Capítulo III:
Las decisiones de Irina Petrovna
Los pensamientos de Irina Petrovna duraron cuatro días. Las decisiones a que llegó tuvieron diversos efectos. El primero de ellos fue el de que, a pesar de todos sus esfuerzos, Luis Borraleda no pudo volverla a ver. Y, porque ya deseaba ardientemente estar junto a ella, le escribió una larguísima carta, la más apasionada de cuantas había dirigido a la que él creía una princesa rusa.
Irina guardó aquella carta y no dio la contestación que Borraleda esperaba. Su decisión estaba ya tomada definitivamente.
—Soy una loca —se decía—. Estropeo el mejor negocio de mi vida, y lo peor es que no lo lamento. No, no lo lamento; lo cual es una solemne estupidez.
En la tarde del cuarto día de su encierro, Irina salió al fin de su casa y dirigióse a la de Víctor Kennedy. En cuanto dio su nombre fue conducida ante Kennedy, que la saludó con una irónica sonrisa.
—¡Cuántos días sin verla, princesa! —exclamó—. Todo Sacramento está extrañado de su vida tan retirada. ¿Puedo preguntarle a qué se debe su aislamiento?
—A varios motivos —replicó Irina—. Uno de ellos es el deseo de meditar.
—La meditación es muy importante —dijo Kennedy—. Estoy seguro de que habrá llegado a conclusiones muy inteligentes.
—Creo que sí…
—Yo también suelo reflexionar profundamente antes de lanzarme a ninguna aventura —siguió Kennedy, antes de que Irina pudiera continuar hablando—. Por cierto que hace algún tiempo que quiero explicarle el resultado de una de esas profundas meditaciones mías. Fue en ocasión de decidirme a utilizar sus servicios, señorita Garson. No se enfade. Nadie puede oírnos. Además, creo que le interesa saber lo que decidí en aquellos momentos.
—Tal vez sea más interesante que conozca usted lo que yo he decidido en estos últimos días —dijo Irina.
—No, no. Estoy seguro de que es mucho más interesante lo que yo decidí hace unas semanas, cuando pensé en utilizar los servicios de la que se hace llamar princesa Irina Petrovna.
—Bien… hable. ¿De qué se trata?
—Las primeras noticias acerca de usted me llegaron de Sitka —explicó Kennedy—. Alguien me habló de la princesa Irina Petrovna y de sus supuestas intenciones de trasladarse a California. Ese alguien me entregó unos insignificantes documentos firmados o escritos por usted. Con la ayuda de un utilísimo caballero que sabe imitar todas las escrituras y firmas, entablamos una correspondencia entre Sitka y Sacramento, y el resultado fue que la princesa Irina Petrovna Posof hizo una remesa de dinero desde Alaska a Sacramento. Más tarde llegó usted aquí y se encontró con una cuenta corriente a su nombre. De esa cuenta corriente ha sacado usted algunas cantidades firmando cheques que han sido aceptados sin reparo por el Banco; porque nadie ha puesto en duda que usted sea la princesa; pero… si en el Banco llegaran a darse cuenta de que su firma no es exactamente igual a la de aquella princesa que escribió desde Sitka… ¿Comprende?
Irina miró fríamente a Kennedy.
—Creo que sí —dijo—. La firma falsificada no es la de los cheques, sino la de las cartas que se enviaron desde Sitka.
—Claro; pero como las cartas falsas iban acompañadas de dinero que ahora se está retirando mediante una firma que no es la misma… todos darán más crédito a la primera firma. Se comprobará que usted no es la princesa, y como de ella no existe ningún rastro, es posible que se sospeche que usted la ha asesinado para robarle el dinero que envió desde Sitka.
—Muy ingenioso. Se falsifica mi firma y ahora resultará que todos creerán que la firma falsificada es la mía, o sea la legítima.
—Y es muy de lamentar que usted no pueda presentar documentos probatorios de su principado ruso. Con esas pruebas todo se aclararía; pero sin ellas… Sin ellas se expone a muy serios disgustos.
—Supongo que usted ya debe de haber cuidado de guardar los cheques que yo he firmado y que el Banco le habrá enviado para su comprobación.
—En efecto. Como su agente de negocios, me he tomado esa molestia, y quedaré terriblemente sorprendido si llego a descubrir que la firma de los cheques no es la misma que aparece en la correspondencia de la princesa que estaba en Alaska. ¿No es cierto que esta historia resulta muy interesante?
—Sí; aunque la precaución me parece excesiva.
—Lo único que nunca resulta excesivo son las precauciones, señorita. Siempre es preferible que le sobren a uno unas cuantas. Mas, ¿por qué cree que son excesivas?
—Porque indican sospechas acerca de mi fidelidad al plan trazado.
—De ninguna manera —replicó Kennedy—. Estoy seguro de que si durante cuatro días no ha querido hablar con el señor Borraleda, ha sido con objeto de inflamar su pasión. ¿No era eso lo que venía a decirme?
—Sí, eso mismo.
—¿Y cuándo cree que podrá entregarnos las pruebas de los deslices del señor Borraleda?
—¿Cuándo las necesitan?
—Cinco días antes de las elecciones. ¿Las tendremos?
—Sí.
—¿Las traerá usted aquí?
—No.
—¿Cómo? —preguntó, sorprendido, Kennedy.
Irina paseó una aburrida mirada por el techo.
—Todos nosotros somos muy desconfiados. ¿No es cierto? Ustedes se tomaron la molestia de falsificar unas firmas, para asegurarse de que yo, dejándome llevar de la inconstancia femenina, no llegase a cometer el error de abandonar este buen negocio, ¿no?
—En efecto. Queríamos tener algo que la obligase a seguir hasta el fin, en el improbable caso de que usted desistiera de ganarse la fortunita que le hemos ofrecido. Por eso tenemos los cheques que tanto la comprometen y que serán sacados a relucir si usted intenta escapar de Sacramento. Pero seguramente no será preciso recurrir a esos extremos.
—No, no lo será; pero si quieren tener las cartas que me ha escrito y que me irá escribiendo el señor Borraleda, vayan a buscarlas a mi casa, con el dinero prometido y… con todos los cheques firmados por mí. No olviden ninguno.
—No los olvidaremos si tiene a su debido tiempo las pruebas que necesitamos contra Borraleda. Cinco días antes de las elecciones iremos a buscar esas pruebas, le llevaremos el dinero y podrá usted marcharse a otros lugares más hermosos.
Irina se puso en pie. Dominando su nerviosismo, dijo, sonriendo:
—He tenido un placer en comprobar su inteligencia, señor Kennedy, aunque ya tenía referencias de ella. Alguien me contó aquello de que usted quiso cargarle un muerto al señor Borraleda, con el desagradable resultado de que los culpables fueron linchados sin tener tiempo de decir ni una palabra.
—¿Quién le ha dicho eso? —gritó Kennedy, avanzando hacia la princesa.
—Tal vez me lo haya dicho El Coyote. Todo el mundo habla de él y no sería extraño que él hablase algunas veces conmigo.
—¡Bah! —Rió Kennedy—. ¡El Coyote! ¡No es más que un mito!
Pero, a pesar de sus esfuerzos, no pudo dominar un leve temblor de su voz; un temblor que desmentía lo que acababa de decir acerca del mito del Coyote.
*****
Cuando Irina hubo salido de la habitación abrióse una puerta y dos hombres fueron hacia Kennedy.
—¿Qué significa esto? —preguntó uno de ellos.
—A esa mujer le ha ocurrido algo —dijo Kennedy—. Quería abandonar su trabajo. Eso era lo que venía a decir. Se habrá enamorado de Borraleda y empezará a sentir repulgos de conciencia. ¡Es lo malo de trabajar con mujeres!
—Pero, sabiendo a lo que se expone, no nos hará traición —dijo uno de los recién llegados.
—No nos hará traición —replicó Kennedy—. Pero de todas formas tendremos que vigilarla.
—No vamos a poder evitar el tenerle que dar los cien mil dólares —dijo el otro hombre.
—Claro que lo evitaremos —dijo Kennedy—. Ni por un momento se me ha ocurrido pagarle esa suma. Sería una locura.
—¿Cómo se las compondrá?
—Ahora ella tiene las cartas escondidas. No las sacará de su escondite hasta que vea el dinero. Entonces lo hará y las entregará a cambio de los cien mil dólares; pero en cuanto yo haya salido con las cartas, aparecerá alguien que le quitará el dinero.
—¿Quién?
—No olviden que toda la servidumbre de la princesa Irina ha sido contratado por mí. Yo sé a quién he contratado.
—Es usted un genio, Kennedy —dijo uno de los dos hombres—. Todo lo tiene previsto. Ha sido una lástima que fracasara el plan de San Francisco. Era perfecto.
—Nos confiamos demasiado —dijo Kennedy.
—¿No será verdad lo de que El Coyote interviene? —preguntó, con evidente inquietud, uno de los otros.
—Claro que no lo es —mintió Kennedy—. ¿Para qué iba a meterse El Coyote en nuestros asuntos políticos?
—Al fin y al cabo, El Coyote es californiano y ha de sentir interés por el triunfo de su compatriota —dijo uno de los dos hombres.
—Al Coyote no le interesa la política —dijo Kennedy. Y cogiendo del brazo a los dos, salió de la estancia.
Al cabo de un minuto, cuando ya se hubieron apagado sus pasos, abrióse otra puertecita y apareció un rostro cubierto por un negro antifaz. Después de asegurarse de que la estancia estaba vacía, el enmascarado acabó de abrir la puerta y, saliendo del cuartito, cerró tras él, cruzo la estancia, abrió una de las ventanas y desapareció por ella sin dejar el menor rastro que pudiera indicar a Víctor Kennedy que El Coyote había escuchado su conversación con Irina y con sus dos compañeros en el comité electoral de Walter Dun.