escuchando sus discursos es perder el tiempo? —preguntó, burlonamente, Irina.
—Si sólo hace eso, claro que perderemos el tiempo. Necesitamos pruebas comprometedoras.
—Ya empiezo a tenerlas.
—¿Dónde están? —Preguntó Kennedy—. ¿Ha recibido cartas?
—A su primera pregunta debo contestar que las pruebas están en sitio seguro. Y en cuanto a la segunda, prefiero no contestar. Eso es, también, lo más seguro.
—¿Qué quiere decir?
—Lo que he dicho; que si yo me reservo mis triunfos y evito que mis adversarios los vean, tengo más probabilidades de ganar.
—Yo no soy su adversario —aseguró Kennedy.
—Ese punto es muy discutible. Hace algún tiempo alguien me previno contra usted.
El rostro de Kennedy se había ensombrecido.
—¿Quién? —preguntó.
—Un buen amigo mío.
—Creí que no tenía amigos en California, señorita Garson.
Irina entornó los ojos y echó hacia atrás la cabeza.
—No me llame Odile Garson. Si se acostumbra a hacerlo, algún día lo hará en público y estropeará todo su plan. Y en cuanto a lo de mi amigo… Sí, tengo un amigo en California. Aunque algunos quizá le considerasen un enemigo.
—¿Quién es?
—¡Por Dios, señor Kennedy, no quiera descubrir mis secretos!
—Déjese de bromas. ¿Qué ha averiguado acerca de Borraleda? ¿Qué pruebas tiene?
—Cuando las tenga todas se las daré a cambio del dinero que me prometió. Hasta entonces prefiero conservarlas. Además… sospecho que usted ha hecho algo como para salir del paso sin necesidad de pagar mis servicios.
—¿Quién le ha dicho esas tonterías?
—Nadie; pero he captado algunos rumores. Y ahora, señor Kennedy, tenga la bondad de marcharse; espero una visita del señor Borraleda.
—¿Le invitó a cenar?
—Sólo a beber una copa de Jerez, y, si mis oídos no me engañan, en estos momentos don Luis está llegando. Creo que será mejor que salga usted por la puerta de servicio. Me resultaría embarazoso explicar su presencia en mi casa.
—Bien… pero en cuanto tenga cartas comprometedoras, démelas. No podemos perder tiempo… Y si piensa en hacernos traición… rectifique. Quien me traiciona no vive lo suficiente para enorgullecerse de su acto.
—Váyase, el señor Borraleda está entrando en casa.
Kennedy dirigióse a la puerta del salón y en lugar de ir hacia la escalera principal marchó hacia la puertecita que comunicaba con la escalera de servicio. Unos minutos después era anunciada a Irina la visita de don Luis Borraleda.
Éste entró en el salón y fue a besar la mano que le tendía la princesa.
—Estuvo usted magnífico, señor Borraleda —dijo Irina—. ¡Magnífico! ¿Cómo puede decir esas cosas tan interesantes?
Borraleda sentóse frente a la joven y sonrió, como queriendo quitar importancia a lo que decía la dueña de la casa.
—No creo que mis palabras le hayan podido interesar mucho, princesa —dijo.
—Pues se equivoca: me interesaron profundamente. Incluso algunas de las frases las recuerdo de memoria. Por ejemplo, aquella que decía: «Porque de nosotros depende que las futuras generaciones de californianos nos levanten monumentos o nos entierren en el olvido». Es una frase hermosísima. Y muy oportuna.
Por el cerebro de Borraleda cruzó un veloz pensamiento. Fue tan fugaz su paso, que sólo advirtió los efectos del mismo. En su mente quedó vibrando esta idea. «Isabel nunca ha asistido a ninguna de mis actuaciones, ni se ha interesado jamás por la política». Mas como en aquellos momentos no deseaba pensar en Isabel, esforzóse en olvidar lo que pensaba. Pero no lo olvidó del todo.
—Es usted muy inteligente —declaró Luis—. Es raro encontrar en nuestro medio social una mujer inteligente.
—Muchas gracias, señor Borraleda. Creo que eso ya me lo ha dicho en una de sus cartas.
—Y lo repetiré siempre —replicó Borraleda. Súbitamente se había puesto grave y continuó—. La vida juega con nosotros: Nos niega la felicidad mientras la buscamos y, cuando ya nos hemos resignado y aceptamos lo que nos parece lo mejor a falta de la felicidad, de nuevo se burla de nosotros enseñándonos, materializado al fin, aquel ideal que tan en vano perseguimos.
—Es una historia muy vieja —replicó Irina—. Se busca durante años y más años la dicha, el ideal supremo, y al fin uno se desengaña, cree que no puede existir semejante ideal y renuncia a la busca; y cuando es demasiado tarde, vemos el ideal que en vano anduvimos persiguiendo. Y lo vemos al alcance de la mano, dándonos cuenta de que si no hubiéramos desfallecido, nos habría bastado un paso más para alcanzarlo. Pero también es cierto que a veces no se desfallece y se persigue en vano, durante toda una existencia, la felicidad.
—Yo la hubiese perseguido en vano durante muchísimos años —replicó Borraleda—; pero ahora la habría encontrado ya. Y «ahora» es quizá demasiado tarde.
—Nunca es demasiado tarde —sonrió Irina—. Siempre nos queda un camino para huir de nuestra desgracia. Lo único que se necesita es valor.
—Sí, sólo se necesita valor; pero un valor muy grande.
—No mayor que la felicidad ambicionada —sonrió Irina—. Cuando se desea algo muy importante, el esfuerzo que se realiza para conseguirlo resulta, en comparación, muy pequeño. Y ahora le voy a dar a probar el jerez de que le hablé en mi carta. Dicen que es el mejor de los mejores.
Irina se puso en pie y acercóse a una mesita donde, sobre una bandeja, se veía una negra botella y varios vasitos de cristal. Con un sacacorchos de plata destapó la botella. Al momento se extendió por toda la estancia un aroma seco y penetrante, propio de los vinos jerezanos.
—En California una botella de ese vino vale una fortuna —dijo Borraleda—. Tal vez debiera haberla reservado para otra persona.
—Ninguna la merecía más que usted —replicó Irina—. Cuénteme algo de su vida. Estoy segura de que nunca ha sido plenamente feliz ni comprendido.
—Tiene razón —replicó Borraleda—. Nunca he podido hallar a alguien que sintiese interés por las mismas cosas que me interesaban a mí.
—Ahora lo ha encontrado —replicó Irina, echando hacia atrás la cabeza y haciendo como si no se diera cuenta de que Luis Borraleda le había cogido una mano—. ¡Cuánto me hubiese gustado hallar a tiempo un hombre enérgico y valiente… como usted! A los dos nos ha ocurrido lo mismo.
—Existe una solución —murmuró Borraleda.
—¿Llevaría usted su valor hasta ese extremo? —Preguntó Irina—. El divorcio asusta a mucha gente.
—A mí, no. Usted ha dicho antes que la importancia del esfuerzo está en consonancia con la importancia de lo que se desea. Cuando esto último es muy grande, el esfuerzo siempre resultará, en comparación, muy pequeño.
—Pero… tal vez esa decisión le perjudique en su carrera.
—Podríamos esperar a que yo fuese elegido gobernador. Entonces yo no correría ningún riesgo. Pero si no quiere esperar… lo haré antes.
—No se precipite. Debemos reflexionar. Y ya es muy tarde. ¿Otra copa de jerez?
Irina se levantó, soltando suavemente la mano que Borraleda le tenía aprisionada. Luego fue de nuevo hacia la mesita, llenó las dos copas y ofreció una a Borraleda.
—Por su éxito político —brindó Irina.
—Por mi éxito romántico —replicó Borraleda.
Un instante después salieron juntos del salón e Irina acompañó a Borraleda hasta la puerta. Cuando el diputado se alejó, la joven sonrió burlonamente y subió de nuevo al salón. Iba a sentarse, cuando, de pronto, el sonido de una voz la inmovilizó como si se tratara de una descarga eléctrica.
—¡Por la más inteligente princesa del mundo entero, incluyendo Rusia y California! —dijo la voz.
Irina se volvió vivamente y vio a un hombre sentado en uno de los profundos sillones y sosteniendo en alto una copa llena de jerez. Un negro antifaz cubría la parte superior de su rostro. El hombre vestía a la moda mejicana. Una de sus piernas estaba cruzada sobre la otra, dejando ver una magnifica y alta bota de montar adornada con una espuela de plata de enorme rodela.
—¡El Coyote! —exclamó la mujer, casi con alegría.
—Estoy sospechando que esta botella la destinó también a mí —dijo el enmascarado—. Verdaderamente el señor Borraleda tenía razón al decir que una botella de este jerez es un tesoro. —Bebió un sorbo y lo paladeó unos instantes—. ¡Maravilloso!
—Me alegro de que le guste, señor Coyote—dijo Irina—. Tenía entendido que estaba usted en San Francisco. Tal vez la información que recibí fuese equivocada.
—No, no lo era —replicó El Coyote, sin moverse de su sillón—. Estaba en San Francisco; pero de pronto empecé a pensar en la divina Odile Garson… quiero decir la princesa Irina Petrovna, y eché a volar hacia Sacramento, posándome en esta terraza a tiempo de oír su conversación con el desagradable señor Kennedy. ¿Por qué trabaja usted para él?
—Es un jefe tan desagradable como cualquiera; pero paga mejor que otros.
—¡Es lamentable oír en sus hermosos labios palabras de interés! —Suspiró El Coyote—. Un día de estos asaltaré un Banco y le traeré un par de millones para que pueda usted echar a puntapiés al señor Kennedy.
—Le quedaría tan agradecida por los dos millones como por la oportunidad de poder echar a puntapiés a ese señor —dijo Irina.
—Me llena usted de tentaciones de servirla —replicó El Coyote—. Y, antes de que lo olvide, quiero darle las gracias por haberme llamado su amigo.
—¿Yo le he llamado amigo mío? —preguntó, sorprendida, Irina.
—Sí, al decir que un amigo suyo le había prevenido contra Kennedy. Luego, refiriéndose claramente a mí, dijo que yo era un buenísimo amigo suyo.
—¿Oyó todo lo que hablé?
—Sí. Oí lo que le dijo a Kennedy y lo que le dijo al señor Borraleda.
—Me debe de considerar despreciable ¿no?
—Pues… no, no la considero despreciable. Sólo que ha elegido un mal sistema de ganarse la vida.
—¿Debí haberme dedicado a zurcir calcetines? —Preguntó Irina—. ¿Hubiera sido eso más propio de una mujer?
—Desde luego. Mucho más propio y más seguro. Al fin y al cabo, juega usted con fuego y acabara quemándose. Siempre me ha dolido el espectáculo de una bella y loca mariposa yendo a abrasarse en la llama de una bujía.
—Procuraré no imitarla.
—Es inútil. Se quemará. No lo dude. Está asociada a un canalla que ya ha intentado librarse de usted valiéndose de otro sistema para hundir a Borraleda.
—¿Qué quiere decir?
—Ayer noche, en San Francisco, fue, asesinada una mujer. ¿Sabe quién debía aparecer como culpable de ese crimen?
—¿Yo?
—No; el señor Borraleda. Ese delito debía haberle hundido políticamente. Si yo no hubiese intervenido, entregando a las autoridades a los asesinos verdaderos, a estas horas el señor Borraleda estaría en la cárcel y usted se encontraría en medio de la calle, sin casa, sin dinero y quizá, también, detenida.
—¿Se está burlando de mí?
—No, princesa, no me burlo. El Coyote es incapaz de burlarse de una mujer tan hermosa; lo que ocurre es que el señor Kennedy no es de los que sólo utilizan una escalera cuando quieren alcanzar algo que está muy alto. Llevan dos, o tres, o cuatro. Mientras usted se dedicaba a reunir cartas comprometedoras del candidato a gobernador, él había escarbado en el pasado del señor Borraleda y encontrado una mancha muy oscura. Fue tan enorme su alegría que estuvo a punto de echarla a usted de aquí y continuar adelante sin necesidad de utilizarla para nada; pero, como es muy prudente, prefirió esperar, e hizo bien, porque anoche fracasó ruidosamente su plan, en el momento en que parecía haber triunfado. Sus cómplices fueron ahorcados en plena calle, sin que tuviesen tiempo de decir quién era en realidad la mujer a quien habían asesinado. Luego yo hice una visita al señor Kennedy, a quien di unos cuantos consejos. Ahora, en vez de abandonar la lucha, se ha propuesto seguirla hasta el fin valiéndose de los encantos de usted.
—Luis Borraleda es un tonto —dijo Irina.
—De acuerdo. Tiene una mujer buena y pretende cambiarla por otra que…
—¿Qué?
—Que no es tan buena, aunque sí mucho más lista, ya que sabe cómo halagarle la vanidad.
—¿No me considera buena?
—No. ¿Le importa?
Irina se encogió de hombros y sonrió forzadamente.
—¿Por qué me va a importar? —preguntó.
—Claro, ¿por qué podía importarle? Al fin y al cabo, mi opinión sólo es la de un bandido. ¿Qué puede significar para la princesa Irina la opinión de un bandido?
—Tal vez más de lo que usted se imagina —murmuró la mujer—. ¿Por qué no se quita el antifaz? Me gustaría verle tal como es.
—La realidad siempre es inferior a la fantasía. Sin duda alguna yo perdería todo mi encanto si sus ojos me viesen tal como me ven los que me conocen e ignoran que en mis ratos libres me dedico a hacer El Coyote.
—¿Trata de proteger a Luis Borraleda?
—A él y a usted.
—¿A mí?
—Sí. Quiero librarla de los peligrosos amigos que la rodean.
—Pero, sobre todo, quiere librar de mí a Luis, ¿no?
—Algo hay de eso.
—¿Y si yo le hiciera caso? ¿Qué haría usted?
—Hágalo y lo sabrá.
—Entonces yo tendría que irme de Sacramento.
—Claro —asintió el enmascarado.
—¿Le volvería a ver a usted?
—Se lo aseguro.
Irina inclinó la cabeza.
—Cuando Dios dotó de corazón a las mujeres estropeó deliberadamente una obra perfecta —murmuró—. Nos dio cuanto podía sernos necesario para dominar a los hombres; pero luego nos colocó el corazón, y ese pequeño detalle anuló toda su labor. De dueñas y señoras nos convirtió en esclavas.
—Bonita frase —sonrió El Coyote—. Y acertada, que es lo mejor. La mujer tiene hermosura y todo lo que se precisa para que el hombre más sensato piense, en un momento dado, que ella es lo único importante en la vida. Así cometemos por ustedes locura tras locura; pero un día el corazón las traiciona, les llega la vez de enamorarse y entonces…
—Lo tiramos todo por la borda y vamos rectas a nuestra propia pasión y… perdición.
—Alguna debilidad debían tener —dijo El Coyote—. Es la ley de la Creación. Cada ser viviente, cada animal, cada cosa, tiene su punto débil. Hasta la más fuerte. Aquiles tenía un puntito en su talón; los animales más acorazados tienen algún punto por donde se les puede matar. Más fuerte que el hierro es el acero, y más que el acero lo es el brillante, y al brillante lo destruye el fuego, y al fuego lo apaga el agua.
—¿No me comprende? —preguntó, con temblorosa voz, Irina.
—Tal vez sí; pero he oído cómo hablaba con el señor Borraleda y… y tengo ciertas dudas. No me culpe por ello.
—¿Quiere pruebas?
—Irina: soy una especie de bandido; pero siempre me ha gustado jugar limpio. Nunca dejaré de ser quien soy. No lo olvide.
—¿Ni por un amor verdadero? —preguntó Irina.
—Ni por eso.
—No me doy por vencida. Yo sé que no hay imposibles. No pondré condiciones, jugaré limpio también, y… y si pierdo no me quejaré.
—¡Bravo, Irina! Así me gusta. A pesar de todo, creo que es usted una buena muchacha.
—O tonta.
—Viene a ser lo mismo.
—Es cierto. Es lo mismo. Hace años conocí a un hombre que tuvo un alto cargo durante la guerra. Me explicó por qué las mujeres eran a la vez las mejores espías y, también, las peores. Las mejores, porque eran capaces de conseguir los informes más importantes. Y las peores, porque… porque casi siempre terminaban enamorándose de un agente de contraespionaje a quien deseaban proteger. Y no hace mucho me hablaron de una de ellas llamada Ginevra…
Irina se interrumpió como si no recordase el nombre de aquella otra mujer. Mientras se esforzaba en recordar, El Coyote terminó:
—Ginevra Saint Clair, ¿verdad?
—Sí. ¿Cómo lo sabe…?
—Fue una espía famosa.
—Que perdió la vida por el amor de un hombre —dijo Irina, clavando la mirada en los ojos del Coyote.
—Por el amor de un hombre que no supo comprender lo que ella era.
—¿Fue usted? —preguntó Irina.
El Coyote se acercó a la mujer y, acariciando con una de sus enguantadas manos la mejilla de la joven, replicó:
—Adiós. Procure ser buena, porque si es mala vendré a darle una zurra.
—Entonces… seré mala.
—¿Para que la zurre?
—Tal vez. Porque para hacer eso tendrá que estar cerca de mí.
—No olvide que juega con fuego y que hay muchos interesados en quemarla. Adiós.
—¿Quiere que le acompañe hasta la puerta? El portero se extrañará si ve salir a un enmascarado en un día en que no se celebra ningún baile de disfraces.
—Muchas gracias; prefiero salir como un fantasma. Sería humillante que la dueña de la casa tuviera que facilitarme la salida.
—¿Adónde va?
—Muy lejos; pero volveré a tiempo y no la perderé nunca de vista.
—¿Aunque esté lejos?
—Sí. Tengo unos sortilegios y gracias a ellos puedo verla en todo momento. Son unos sortilegios muy útiles. Adiós.
Irina vio salir del salón al Coyote, y cuando un momento después le siguió con la esperanza de ver por dónde había ido, ya no halló el menor rastro del enmascarado. Lentamente volvió al salón y sentóse en el mismo sitio que antes ocupara. Entornando los ojos, se entregó a sus pensamientos.