Capítulo I:
Un hombre insoportable

«No comprendo cómo alguien puede soportarle».

Isabel Gámiz de Borraleda tenía un defecto: el de permitir que sus ojos revelasen con demasiada claridad sus pensamientos. Por eso su marido la miró fijamente, preguntando:

—¿Es que te molesta que venga?

Isabel se mordió los labios, y de buena gana se habría abofeteado por dejar que Luis adivinara lo que había pasado por su cerebro.

—No, no me molesta —dijo, pero a su voz le faltaba convicción y firmeza.

—Don César es amigo mío y… un hombre importante.

«Pero es insoportable» —pensó Isabel, volviendo un poco la cabeza para que su marido no leyera sus pensamientos; mas fue inútil porque el simple hecho de volver la cabeza indicó a Luis Borraleda lo que sentía su mujer.

—Ya sé que a muchos no les resulta agradable —dijo con voz dura—; pero, al fin y al cabo, es un hombre en cuya palabra se puede confiar. Si él quiere ayudarme, pondrá de mi parte a lo principal del elemento californiano. Son unos miles de votos que me llevarán al puesto que deseo ocupar en la capital de California. Don César puede proporcionármelos.

Isabel sintió una dolorosa punzada en el corazón. ¿Por qué empleaba su marido aquel lenguaje con ella? ¿Por qué sus ambiciones políticas se imponían siempre a su amor? ¿Por qué no se portaba como cuando ella era una chiquilla de dieciocho años y él un hombre que empezaba a destacarse en la política, en la cual sólo veía un medio de pelear deportivamente con los mismos contra quienes su padre había peleado con las armas en la mano?

Ahora la lucha se había convertido en lo más importante de su vida. En un principio, don Luis Borraleda no fue más que un representante de los californianos verdaderos o antiguos, que al fin se habían convencido de que necesitaban hacer oír su voz en el edificio que hacía las veces de parlamento antes de que se levantara el hermoso capitolio de la ciudad. Luego aprendió a ser político, a defender sus ideas y los intereses de su partido; supo imponer sus opiniones aunque no fueran sus convicciones, y acabó siendo reconocido por todos como un digno adversario o un magnífico representante. Amplióse el partido y se dio cabida en la dirección del mismo a Borraleda. Por este hecho aumentó el apoyo de los californianos a dicho partido. La fidelidad a la Unión en los tiempos de la guerra civil, cuando se daba por descontado el que California se uniría a la Confederación, fue debida en gran parte a «un californiano llamado Borraleda», como dijo a Lincoln el general Hancock al regresar de Los Ángeles, adonde había sido enviado para proteger los depósitos de armas y municiones del gobierno.

Todos estaban de acuerdo en que Borraleda llegaría lejos, y él, para no defraudar las esperanzas de sus amigos, hizo lo posible por convertirlas en realidad, entregándose en cuerpo y alma a la política.

—Primero seré diputado, luego senador y llegaré a gobernador de California —decía a su mujer, sonriendo como si estuviese convencido de decir una exageración. Pero seguro, en el fondo, de que podía ser verdad, agregaba—: ¿Y quién sabe si algún día llegaré a presidente de los Estados Unidos?

Mas hacía tiempo que no hablaba de estas cosas con Isabel. Reconocía que a ella no le interesaba la política y que no estaba capacitada para comprender la importancia de «su misión», y prefería buscar otros oídos más comprensivos, aunque, a veces, no menos femeninos.

—Don César llegará dentro de una hora o dos —siguió—. Lamento que no sea educado decirle que mi esposa le encuentra antipático; pero seguramente tú harás lo posible para que él comprenda tus opiniones.

—Soy lo bastante cortés para no demostrar mis sentimientos, cuando ellos pueden ofender a otro —replicó Isabel.

Y mentalmente continuó:

«¿Por qué soy así? ¿Por qué se ensancha cada vez más el abismo que nos separa? Yo soy la única culpable de todo».

—Falta muy poco para que presente mi candidatura para el cargo de gobernador… —dijo Luis Borraleda—. Te suplico que seas lo más amable posible con don César. Si me promete su ayuda, no vacilaré en ir a las elecciones. Si no me la promete, no me presentaré.

—¿A qué obedece esa importancia de don César de Echagüe? —Preguntó Isabel—. Creí que era sólo un gran ganadero.

—Es el principal hacendado de la Baja California. El rancho de San Antonio y el rancho Acevedo son los mejores, y son suyos. Además, posee acciones, tierras en toda California, minas y… un cuñado en Washington.

—Supongo que el cuñado es lo que más pesa, ¿no?

Cuando Isabel empleaba aquel tono tan mordaz, Luis sentíase violentamente alejado de su esposa. Una sorda indignación se apoderaba de él.

—Edmonds Greene tiene mucha influencia en el gobierno —replicó, haciendo un esfuerzo por dominarse—. Desde Washington puede apoyarme, y lo hará si don César se lo pide.

—¿Por qué no buscas también la protección del Coyote? —Preguntó Isabel—. Si él te apoyara y fuese de pueblo en pueblo aconsejando a todos que votaran por ti, podrías tener la seguridad de que te elegían gobernador por absoluta mayoría.

Isabel se arrepintió en seguida de haber dicho esto. Comprendió que era un error, pero ya estaba dicho y hubiese sido peor retractarse.

—No sigamos —dijo secamente Luis—. No llegaríamos a nada práctico y sólo conseguiríamos ofendernos mutuamente. Te suplico que, como un favor especial, te muestres atenta con don César. Sólo estará unos días aquí. Creo que su presencia no se te hará demasiado molesta.

—Está bien. Daré orden de que preparen sus habitaciones. ¿Sabes si desayuna, come o cena algo especial? Un caballero tan importante…

Isabel se interrumpió porque su marido acababa de abandonar la estancia, cerrando la puerta tras él con un violento portazo.

—Soy y seré siempre una loca —murmuró Isabel—. No tengo remedio. A veces me odio a mí misma.

Cuando oyó cerrarse la puerta de la calle, salió también del acogedor salón y marchó a dar a los sirvientes las órdenes de acondicionamiento de las habitaciones reservadas a los huéspedes.

Luis Borraleda cerró con innecesaria violencia la puerta de su casa. Se disponía a cruzar la acera en dirección al coche que le aguardaba, cuando su atención fue atraída por otro coche que acababa de detenerse detrás del suyo.

No se trataba de un vehículo de ciudad, sino de un coche capacitado, por su sólida construcción, para recorrer las peores carreteras californianas. En aquellos tiempos éstas podían considerarse las peores del mundo, no porque estuvieran mal construidas, sino porque el tráfico por ellas era intensísimo, siendo por ello enorme su desgaste, sin que se encontraran obreros que quisieran repararlas. Si se deseaba trabajar con una pala y un pico, era preferible hacerlo en los yacimientos mineros o en las obras de los ferrocarriles, donde se ganaba diez veces más. Por todo esto, los carruajes que circulaban por aquellos caminos tenían que ser muy sólidos, y el que acababa de detenerse frente a la casa reunía todas las condiciones necesarias para hacer el viaje desde San Francisco a Chicago o más allá.

El lujo de baúles y equipajes que lucía el coche hizo adivinar a Luis Borraleda quién podía ser el forastero. Por ello, en vez de subir a su coche, cuya portezuela mantenía abierta el lacayo, aguardó un momento hasta que el viajero asomó la cabeza fuera del otro vehículo.

—¡Don César! —exclamó Borraleda, corriendo hacia el recién llegado—. Pero… ¿no iba usted a venir en tren?

César de Echagüe bajó lentamente a tierra, flexionó un poco sus articulaciones, devolviéndoles la agilidad, y sonrió mientras estrechaba la mano de Luis.

—Parece que hay una avería en la línea férrea y decidí hacer el viaje en coche —explicó.

Vestía con su habitual elegancia; pero sobre el traje llevaba un guardapolvo que le llegaba hasta los pies y que se quitó en seguida, cediéndoselo al lacayo que había bajado del pescante.

—Hacer un viaje de esta clase desde San Francisco a Sacramento es una heroicidad —dijo Borraleda.

—Opino lo mismo —replicó César—. Alquilé este coche y no puedo decir que me arrepienta de haberlo hecho. De lo que me arrepiento es de haber viajado en él. Pero le he estado abrumando con mis penalidades en vez de preguntarle por su esposa. ¿Está bien?

—Perfectamente —respondió Luis—. En estos momentos debe de estar ordenando que preparen sus habitaciones. Como no lo esperábamos hasta dentro de dos horas, o sea cuando llega el tren de San Francisco…

—Eso quiere decir que he llegado inoportunamente. Suelo hacerlo muy a menudo. El aparecer inoportunamente es uno de mis peores defectos. Pero esta vez aún estoy a tiempo de remediarlo. Iré a dar un paseo por la ciudad. Así estiraré las piernas.

—De ninguna manera —protestó Luis Borraleda—. Isabel se disgustaría mucho si supiera que no ha entrado en casa…

—Más se disgustará si me presento en el momento en que no tiene nada dispuesto y no sabe dónde meterme. Nada, marcharé a dar el paseo de que he hablado y volveré dentro de dos horas. Sacramento es una ciudad muy interesante, que nunca he podido visitar por completo. A pesar de haber nacido en California, no he visto aún el famoso fuerte Sutter. Creo que hoy lo visitaré.

Luis Borraleda vaciló y de pronto dijo:

—¿Por qué no me acompaña?

—¿Adónde?

—A casa del gobernador. Dan una recepción íntima en honor de una ilustre visitante. Se trata de una princesa rusa que viene de Alaska a…

—¿A calmar el frío que allí habrá pasado? —preguntó César de Echagüe.

—Supongo que el frío no debe de resultarle ninguna novedad.

—La posibilidad de ver una princesa rusa es demasiado tentadora para que yo me resista ni un minuto más —dijo el viajero—. Mi padre sostuvo, en su juventud, junto con mi abuelo, algunas escaramuzas con los rusos, cuando querían instalarse en California antes que nosotros…, bueno, antes que los españoles. A veces me olvido de que mi padre vino a California bajo la bandera española, vivió algún tiempo bajo la mejicana, incluso vio ondear la bandera del Oso, o sea, la de la República de California, y murió bajo las barras y estrellas de la Unión. Pues sí, él me explicó que sostuvieron algunos encuentros con los rusos, a quienes tuvieron que empujar hacia el norte, convenciéndoles de que Alaska era lo ideal para ellos.

—La princesa es muy bella —dijo Borraleda—. No responde a la idea que tenemos de las rusas. Es tan delicada como una porcelana.

—Pues vayamos a verla —sonrió César.

Volvióse hacia el cochero de su vehículo y le encargó que entrara en la casa todo su equipaje y buscase luego una cochera donde instalarse hasta el momento de su regreso a San Francisco. Después subió al carruaje de Borraleda, a quien explicó:

—Le he contratado por quince días, aunque no espero estar tantos en Sacramento.

—Pero ¿no nos prometió…?

—Sí, sí; le prometí pasar dos o tres semanas; pero tengo muchas ocupaciones y no sé si podré quedarme tanto.

—Yo esperaba que nos acompañase un mes. Tenía muchas cosas que contarle…

—En una semana se pueden contar muchas más cosas de las que yo soy capaz de escuchar. Observo que Sacramento aún tiene más habitantes salvajes que civilizados. Sólo veo hombres con revólveres. Yo creí que, por lo menos en la capital del Estado, les impedirían ir así por las calles. La princesa rusa sacará una impresión muy desagradable de cuanto vea aquí. Y hablando de otra cosa, ¿no teme que no me dejen entrar en casa del gobernador?

—Yendo conmigo y, sobre todo, siendo usted quien es, nadie se atrevería a impedirle el paso. El apellido Echagüe es uno de los principales de California.

—Muchas gracias. Cierto que fuimos de los primeros en llegar. A veces he pensado que podría explotar políticamente mi apellido.

—Desde luego —replicó, no muy espontáneamente, Borraleda—. Siempre me ha extrañado su aversión a la política.

—Durante el tiempo que California fue de Méjico, los californianos consumimos toda nuestra ración de política. En los veinticuatro años escasos transcurridos desde que dejamos de ser españoles y pasamos a ser norteamericanos, vimos, o mejor dicho, vieron los que lo vieron, de los cuales aún quedan muchísimos, cómo un paraíso se convierte en un infierno. Las misiones fueron destruidas, aunque algún día sus ruinas serán levantadas de nuevo y respetadas como merecen. Se destruyeron para beneficiar a los indios, y los pocos indios que aún quedan sueñan con los tiempos en que los frailes se preocupaban de resolverles la vida, haciéndoles trabajar en lo más apropiado para ellos. Luego los liberaron y cuando los tuvieron libres, empezaron a exterminarlos. No, verdaderamente, no me interesa la política; pero eso no quiere decir que no esté dispuesto a apoyar con todas mis fuerzas a un californiano que, como usted, ha tomado tan a pecho la defensa de nuestros intereses.

Luis Borraleda no pudo disimular su satisfacción. No estaba muy seguro de conseguir el valioso apoyo de don César, y mucho menos de conseguirlo a los pocos minutos de su llegada a Sacramento.

—Daré una fiesta en su honor… —empezó.

—¡No, por Dios! —Pidió César—. No quiero fiestas. En Los Ángeles tengo que dar una cada mes y cuatro recepciones mensuales, o sea una cada semana. Con eso quedo más que harto de oír tonterías… Bueno, no he querido decir que en su fiesta se fueran a decir tonterías; pero…

—No se disculpe, don César, comprendo… Pero ya hemos llegado. Sospecho que somos de los últimos. Vea cuántos coches.

Por la ventanilla, Borraleda señaló un numeroso grupo de coches estacionados cerca de una hermosa residencia de piedra gris, ante la cual se detuvo el vehículo. Un portero vestido con gran elegancia acudió a abrir la portezuela y saludó con una profunda inclinación al diputado Borraleda y al caballero que le acompañaba, que fueron saludados otras tres veces al cruzar la puerta de la casa, al llegar al final de la amplia escalera de mármol y al penetrar en la enorme sala donde se hallaban los invitados.

La princesa Irina respondía físicamente a la descripción que Luis hiciera de ella, y el saludo con el cual correspondió al del «diputado don Luis Borraleda» y al del «prestigioso hacendado don César de Echagüe, de Los Ángeles», fue el de una legítima princesa de cutis de porcelana y ojos de azabache.

La princesa Irina comentó que su abuelo había hecho una larga visita a Los Ángeles. De no haber sido tan cortés, don César le habría comunicado que su propio abuelo fue uno de los que contribuyeron a que la visita no fuera permanente. En lugar de eso, expresó su deseo de que la princesa visitara la ciudad de Los Ángeles para ofrecerle un alojamiento mejor del que debió de encontrar el príncipe.

—No le aconsejo que vaya allí —dijo otro de los invitados, dirigiéndose en francés a la princesa—. A pesar de su nombre celestial, Los Ángeles es un pequeño infierno, con un demonio mayor.

—¿Qué demonio es ése? —preguntó la joven.

El Coyote —respondió el que había hablado—. Es un terrible bandido que lleva siempre dos revólveres y dispara con una puntería diabólica.

—¿Un bandido romántico? —Preguntó Irina—. ¡Cuánto me gustaría verlo!

—Si me visita usted le prometo que conseguiré que El Coyote se presente ante sus ojos —dijo don César.

—¿Le conoce? —preguntó la joven.

—Nadie le conoce —dijo Luis Borraleda—. Va enmascarado y en el secreto de su identidad está su fuerza. Pero como don César es persona muy influyente, sin duda podrá convencer al Coyote para que se presente ante usted.

—Siempre y cuando le prometa que no le tenderemos ninguna trampa —sonrió don César—. ¿Qué le haría usted si lo tuviese en sus manos?

La princesa sonrió y, como abstraída, replicó:

—Me gustaría besarle en los labios… y luego hacerlo azotar hasta que cayera muerto.

—Si le digo eso al Coyote, de fijo que no se dejará ver —declaró don César.

—¿De veras cree que no querría comprar con su vida un beso? —preguntó la princesa.

—En todo caso, antes tendría que verla a usted —dijo don César—. Tal vez entonces considerara que una vida es muy poco a cambio de un beso de tan hermosos labios.

—Desde que he nacido, jamás había oído un cumplido tan bello, don César —sonrió Irina—. Una de mis abuelas se enamoró de un bandido tártaro. Era muy famoso y muy cruel. Al fin, lo capturaron, pero no en nombre del emperador, sino por orden de mi abuela. Lo llevaron ante ella y, loca de amor, lo besó. Y para que ninguna otra mujer pudiese besarlo, ni él pudiese decir quién le había besado, lo hizo azotar hasta que murió. También él dijo que el pago era muy poco.

—Le comunicaré al Coyote sus pensamientos e intenciones, y no le extrañe si alguna vez recibe su visita.

La llegada de un nuevo grupo de invitados obligó a Borraleda y a don César a alejarse de la princesa. Cuando estuvieron a cierta distancia, Luis, que no apartaba la vista de la extranjera, murmuró:

—¡Qué hermosa mujer! ¡Y qué inteligente!

—¿No la encuentra un poco salvaje? —preguntó, burlonamente, don César.

—Es emocionante. En ella se ve vibrar la compleja alma rusa.

Don César miró de reojo a su amigo y, de pronto, se encontró compadeciendo a Isabel Gámiz de Borraleda. Si llegaban a enfrentarse la princesa rusa, educada para ser capaz de azotar a un tártaro, y la dama californiana, que odiaba las violencias, la segunda tendría que salir derrotada en el encuentro.

—Amigo Borraleda —dijo de pronto, arrancando a Luis de la contemplación de la princesa—. He observado que los hombres importantes o muy inteligentes se enamoran de las mujeres interesantes y cultísimas, y a excepción de los que, además de ser inteligentes, son también tontos, se casan con las mujeres vulgares.

—Es verdad —replicó Borraleda—. Pero no estoy de acuerdo en lo que insinúa de que sólo los tontos se casan con las mujeres interesantes. Creo que los tontos son los que se casan con una mujer vulgar.

—Está usted en un error. Por regla general, y salvo rarísimas excepciones, el matrimonio entre un hombre inteligente y una mujer interesante, o también inteligente, es un fracaso. Cuando se produce el choque, éste tiene efecto entre dos potencias fuertes, o sea entre dos objetos duros. En cambio, cuando la inteligencia del hombre choca contra la mediocridad de la mujer, no ocurre nada malo, al menos para el hombre. Su potencia arrolla a la mujer vulgar, que queda convencida de la suprema sabiduría del esposo, lo cual no tiene nada de desagradable para el marido. En cambio, he visto alguna vez cómo una mujer inteligente… Bueno, inteligente, no, porque una mujer verdaderamente inteligente no trata de demostrar que lo es. La dama a quien me refiero era culta, tenía una visión muy clara de ciertas cosas, y en alguna de dichas cosas su visión era más acertada que la de su marido. Y créame, al varón nunca le gusta que la hembra le demuestre que es un tonto. A nadie le gustaría. Por eso, las mujeres de nuestra raza son ideales.

—¿No admira a la princesa?

—La admiro como admiraría a un elefante de color azul celeste. Muy espectacular, muy raro, muy extraordinario; pero muy incómodo para tenerlo en una casa particular. El sitio de los elefantes azul celeste, si existe alguno, está en los parques zoológicos. Se les contempla desde lugar seguro, se les admira y luego vuelve uno a su casa y al llegar acaricia al perro, más vulgar, menos espectacular y notable; pero más cómodo y más fiel. Un elefante azul celeste al que se encerrara en una casa de dos pisos, siempre echaría de menos la gente que en el parque zoológico le contemplaba embobada.

—Si la princesa supiera que la ha comparado a un elefante azul celeste, le haría azotar, don César.

—Tal vez si yo fuera un bandido tártaro y en vez de estar en Sacramento nos halláramos en las estepas rusas; pero, afortunadamente, no es así. ¿A qué ha venido la princesa?

—Quiere visitar California. Y como son muy pocos los forasteros de sangre real que nos llegan…

—Claro, nos deshacemos de emoción. ¿Cómo se llama, además de Irina?

—Irina Petrovna, que, según mis vagos conocimientos, significa, Irina, hija de Pedro. Su apellido es Posof. Irina Petrovna… Posof. ¿Le interesa esa mujer?

—No. En absoluto. Y si no cree que mi ausencia puede ser mal interpretada, preferiría ir a su casa. Seguro de que su esposa ya ha arreglado mi cuarto.

—¿No quiere quedarse a comer?

—No. Mi estómago está tan agitado por el viaje, que seguramente no podría admitir ni un bocado.

Dando una palmada en la espalda de su amigo, don César escabullóse fuera del salón en el momento en que por la otra puerta entraba el gobernador, atrayendo hacia él la atención de todos, menos la de Luis Borraleda, que tenía la mirada fija en el hermosísimo rostro de Irina.