Capítulo V:
Las tribulaciones de Borraleda

Luis había abandonado su casa sin poderse librar de la penosa impresión que le había producido su conversación con Isabel. Repasando dicha conversación volvían a su memoria fragmentos de la misma. Sobre todo, recordaba la turbación y la inquietud que le habían dominado en todo momento. Isabel no podía dejar de haber advertido su estado de ánimo. Sin embargo, ella permaneció serena, fría, como si lo que él le estaba diciendo no le afectase lo más mínimo. Incluso había llegado a asegurar que se alegraba de la separación. Esto tal vez fuese mentira; pero lo que sí era verdad es que Isabel no se alteró lo más mínimo mientras él le confesaba sus propósitos. Le escuchó como si nada le importase, como si la noticia que debiera haberla sumido en llanto hubiese sido esperada anhelantemente.

Haciendo un esfuerzo, Luis alejó de su pensamiento lo referente a Isabel y comenzó a pensar en Irina. En algunos momentos se había insultado a sí mismo por aquella pasión; pero en realidad nada podía contra ella. Se le estaba introduciendo en el alma, le dominaba hasta hacerle olvidar lo que él mismo se decía que no debía ser olvidado.

Primero había sido una correspondencia casi trivial que, insensiblemente, se fue haciendo más y más íntima. A las palabras de admiración de la princesa hacia el político había replicado él con cortesías que fueron interpretadas como declaraciones de amor. Y cuando la correspondencia llegó a aquel punto, Borraleda ya no pudo resistir más. En su última carta a Irina Petrovna le había confesado su amor, su decisión de abandonarlo todo por ella. Era lo bastante rico para seguirla hasta donde fuese. Ni él amaba a su mujer, ni su mujer a él. No le importaba la política, ni el cargo de gobernador. Bastaba que ella dijese una palabra, para que él llegara a ser su esclavo.

La respuesta de Irina Petrovna fue clarísima. La había visto aquella tarde en el Capitolio. Irina le había tendido la mano y al estrechársela notó que Irina le entregaba una llave. Un momento después desdobló el papel que envolvía la llave y leyó en él:

Esta noche, a las ocho y media. Esta llave abre la puerta que da a la parte trasera del jardín y conduce a mis habitaciones. Sé reservado y prudente, amor mío.

Ahora la llave estaba en su bolsillo y él se dirigía hacia la casa de aquella mujer excepcional, acaso la única que había sabido comprenderle.

Avanzaba por las desiertas y oscuras calles de aquella parte de la ciudad, tan distinta de la más céntrica y animada. Había pensado en ir en coche; pero desistió de ello para evitar que el cochero supiese adonde le llevaba y, también, porque era pronto y deseaba que el fresco aire nocturno aclarase un poco sus ideas.

Había llegado ya a la vista de la hermosa casa de Irina, y se dirigió hacia la calle lateral a la que daba el jardín. Saltó la pequeña valla de madera y una vez dentro del jardín buscó la puertecita a que se refería Irina en su carta. La encontró, medio oculta por la enredadera que trepaba por el muro, y metiendo la llave en la cerradura la hizo girar. El bien engrasado mecanismo no emitió ningún ruido, ni tampoco lo emitieron los goznes al abrirse la puerta. Luis Borraleda encontróse en un reducido vestíbulo principal, al que daba la escalera de servicio. Subió tres escalones y al final de un largo tramo pasó junto a una puerta que comunicaba con el salón de la planta baja. Siguió adelante y empezó a subir la escalera de servicio, apoyándose fuertemente en la barandilla de hierro. Avanzaba entre tinieblas, procurando no hacer el menor ruido. Así llegó, por fin, al primer piso. Entreabrió la puerta que comunicaba con el pasillo que conducía al salón y a las habitaciones de Irina; pero apenas lo había hecho se detuvo como clavado en el suelo. Hasta él llegaban unas voces. Una de ellas era la de Irina. La otra, la de Víctor Kennedy.

Por un momento, Borraleda pensó en retirarse; pero la irritación de Kennedy le obligó a permanecer allí, escuchando ansiosamente.

—Antes de pagarlas quiero leer esas cartas —decía Kennedy.

—Ya le digo que son lo bastante comprometedoras para que me dé usted los cien mil dólares prometidos, señor Kennedy —replicó Irina—. Son unas cartas tan perfectas que la nave de Luis Borraleda se hundirá para siempre. No creo que pueda volver a navegar por los mares de la política.

Luis Borraleda sintió un vivo helor en la espalda. ¿Era posible que fuese cierto lo que estaba oyendo?

—Deme las cartas y en cuanto las haya leído… —empezó Kennedy.

—No. Deme el dinero y yo le entregaré las cartas.

—¿Y si se trata de cartas sin importancia, señorita Garson?

Un nuevo escalofrío recorrió el cuerpo de Borraleda. ¿Qué significaba aquel nombre?

—¿Y si una vez tiene usted las cartas en su poder se olvida de pagarlas, señor Kennedy?

—Le entregaré los cheques firmados por usted. Es una garantía…

Irina soltó una viva carcajada.

—¿Quiere usted pagar mis servicios con unos cheques que ya han sido utilizados? —preguntó—. No, por Dios. Déjese de tonterías. Deme los cien mil dólares que me prometió a cambio de unas cartas que comprometiesen a Borraleda y le hicieran perder las elecciones. Eso fue lo convenido. Yo cumplí mi parte del trabajo. Ahora le toca a usted cumplir el resto.

—Puede tratarse de cartas sin valor…

—Debe usted correr ese albur.

—¿Y si no quiero correrlo? —preguntó Kennedy.

—Entonces guardaré las cartas y usted no podrá hundir al señor Borraleda. ¿Lo prefiere así? O tal vez decida yo acudir al señor Borraleda a ofrecerle por ciento cincuenta mil dólares las cartas que cometió la estupidez de escribir.

—No se atreverá a hacer eso.

—¿Por qué no? Él puede resultarme tan ventajoso o más que usted. Estoy segura de que pagaría ese dinero sin chistar.

—¿Sería capaz de ofrecer esas cartas al hombre que las ha escrito? —preguntó, incrédulamente, Kennedy.

—Claro que soy capaz. Y como él sabe lo que ha escrito, no me haría perder el tiempo con peticiones de lectura anticipada.

—Está bien. Usted gana, Odile Garson. Le daré los cien mil dólares…

—Y los cheques que puedan comprometerme —dijo Irina—. No olvide que los necesito. Son la única prueba de la trampa que me tendió, y no quiero que luego los utilice contra mí.

—Está bien, le daré también los cheques; pero si me engaña… ¡Ay de usted! América entera resultaría pequeña para ocultarla a mi venganza.

—Eso estaría muy bien en uno de esos melodramas a que los norteamericanos son tan aficionados; pero aquí resulta ridículo.

Luis Borraleda no podía dar crédito a lo que estaba oyendo. ¿Quién era aquella mujer? ¿Por qué la llamaba Kennedy Odile Garson en vez de Irina Petrovna…? Claro. Era una aventurera en cuyas manos había él caído. ¿Y aquellas cartas? La última, sobre todo, era terrible. Si llegaba a publicarse en los periódicos… su carrera habría terminado para siempre. Sin embargo, no cabía dudarlo: Irina se había burlado de él, le había hecho escribir cartas amorosas para vender luego dichas cartas a sus enemigos políticos. ¿Cómo podía existir tanta bajeza?

Borraleda iba ya a cerrar la puerta para salir de aquella casa, cuando una súbita idea le impelió a hacer todo lo contrario. Aunque no era aficionado a llevar armas de fuego, la más elemental prudencia le obligaba a ir siempre provisto de un revólver. Aquella noche también lo llevaba y, sacándolo del bolsillo, lo empuñó fuertemente y avanzó hacia el salón, donde sonaban las voces de Irina y Kennedy.

Éste había sacado ya un fajo de billetes y otro formado por los cheques de Irina; se los estaba tendiendo a la joven cuando un ruido que sonó en la puerta le hizo volverse y palidecer intensamente al ver ante él, empuñando un revólver y con el rostro lívido como el de un muerto, a Luis Borraleda.

—¡Oh! —Exclamó Irina—. ¿Qué hace usted aquí?

—He venido a buscar eso —replicó Borraleda, señalando con la mano izquierda el puñado de cartas que Irina tenía en la mano—. Son mías, ¿no es cierto?

—Claro… pero…

—No se mueva, Kennedy —dijo Borraleda, apuntando a Víctor—. Le juro que no me importaría matarle. No me importaría lo más mínimo, porque libraría al mundo de un canalla.

—No me moveré —replicó Kennedy—. Además, voy desarmado. Si me mata cometerá un asesinato.

—Estese quieto y no le ocurrirá nada. —Volviéndose luego hacia Irina, Borraleda continuó—: ¿Cómo ha podido usted prestarse a esto? ¿Por qué motivo lo ha hecho?

—Hay que vivir, señor Borraleda —sonrió Irina—. Usted no conoce las dificultades de la vida cuando no se dispone de una fortuna heredada de los abuelos. Una mujer sola tiene aún más dificultades que un hombre.

—Devuélvame las cartas…

—Con mucho gusto; pero antes haga que el señor Kennedy me entregue el dinero. Si no lo hace ahora, luego no querrá dármelo y… le aseguro que lo necesito para marcharme de aquí…

—¡Es usted odiosa! —Escupió Borraleda—. Lamento no haber traído un poco de oro para tirárselo a puñados a la cara. Kennedy, entréguele ese dinero.

—Como usted quiera —replicó, burlón, Kennedy—. Ya arreglaremos luego las cuentas. Tenga, señorita Garson, sus cien mil dólares y sus cheques. Casi estoy creyendo que todo ha sido una farsa preparada por usted y por el señor…

Luis Borraleda quiso lanzarse contra Víctor Kennedy; pero en aquel momento sintió un fortísimo golpe contra su cabeza, miles de lucecillas se encendieron y apagaron ante sus ojos, la mano que empuñaba el revólver aflojó su presión y el arma cayó al suelo. Las rodillas de Borraleda se doblaron y el político se desplomó de bruces, aunque sin perder totalmente el sentido.

—Buen trabajo —dijo Kennedy, dirigiéndose al mayordomo de Irina, que se encontraba de pie en la puerta del salón, empuñando el revólver con cuyo cañón había golpeado a Borraleda.

—Le vi entrar aquí —explicó el hombre—. Como empuñaba un revólver, supuse que no venía con buenas intenciones y subí a impedirle que las pusiera en práctica.

—Gracias —dijo secamente Irina—. Puede retirarse, Julio.

Pero el mayordomo no se movió.

—¿Qué espera? —preguntó, impaciente, Irina.

—Espera que yo se lo ordene —dijo Kennedy, acariciando los billetes y los cheques que aún sostenía.

—¿Qué tiene usted que ver con esto? —preguntó Irina.

—Nada más que yo soy quien paga el sueldo a su mayordomo, señorita Garson, y que, por lo tanto, es lógico que esté más a mi servicio que al suyo.

Irina empezó a comprender.

—¿Le tenía aquí para que me espiase? —preguntó.

—No —replicó Kennedy—. Sólo para que me entregara el dinero que yo pensaba pagarle por sus cartas, princesa.

—No entiendo…

—Es muy fácil de entender. Primero yo le hubiese dado los cien mil dólares a cambio de las cartas del estúpido señor Borraleda; luego me hubiese marchado y cuando usted se hubiera puesto a examinar su fortuna, hubiese entrado Julio y le habría quitado el dinero para devolvérmelo a mí.

—Ese hombre se está moviendo —dijo Julio, señalando a Borraleda, que empezaba a incorporarse.

—Vigílale —replicó Kennedy—. Pero no es necesario que vuelvas a golpearle. ¿Has cogido ya su revólver?

El mayordomo mostró el arma de Borraleda, que empuñaba con la otra mano.

—Pues, como decía —siguió Kennedy—, Julio debía recoger el dinero y luego…

—Luego entraba yo en escena —dijo una voz detrás de Julio y de Kennedy.

El mayordomo, al oírla, se volvió velozmente, a la vez que empezaba a amartillar sus revólveres; pero antes de que pudiera ver al hombre que estaba a su espalda, sintió contra su frente al violentísimo choque del largo cañón de un Colt del 45, manejado por una mano muy recia. Mientras el mayordomo caía al suelo sin sentido, el recién llegado comentó:

—Creo que esto le servirá a Julio de lección para saber cómo se ha de manejar un revólver cuando se quiere hacerlo servir de maza.

—¡El Coyote! —murmuró Irina.

—¡Otra vez usted! —exclamó Kennedy.

—Sí, otra vez yo, señor Kennedy —replicó El Coyote—. Me he convertido en una especie de sombra suya. Sólo que se trata de una sombra mucho más limpia que su conciencia.

—¿Qué ha venido a hacer? —preguntó Kennedy.

—Ya lo ve. En primer lugar he querido probar la resistencia del cráneo de su fiel criado Julio. Como tenía mis dudas acerca de su solidez, no he querido golpearle en la coronilla. Sé de varios casos en que uno ha pegado un golpe demasiado fuerte en ese punto y el resultado ha sido que la tapa del cráneo se ha roto y los sesos han quedado machacados, con lo cual uno se ha encontrado con que, en vez de hacer perder el conocimiento, ha cometido un homicidio. En cambio, la parte delantera de la cabeza es mucho más sólida. No sé por qué; pero es así. Por ello pronuncié unas palabras, seguro de que Julio se volvería, proporcionándome la ocasión de quitarle el sentido y dejarle la vida y la posibilidad de que se haga matar en otro sitio.

—Déjese de charlas estúpidas… —exclamó Kennedy.

—Cuidado, caballero —interrumpió El Coyote—. Me acaba de llamar estúpido, lo cual es una ofensa que yo debiera hacerle pagar muy cara. Y por Dios que voy a hacerlo. Entregue a la señorita Garson cincuenta mil dólares. Así pagará el haberme llamado estúpido.

—¡Esto es un robo! No quiero…

—Entréguele cien mil dólares —interrumpió de nuevo El Coyote—. Y no piense que puede seguir insultándome. Aunque ya sé que no lleva más dinero para pagar multas, le quedan dos hermosas orejas. ¿Le gustarían esas orejas, señorita Garson?

—No —replicó Irina.

—¿Por qué? —preguntó El Coyote, como apesadumbrado.

—¿Qué iba yo a hacer con las orejas del señor Kennedy?

—Unos pendientes. Estoy seguro de que con las orejas del señor Kennedy colgando de las suyas estaría usted muy en su punto como princesa salvaje.

—No me gustaría llevar las orejas del señor Kennedy colgadas de las mías —protestó Irina.

—Pues entonces se las puede dar a su gato. Recuerdo que una vez me contaron de alguien que, no sabiendo qué hacer con las orejas de un enemigo suyo, se las dio a su gato, y que luego quedó tan entusiasmado con el ruidito que producían los dientes del animalito al triturarlas, que se pasó el resto de su vida alimentándole con orejas humanas. Al fin lo ahorcaron y luego colgaron de uno de sus pies al gato; pero creo que ni uno ni otro lamentaron su triste final. Por lo tanto, si el señor Kennedy insiste en mostrarse rebelde y ofensivo, perderá sus orejas.

—Es que yo no tengo gato —dijo Irina.

—En tal caso, haremos que el señor Kennedy se coma sus propias orejas.

—¿Cree usted que sería capaz de hacer tal cosa? —preguntó Irina.

—Estoy seguro.

—No —dijo secamente Kennedy.

—¡Cuidadito, amigo! —Amenazó El Coyote—. No me tiente, porque si lo hace le demostraré que es usted capaz de comerse sus orejas.

—No lo haría aunque me matase —dijo Kennedy.

—¡Qué hombre tan terco! —Suspiró El Coyote—. Que conste que usted se ha buscado esta lección.

Mientras hablaba, El Coyote desenfundó un cuchillo de recia y afilada hoja. Kennedy palideció mortalmente; pero no pronunció ni una palabra, en tanto que El Coyote, con el cuchillo en la mano, avanzaba hacia él.

—¡Por favor! —Intervino Irina—. No le corte nada. Creo que me desmayaría.

—¿De veras? —Preguntó, como abatido, El Coyote—. ¿No fue usted quien dijo una vez que su mayor placer sería darme un beso y hacerme azotar luego hasta que mi pellejo saltara a tiras?

—Sí —replicó Irina—; pero eso lo dije para hacer bonito. Me molesta ver derramar sangre.

—Pues sospecho que hoy va a ser más sangre de la que puedan resistir sus nervios. De todas formas, antes de recurrir a los extremos violentos, ofreceremos al señor Kennedy la oportunidad de comprobar por sí mismo lo que es capaz de hacer.

Acercándose a uno de los sillones, El Coyote comentó, dirigiéndose a Irina, aunque sin perder de vista a Kennedy:

—¿Verdad que estos sillones son propiedad del señor Kennedy?

—Sí —contestó Irina—. Por lo menos, no son míos.

—Entonces, los utilizaremos para la prueba.

Mientras hablaba, El Coyote hundió el cuchillo en la tapicería del sillón elegido y trazó rápidamente un cuadrilátero, arrancando luego el cuadrado de rojo peluche, que era del tamaño de un pañuelo. Tendiéndoselo a Kennedy, como si se tratara de una chuleta, le ordenó:

—Cómase esto.

—¿Qué?

—Le he dicho que se coma esta ración de peluche. Tal vez tenga algo de crin, pero creo que con un poco de imaginación lo puede confundir con pasta italiana.

—¿Está usted loco?

—Señor Kennedy: le prevengo que no me costará nada cortarle una oreja. ¡Y vive Dios que lo haré como no se coma antes de cinco minutos esta ración de peluche!

—¡Pagara usted muy caro este atropello! —gritó Kennedy.

—Estoy seguro de que usted hará lo posible para que así ocurra; pero, entretanto, cómase el peluche. Sólo le quedan cuatro minutos y medio. Princesa, libre al señor Kennedy del peso de sus billetes de Banco.

Irina tomó el dinero y apartóse en seguida de Kennedy. Éste tenía entre las manos la roja tapicería, pero aún no había empezado a comerla.

—Estoy sospechando que desea quedarse sin una oreja —dijo El Coyote—. Este cuchillo está muy afilado y no va a sentir usted ningún dolor. Fíjese.

Con un veloz movimiento, El Coyote acercó el cuchillo al lóbulo de la oreja derecha de Kennedy, en la cual apareció un hilillo de sangre.

—Va a manchar la alfombra —previno Irina.

—Es del señor Kennedy —replicó El Coyote—. Además de perder la oreja, estropeará una hermosa alfombra. ¡Y sólo quedan tres minutos y medio…!

Pero ya Víctor Kennedy había empezado a tragarse el peluche, rasgándolo en pequeños fragmentos, a la vez que dirigía encendidas miradas de odio al enmascarado.

Cuando terminó de tragarlo, El Coyote le felicitó:

—Ha hecho usted una magnífica demostración, señor Kennedy. Ahora sí que estoy seguro de que se sabría comer una de sus orejas.

Acercóse al hombre a quien acababa de humillar y le pasó rápidamente la mano por el pecho. Luego, de un bolsillo interior, le arrebató un Derringer de dos tiros, a la vez que comentaba:

—Creí haberle oído decir que iba usted desarmado. Lo malo de los políticos es que nunca dicen la verdad. ¿Por qué lo hacen? Ustedes tienen la culpa de que uno pierda su confianza en el género humano.

Siguió cacheándole. Cuando se hubo asegurado de que no llevaba encima más armas, se acercó a Julio y con un cordón de los utilizados para sujetar las cortinas le ató sólidamente. Luego ayudó a Borraleda a sentarse en un sillón.

—¿Otra vez usted? —murmuró el político, mirando con apagada expresión al Coyote.

—Sí, otra vez yo. Necesita usted tener alguien vigilándole sin cesar —dijo El Coyote—. En mi vida he visto a un hombre que se meta en más líos. Casi estoy por retirar mi apoyo a su candidatura. He estado recorriendo California, prometiendo venganzas terribles contra todos aquellos que no voten a don Luis Borraleda. Y usted, en vez de ayudarme, se mete en un lío tras otro. ¿Por qué no tiene más prudencia?

—He recibido una terrible lección —replicó Borraleda—. No volveré a ser tan loco. Retiraré mi candidatura…

—¡Alto! —Ordenó El Coyote—. Eso sí que no. Yo me he tomado el trabajo de propagar por todo el país su candidatura. No estoy dispuesto a quedar en ridículo. Es necesario que todos sepan que si El Coyote quiere, puede, incluso, llevar a un californiano al puesto de gobernador del Estado. Y aunque usted no lo desee, será gobernador. Señorita Garson, tenga la amabilidad de devolver al señor Borraleda sus cartas. Ya le han sido pagadas, ¿no?

—Sí —murmuró Irina.

Y dirigiéndose a Borraleda le tendió el fajo de cartas, diciendo:

—A pesar de todo, me alegro de que vuelvan a sus manos. Le aseguro que si hice esto fue porque necesitaba dinero.

—Me ha hecho usted mucho daño —murmuró Borraleda, guardando las cartas.

—Lo lamento. Si por lo menos ha resultado una lección provechosa…

—Estoy seguro de que el señor Borraleda no volverá a cometer otra tontería semejante —sonrió El Coyote—. Aunque, a decir verdad…, usted, Irina, es lo bastante hermosa para hacer perder la cabeza a cualquiera.

—¿Hasta al Coyote? —musitó Irina, acercándose al enmascarado.

El Coyote no es cualquiera; pero, de todas formas, reconoce que es usted hermosísima.

—¿Y comprende lo que he hecho? —siguió preguntando Irina, en voz tan baja que sólo El Coyote podía oírla.

—Sí, lo comprendo y la admiro. El valor siempre es admirable.

—Gracias.

—Las gracias debo dárselas yo a usted, Irina. Creo que sin su ayuda no habría triunfado en esta ocasión.

—Pero ¿cómo ha sabido…?

El Coyote lo sabe casi todo. Pero luego hablaremos con más libertad. Resolvamos esta situación.

Dirigiéndose a Kennedy, El Coyote advirtió:

—Permanecerá usted aquí unas horas para dar tiempo a la señorita Garson de alejarse de usted y de sus malas mañas. Lo mismo le ocurrirá al amigo Julio, a quien, por cierto, le está saliendo un chichón en la frente que le va a impedir durante algún tiempo usar sombrero.

Volviéndose hacia Luis, prosiguió:

—En cuanto a usted, señor Borraleda, puede marcharse con sus cartas y su desengaño. Vuelva junto a su esposa y alégrese de tener por compañera a una mujer tan buena.

Luis iba a replicar que no podía volver junto a Isabel, y El Coyote, que no le perdía de vista, leyó claramente en sus ojos sus pensamientos; pero se contuvo y no dijo nada. Borraleda, poniéndose en pie, abandonó el salón sin mirar siquiera a Irina. Bajó cansadamente la escalera y salió a la calle por la puerta principal.

En vez de dirigirse hacia su casa tomó el camino opuesto y durante tres horas vagó sin rumbo fijo antes de llegar, casi por azar, frente a la puerta de su domicilio. Entonces se detuvo, se pasó una mano por la frente y la encontró helada, a pesar de lo caluroso de la noche.

«No puedo entrar», pensó.

Y luego recordó que Isabel debía de estar ya acostada.

«Al menos podré estar un rato en mi despacho. Tal vez encuentre una solución. Tiene que haber alguna solución».

Mientras abría la puerta, recordó que no había dado las gracias al Coyote por la nueva ayuda recibida. Encogióse de hombros, cerró la puerta y se dirigió a su despacho. El vestíbulo estaba en tinieblas; pero Luis conocía perfectamente el terreno y llegó a su destino sin ningún tropiezo. Encendió la lámpara de petróleo de encima de la mesa escritorio y dejó sobre ésta las cartas que había escrito a Irina. Cuando se hubo sentado, comenzó a contarlas, maquinalmente. Recordaba todas las que había escrito. En total eran veintitrés…

Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Allí sólo había veintidós cartas. Volvió a contarlas. Sí, eran veintidós. ¡Y faltaba precisamente la última, la más comprometedora! En realidad, la única que era innegablemente una carta de amor.

Borraleda se pasó una mano por la frente. Aquella abultada carta…

Interrumpió sus pensamientos, porque en aquel instante su mirada acababa de tropezar con una hoja de papel doblada en cuatro. La cogió en seguida y la extendió ante él. Cuando empezó a leer sintióse invadido por una negra desesperación. La carta decía así:

Mi querido señor Borraleda: Según mis informes, posee usted un capital en dinero contante y sonante de doscientos cuarenta y ocho mil dólares. No creo que necesite usted tanto, y por ello he pensado que puede entregarme doscientos veinticinco mil, que yo utilizaré mejor que usted. Ya sé que es capaz de entregarme ese dinero sin necesidad de que yo tome ninguna precaución; pero… las precauciones nunca están de más. Por ello me he tomado la libertad de llevarme a su distinguida y bella esposa a un lugar seguro, donde usted podrá encontrarla siempre que quiera ir allí en compañía de doscientos veinticinco mil dólares. Se trata de un secuestro, en efecto. Un odioso secuestro, si usted quiere llamarlo así; pero no debe enfadarse ni sufrir por la suerte de su esposa. A ella nada le faltará mientras esté a mi cargo. En cuanto tenga usted el dinero, diríjase a Dos Ríos, al norte de San Francisco, y allí alguien le conducirá hasta el lugar donde estará su esposa. No se moleste en hacer el viaje sin llevar el dinero. También recibirá a su debido tiempo la otra carta que falta y que, sin duda alguna, es la más importante de todas.

No creo necesario advertirle que cualquier intento, por parte de usted, de recurrir a las autoridades policíacas, redundaría en perjuicio de su esposa. Aunque después de lo ocurrido esta noche cabría dudar de su amor hacia ella, sé que es usted lo bastante caballero para no permitir que corra la triste suerte que le tenemos destinada si dentro de cuatro días no hemos recibido el rescate de las propias manos de usted.

Lamentando infinitamente el tener que recurrir a estos extremos, le saluda

UN AMIGO.

Durante varios minutos las letras de la carta danzaron locamente ante los ojos de Borraleda. ¿Qué significaba aquello? ¿Qué nueva canallada se había cometido con él?

Bruscamente se puso en pie y salió del despacho, subió de tres en tres los escalones y precipitóse en el cuarto de Isabel. Estaba vacío y la cama no mostraba señales de que se hubiese dormido en ella. Un armario estaba abierto y en el suelo se veían algunas prendas de ropa. Otras asomaban por uno de los cajones de la cómoda.

Luis salió del aposento y corrió a registrar los otros cuartos de la casa; pero en ninguno de ellos encontró ni rastro de Isabel. Y cuando al fin, tras una interminable búsqueda, se dejó caer en un sillón del vestíbulo, una sola campanada extendió sus metálicos ecos por toda la casa. ¡La una de la madrugada!

Cinco horas antes había insultado cruelmente a Isabel. Había hecho lo posible por abrir entre ella y él un profundo abismo, y ahora… ahora estaba anhelando salvar aquel abismo, salvar a Isabel, pedirle perdón… y, sobre todo, arrancarla de las manos de sus enemigos políticos, que otra vez le habían asestado un terrible golpe.

De pronto, Borraleda recordó a Irina. En su casa había quedado Kennedy, el culpable de todas sus desgracias.

Corriendo, Luis entró de nuevo en el despacho. De un cajón sacó otro revólver, comprobó que estaba cargado y, guardándolo en un bolsillo, salió de su casa en dirección a la de Irina.

Recorrió la distancia que le separaba de ella en menos de veinte minutos. Cuando llegó, vio que brillaban luces en el primer piso.

Empuñando el revólver, empujó la puerta principal, que estaba abierta. Sin que nadie le impidiera el paso, subió al salón; pero ni en él, ni en ninguna de las otras habitaciones, encontró a ningún ser viviente. Irina Petrovna, u Odile Garson, había desaparecido, llevándose todo su equipaje. Y con ella habían desaparecido también Víctor Kennedy, el mayordomo y…El Coyote.

Luis Borraleda dejóse caer en el sillón cuyo respaldo conservaba la huella del cuchillo del Coyote, y escondiendo el rostro entre las manos, se esforzó en llorar; pero aunque su garganta estaba llena de lágrimas, sus ojos permanecieron abrasadoramente secos, en tanto que el corazón le latía violentamente, como anhelando romper la cárcel en que estaba encerrado.