Capítulo VIII:
El final de Víctor Kennedy

Walter Dun hallábase sentado en su despacho, ocupado en leer el periódico de la mañana, que venía lleno de referencias a las elecciones del día siguiente. Durante unos minutos cerró los ojos, entregándose al cálculo de sus probabilidades como vencedor.

Una tosecita le arrancó de sus reflexiones. Había ordenado que no le molestasen ni le interrumpieran. Volvió la cabeza hacia el lugar donde había sonado la tos y dio un respingo al ver a un hombre enmascarado que se apoyaba en el respaldo de uno de los sillones del despacho.

—Soy El Coyote, señor Dun —explicó el desconocido—. Tengo la vanidad de suponer que ha oído hablar de mi.

—Sí… sí; pero no creí que… ¿Qué ha venido a buscar aquí? ¿Dinero?

El Coyote hizo un ademán de indiferencia.

—No. El dinero no me interesa en estos momentos. He venido a hablar con usted. Tenemos mucho que decirnos.

—¿De veras? —Preguntó Dun—. Yo no creo tener nada que decirle a usted. Y le agradeceré que salga de esta habitación antes de que me vea obligado a hacerle echar, o a entregarle a las autoridades que le buscan…

—Un momento, señor Dun. Es usted un hombre decente y honrado. Uno de los más honrados que he conocido. Su historia política es muy limpia. Pero…

—¿Qué? —preguntó Dun, inclinando hacia adelante su leonina cabeza.

—Pero está usted siendo, inconscientemente, cómplice de un sinvergüenza.

—Veo que va usted armado, señor Coyote. Pero ni aun así puedo tolerar que me insulte.

—Ese sinvergüenza se llama Víctor Kennedy. Le llaman su «eminencia gris» y él es el encargado de acumular todo el fango y de librarle a usted de sus salpicaduras.

—No le entiendo. Yo no le he ordenado nada a Víctor.

—Pero él obra por su cuenta o, mejor dicho, por cuenta de los amigos de usted. Entre otras cosas, ha hecho asesinar a una mujer de San Francisco con el propósito de cargarle el crimen a su adversario de usted, el señor Borraleda. Mi intervención libró a este último de eso; pero no pude llegar a tiempo de salvar a la pobre mujer. En los pasados meses, Kennedy ha estado tendiendo una trampa a Borraleda, a quien hace tres noches volví a salvar. El sistema que utiliza el señor Kennedy para hacerle ganar las elecciones no le honra a usted, señor Dun.

Walter Dun miró fríamente al Coyote.

—Está usted hablando mucho, señor —dijo—. Tenga la bondad de salir de este despacho.

—Un momento, Dun; aún no he terminado. ¿Puede decirme quién es la persona más importante de su partido, después de usted?

—El señor Kennedy… ¿Por qué?

—Si a usted le ocurriese algo hoy, ¿quién le reemplazaría como candidato?

—No me ha de ocurrir nada.

—¿Quién le reemplazaría?

—Kennedy; pero… ¿por qué lo pregunta?

—Porque en estos momentos Víctor Kennedy lo tiene todo dispuesto para su último golpe. Sólo que ese golpe no va dirigido contra Borraleda, sino contra usted.

—No entiendo —dijo Dun, súbitamente interesado.

—Hace bastantes años, creo que unos treinta, usted cometió un pecadillo que fue, más que otra cosa, una locura. ¿La recuerda?

Dun había palidecido ligeramente.

—Tal vez —murmuró.

—Aclararé su memoria. Trabajaba usted en Filadelfia, en casa de un editor. Deseaba dedicarse, también, a ediciones, y como necesitaba crédito y nadie podía concedérselo a un joven como usted, falsificó unas firmas, compró a crédito el papel, siguió falsificando documentos y al fin editó los libros que quería publicar. Cuando empezaban a tener éxito se descubrió lo ocurrido y su jefe estuvo a punto de hacerle meter en la cárcel. Tuvo usted que cederle sus libros y perder todo su trabajo. Y aun así se dio por afortunado. ¿Es verdad o no?

—Prefiero no contestar.

—Como quiera. El señor Kennedy se enteró hace tiempo de ese pecadillo, que no es de los más importantes; pero que puede significar la ruina política del culpable. Marchó a Filadelfia, consiguió, a fuerza de dinero, hacerse con los documentos que probaban su falta, especialmente una declaración firmada por usted, reconociéndola. Fue usted muy imprudente, señor Dun. Cuando empezó a disfrutar de una posición elevada debió haber rescatado esos papeles.

—Nunca más… los había recordado… —murmuró.

—Lo creo. Fue un error que le puede costar caro. Kennedy está dispuesto a que los diarios de esta noche publiquen estos documentos. Y también a que los publiquen todos los periódicos de California. Pero este mediodía ha citado a la dirección del partido, a la cual presentará una copia que dirá haber recibido de un amigo. Hará ver el peligro de presentar su candidatura y aconsejará que usted dimita, a fin de que sus enemigos no puedan utilizar las pruebas que existen contra usted. La directiva le elegirá a él como sustituto y usted será expulsado.

—¿Es posible que Vic haga eso?

—Lo ha empezado a hacer. Dentro de una hora hablará con sus jefes.

—¡Dios mío! ¿Y qué puedo hacer yo?

—Ir a verle a su casa. Aún debe de estar en ella.

—¿Y recuperar los documentos?

—Sí.

—¿Cómo?

—Es usted un hombre, ¿no?

—Tiene razón —replicó Dun—. Muchas gracias.

Se puso en pie y acercóse a la mesa de trabajo. Abrió uno de los cajones y sacó de él un negro revólver de seis tiros, calibre 44. Cuando se volvió hacia El Coyote, éste había desaparecido.

Saliendo del despacho, Dun cruzó el vestíbulo y salió al jardín. Iba sin sombrero; pero ni se había dado cuenta de ello. Llegando a la calle detuvo a un coche de punto y se hizo conducir a casa de Kennedy.

Víctor, al verle llegar, palideció ligeramente, preguntando:

—¿Qué le trae por aquí, señor Dun?

—¿No tiene nada que decirme? —preguntó Dun, con violencia.

Kennedy retrocedió ante su jefe.

—No… no comprendo…

—¿Dónde están esas pruebas que ha obtenido usted en Filadelfia?

—¿Yo? No… no he sido yo. Precisamente iba a advertirle de la existencia de unas pruebas que le acusan.

—Entonces… ¿es verdad? ¿Pensabas traicionarme, quitarme de en medio para meterte en mis botas?

Dun había olvidado ya que llevaba encima un arma, y dominado por la ira, lanzóse contra Kennedy, derribándole de un golpe contra su mesa escritorio. Luego, cerrando los puños, avanzó hacia él.

Víctor Kennedy leyó en los ojos del hombre a quien también había traicionado una terrible amenaza. Sin esperar más llevó la mano a uno de los bolsillos interiores y la sacó armada con un Derringer.

Dun se detuvo un instante. La visión del arma de Kennedy le recordó la que él llevaba. Entonces trató de empuñarla, a pesar de darse cuenta de que era demasiado tarde.

Cuando sonó el disparo, Walter Dun tuvo el convencimiento de que había sido hecho por Kennedy. Sólo cuando le vio soltar su pistola y, llevándose las manos al pecho, caer de bruces contra el suelo, comprendió que era otro el que había disparado. Entonces volvió el rostro hacia una puerta que se acababa de abrir y vio de nuevo al Coyote, empuñando uno de sus revólveres, de cuyo cañón se escapaba una nubécula de humo.

—Nunca había visto a un hombre tan imprudente como usted —declaró El Coyote, acercándose a Kennedy y golpeándole con el pie, como si le cupiese alguna duda de que estaba muerto—. Kennedy tuvo cien oportunidades de matarle.

—Está muerto… —murmuró Dun, sin poder apartar la vista del cadáver.

—Sí; completamente muerto. Es la mejor manera en que se puede encontrar un canalla. Bien muerto.

—Pero… creerán que le he asesinado yo… y más cuando sepan lo otro.

—No han de saberlo —replicó El Coyote, inclinándose sobre Kennedy y sacando de sus bolsillos un fajo de documentos.

—¿Qué es eso? —preguntó Dun.

—Las pruebas contra usted. Están todas. Examínelas y destrúyalas.

Walter Dun tomó los papeles que le tendía El Coyote y empezó a mirarlos; pero no se daba cuenta de lo que estaba haciendo, y tuvo que ser El Coyote quien, quitándoselos de las manos, les prendiera fuego, dejándolos arder en el hogar de la chimenea.

—¿Qué se dirá cuando se sepa que ha muerto Kennedy? —murmuró Dun.

—No tema. Voy a arreglarlo todo.

El Coyote se sacó de un bolsillo un papel doblado en cuatro y lo desdobló, leyendo luego en voz alta.

Vic: Se ha descubierto quién estaba detrás de los que asesinaron a Lola Amor. Desde que supieron que uno de los culpables era tu secretario, el capitán Farrell sospechó de ti. Tiene orden de detenerte y está camino de Sacramento. Si no huyes en seguida acabarás colgando de una horca. Yo he podido escapar y, como buen amigo, no quiero dejar de avisarte. Buena suerte.

KARL.

—¿Quién es Karl? —preguntó Dun.

El Coyote se encogió de hombros.

—No sé —dijo—. En realidad no es nadie. Esta carta la he escrito yo.

—¿Para qué?

—Para justificar el «suicidio». Si se encuentra esta carta y a Kennedy muerto, todos creerán que había hecho algo malo, como así es, y que al verse a punto de ser detenido se mató.

—Comprenderán que no se pudo matar…

—Ahora lo arreglaré —dijo El Coyote.

Inclinóse a recoger el Derringer de Kennedy y, abriéndolo, sacó uno de los cartuchos, extrajo cuidadosamente la bala de plomo y conservó la cápsula con la pólvora dentro. La volvió a meter en el Derringer, lo amartilló y, acercando el cañón al punto donde estaba la herida de Kennedy, apretó el gatillo. Se oyó la pequeña detonación del fulminante y una llamarada brotó del Derringer.

—Ya está —dijo—. En la herida se apreciarán huellas de pólvora quemada, que es la señal más convincente de que se ha suicidado. Dejaremos la pistola junto a él y nos marcharemos. Adiós, señor Dun. Buena suerte.

—¿Desea usted que gane yo? —preguntó Dun.

—No; al contrario, deseo que gane el señor Borraleda.

—Entonces, ¿por qué me ha salvado?

—Porque le creo decente y sabía que Kennedy obraba por su propia cuenta al cometer los delitos que ha cometido. Repito que le deseo mucha suerte. Y si llega a gobernador de California, recuerde que no soy tan malo como algunos dicen.

—Le indultaré de todas sus culpas —dijo Dun.

—¡No, por Dios! —Rió El Coyote—. No sabría acostumbrarme a que no me persiguiesen. Además, aunque los buenos me indultasen, los malos seguirían pidiendo mi cabeza. Y como para recibir el indulto tendría que descubrir quién soy, en lugar de hacerme un favor me causarían un perjuicio. No, decididamente será mejor que no me indulten.

Y dirigiéndose a la puerta por donde había entrado, El Coyote desapareció, para siempre, de la vista de Walter Dun.