Capítulo IV:
En el hogar de don Luis
—¿En qué está usted pensando, Isabel?
La esposa de Luis Borraleda se arrancó de sus reflexiones y luchó un momento por captar el sentido de las palabras que había pronunciado don César. Al fin, ya muy lejos, la alcanzó.
—Pues… no sé… —murmuró—. No sé qué contestar.
—¿No pensaba?
—Tal vez no.
—¿Por qué le soy antipático, Isabel? —preguntó don César, que, por primera vez desde que Isabel le conocía, hacía una pregunta directa y, por lo tanto, difícil de contestar.
—No me es usted antipático, don César.
—Hace cuatro días que estoy en su casa, señora, y tendría que ser ciego para no haberme dado cuenta de lo que usted opina de mí.
—Supongo que debe de creer que mi opinión acerca de usted se halla por debajo de la propia opinión que usted se concede, pues de lo contrario no se quejaría.
—En la mujer inteligente, el hacer demostración de que lo es resulta un error.
—En cambio en el hombre resulta una perfección, ¿verdad?
—¿Ha viajado usted por el Este?
—Alguna vez, don César. Sé que Boston es una ciudad y no un palo mal pronunciado, y que Chicago está en el Norte y no en Europa.
—Siempre mordiente. Mal sistema. ¿Ha visto alguna función de circo?
—Varias; pero no me gustan.
—¿Conoce la leyenda que rodea a los payasos?
—Es posible que conozca alguna de las muchas leyendas que circulan acerca de ellos. ¿A cuál se refiere usted?
—A la de que ríen mientras el corazón les sangra.
—Sí; pero no es más que un tópico.
—¿Por qué?
—Porque los dos payasos a quienes he conocido íntimamente carecían de corazón y por lo tanto mal podía sangrarles.
—Estoy de acuerdo en que sólo es un tópico; pero, en cambio, lo que sí es verdad es que la mujer que se defiende tras una coraza de ironías y de puyazos oculta un dolor. ¿Cuál es el suyo, Isabel?
—¿Por qué no sigue usted sacando cálculos por el estilo de los de hasta ahora? Puede que entonces consiga aclarar los misterios…
—Está bien —suspiró don César—. Puede seguir así. Pero el sistema es malo. Con vinagre se cazan menos moscas que con azúcar.
—Nunca le he creído una mosca, don César.
—Me gustan las mujeres valientes, Isabel. Usted lo es; mas para triunfar no basta ser valiente; además hay que tener una elevada dosis de astucia. La he observado y he observado también a su marido. Usted lo aleja de su lado.
—Estoy segura de que su hijo, cuando sea mayor, tendrá en usted un magnífico consejero. Por favor, no malgaste su cordura en una persona tan insignificante como yo. Resérvela para su hijo.
—Usted gana, Isabel. Perdone que la haya molestado tratando de ayudarla. Tal vez sea verdad aquello de que más vale el loco en su casa que el cuerdo en la ajena, aunque en esta ocasión el loco soy yo.
Saludando con una breve reverencia, don César iba a salir del salón cuando Isabel le alcanzó, pidiéndole:
—Perdóneme, don César. He sido muy tonta y quizá le he ofendido gravemente. No me haga caso y no me pregunte nada. Ya sé que todo es mentira; pero prefiero hacer ver que así soy feliz.
César de Echagüe dio una suave palmada en la mano de la mujer y salió de la estancia. Aquella noche anunció que al día siguiente se marcharía de Sacramento.
—Pero volveré pronto —agregó al leer en los ojos de Isabel que ésta temía ser la causa de su marcha—. Dentro de dos meses aproximadamente estaré de nuevo aquí para pasar los días que faltan.
—Esta noche debemos asistir a una fiesta —le dijo Luis—. He sido invitado y se me ha pedido que le lleve a usted.
Más tarde, cuando se encontraron a solas, fumando en el salón, el dueño de la casa explicó, bajando la voz:
—La princesa quiere verle, don César. Dice que le fue usted muy simpático.
—Tendré que darle las gracias por el buen concepto que tiene de mí —dijo César—. Aunque, en realidad, me hubiese gustado más acostarme. Mañana me espera un viaje terrible.
—¿Volverá en coche a San Francisco?
—Claro. Lo tengo alquilado y no puedo dejarlo aquí.
—Seguramente sólo estará unas horas en la ciudad.
—Es posible que pase allí un par de días. Luego iré a reunirme con mi familia en mi rancho de las afueras de San Francisco y volveré a Los Ángeles. ¿Necesita algo de allí?
—No, no. Nada. Es que hoy he recibido una carta… Se trata de un asunto muy desagradable. Es de una mujer…
César de Echagüe arqueó significativamente una ceja y su huésped se apresuró a asegurar.
—No, no es lo que usted imagina. No se trata de nada mío; pero… es algo que también me atañe, aunque yo no quiera. Pero… No, decididamente, no.
—Perfectamente —sonrió César de Echagüe—. No insisto más.
—¿Eh? Pero si no he dicho nada…
—Por eso digo que no insisto en saber nada. Le prometo que aconsejaré a todos mis amigos que reúnan votos para usted. ¿Cuántos años hace que se casó con Isabel?
—Creo que doce. Ella tenía entonces dieciocho o diecisiete. ¿Por qué me lo pregunta?
—Los Gámiz vivían en Monterrey. ¿La conoció allí?
—Sí.
Sin darse cuenta, Luis Borraleda revivió mentalmente los ya lejanos días en que conoció a Isabel. ¡Qué distinta le había parecido en aquella época!
—Son ustedes una pareja ideal —dijo don César sin mirar a Borraleda.
—¿Qué entiende usted por eso? —preguntó el dueño de la casa.
—Pues… que los dos se aman.
—Sí… nos amamos —dijo, no muy convencido, Luis—. Pero ya es tarde y tenemos que arreglarnos para la fiesta. Va a ser de gran etiqueta. Allí estará Dunn, mi rival en la candidatura.
Cuando entraron en la hermosa casa de Irina, el numeroso grupo de coches que aguardaban fuera indicaba que no eran los primeros, y que otros muchos invitados habían llegado ya.
En efecto, el salón estaba casi lleno. Al entrar en él, Borraleda cambió algunos saludos con diversos invitados. De pronto se encontró frente a un hombre mucho más alto que él, muy fornido, cuyo rostro, enmarcado por una grísea y abundante cabellera, tenía cierto parecido con el de un león. A su lado se encontraba un hombre más bajo, más delgado, de manos pálidas y frías.
—Señor Dunn, permítame que le presente a don César de Echagüe —dijo Borraleda—. Don César, el señor Walter Dunn, mi noble y futuro adversario.
El apretón de manos de Dunn fue enérgico sin ser grosero. César sintió en seguida simpatía por él. En cambio, cuando Dunn le presentó a su compañero, no pudo sentir lo mismo. El apretón de manos de Vic Kennedy fue frío, cauteloso. La sonrisa que lo acompañó sólo estaba en los labios; los ojos permanecían hostiles y escrutadores.
—¿Quién es ese Kennedy? —preguntó César cuando Borraleda y él se hubieron apartado de Dunn.
—En Sacramento se le llama la eminencia gris de Dunn. Desde luego, es el más inteligente y peligroso de todos los de su partido. Dunn no siente simpatía por él; pero le necesita y, por lo tanto, le tolera.
Habían llegado a donde estaba la dueña de la casa, que vestía un hermoso traje negro de terciopelo de seda.
—¡Cuánto me alegro de que haya usted venido, don Luis! —Exclamó Irina—. Temí que no quisiera aceptar mi invitación.
—¿Cómo podría hacerme culpable de semejante falta? —Sonrió Borraleda—. Un deseo de usted es una orden para mí.
Después de decir esto, Borraleda inclinóse a besar la mano de la princesa. Don César calculó que el beso duraba cuatro segundos, más de lo que hubiera sido correcto. En seguida, él se vio envuelto en el hechizo de Irina Petrovna.
—¡Aún no he olvidado su cortesía de la última vez que nos vimos! —Exclamó la joven—. ¿Cómo no ha vuelto a visitarme?
—Porque sólo han transcurrido cuatro siglos desde aquel día.
—Tiene usted una manera muy original de dar nombre a los días —dijo la mujer—. ¿Tan largos se le hacen?
—Cuando los cuento a partir de la última vez que la vi, sí. En cambio, contándolos hasta el momento de mi partida de Sacramento, he de confesar que han durado cuatro minutos. Mañana me marcho, y a menos que usted acuda a Los Ángeles, no nos volveremos a ver.
—¿Es que no piensa regresar a Sacramento? —preguntó Irina.
—Dentro de un par de meses; pero entonces usted no estará aquí.
—Se equivoca. Pienso pasar bastante tiempo en esta ciudad. Me he enamorado de California.
—Lo celebro por la parte que, como californiano, me corresponde. Desde ahora California tendrá un atractivo más.
—Me han dicho que usted es viudo, don César.
—Es verdad.
—¿Por qué no se ha vuelto a casar?
—Tal vez porque ninguna mujer me ha querido.
—Si sólo tuviera usted su riqueza, creería en la posibilidad de que no se hubiese casado por no hallar quien le quisiera; pero un hombre que es capaz de halagar como usted lo hace, si está libre es porque él lo desea.
—La mujer que es capaz de halagar a un hombre tal como usted sabe hacerlo, princesa, resulta incomprensible.
—¿En qué resulto incomprensible?
—En su soltería.
Mientras hablaban, Irina y César se habían ido apartando de los demás invitados, con visible disgusto de Borraleda.
—Dígame, don César —siguió Irina—. Usted… ¿conoce realmente al Coyote?
—Le he visto algunas veces; pero siempre con el rostro cubierto.
—¿Y no tiene idea de quién es en realidad?
—Ni la más mínima. Se le tiene por californiano; mas podría no serlo. Antes se le suponía mejicano; pero existen algunos detalles que indican que no lo es. Sea lo que sea, está en todas partes, lo sabe todo, se entera de lo que menos le importa y fastidia a californianos y a norteamericanos. Hace veinte años que estoy aguardando que lo ahorquen. Por ahora sigue burlándose de la cuerda, pero algún día nos reuniremos para ver cómo abandona violentamente este mundo.
—¿No le es simpático?
—Me ha molestado varías veces; de forma que no se me puede pedir que sienta simpatía por quien me molesta.
—Me han dicho que está en Sacramento.
—¿Quién?
—El Coyote.
—¿Se lo dijo él mismo?
—No; lo he oído decir. Le vieron rondar el Hotel Emporium; precisamente el hotel en que yo me hospedaba.
—Entonces le han informado mal, princesa. El telégrafo ha anunciado hoy que en Los Ángeles El Coyote ha entregado a las autoridades a Justo Óscar, que había acuchillado por la espalda a un norteamericano llamado Harell, a quien robó, además, una bolsa de pepitas de oro. Eso ocurrió hace dos días.
—¡Imposible! —exclamó Irina.
—Es la noticia. Yo no la he inventado. Creo que en los periódicos de esta mañana se publica.
—Me parece muy… Bueno, don César, no le molesto más. El señor Borraleda tiene que contarme cómo se maneja la política de California. Yo creí que esto era una colonia norteamericana, y ahora me estoy enterando de que forma un estado federal. Supongo que usted no debe sentir gran interés por la política.
—Ninguno. Desde que dejamos de ser mejicanos he procurado amoldarme al nuevo estado de cosas y vivir bien, o sea lo más tranquilo posible.
Irina soltó una suave carcajada y alejóse hacia Borraleda, cuyos ojos se iluminaron.
Cuando se iba a dirigir hacia el buffet, frente al cual se encontraban ya unos cuantos caballeros ocupados en elegir lo más selecto de las grandes bandejas preparadas, don César casi tropezó con Víctor Kennedy, que acudía hacia él.
—¡Oh, perdón! —se excusó don César.
Iba a apartarse, pero Kennedy se Io impidió.
—Permítame un momento —suplicó el hombre—. Deseaba hablar con usted.
—Si quiere acompañarme al buffet… —dijo don César—. No hace aún ni dos horas que he cenado; pero tengo la rara fortuna de poseer un formidable apetito poderlo saciar y no engordar ni diez gramos fuera de mi peso normal.
—Yo, en cambio, tengo la desgracia a tener destrozado el estómago —replicó Kennedy—. A veces, el ver comer con apetito me enfurece; pero en su caso no será así.
—Si prefiere que retrase…
—No, no, al contrario; insisto en que vayamos al buffet. ¿Puedo hacerle una pregunta?
—Las que quiera, señor… Kennedy.
—¿Es usted muy amigo de Luis Borraleda?
—Soy bastante amigo suyo. ¿Por qué?
—Es usted hombre de gran influencia. Su palabra podría movilizar muchos miles de votos en California.
—Tal vez exagera usted mi importancia.
—No, no. Siendo usted californiano habrá tenido algunas dificultades en el reconocimiento de sus tierras y haciendas.
—Por fortuna, las resolví aumentándolas, pues se puso en claro que muchos colonos se habían instalado en nuestras fincas. La revisión los hizo marcharse.
—Tal vez una nueva revisión revelara que aún existen más tierras suyas ocupadas indebidamente.
—Todo es posible.
—En ese caso, su influencia apoyando al candidato que ha de salir triunfante sería agradecida y premiada. No lo olvide. Aún quedan muchos días para la elección del nuevo gobernador. No se precipite al aconsejar. Si algún día vuelve a Sacramento, será un placer para mí darle más detalles…
Un criado que se había aproximado a Kennedy interrumpió, con una discreta tosecilla, la conversación entre don César y él.
—¿Qué ocurre? —preguntó Kennedy.
—Perdone, señor; abajo hay alguien que dice traer lo que usted aguardaba.
—Gracias. Bajaré en seguida.
Luego, volviéndose hacia don César, Kennedy se disculpó:
—¿Me permite? Luego hablaremos…
—Sí, sí. Cuando guste.
Kennedy siguió rápidamente al criado, bajó a la planta baja y entró en el cuartito donde le esperaba un hombre que llevaba la cabeza cubierta con un sombrero de alas caídas y una larga capa.
—¿Qué? —preguntó Kennedy.
—Aquí está —dijo el otro, tendiendo a Kennedy una carta—. Creo que es importante.
—Ya veremos. ¿Dónde la encontraste?
—En cuanto el señor la hubo leído la rasgó en pequeños pedazos. Me costó mucho reconstruirla, y casi aún más el encontrar todos los fragmentos.
Kennedy guardó la carta y entregó al hombre un billete de cien dólares.
—Toma. Si es realmente útil recibirás otro tanto.
Don César, que se había acercado a la escalera que conducía al vestíbulo, observó a Kennedy mientras éste salía del cuartito del conserje. Un momento después, desde detrás de una de las columnas, vio aparecer al hombre de la capa y del sombrero. Una sonrisa cruzó por sus labios. Aunque le era imposible ver su cara, había algo en el hombre que le era familiar. Aquel sombrero y aquella capa los había visto en sus vagabundeos por el hogar de don Luis, detrás de una puerta correspondiente al cuarto del ayuda de cámara de Borraleda.
—Esto se va haciendo cada vez más interesante —dijo, apartándose a tiempo para no ser visto por Kennedy, que ya subía por la escalera.