Capítulo XI:
La justicia del Coyote
El telón acababa de bajar por última vez y sólo sonaban ya algunos débiles aplausos. Elena Osorio miró de nuevo hacia el palco donde estaba su hija y su mirada se cruzó con la de Luis Borraleda, que le sonrío, moviendo luego afirmativamente la cabeza.
La mujer creyó haber advertido en aquella mirada un mensaje que le resultaba indescifrable. Pero Luis Borraleda y su esposa estaban saliendo del palco. Elena vacilaba acerca del partido a tomar, cuando uno de los acomodadores resolvió su problema.
—Señora, el caballero que estaba en aquel palco me encargó que le diera esta carta —explicó el hombre—. Me he retrasado un poco a causa de la aglomeración.
Elena tomó la carta que le tendía el acomodador, y con temblorosa mano la abrió, leyendo a través de las lágrimas que de pronto llenaron sus ojos:
Esta noche ve al hotel Prisco, habitación ciento veinte. Te presentaré a Isabel como si fueras una antigua conocida de su madre.
LUIS.
La mujer sintió que sus piernas eran incapaces de sostenerla y tuvo que sentarse de nuevo en la butaca. Luego, haciendo un esfuerzo, se levantó y salió del teatro, sin darse cuenta de cuanto ocurría a su alrededor. Tan sólo tuvo fuerzas para subir a su coche y ordenar:
—Al hotel Prisco.
Víctor Kennedy, que se había retrasado, sonrió al escuchar la dirección que daba Elena al cochero. Y como le convenía aparecer completamente limpio de toda culpa, reunióse con los amigos a quienes había acompañado y marchó con ellos a cenar al restaurante Blindin.
Apenas Elena bajó del coche, frente al hotel Prisco, un hombre acudió a su encuentro y en voz baja le anunció:
—El señor Borraleda aún no ha llegado; pero aquí tiene la llave de la habitación. Me encargó que le dijese que si llegaba usted antes, le aguardara allí.
Elena tomó la llave y entró en el hotel, correspondiendo a los saludos de los empleados, todos los cuales la conocían. Subió por la escalera principal y no tardó en encontrar la habitación 120, cuya puerta abrió con la llave. Entró en el cuarto y guardó la llave en el monedero.
La luz estaba encendida. Sobre la mesa, veíase, preparada, una apetitosa cena fría y platos y cubiertos para dos personas. Elena, aunque lo advirtió, no dio importancia al detalle, y sentándose en el sofá se dispuso a la impaciente espera.
*****
A las doce de la noche, Luis Borraleda dejó a su esposa junto a unos amigos con quienes habían ido a cenar.
—Vuelvo en seguida —dijo—. Tengo que ver a un conocido. Cosa de política.
Salió a la calle, y tomando un coche se hizo conducir al hotel Prisco. En el momento en que llegaba ante el edificio, un hombre acudió a su encuentro, diciéndole en voz muy baja.
—Es mejor que suba por la escalera de servicio. Así se evitarán comentarios.
Luis Borraleda bajó del coche, y seguido por la curiosa mirada del conserje, fue a entrar por la puerta del servicio, atrayendo, sin darse cuenta, el interés de todos los criados, que desde un sitio u otro le observaban.
Cuando llegó al primer piso buscó la habitación 120, y al encontrarla llamó a la puerta.
Elena Osorio la abrió, y al ver que Luis llegaba solo preguntó:
—¿Dónde está Isabel?
—La dejé con unos amigos…
Mientras hablaba, Luis Borraleda había entrado en la habitación.
—Pero… si yo creí que vendríais los dos —murmuró Elena—. Me has…
Sus palabras se le ahogaron en la garganta, de la que sólo pudo escaparse un alarido de terror, cortado por dos disparos de revólver.
Luis Borraleda había oído abrirse la puerta de la habitación. Al volverse fue cegado por los fogonazos de dos disparos. Oyó cómo Elena se desplomaba sobre el sofá y luego oyó el choque de un revólver contra el suelo y el cerrar con llave de la puerta.
Antes de darse cuenta de que se le estaba cargando encima un crimen, Borraleda quiso acudir en socorro de la mujer, pero de nuevo se precipitaron los acontecimientos. La puerta se volvió a abrir y dos hombres, con las manos en alto, entraron de espaldas en la estancia.
Frente a ellos caminaba un hombre enmascarado, empuñando un revólver de largo cañón.
—Salga de aquí, señor Borraleda —dijo, dirigiéndose a Luis.
—Pero… ¿qué ocurre?
—Dese prisa —ordenó el enmascarado. Y cuando Luis estuvo junto a él, le dijo—: Habitación ciento treinta y uno. La de enfrente. La puerta está abierta. Aguárdeme allí.
Cuando, atontado, Borraleda llegó a la habitación que le indicara el misterioso enmascarado, vio aparecer a otro hombre que se dirigía a la habitación 120. Borraleda entró en la 131 y se dejó caer en un sillón.
Entretanto, el capitán Farrell había llegado junto al Coyote.
—¿Son esos? —preguntó.
—Los dos —respondió El Coyote—. Llegamos demasiado tarde. Recuerde lo prometido.
—No tema. Adiós.
Sustituyendo al Coyote frente a Frank Eliot y Lucio Barrera, el capitán Farrell aguardó a que llegaran los que ya acudían, atraídos por el grito de Elena y los disparos. Mientras tanto, El Coyote se reunía con Luis Borraleda.
—¿Quién es usted? —preguntó Luis.
—El Coyote —respondió el enmascarado—. Lamento no haber podido llegar a tiempo de salvar a Elena Osorio.
—¿Qué le ha ocurrido?
—La han asesinado.
—¡Dios mío! —exclamó Borraleda.
—Y pensaban cargarle el crimen a usted —siguió El Coyote.
—¿A mí? ¿Por qué?
—Para que todo el mundo creyera que la había asesinado para que no se supiese que era la madre de su esposa. La trampa estaba muy bien urdida, y ha caído usted en ella con toda ingenuidad. Eso le hubiera arruinado políticamente.
—Ya comprendo. Pero ¿es posible que la hayan matado sólo para eso?
—Sí.
—¿Y quién lo ha hecho?
—El crimen lo ha ordenado un hombre sin escrúpulos. Le enviaron a usted una carta falsificada, haciéndole creer que la escribía Elena Osorio. Por desgracia, yo lo descubrí demasiado tarde y no llegué a tiempo de salvar la vida de esa mujer.
—¿Por eso tiraron el revólver dentro del cuarto? —preguntó Luis.
—Sí. Debían encontrarle a usted encerrado dentro de la habitación, con el cadáver de Lola Amor y el revólver que se utilizó para matarla. Las investigaciones policíacas sólo hubieran servido para revelar cosas desagradables acerca de usted y de Lola.
—¿Y qué pasará ahora? —preguntó Luis.
—El capitán Farrell, de los Vigilantes, dirá a todos que él sorprendió a los asesinos.
—¿Y luego? Esos hombres hablarán. Todo se descubrirá…
—Aguarde.
El Coyote había entreabierto la puerta de la habitación y dirigió una mirada al pasillo. El capitán Farrell estaba bajando ya la escalera precedido por los asesinos. En la puerta de la habitación 120 se agolparon los curiosos.
—Pronto se resolverá todo —dijo El Coyote, tras cerrar la puerta, yendo hacia la ventana—. Lola Amor era muy popular. Su asesinato enfurecerá a los que la apreciaban. No me extrañaría… Mire, ya salen. El capitán Farrell debiera haber venido con más gente. Está solo contra la turba. Y es una turba enardecida… Vea.
Luis se acercó a la ventana. Desde la calle subía el furioso bramido de la gente. Todos sabían ya quién había muerto y se pedía una justicia rápida.
Un solo hombre se enfrentaba con aquella multitud.
—¡Paso! —gritaba Farrell.
Pero la muralla que se levantaba ante él no sólo no se doblegaba, sino que estaba ya rodeándole. Los dos presos gritaban, tratando de decir algo; pero el clamor de la muchedumbre era tan grande que sus voces quedaban ahogadas por él.
De pronto, Farrell se vio separado de sus prisioneros, que fueron arrastrados hasta debajo de un farol. Dos cuerdas fueron pasadas por el brazo de hierro y un minuto más tarde los dos cuerpos se balanceaban al extremo de aquellas cuerdas.
Farrell se había apartado. Sus propios hombres, mezclados entre la multitud habían lanzado la voz de la justicia rápida, sin intervención de jueces ni jurado: Se sentía culpable de una ilegalidad pero comprendía las razones que impulsaron al Coyote a solicitar una justicia así. Aunque con su silencio favorecían al verdadero culpable, El Coyote había ordenado aquel silencio en beneficio de un inocente, que sería el más perjudicado de todos.
Cuando Luis Borraleda se volvió para interrogar al Coyote se encontró solo en la habitación. El enmascarado había desaparecido.
*****
La noticia del linchamiento de los de asesinos corrió por todo San Francisco y alcanzó a Vic Kennedy cuando éste salía del restaurante. A toda prisa corrió hacia el hotel Prisco y pudo ver, desde lejos, la muestra de la justicia de Lynch. Un sudor frío le bañó el cuerpo. Aquellos hombres… eran sus cómplices.
Corrió hacia su hotel, subió a su habitación y apenas entró en ella comprendió que ya no quedaba nada. La luz estaba encendida, y su equipaje violentado. Y sobre la mesa se veía un papel con esta inscripción:
Me he llevado las pruebas que usted guardaba. Es inútil que trate de obtener otras, pues yo cuidaré de que no pueda hacerlo, destruyendo para ello los originales de los archivos de Monterrey. Esta vez ha perdido.
EL COYOTE.
—¡El Coyote! —Murmuró Kennedy—. ¡Otra vez!
Le sería imposible conseguir otras partidas de nacimiento y documentos que demostraran que Lola Amor había sido, en realidad, Elena Osorio de Gámiz, madre de la esposa de Borraleda. Pero…
—Aún me queda Irina —murmuró—. Con ella te hundiré, Borraleda. Y también a ti, señor Coyote.
*****
En aquellos momentos un hombre se encaramaba a un vagón lleno de traviesas para el tendido de una vía férrea. Eran casi las dos y la locomotora que debía arrastrar los dos vagones hasta Sacramento se hallaba a punto de partir. El maquinista creyó, por un momento, haber visto una sombra en el último vagón; pero no quiso molestarse en bajar a comprobar si sus ojos le habían engañado o no, y como ya era la hora indicada para la salida, soltó los frenos y emprendió el regreso a Sacramento.
Sentado entre las traviesas, El Coyote respiró profundamente. Por muy poco hubiera tenido que quedarse en San Francisco y volver a Sacramento en el mismo tren en que harían el viaje Luis Borraleda y su esposa, a quienes no le habría sido fácil explicar su presencia allí, cuando todos le creían en la capital de California.
El tren corría ya a través de las densas tinieblas de aquella noche sin luna, y arrullado por el traqueteo del vagón, El Coyote se durmió plácidamente, no despertándose hasta que, con las primeras luces del día, el tren empezó a reducir su marcha a la entrada de la estación de Sacramento.
Cuando el jefe de estación y los que tenían que descargar los vagones llegaron junto a éstos, no encontraron el menor rastro que indicara que en aquel tren había viajado El Coyote.