Capítulo VI:
Una princesa se va de Sacramento

Cuando Luis Borraleda salió de la casa de Irina para vagar por las calles de Sacramento, hasta decidirse a volver a su hogar, El Coyote enfundó su cuchillo y, acercándose a Kennedy, procedió a atarlo sólo con otro de los gruesos cordones de las cortinas. Cuando lo tuvo bien sujeto, dirigióse a Irina, anunciando:

—Creo que, después de esto, lo mejor será que ponga tierra entre usted y el señor Kennedy.

—Supongo que será lo más prudente —respondió la joven—. ¿Adónde le parece que podría marchar?

—Pasemos a su cuarto y le haré algunas sugerencias —replicó El Coyote—. Si hablásemos delante del señor Kennedy, seguramente nos expondríamos a que la hiciese seguir por alguno de sus rufianes.

Dejando al mayordomo y a Kennedy en el salón, Irina y El Coyote pasaron al cuarto de la joven. Ésta, volviéndose hacia el enmascarado, dijo:

—Ha llegado usted muy oportuno.

—Estaba prevenido del riesgo a que usted se exponía, Irina, y he querido salvarla.

—¿Cómo supo lo que iba a ocurrir?

—A raíz de nuestra última entrevista asistí, muy bien escondido, a otra entre Kennedy y sus compinches. En ella Kennedy mencionó el hecho de que en esta casa tenía cómplices que, en un momento dado, entrarían en acción para rescatar el dinero que pensaba pagarle por sus servicios. Ya le previne hace tiempo que no estaba usted preparada para luchar con serpientes.

—¿Y sabía que hoy debía yo entregar las pruebas contra Borraleda? —inquirió Irina.

—Sí. El mismo día en que asistí a la conversación entre Kennedy y sus cómplices tuve antes el gusto de escuchar otra conversación entre usted y él. Usted iba dispuesta a abandonar este trabajo; pero Kennedy la habló a tiempo de las pruebas que tenía contra usted, obligándola a callar sus buenas intenciones.

—Debe usted de haberse burlado de mí, ¿no? —preguntó Irina, bajando la cabeza.

—Al contrario. Me agradan las mujeres valientes, y usted lo es.

—¡Bah! No soy más que una pobre mujer.

—Aunque usted tal vez no lo crea, ése es uno de los títulos mejores que puede presentar una mujer. Esta noche ha estado magnífica.

—¿Por qué?

—Porque ha corrido un gran riesgo y ha tenido el valor de mostrarse ruin ante un hombre que estaba muy enamorado de usted. Hay muy pocas personas capaces de hacer una cosa así.

—¿Qué quiere decir? —Preguntó Irina, mirando ansiosamente al Coyote—. No he hecho nada.

—Sí que ha hecho algo. En primer lugar, usted citó a Borraleda sabiendo que cuando él llegara la encontraría discutiendo con Kennedy.

—¿Por qué iba a saberlo? —preguntó Irina, tratando de aparentar una gran inocencia.

—Usted citó a Borraleda a la misma hora en que sabía que el señor Kennedy estaría en su casa.

—Fue una coincidencia. Yo ignoraba que el señor Kennedy pensara visitarme.

—En estos momentos es muy mala mentirosa. Usted citó hace ya bastante tiempo al señor Kennedy, prometiendo entregarle las cartas de Borraleda. Por lo tanto, debía esperarle esta noche; y en el caso de que no se hubiese acordado y la visita del señor Kennedy la hubiera sorprendido, habría podido cerrar la puerta con el cerrojo y evitar que Borraleda entrase en la casa y escuchara su conversación con Kennedy. Si el señor Borraleda no hubiera escuchado esa conversación, aún continuaría enamorado de usted.

Durante varios minutos Irina permaneció silenciosa, con la mirada perdida en un punto vago. Al fin, sin mirar al Coyote, murmuró:

—Debe de considerar estúpida mi conducta.

—No. Se considera estúpido sólo aquello que no se comprende. Y yo la comprendo a usted muy bien.

—No puede comprenderme.

—Sí. Estoy seguro de que la comprendo, y la admiro.

—Era el único medio de curar a Borraleda —replicó Irina—. Creía estar enamorado de mí, porque sólo yo demostraba comprensión e interés por sus asuntos políticos. Quise que escuchara mi conversación con Kennedy. Supuse que al darse cuenta de lo que yo había hecho, reaccionaría.

—Pero ninguna otra mujer hubiese tenido el valor de aparecer ante un hombre enamorado de ella como una vulgar aventurera.

Dirigiendo una profunda y triste mirada al Coyote, Irina replicó:

—Eso no es difícil cuando no se está enamorada de ese hombre y… y en cambio se tiene la esperanza de que el hombre a quien se ama comprenda toda la verdad. Cuando realizamos un gran sacrificio, generalmente lo hacemos con el fin de obtener un beneficio moral o material mucho mayor.

—¿Y si el sacrificio llega a resultar inútil? —preguntó, suavemente, El Coyote.

Irina respiró muy hondo y luego replicó, sencillamente:

—Creo que un día le dije que yo sé perder… Pero ahora le diré que hasta el fin no me doy por vencida.

—Antes me dijo que era usted una pobre mujer. ¿Por qué abandonó su ambiente? En él habría sido, seguramente, mucho más dichosa.

—Tenía ambiciones.

—¿Las ha realizado?

—No; las sigo teniendo.

—Ahora ha ganado una pequeña fortuna.

—Es que ahora mis ambiciones han cambiado. Ya no son tan sólo en el aspecto del dinero.

Se hizo un nuevo silencio, porque Irina aguardaba, anhelante, la respuesta del Coyote. Al fin, éste murmuró:

—Tengo mucho trabajo que hacer, Irina. Necesito ir solo. Siempre solo.

—Una amiga fiel sería una gran ayuda… Y no estorbaría.

—Correría mis propios riesgos y el saberla en peligro me haría débil. Lo importante, ahora, es que usted se marche de Sacramento.

—¿Adónde puedo ir?

—Diríjase a la misión de San Juan de Capistrano y pregunte por fray Jacinto. Dígale que va de mi parte. Allí estará segura.

—¿No puedo serle útil?

—Ya no; pero si se queda aquí correrá peligro. Kennedy no es de los que perdonan una traición.

—¿Por qué no le mata? —preguntó, sencillamente, Irina.

—Porque no soy un criminal. No podría asesinar a un hombre indefenso, por mucho que ese hombre mereciera la muerte.

—En cambio, si él pudiese, le suprimiría sin ningún remordimiento.

—Desde luego; pero él es un canalla y yo no.

—Entonces… ¿debo marchar a Capistrano?

—Sí.

—¿Y hasta cuándo debo permanecer en la misión?

—Hasta que yo vaya a decirle que el peligro ha pasado.

—¿Irá usted mismo?

—Sí.

—Entonces le esperaré.

Irina estaba muy cerca del Coyotey lentamente levantó la cabeza hacia él. La luz de la lámpara encontró espejos en sus pupilas y en sus labios. El Coyote pareció un momento como hechizado por aquellos reflejos, que se apagaron cuando su cabeza se interpuso entre la luz y el rostro de Irina. La respiración de la mujer era imperceptible. Por la ventana entraba el aroma de las flores, que sólo parecen tenerlo de noche.

Por un momento, Irina creyó haber vencido.

Pero luego, conservando aún en los labios el sabor del aliento de la mujer, El Coyote murmuró, con voz algo temblorosa:

—Sólo tendrías al hombre, Irina.

—No me importa —musitó ella.

—Sí te importaría; porque tú deseas mucho más. Crees que éste es el mejor camino para conseguirlo; pero mi corazón no podría ser para ti.

—¿Existe otra… mujer?

—Existen dos mujeres. Una murió hace muchos años. Y… otra que desde entonces ha aguardado sin pedir nunca nada.

—¿Es más hermosa que yo?

—No. Tú eres la más hermosa que se ha cruzado en mi camino. Y siempre te recordaré así.

—No te pido nada —insistió Irina—. No te haré reproches. Vivamos unos días felices y… no me importa el porvenir. Ya has ayudado bastante a Borraleda. Le allanaste el camino que él mismo se estropeó. Acompáñame hasta Méjico. Y cuando nos separemos no lloraré ni te pediré nada más. Con la felicidad que me hayas dado tendré más que suficiente para vivir toda una vida. Consideraré que no he perdido nada.

—¿Qué sabes de mí, chiquilla? —Replicó El Coyote, cogiendo las manos de Irina—. ¡Si ni siquiera conoces el rostro que se oculta detrás de mi antifaz!

—Hay rostros descubiertos que son máscaras mucho más impenetrables que ese trocito de tela negra que tú llevas. Te adivino. Sé cómo eres, y eso es lo que me importa. Eres como yo te deseo, como yo te he deseado siempre. Desde mucho antes de conocerte.

—Es tarde, Irina. Debes marcharte. No quiero que te ocurra nada, y si permaneces aquí te matarán. Dentro de media hora llegara un coche que te conducirá directamente a Capistrano. El cochero es de confianza. El viaje es largo y monótono; pero cada legua que vayas dejando atrás aumentará tu seguridad.

—Creo que… he sido derrotada —murmuró Irina.

La luz volvía a mirarse en sus ojos y en sus labios; pero ahora también se reflejaba en unas lágrimas que se acumulaban en los ojos y que de pronto se desbordaron por las aterciopeladas mejillas, rodando velozmente hasta detenerse en las comisuras de los labios.

Pero El Coyote no quiso verlas. De haber reconocido que Irina estaba llorando no hubiera podido mantener su victoria y hubiera sido, al fin, vencido por la más débil y, a la vez, más fuerte de las armas de la mujer.

Cuando Irina hubo terminado de hacer su equipaje, se acercó al Coyote y le tendió una carta.

—Es la más comprometedora de todas —explicó—. La tuve oculta por temor a que, al fin, Kennedy consiguiera apoderarse de las otras. Esta es casi la única que podría perjudicar de verdad a Borraleda.

El Coyote guardó la carta en un bolsillo y se inclinó para besar la mano de Irina; pero la joven le apretó con fuerza los dedos y tiró de ellos hacia arriba. Cuando El Coyote siguió con la mirada el movimiento de la mano de Irina, vio sus labios entreabiertos y leyó la petición de aquellos hermosos ojos.

Sólo vaciló un instante; luego soltó suavemente los dedos que le aprisionaba Irina e inclinándose ante ella murmuró:

—Buenas noches, princesa. El coche llegará muy pronto. Al marcharse, mi criado pondrá en libertad a Kennedy y al otro.

Pero Irina no le escuchaba. Sentía una terrible opresión en la garganta y hubiese querido odiar a aquel hombre que la rechazaba y la humillaba; pero no podía hacerlo. No podría odiarle jamás.